VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE
México, 10 de diciembre de 2004
Querido
amigo Cervantes:
Vengo de
leer un libro sobre usted escrito en 1912 y publicado en 1913 por un
investigador inglés llamado James Fitzmaurice-Kelly. Ignoro si es el quinto o
el décimo intento del futuro por seguir, en vano, paso a paso, los de su
escabrosa existencia terrestre. Ignoro también qué opinión le merecían a usted
los impíos ingleses, aunque debo afirmar que usted, que tuvo la oportunidad de
odiarlos aunque sea de lejos, como todo su pueblo, supo dar, por el contrario,
en una época de cucuruchos infamantes y de fuego inquisitorial, una lección de
tolerancia escribiendo esa deliciosa novela ejemplar que es “La española
inglesa”. Dicen por ahí que usted los ignoraba, usted, que admiraba a Ariosto y
estuvo francamente enamorado de las letras italianas. Usted amaba también las
leyendas artúricas, de las cuales, siendo normandas, se han prácticamente
apropiado los corsarios de Inglaterra. (Antes de seguir, me disculpo por
haberlas llamado “leyendas”, pues usted sabía mejor que yo que la historia de
los caballeros de la Mesa Redonda no era vana invención sino historia verdadera
y modelo ejemplar). Ignoro, una vez más, si llegó usted a enterarse de que el
inglés fue el primer idioma extranjero al cual se tradujo su Quijote. Así son de inescrutables los
designios de la Providencia. Lo hizo en vida de usted un tal Thomas Shelton, en
1612, y es sabido que el poeta y dramaturgo William Shakespeare quiso llevar al
teatro su novela del Curioso impertinente.
No alcanzó a hacerlo porque, si bien retirado ya de la escena, movido
seguramente por el juego de almas que su novela proponía, vivió con esa
intención hasta que la muerte lo alcanzó en la misma fecha que a usted, aunque
no en el mismo día, porque los ingleses, tan torpes en asuntos de fe, no habían
adoptado aún el calendario gregoriano. Todo esto pasaba mientras usted se
debatía por conseguir la protección de algún noble que por fin le ofreciera la
holgura económica que nunca tuvo.
Usted,
que nos acostumbró a referir unas historias a otras (intertextualidad llaman a
este arte fríamente ahora), que nos enseñó a leer en unas vidas la suerte de
otras vidas, a entender que la conducta humana es con demasiada frecuencia
imitación de una vida imaginaria, si no mero reflejo de aquel platónico
arquetipo, usted, digo, ha encontrado en James Fitzmaurice-Kelly a un sabio
historiador en quien se cruzan, como buen inglés, el positivismo sabueso de un
detective y la afición, forzada, en este caso, por las historias de fantasmas.
(Le aclaro que en nuestros también aciagos tiempos llamamos detective al sabio
inquisidor que rastrea las huellas que uno deja en las cosas para saber a dónde
lo llevan o para averiguar quién fue el autor de un delito; el positivismo es,
más que una doctrina filosófica sobre la verdad por el camino de la
observación, una manera de ser: usted, Cervantes, lo entendería muy bien: un
positivista arrancaría toda la cólera de don Quijote y hasta la de Sancho, y
exasperaría toda, toda su paciencia, queridísimo amigo). Con todo esto quiero
decir que el profesor inglés no escribió sino lo que de usted estrictamente se
sabía en 1912 y podía demostrarse con documentos. No hay emoción en el libro
–Reseña documentada de su vida, la subtitulan-. La emoción está en nosotros,
Cervantes, no sólo porque deducimos de ese libro lo infortunada que fue su
vida, y cómo fue a parar el héroe de Lepanto y el preso de Argel solidario con
sus compañeros de infortunio, en el hombre oscuro agobiado por la pobreza de
los últimos años, en el duro veterano dado a soñar para hacer vivible una vida
invivible. No sólo por esto, digo, sino porque su verdadera biografía, que es
su obra completa, y en particular su Quijote,
nos remite a alguna desdicha de su existencia y viceversