EL PERFUME DE LAS PALABRAS


VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE

 

EL PERFUME DE LAS PALABRAS

 

El caso fue que reunidos una noche en mi casa el excelente lector, traductor español y aun mejor amigo Luis Muñiz –a quien por su asombroso parecido con el escritor checo-judío-alemán di en llamar Kafka- y yo, disfrutábamos con las ocurrencias y milagros de la escritura de Quevedo. Al comentar esos espléndidos pasajes de metalenguaje de El sueño del infierno, en que dos frases, la “¡Oh, quién hubiera!” y la “Pensé que”, han sido humanizadas para purgar sus culpas en el infierno y a la vez castigar a los desdichados que las han proferido, propuse, a modo de juego, hacer en común una lista de palabras condenables por su intrínseca fealdad, y otra, de las elegidas para el paraíso.

Los dos éramos conscientes de que es el contexto, en fin de cuentas, quien decide de la belleza o fealdad de una palabra. Qué gusto da, por ejemplo, leer la palabra puta en boca de Sancho Panza o de un ventero o del mismo encolerizado don Quijote. Qué feo, en cambio, ese largo silbido de culebra que es la palabra divisibilidad, pero qué bien luce en “La muerte y la brújula” de Borges: “… esa torre (…) reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerosa divisibilidad de una cárcel…” En el contexto, esa estrecha palabra tiene aire y respira. Claro: mientras el lenguaje es sucesivo –“sucesión y olvido”, dice Borges-, la palabra busca la permanencia.

Éramos conscientes, además, de que toda palabra viene cargada de una constelación de significaciones, y de que cualquier elección que hiciésemos iría a contaminarse de nuestra subjetiva interpretación del sentido e imponerse a sus dotes eufónicas. Cuando pensamos, por ejemplo, en vocablos prestigiosos como familia, tradición, propiedad, reparamos en que las condenaríamos en sumario juicio al infierno. El concepto, y sobre todo el uso de ese concepto iban fatalmente a inmiscuirse en nuestra elección. Fue, por ejemplo, en mi caso, el rechazo a la palabra prohombre, que, además de eufónicamente fea, es un epíteto cargado de patrioterismo, de patriotismo de aldea.

Así pues, considerando todos los riesgos, elaboramos una lista inicial de palabras que, por sus dotes eufónicas, por su belleza intrínseca, por su perfume, considerábamos las más bellas de la lengua. No paró allí el ejercicio: seleccionamos después las más feas, también por unanimidad, o casi. He aquí las dos listas, puestas en paralelo, y nótese lo divertido del contraste, por lo cual recomiendo dos lecturas: primera, siguiendo la línea, es decir, una hermosa y una fea; segunda, siguiendo la columna, esto es, todas las bellas en bloque y luego todas las feas:

            sándalo                       engrudo

            doncella                      paperas

            nocturno                     pedo

            penumbra                    arcada

            laberinto                      trombón

            ruiseñor                       sobaco

            gaviota                        prohombre

            estambre                     aparato

            alféizar                        panfleto

            tiniebla                        ganglio

            primavera                    hígado

            secreto                        verruga

            cántaro                        colchón

            espiga                         paquete

            bronce                         feldespato

            enigma                        gárgara

            relámpago                   parquear

            cristal                          chequear

            niebla                          manga

            oscuro                         clueca

            sombra                        butaca

            luz                               cistitis

            ánfora                         moto

            sombrío                       moco

            parafernalia                 gargajo

            pesadumbre                zote

            música                        cagar

            profundo                     baboso

            muselina                     grueso

            magnolia                     bodoque

            aurora                         caño

            azucena                       ñoño

            ternura                        cogote

            memoria                      jeta

            olvido                         gorgojo

            manzana                     agrio

 

No fue sino una operación de muestreo y por asociación libre. Es probable que demos con una palabra más hermosa que sándalo en nuestra lengua. Que figure en primer lugar en la lista no supone que todas respondan a un ordenamiento cualitativo: las palabras acudían con el desorden con que aparecen nuestros recuerdos.

Profanos de la lingüística, observamos, sin embargo, algunas constantes: primera, hay en ambas columnas un predominio del sustantivo sobre cualquier otra parte de la oración; segunda, la mayoría de las palabras bellas son graves por el acento; tercera: son, en su mayoría, de origen griego (a través del latín) y árabe; cuarta: designan, en su mayor parte, objetos o fenómenos de la naturaleza –a pesar de que muchos nombres que pugnaban por aparecer fueron reprimidos para evitar que la primera columna se convirtiera en una lista botánica-; quinta: algunas de las palabras feas tienen que ver con actividades corruptas del cuerpo: ganglio, verruga, cistitis; sexta: quizá es impropio hablar de fealdad en la lengua: toda palabra presuntamente fea es más bien una caricatura: no faltará el feísta que considere la segunda lista digna de la primera y viceversa; séptima, hay predilección por vocablos comprendidos en el campo semántico de la sombra más que de la luz: nocturno, penumbra, oscuro, tiniebla; octava, para terminar: quien hace una elección cualquiera acaba por autorretratarse.  

 

CAOS Y GEOMETRÍA (SOBRE EL AGUILA Y LA SERPIENTE DE M.L.GUZMÁN)


EL CAOS Y LA GEOMETRÍA

 

(Acerca de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán)

 

 

A mí el fulgor de sus ojos me reveló de pronto que los hombres no pertenecemos a una especie única, sino a muchas, y que de especie a especie hay, en el género humano, distancias infranqueables, mundos irreductibles a común término, capaces de predecir -si desde uno de ellos se penetra dentro del que se le opone -el vértigo de lo otro.

 

(Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente)

 

¿Cómo explicarse que un hombre de formación tan refinada, con una mente moldeada en las disciplinas filosóficas y matemáticas, en la lectura de los clásicos antiguos y modernos, una mente regida por el espíritu de geometría, espíritu que se hace visible en el rigor clásico y apolíneo de su prosa y en la dignidad de su pensamiento, se haya puesto al servicio de un bandolero como Pancho Villa, hombre al que si bien se deben algunos de los mayores triunfos militares de la revolución contra Díaz y Huerta, tuvo, en cambio, a la arbitrariedad de sus impulsos instintivos como voluntad y al capricho de su pistola como ley? Un intento por resolver el enigma de estas nupcias entre la geometría y el caos es el propósito de este ensayo.

Vasconcelos –tan comprometido políticamente como Guzmán en la lucha revolucionaria- tampoco oculta su perplejidad, que más bien se resuelve en censura: “Tan es cierto”, afirma, “que se compromete, que ha caído en el error de dedicar muchas horas de su talento incomparable a esa especie de rufián que fue Pancho Villa”.[i]

Alguien aducirá que esta contradicción no es nueva ni sorprendente: también Maquiavelo se puso al servicio, con todo su inmenso bagaje cultural y experiencia humana, de las más brutales formas del despotismo entonces conocidas. Pero lo que hace el caso de Guzmán tan dramático, es, además de su proximidad con nosotros, el auténtico primitivismo y barbarie de su caudillo. Nadie podrá negar el carácter ilustrado de las tiranías del Renacimiento. Frente a ellas, sin posibilidad de mecenazgo alguno, analfabeto, prófugo y nómada en los desiertos del norte de México, se contrapone la figura bárbara de Pancho Villa.

 

1

 

La primera respuesta –evidente- a la pregunta inicial de este ensayo radica en la vocación revolucionaria de Martín Luis Guzmán, que lo lleva, una vez asesinado Madero, a unirse a las fuerzas rebeldes del norte. Y es aquí donde empieza El águila y la serpiente. La siguiente gran pregunta –que tiene ya directamente que ver con la dimensión determinista, trágica, del libro- es la siguiente: qué hace que Guzmán-personaje se ponga en manos de Villa.

Hay en el encuentro de estos dos hombres una suerte de fatum, un determinismo, una teleología, que actúan de un modo diferente al destino de La sombra del caudillo, pero actúa, infundiendo también a El águila y la serpiente ese sentido trágico que es preciso reivindicar en la visión de Guzmán.

Afirmó el autor que consideraba a El águila y la serpiente (1928) una novela, “la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias al pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario”[ii].  Pero ceñirse a las declaraciones de Guzmán es acaso empobrecer las dimensiones trágicas de su propio libro, porque hay en él algo más que crónica y testimonio: se trata de un desborde épico y ético, de la crónica de una gran decepción –del entusiasmo inicial al asco final, conclusión que ya latía en La querella de México-.  En efecto, Guzmán juzga a la Revolución como un alto ideal degradado a bandidaje, mentira y crimen. Esta ética patricia, esta aristocracia del espíritu lo condujeron a la mirada severa, casi intransigente sobre su tiempo, mirada que no se entiende sino a través del proceso que el propio Guzmán-personaje sigue a lo largo de de las páginas del libro. Encuentro aquí los siguientes pasos, de carácter ineluctable: Primero, la búsqueda, en la Revolución, de un honesto liberalismo republicano a través del ideario de Madero. Pero asesinan a Madero, lo que da la medida de la barbarie del país y el momento en que vive el personaje. Segundo: la búsqueda, en Carranza, del portaestandarte de los ideales de Madero, pero Carranza representa -por la atmósfera de chismorreo, adulación y alcahuetería políticos, mezquindad y robo que lo rodean-  deshonestidad y autocracia. En suma, degeneración de los ideales revolucionarios. Tercero: la búsqueda de Obregón –más hábil que Carranza y habitante de una atmósfera política de mayor claridad- es una solución imposible, porque está al servicio del Primer Jefe de la Revolución. Cuarto: sin otra alternativa, presionado por la autocracia de Carranza y una orden de aprehensión en su contra, Guzmán se pone en manos de Villa, a quien, por lo que tiene de ingenuo, pretende utilizar, “domesticar”, en beneficio de la Revolución. Pero Villa es un bárbaro con ideas propias. Y lo que veremos en El águila y la serpiente es, en fin de cuentas, la lucha tenaz que estos dos hombres tan distintos libran hasta entenderse y sacar de ese entendimiento un provecho recíproco: el guerrillero se sirve del otro para legitimar la violencia que le sale de adentro: pretende, como confiesa al final, hacer de Martín Luis Guzmán su secretario. El intelectual, en cambio, pretende “civilizar” a Pancho Villa, sostenerlo como el brazo armado de la noble causa de la Revolución, “domesticarlo” para bien de ella, y, finalmente, usarlo como materia literaria.

Desde el punto de vista de Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente es la crónica de un fracaso: el fracaso de los empeños de un intelectual por “civilizar” la Revolución. Civilizarla en dos sentidos, al menos: en primer lugar, despojarla un poco, con su participación, de brutalidad y crimen; en segundo, conceder al civil, al combatiente civil, un papel más activo y decisorio en un campo prácticamente tomado por los militares, cuyas armas, salvo honrosas excepciones, fueron las balas más que la inteligencia y la negociación política. Escribe:

 

Yo tenía entonces ideas demasiado optimistas  -y, en consecuencia, absurdas- sobre la posibilidad de ennoblecer la política de México. Creía aún que a los ministerios podían y debían ir hombres de grandes dotes intelectuales y morales, y hasta consideraba deber de los buenos revolucionarios el eximirnos de los altos puestos para ponerlos en manos de lo más apto posible y de lo más ilustre.[iii]

 

En El águila y la serpiente -libro que el autor prefería entre todos los suyos-, Guzmán parece ir buscando confirmaciones, paso a paso, de aquella idea ya sustentada por él acerca del deterioro de la espiritualidad, que es su obsesión desde La querella de México (1915). Por ello, ficción y ensayo se hermanan, se vuelven géneros complementarios en Martín Luis Guzmán: el primero ilustra con acciones lo que el segundo enuncia y formula con ideas.

Pero ¿qué debe entenderse por deterioro de la espiritualidad? Ante todo, el caos: lo informe, la anarquía, la ausencia de ley, la improvisación, el desorden, no necesariamente la quiebra de un orden, que puede ser injusto. En su discurso “Federales y revolucionarios”, Guzmán defiende la guerra justa, inevitable y necesaria como signo de un estado alto e intenso del espíritu social, de una energía que se despliega para echar por tierra lo desorganizado y vicioso. Hay otro breve texto escrito en París que se llama Orden y armonía, donde el escritor reclama para México una ruta a la cual reintegrarse, esto es, una tradición, opuesta al desorden:

 

Un volumen nacional de naciones y valores que cada generación transmite a la que le sigue, y el cual supone orden y disciplina en los espíritus, enseñanza, clasicismo.[iv]

 

Pues bien, este hombre que aprendió a pensar con claridad en la Escuela Nacional Preparatoria de la Ciudad de México, que aprendió a leer y escribir con los clásicos (ha declarado a Tácito y Plutarco entre sus autores preferidos, a Cervantes, Granada, Quevedo y Gracián, y, en lengua inglesa, a William Hazlitt), que formó parte, si no como directivo, del grupo del Ateneo de la Juventud, habrá de enfrentarse al caos revolucionario, en un momento en que ninguna ley  garantizaba su vida ni la de los demás, puesto que el derecho, como todo en el Universo, es mutuo, recíproco, correlativo. Tomó partido por las causas perdidas: el villismo, la convención de Aguascalientes y el rechazo al constitucionalismo representado por Carranza.

Puedo reconocer en este libro al menos cuatro formas del caos:

1.La guerra misma, acto o conjunto de actos de violencia desordenada, homicida, indiscriminada y arbitraria, que alcanzan su máxima expresión en los fusilamientos sumarios que pueblan el libro. Claro, la guerra estalla cuando se han acabado los argumentos para evitarla: toda guerra es una capitulación de la razón y por ello, ya una forma del caos. Si a esto añadimos la índole bárbara del conflicto bélico, donde el crimen gratuito es historia cotidiana, estamos entonces asistiendo a una suerte de caos elevado al cuadrado, si se me permite graduar el caos. Abundan las escenas terribles: el famosísimo episodio llamado “La fiesta de las balas”, por ejemplo, en el que Rodolfo Fierro, lugarteniente de villa, realiza él solo una ejecución masiva de trescientos prisioneros huertistas de Chihuahua; o el de “La araña homicida”: un militar rebelde que se dedica por las noches de Culiacán a tirar a matar desde un misterioso automóvil a los desprotegidos y solitarios peatones nocturnos, serie de crímenes gratuitos que no tienen otra explicación que la mera existencia provocadora del arma, como aquel cuchillo de Borges que no hace sino esperar a que alguien lo use. Escribe:

 

No se dispersaba aún la convención, cuando ya la guerra había vuelto a encenderse. Es decir, que los intereses conciliadores fracasaban en el orden práctico antes que en el teórico. Y fracasaban, en fin de cuentas, porque eso era lo que en su mayor parte querían unos y otros. Si había ejércitos y se tenían a la mano, ¿cómo resistir la urgencia tentadora de ponerlos a pelear?[v]

 

No importaba, pues, la causa, el motivo: si existía el arma, había que usarla; si existía un ejército, igual había que echar mano de él. Las balas abundan en este libro como los automóviles en La sombra del caudillo. ¿Cómo olvidar ese memorable capítulo que se llama “En el hospital”, donde Guzmán describe, con pulso maestro, las travesuras de las balas en el cuerpo del hombre? Tanto “La araña homicida”, “La fiesta de las balas”, como “En el hospital”, son parientes cercanos del caos villista: nos anuncian su mundo, se mueven en su órbita. No menos significativo que los capítulos mencionados, y supremamente bien escrito, es el denominado “La pistola de Villa”.

2.La arbitrariedad es otra de las formas del caos: los jueces rebeldes ejecutan sentencias sumarísimas por delitos que ellos mismos habían cometido, como fabricarse una moneda para sus usos personales. Se trata, en fin de cuentas, de juicios sumarios para disfrazar asesinatos. “¿Sería –se pregunta el narrador- en efecto, una ley de Dios o de la Naturaleza, o de la Historia, que la revolución nuestra estuviese movida por espíritus asesinos o cómplices de asesinos?”[vi]

Quisiera disipar, de paso, la sospecha de que Guzmán fue un beato del espíritu, un “señorito” enfrentado al México bronco, como alguna vez aseveró infortunadamente Héctor Aguilar Camín, y que Fernando Curiel se encargó de negar. ¿Qué por qué va Guzmán a sumarse a las fuerzas rebeldes del norte?:

Parte, marcha, se aleja, defecciona, simplemente por la constatación de una hipótesis histórica y antropológica –antropología histórica-: la inmoralidad profunda, raigal, de la clase dirigente mexicana.[vii]

Escuchemos al escritor, entrevistado por Carballo:

 

Y como las revoluciones no se hacen con los miembros honorables de las asociaciones de padres de familia (personas morigeradas que se acuestan a las ocho de la noche y están de nuevo en pie a las seis de la mañana del día siguiente), entraron a escena hombres que conciben el desorden como instrumento creador, hombres que no olvidaron aquella afirmación de la Biblia: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. Sólo en el desorden es posible separar las tinieblas de la luz.[viii]

 

Esto declara en 1958, y no estoy seguro de haber encontrado, sin embargo, una sola página en El águila y la serpiente que diga lo mismo literalmente. Literalmente, no, pero como ilustración narrativa, sí. Basta y sobra un ejemplo: su adhesión a Villa, uno de esos hombres que concibieron el desorden como instrumento creador, lo que levanta la sospecha de que la oposición era dialéctica entre los dos hombres: ni tan puro el uno en su barbarie, ni tan puro el otro en su civilidad. En los dos hombres latía una gran pasión.

Estrechamente vinculada a la violencia, está otra forma del caos: la confusión ideológica en la lucha. Escribe Guzmán:

 

En el fondo todo se reducía a la disputa, eterna entre mexicanos, de grupos plurales dispuestos a adueñarse del poder, que es singular: predominio, en unos y otros, de las ambiciones inmediatas y egoístas sobre las grandes aspiraciones desinteresadas; equivocación del impulso mediocre que lleva a buscar el premio de una obra, con el impulso noble de la obra misma. Pero como la disputa no podía evitarse, se inventó la tesis que la justificara: los más próximos a don Venustiano –que fue, con su maquiavélico concepto pueblerino del arte de gobernar, el principal cultivador de la cizaña- reivindicaron para sí el verdadero espíritu de la Revolución, se declararon radicales, y lanzaron sobre todos los otros, sobre todos los que no los reconocían a ellos como casta de semidioses, el anatema de conservadores y aun de reaccionarios. Y así nacieron en Sonora dos partidos-tan ayuno de ideas el un bando como el otro, pero ambos obligados, de allí en adelante, a simular el criterio que se atribuían o se les atribuía-. Esos dos bandos, como plaga de discordia, habrían de extenderse después desde Sonora hasta Sinaloa, luego a Chihuahua, y luego a toda la República con el convencionalismo, el villismo y el carrancismo.[ix]

 

Registraré, finalmente, otra forma del caos: la improvisación mexicana, el providencialismo y la temeridad, características de clara raíz hispánica. Ese capítulo que, como tantos otros, es, por la vitalidad de su estilo, digno del mejor Hemingway, llamado “La carrera en las sombras”, donde Guzmán demuestra sus grandes dotes para narrar el movimiento,  nos muestra también una prueba de este providencialismo y temeridad que no mide las consecuencias de sus acciones. El narrador, un militar y un maquinista hacen por la noche, sin luces, un viaje de doscientos kilómetros por línea férrea en una mezquina máquina, confiando en que lo que se ande se andará.

Recordemos a los “Genios esporádicos” ya denunciados en La querella de México, a los dilettani, buenos para todo y para nada que, sin preparación ninguna, se declaran capaces de gobernar a los demás.  Guzmán los supo ver entre las fuerzas carrancistas y de ellos huyó y los denunció con un valor no exento de saña y ferocidad. El mismo jefe Máximo de la Revolución, Venustiano Carranza, es calificado de mezquino, ambicioso, vulgar, marrullero, carente de generosidad constructiva y toda especie de ideales. Un ídolo de barro, aunque acabará por ser reivindicado en Muertes históricas con la tesis de que hay ciertos hombres que alcanzan la grandeza sólo en la muerte.

 

2

 

He sostenido en el punto anterior que la primera explicación de este contacto entre dos categorías mentales tan distintas entre sí, entre dos mundos tan abismalmente diferentes que acaban entendiéndose radica, en primer término, en el fenómeno social que lo hizo posible: la explosión revolucionaria misma; en segundo lugar, en la vocación política y literaria de Martín Luis Guzmán; y, finalmente, en la fatalidad, esa serie encadenada de causas y efectos que empujaron al narrador sucesivamente hacia Madero, hacia Carranza, hacia Obregón, hacia la Convención de Aguascalientes, fatalidad que puso al escritor finalmente en manos del Centauro del Norte.

Sin embargo, este encuentro seguiría siendo incomprensible de no haber mediado entre los dos un rasgo que Enrique Krauze ha señalado como dominante de la personalidad de Villa: su dualismo.[x]

De haber sido un hombre de una sola pieza, esto es, simple e irreductiblemente un bárbaro, su alma agreste, inhóspita, habría rechazado a coces la instrusión de Guzmán y de otros hombres, modelos de civilidad, que estuvieron a su servicio. Pero había en el alma del guerrillero una zona hospitalaria por donde Guzmán pudo colarse, y de modo tan profundo, que acabaría por asumir el punto de vista de aquel al redactar sus Memorias en primera persona, en una suerte de juego de máscaras que consistió en contar el narrador la historia de Villa como si él hubiese sido Villa. Para haberlo hecho así, Guzmán aduce propósitos estéticos: “decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad”[xi].  Pero estos móviles tienen un alcance político: “hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos”[xii], y alcances didácticos y satíricos: “poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfiriana, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo a que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo del sistema y de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria”[xiii]

Pero Pancho Villa no era hombre de una sola pieza, aunque tampoco víctima de alguna esquizofrenia. Era más bien un hombre sujeto a dos fuerzas contrarias que luchaban dentro de él y que se resolvían en una síntesis: la palabra justicia.

Dos fuerzas de signos contrarios convivían en tensión en él: el instinto destructor y el espíritu reconstructor. Era un “destructor, iconoclasta de vidas y haciendas. Espíritu reconstructor moral y material: tenía una sed insaciable en pro de la instrucción popular”[xiv]

Por un lado está esa mítica ferocidad que todos sus cronistas han señalado; por otro, la ternura. Fiera, era impulsivo, cruel, iracundo, salvaje, implacable, “incapaz de detener la mano que ha tocado la cacha de la pistola”[xv].  Las descripciones que de Villa hace Martín Luis Guzmán son magistrales:

 

Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en su cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar.[xvi]

 

O también:

 

¿Cómo encontrar, en el orden de los sentimientos, un sincero punto de contacto entre Lucio [Blanco], todo gallardía, generosidad, nobleza, y Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se le colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible? Blanco era tan noble que desperdiciaba hasta la gloria –esa fue su debilidad-; tan humano, que el horror a matar paralizó en gran parte su acción después del primer arrebato contra Huerta. Villa, al revés, no descubría en el horizonte de las tinieblas que lo guiaban más que un punto de referencia preciso: acumular poder a cualquier precio; suprimir, sin sentimentalismo ninguno, los estorbos a su acción vengadora e igualadora.[xvii]

 

“Este hombre no existiría sin su pistola”, piensa el narrador mirando a Villa con su alma hecha forma: el revólver. Atendía a las más primitivas y feroces fuerzas de la destrucción y del crimen. Rodolfo Fierro, el Carnicero, ese asesino fisiológicamente puro, era una de las posibilidades de Villa: su instinto de muerte. Le tenía cariño y siempre habría de perdonarle sus crímenes. Y una vez desaparecido éste, el compadre Urbina, tan criminal como Fierro, ocuparía su lugar.

Pero esta máquina de matar era capaz de escuchar argumentos razonables para perdonar la vida a sus enemigos y conmutarles la pena, aunque la nueva orden llegara demasiado tarde. Dice Guzmán a Villa:

 

El que se rinde, general, perdona por ese hecho la vida de otro o de otros, puesto que renuncia a morir matando. Y siendo así, el que acepta la rendición queda obligado a no condenar a muerte.[xviii]

 

La caballerosidad de algunos de sus hombres –el propio Guzmán, Felipe Ángeles, Roque González Garza, Díaz Lombardo, Manuel Silva, entre otros- delata que ésta era la otra posibilidad de Villa. Profesaba por Felipe Ángeles –gran estratega militar, académico, hombre con alma de poeta- una admiración casi reverencial. En virtud de esta cara de Villa, los hombres puros que lo rodearon procuraron asimilarlo para la causa revolucionaria, transformar al bandido en héroe. Escribe Guzmán:

 

Porque Villa era inconcebible como bandera de un movimiento purificador o regenerador, y aun como fuerza bruta se acumulaban en él tales defectos, que su contacto suponía mayores dificultades y riesgos que el del más inflamable de los explosivos (…) ¿Sería domeñable Villa, Villa que parecía inconsciente hasta para ambicionar?, ¿subordinaría su fuerza arrolladora a la salvación de principios para él acaso inexistentes o incomprensibles?

Porque tal era el dilema: o Villa se somete, aun no comprendiéndola, a la idea de la Revolución, y entonces él y la verdadera revolución vencen, o Villa no sigue sino sus instintos ciegos, y entonces él y la Revolución fracasan. Y en torno a ese dilema iba a girar el torbellino revolucionario en la hora del triunfo.[xix]

 

Desgraciadamente, dominó lo segundo. Las últimas palabras de Villa en El águila y la serpiente, autoritarias y feroces, quedan resonando como un eco en el muro de la página final:

 

      “Nomás acuérdese que fusilo”

 

En resumen, había en Villa un lado hospitalario, humano, generoso, que permitió la intromisión de aquel hombre diferente, culto y educado, reflexivo, de gran disciplina intelectual, formado en los rigores de la Escuela Nacional Preparatoria y de don Victoriano Salado Álvarez, en el liberalismo dieciochesco y las luces del positivismo porfirista. Este encuentro de dos órdenes de categorías mentales tan ajenas entre sí constituiría uno de los o encuentros más fructíferos que registra la historia de México.

No sólo porque reveló de modo elocuente el orden y el caos que coexistieron en la Revolución de 1910; no sólo porque delató la respuesta que un gran escritor supo dar a ese reto, el vértigo de lo otro: orden y geometría en los principios éticos, claridad apolínea en la escritura; sino también porque mostró que ese contraste entre caos y geometría es una contradicción subyacente en el alma de México.

 

 

 

 

 



[i] Emmanuel Carballo. “José Vasconcelos”, en Protagonistas de la literatura mexicana. México, Secretaría de Educación Pública (Lecturas mexicanas, 48), 1986, p. 30
[ii] Ibid., p. 87.
[iii] Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente. México, Porrúa (Colección de Escritores Mexicanos, 92, 1984, p. 377.
[iv] Idem, “Orden y armonía”, en Obras completas, v. II. México, Fondo de cultura Económica, p. 1205
5 El águila y la serpiente, pp. 391-392.
[vi] Ibid., loc.cit.
[vii] Fernando Curiel. La querella de Martín Luis Guzmán. México, Ediciones Coyoacan-Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 1993,  pp. 42-44.
[viii] Emmanuel Carballo, op. cit., p. 86.
[ix] Ibid., p. 96
[x] Enrique Krauze. Francisco Villa. Entre el ángel y el fierro. Biografía del poder, 4. México, Fondo de cultura Económica, 1987, pp. 45-58
[xi] Martín Luis Guzmán. “Prólogo” a Memorias de Pancho Villa, en Obras completas, v. II, p. 11.
[xii] Ibid., pp. 11-12.
[xiii] Ibid.,p. 12
[xiv] Patrick O’Hea, apud. Enrique Krauze, pp. 48-49.
[xv] Krauze, op. cit., p. 47
[xvi] Guzmán, El águila y la serpiente, p. 49.
[xvii] Ibid., p. 251.
[xviii] Ibid., p. 361.
[xix] Ibid., p. 67

VISITA ÍNTIMA

 
                                                                                                             Para Blanca Casariego  
 
Porque le gustaban los trapos se había conseguido esta chamba en Aca Joe de la Zona Rosa. Trapos, luces, colores y gente de todas partes, sobre todo turistas. Ver gente nueva y distinta le compensaba de la tarea monótona de doblar y desdoblar pantalones, playeras y suéteres que los clientes no siempre compraban. Todo muy acá. Le encantaba conocerlos, atenderlos, tratarlos, aunque no compraran. Y si compraban, mejor, se ganaba un porcentaje. Y porque le gustaba la gente, en ese sábado de multitudes, abordada por una pareja que buscaba pants -aquí tienen estos modelos, y estos colores-, su mirada tropezó con el rostro de esa mujer que acababa de entrar, y en ese rostro se detuvo, en esa mujer a la que parecía haber conocido desde siempre. ¿Les gustan estos pants rojos?, pero ella, distraída ya, tenía su mirada atrapada en el rostro de esa mujer un poco perdida en la tienda y en sí misma.
- Un momento, por favor- dijo a sus clientes, y pidió a su compañera que atendiera a la pareja y le dejara ocuparse de esa mujer.
- ­¿En qué la ayudo, señora?
Todo le había atraído en ella: la dulzura de su rostro maternal y sufriente, la caricia de su mirada, esa expresión tan llena a la vez de valentía y desamparo. Una Dolorosa embellecida por un sufrimiento indecible. ¿A quién estaba inventando la empleadita de tienda con su mirada?
- Dígame qué se le ofrece.
- Calentadores para hombre, por favor. Talla grande-. Su voz acariciaba y persuadía.
- ¿Calentadores? -dijo Mónica, con una sonrisa nerviosa y equívoca.
- Sí, calentadores.
- ¿Qué son calentadores?
- Disculpe, ¿cómo se llama esto aquí?
- Sudaderas, eso, es que vengo de Ecuador y allá se llaman calentadores y yo me llamo Esther, Esther Villacrés.
- Soy Mónica- y le mostró sudaderas rojas.
- No, quiero grises, por favorcito.
- Un color muy triste, ¿no?, ¿por qué no azules?
- No, grises.
- También podrían ser amarillas.
- No, grises -insistió.
- Perdone la curiosidad, ¿por qué grises, señora?
- Es el color del uniforme para mi hijo, que está en la cárcel -le dijo, rota la voz-. Le pusieron en Quito cocaína en la maleta y he venido a defenderlo, a liberarlo.   
Hecha la compra, le pidió a la señora Esther que le aceptara un café en el restaurante de enfrente.
- ¿Me puede esperar veinte minutos?
- Sí, claro –dijo- mientras tanto, miro la tienda y pago.
 
- Lo detuvieron en el aeropuerto, recién llegado a México -sorbió el café americano con el aire de la costumbre y del buen degustador-. Mi hijo es inocente, te garantizo. Lo sé, Mónica, lo he sabido siempre porque yo lo crié, yo lo eduqué. Un mal amigo, estoy segura, le puso esa droga en la maleta, que es poca pero suficiente para que lo acusen. ¿Te imaginas, Mónica, a mi Luisito atentando contra la salud de la gente? Ese no es mi hijo, Mónica. Es inocente y hay que demostrarlo. Ha vivido siempre conmigo, lo conozco, es incapaz de semejante cosa, ahora y siempre. Javier, un buen amigo de allá, me ha dado alojamiento aquí, querida, si no, habría sido imposible quedarme, con lo caros que son los hoteles y largos los procesos.
- ¿En qué la ayudo, Esther?, ¿cuándo visitará a su hijo?
- Voy mañana al reclusorio, hijita, es domingo, hay visita familiar y voy a dejarle su uniforme.
- Si gusta, la acompaño ¿quiere? Mañana es mi día libre.
- Me haces feliz, hijita -le dice- sin comprender del todo el arrebato de esa niña desconocida que se fijó en esta desconocida y extrañamente se cobijó en su manto.
- Mi padre es ferrocarrilero jubilado y mi madre murió a mis cuatro y sólo tengo un recuerdo muy lejano de ella. ¿Te digo algo? Cuando te vi entrar en la tienda sentí que eras mi madre que llegaba a buscarme, por eso me acerqué a ti. ¿No te importa que te diga mamá? -aunque le pareció una ligereza hacerle esta pregunta tan prematuramente-. Y mira lo que son las cosas, aquí vamos juntas a ver a tu hijo en la cárcel. Eres increíble, en este monstruo de ciudad ya te sabes el camino para llegar al reclusorio. Este pesero nos deja enfrente, mamá. Y mira que ya estamos.
Antesalas de antesalas. Todo en la entrada es cavernoso. Exhaustiva y humillante la revisión, todo cuerpo es sospechoso de portar ilícitos, armas o droga. Una misma se siente ilícita, de antemano culpable. Exhibición repetida de pasaporte y credenciales y de firmas y constatación de firmas. Declarar nombres y parentescos: la madre, una amiga. Mónica percibe en Esther una incredulidad dolorosa, como si no acabara de convencerse de lo que está ocurriendo. Y se lo dice. Es irreal, la madre nunca ha pisado una cárcel y ahora en este reclusorio está su hijo, entre rateros, narcos y asesinos. Mónica también se sabe irreal. De pronto se pregunta qué hace allí, en esa mesa, esperando que traigan al hijo desconocido de una madre súbitamente inventada. Mira a su alrededor, muchos rostros ávidos como el suyo esperan en las mesas a que lleguen sus presos.
Al verlo entrar en la sala, ya supo que era él. Llegó con el cansancio de varias noches sin dormir y con ojos sólo para su madre. Ellos se abrazaron estrechamente y él le pidió el uniforme gris y se regresó para cambiarse y entregarle su ropa personal. Volvió enseguida con su hato, algo más dispuesto a conversar y conocer a la extraña.
- Luis, es Mónica; Mónica, Luis-. Y, enseguida, la relación de cómo y dónde se conocieron. Nadie, discretamente, mencionó la orfandad de madre de Mónica; y Luis, conmovido pero extraña y quizá comprensiblemente distante, agradeció a la chica su compañía. Mónica se inhibió de llamarla “mamá” y toda la conversación entre madre e hijo giró en torno de la estrategia de defensa.
- No basta el abogado de oficio -dijo Luis-. Necesitamos a alguien más comprometido. Que Javier, tan bien relacionado, me consiga uno. No va a negarse, ¿no?
Mónica sólo escuchaba y le llamaban la atención el temple y claridad de ideas de Luis. Una extraña fortaleza que parecía llegarle de la madre. No hablaba, casi, de lo que pasó, sino del futuro, de cómo salir de ahí, como en las tan gustadas películas de reos que se la pasan planeando la evasión. Emocionante todo esto. Y ella se sentía involucrada en esta película porque estaba siendo filmada por sus propios ojos, por su imaginación. Pero no dijo nada, porque él tampoco le había dicho nada. Por ahora, todo iba entre él y su madre, sobre personajes que no conocía y fragmentos de esas dos vidas ajenas, a las que iba lentamente, secretamente incorporando a la suya propia. Nerviosa y asustada, escrutaba los rostros patibularios de algunos presos y los de otros que no entendía cómo podían estar ahí: eran rostros casi tiernos y probablemente de asesinos. Estudiaba los de los familiares y su comportamiento. Leía sus posibles parentescos. También esos rostros ingresaban al río de su conciencia. Al final, sin un beso siquiera, se despidieron con cortesía.
El domingo siguiente, Esther llevó a su hijo las noticias que Javier debía transmitirle acerca del recién contratado defensor: nombre, honorarios, día y hora de la primera cita. Luis estaba mucho más comunicativo. Saludó de beso a Mónica y por fin la miró. Le refirió anécdotas de la prisión: el joven que asaltó la taquilla de un cine con una pistola de agua (deberían darle un premio, rió Mónica), las burlas de los internos a la cobija floreada que le trajeron a uno de ellos (“una flor más y es ridículo”). Esther estaba atenta a las miradas que ellos se cruzaban. Sabía que esa chica generosa y cordial, de abundante cabellera negra y cuerpo bien formado y cuidado, de cara pequeña y sensualidad algo vulgar, ya no le era indiferente a su hijo. En la conversación acerca del abogado y de los pendientes con Quito, Luis ya incluía a Mónica, no sólo con la mirada sino con asertos que reclamban su confirmación.
Esther y Mónica se veían a menudo entre semana a la salida de Aca Joe. Bebían café y conversaban sobre sus vidas. El padre de Luis había abandonado a sus dos hijos y a la madre. No habían vuelto a saber de él. Su hija luchaba con cuerpo y alma desde allá para liberar a su hermano. El ferrocarrilero jubilado dedicaba sus largas horas de ocio a ver la tele. Casi siempre, al volver del trabajo, Mónica lo encontraba dormido frente a la telenovela. Se sabía rebasado por sus dos hijas, Mónica y su hermana, un año mayor. Aunque eran bien portadas, ignoraba, por ser varón y viudo, cómo tratarlas, cómo educarlas. Había delegado parte de su educación a su hermana, que no había necesitado hacer mucho para que las dos muchachas crecieran con respeto a las normas elementales de convivencia familiar. Nunca habían dado motivo de queja, en parte, porque la tía era una guía excelente; en parte, porque las dos supieron ocultar a su padre y a su tía todo aquello que pudiera suscitar su disgusto. Esther insistió en que su hijo era incapaz de cometer un delito como el que le imputaban. Es un muchacho sano, deportista, practicante, desde la primaria, del basquetbol. Ella no conocía a todos sus amigos ni tenía por qué conocerlos, pero confiaba en su integridad moral.
- ¿Y si efectivamente cometió un desliz, una aventura inconveniente? -arriesgó Mónica.
- No importa, sigue siendo mi hijo, y mi obligación es ayudarlo a salir, pero también hacerle menos solitaria y dolorosa su estancia en ese lugar. Tiene un gran atractivo para las mujeres.
- ¿Qué quieres decir? -dijo Mónica.
- Eso, que velaré porque no se sienta solo ni sufra los tormentos de un lugar como ése. Hablaré con quien sea, con los abogados, con los jueces, con el presidente, de ser posible. No tengo dinero ni sangre para sobornar a nadie pero sí una lengua para hablar. 
Hablaron entonces de la lejana Quito y de muchas cosas más y Mónica cayó cautivada por el sentido del humor de Esther, a veces sutil, a veces audaz y desparpajado, pero siempre agudo. Comparaban ecuatorianismos con mexicanismos y reían: “Calentadores, mira que calentadores para hombres”. Salían a pasear. La chica le mostraba lo que podía de la ciudad de México. El trato de “mamá” a Esther era cada vez más natural y espontáneo; incluso se había inventado un diminutivo, no “mamá Esther” ni “mamá Esthercita” sino “mamá Tishi”, con una “sh” no sorda sino sonora y contínua que merecería la escritura “zh”, es decir, “mamá Tizhi”.
De manera que el domingo, el trato de “mamá” delante de Luis fue inevitable y él no pudo reprimir un gesto de sorpresa, aunque no de disgusto. Al contrario, le agradaba que su madre no estuviera sola en esta ciudad monstruosa y que, de manera tan inesperada, se hubiera ganado una amiga tan cercana y dispuesta a acompañarla y complacerla. Mónica llevaba puesta un vestido rojo escotado que a la vez revelaba y ocultaba un busto generoso y subrayaba las líneas armoniosas de su cuerpo. Había llamado la atención también de los demás presos y sus visitas. Luis se mostraba ambivalente, a la vez complacido y disgustado. Y Mónica se había dado cuenta de ello. La plática giró en torno del abogado que ya se había reunido con él y le había planteado su estrategia de defensa. Todos concluyeron que se trataba, en principio, de un abogado muy hábil. Caro, pero hábil.
- Ya veremos de dónde sacamos el dinero para pagarle -dijo Esther-, pero lo tendremos, confíen en mí. Por lo pronto, puedo pagar el adelanto que nos ha pedido. Ya después veremos.
Y surgió el tema de las actividades internas de Luis: esa semana ha visto una violenta disputa entre internos y un asesinato. Era vital acumular todos los puntos posibles por buena conducta. Se había iniciado ya como entrenador de basquetbol, ganándose con ello el respeto de los internos. La despedida de Luis fue muy cálida. Y también la respuesta de Mónica. La madre sonreía, complacida.
- Hijita -le dijo Esther en el café-, Javier me ha invitado el próximo domingo a un paseo campestre con sus amigos. Ha sido muy bueno conmigo, no quisiera despreciarle y creo que ya merezco un día de descanso. ¿No te importaría ir sola esta vez?
- Pero Luis puede sentirse decepcionado, molesto o enojado.
- No, sólo ve y acompáñalo –insistió Esther, dueña de la situación.
Ese domingo, el quinto de Luis en prisión, el cuarto de Mónica como visitante, se saludaron con un casi accidental y rápido beso en la boca. A la sorpresa inicial de Luis por la ausencia de su madre, siguió la explicación y una plática larga y desigual acerca de los dos. Se informaron de sus vidas; ella sabía mucho más de él que él de ella. Era una perfecta desconocida.
- Quiero conocerte más -le dijo- y tenemos poco tiempo.
Disfrutaban de saberse solos y poder hablar libremente. Ella acariciaba con su mirada el rostro todavía cansado del hombre que tenía enfrente. Verlo en esa situación despertó en ella todo ese sentimiento de generosidad escondida que sólo pedía a gritos una oportunidad. No era justo que un joven así debiera pasarse meses o años en la cárcel. Si su madre estaba haciendo lo indecible para salvarlo, sabía que también ella podía hacer algo por él, algo más que acompañar a la madre común. Y de eso le hablaba, de cómo esa mujer extraña y extranjera pasó a convertirse en su madre, la madre que había perdido.
- No me agradezcas de nada -le dijo-, ella está haciendo por mí algo que nadie, ni ella misma, puede calibrar y que sólo yo sé.
Entonces la mano de él se posó en la suya sobre la mesa y la acarició. Se levantó y pasó a sentarse en el banco junto a ella y la besó con intensidad creciente. Sin embargo, algo turbados, sin saber bien lo que les pasaba, derivaron la conversación, una vez más, a las penurias y la indescriptible violencia de adentro y las anécdotas divertidas o crueles de los reclusos. Y reían copiosamente. Al despedirse, se miraron como deseando decirse algo que todavía no sabían.
La opinión del abogado pudo haber abatido cualquier ánimo sin la fortaleza de Esther: el proceso iba a durar al menos un año hasta que se dictara la sentencia, y apenas estaba Luis sujeto a la averiguación previa. Esther ha tomado secretamente una determinación y, en el café de siempre, le preguntó a Mónica si alguna vez se había enamorado con locura. Y ella: - Mis amores más fuertes han sido a distancia, por gente lejana, inalcanzable. Lo demás fueron, ya sabes, amoríos de mano sudada y cachondeos en el cine. Todo eso que forma parte del tedio de cada día. Los besos en la esquina y en las sombras para que ni papá ni mi tía se enteren. Y no es que hiciera algo indebido, sino que prefiero que mi vida íntima sea sólo mía.
Y Mónica, a continuación, dio cuenta pormenorizada de su último encuentro con Luis a una madre encantada por el feliz resultado de su plan.
- Me parece, hija, y perdona la intromisión, que si quieren saber lo que ocurre entre ustedes deben buscar una intimidad mayor que la que tienen en el comedor. En otras palabras, si mi hijo llegara a pedírtelo, ¿accederías a hacerle los martes la visita íntima? 
El domingo, Mónica entregó a Luis un sobre con algo de dinero y una larga carta de la madre, en la que se disculpaba una vez más de no ir por sentirse indispuesta. Además de informarle de las novedades de Quito relativas a sus negocios, de la abnegada actividad de la hija en favor de su hermano, de los parientes y amigos que se habían ofrecido a cooperar económicamente con su causa y otros detalles familiares, le confirmaba la sentencia del abogado acerca de la duración del proceso. ¡Un año al menos!, exclamaba la carta, ¡un año! ¿Podrás, le preguntaba, soportar sin mujer todo ese tiempo, tú, que has vivido acostumbrado a su compañía? Mónica te quiere, hijo, acéptala como visita íntima.
Eran las últimas palabras de la carta. Mónica adivinó lo que decía la epístola y miraba a Luis con una interrogación en la que subyacía la entrega. Detrás de la reserva había una sonrisa triunfal. Entonces ocurrieron los besos y las caricias, desenfadados, intensos. No podían más.
- Quiero estar a solas contigo -le dijo Luis-. De inmediato, decidieron firmar, ante las autoridades carcelarias, el compromiso de la visita íntima de los martes.
A pedido de Luis, Mónica se presentó el martes con el vestido rojo escotado, sensual, de aquel domingo. Traía también, en una canasta de paseo campestre, un par de sábanas y una toalla, esa carga prosaica de la que hubiera querido prescindir. Todo esto y su propio cuerpo eran escrupulosamente revisados a la entrada, hasta grados ofensivos, por mujeres policías, unas machorras. La condujeron a lo largo de un corredor oscuro hasta una celda donde, inexplicablemente, Luis no estaba todavía. Una claraboya dejaba pasar abundante luz del sol. Sin embargo, había un foco encendido en la mitad de la pieza. Sólo un camastro y una silla, pero todo aseado y con olor a pino. Las paredes eran de hormigón, duras y lisas, de una solidez repelente. Las tocó con fuerza y sus nudillos se lastimaron. Debería haber un adorno, un cuadro, un florero, algo, pero no había más que un par de clavos para colgar ropa. Se sentó en el duro colchón. Habían intentado en vano limpiar de él las manchas de las visitas anteriores. Las sábanas que traía eran muy grandes para la cama, extendió una de ellas doblada por la mitad, y aun así le quedaba un poco grande. No oía nada afuera. Empezó a impacientarse y asustarse. Trató de abrir la puerta pero la habían encerrado bajo llave. Apenas se había sentado en la cama, cuando la puerta se abrió, y dejaron pasar a Luis, que llegó con una cobija.
- Lo hicieron al revés –dijo-. Normalmente el interno llega primero y espera a su pareja. Pagué de mi bolsillo para que dejaran el cuarto limpio, con olor a pino-. La puerta se cerró y se quedaron solos, en aquella soledad de la celda.
La reserva de Mónica era lo suficientemente fuerte para ocultar a sus amigas de Aca Joe el motivo de la dicha que la embargaba. Quería gritarla, divulgarla en un beso universal, aun en los autobuses que tomaba hacia o desde el reclusorio. Pero contaba con Esther, a quien podía manifestar a gusto sus efusiones. Estaba viviendo un amor como no había soñado jamás, con cuotas tales de sacrificio, de entrega, de emoción, que la hacían tener envidia de sí misma. No solamente amaba, sino que amaba de una manera insólita, audaz, aventurera. Ese sumirse cada martes en los siniestros corredores del reclusorio para encontrar al final la luz del amor sólo la hacían ansiar la llegada del martes siguiente, en que redescubría con Luis eso que nunca había conocido: una forma de la libertad. Era un huésped ocasional de una isla desierta, donde cada cuerpo se apropiaba sin ninguna inhibición del cuerpo del otro. Iba creando con él un círculo mágico más poderoso que el que había construido con Esther. En la desnudez del cuarto, Luis se interesaba siempre en cómo llegaba vestida su amiga. Ella lo complacía, no sólo echando mano de todo su ajuar, sino adquiriendo vestidos nuevos –en lo que Esther ocasionalmente colaboraba- o tomándolos prestados de su hermana, a quien, por cierto, también tuvo que revelar el motivo de sus emociones. La prenda favorita de Luis era una blusa que dejaba a Mónica sus bellos hombros desnudos. Inventaban las situaciones amorosas más insólitas, reproducían las escenas más imaginativas. Cada centímetro cuadrado se convertía en un territorio amoroso inédito. Aquel rayo de sol que se filtraba de lo alto del muro a la celda era la luz de una escenografía teatral -en cuyo centro la pareja representaba el amor ante un público imaginario-, o bien el relámpago de una cámara indiscreta, audaz y pornográfica. Imitaban a otros amantes, sirviéndose, por ejemplo, de la blusa favorita de Luis, para interpretar los amoríos de una gitana -como Carmen o la del Amor Brujo- de cuyas orejas pendían danzarines aros plateados. Simulaban el encierro del domador con la fiera y se intercambiaban los roles. Fingían ser dos bestias salvajes que primero se odiaban a zarpazos y dentelladas y luego se amaban con el delicado roce de los dedos. Jugaban a la prostituta y su cliente. Quiero ser tu puta, pedía, y demostraba siempre un gran talento para el erotismo. Y ser la puta de su amado le concedía a su vida una dimensión que sólo en esas circunstancias podía adquirir. Disponían cada martes de un tiempo contado, de modo que era inútil querer prolongar cada nuevo encuentro. Por esta razón, casi todos los juegos se interrumpían para ser continuados la semana siguiente. Pero al llegar a ella, las condiciones y las circunstancias habían cambiado y había que recomenzarlo todo, partir de cero.
Con el paso del tiempo, Luis se volvía impermeable a las enormes expectativas que el amor suele despertar: mientras ella sólo ansiaba volver cada martes y domingo al reclusorio, él, comprensiblemente, sólo deseaba salir de él, y estaba siempre pendiente de las noticias que tanto el abogado como su madre podían traerle. A la alegría que ella experimentaba de verlo, él no podía sino oponer la creciente tristeza de saber que esos encuentros estaban estrechamente ligados a su penosa condición. Un año o más era demasiado tiempo para unos pocos metros cuadrados. A Luis le devoraba la impaciencia. Sólo ansiaba salir de ahí, y quizá el tiempo iba mermando su imaginación amorosa. Habría querido ver al abogado todos los días, pero su presencia dependía de que hubiera novedades que comunicarle, cosa que sólo ocurría una vez cada dos meses o más. Vivía una contradicción aguda: aunque con Mónica hacía el amor con locura, ella se iba convirtiendo en el símbolo que le hacía deseable el encierro, y eso no podía ser. Si el amor es lo que queda después del orgasmo, lo que a Luis le quedaba era el regreso a una realidad atroz. Desnudos, exhaustos, hermosos y tristes, ella a la cabecera, él a los pies de la cama, se miraban, preguntándose: ¿y ahora qué? Y se quedaban callados, mirando en el otro su propio desamparo. Más de una vez Mónica intentó alegrar las indóciles paredes de la celda con algún adorno; a menudo llevaba flores, gestos que sorprendían mucho a Luis: ¿Quieres hacer de esta celda una casa de campo? Sabía que era una forma de la desesperación. Hablaban, también, y mucho, de los dos, de su historia, de la cárcel, de sus amigos, de cosas baladíes y de asuntos trascendentes, de todo, menos de un futuro común. Inútil pretender que lo hubiera donde faltaban en su pasado y aun en su presente algo que compartir, salvo sus cuerpos que piadosamente se entregaban entre esos muros. La transparencia de la visión desinteresada de Mónica tropezaba, no sólo con un hombre acosado por las rejas de la cárcel y por otros presos, sino por secretos y fantasmas, de los cuales ella ya no podía hacerse cargo. Él hubiera querido que el tiempo volara para salir libre; ella, que se detuviera con su amado entre sus brazos. Pero el tiempo pasaba, implacable. 
Pasaron la exhibición y desahogo de pruebas y demás momentos del proceso. Esther visitó no pocas veces al juez y, con discreción a la vez que eficacia, intercedió ante él por su hijo. Tenía su lenguaje una autenticidad y un poder de persuasión tales que lo volvían irresistible. La defensa del abogado había sido también inteligente. La sentencia fue absolutoria y Luis, finalmente, liberado. Habían transcurrido doce meses y ocho días desde el día en que fue apresado y diez meses de visita íntima.
Luis permaneció libre en México tres días antes de partir de regreso a Quito. No pensaba en otra cosa que en incorporarse a su trabajo, volver a levantar su empresa de exportación de flores encargada a un socio. Cuando Mónica se enteró de que lo habían absuelto, una genuina alegría la invadió, a la vez que una apretada angustia: y ahora ¿qué? Luis permitió –por cortesía, nada más- que Mónica lo acompañara sólo un día de los tres, el primero. Ella ya pertenecía a su pasado, porque su recuerdo estaba inextricablemente unido a una prisión indeseable. Mónica se despidió de Esther con llanto en la cara y el corazón, y las dos prometieron escribirse. En esa despedida, negó a la madre el título que le había inventado y sólo la llamó por su nombre, aunque cariñosamente. Ahora veía todo más claro: había sido utilizada –y le dio a esta palabra toda la connotación comercial que podía poseer-. Sin embargo, no se lamentaba ni se arrepentía: aquí afuera no le había ocurrido nada: los días habían transcurrido grises y monótonos; allá adentro, en cambio, el amor había conformado un extraño intermedio en su vida, eso que duró lo que había durado la prisión de su amante. Había encontrado la libertad en la prisión. Había ardido hasta consumirse entre esas cuatro paredes. Ese humilde rayo de sol que se filtraba a través de la celda había sido inmensamente más precioso que todo el resplandor dorado que ahora bañaba la ciudad. El círculo mágico que había construido con Luis había sido roto, profanado por la voz de un juez. Tuvo desde entonces la certeza de que cualquier situación amorosa tendría a esta historia como referente; todo episodio futuro se derivaría de éste, pero disminuido, porque había alcanzado una suerte de Finisterre, un punto extremo, desde donde, quizá, ya sólo se puede retroceder. Y pensando en ello, dobló con tristeza el último pantalón del día y lo acomodó lentamente sobre el estante.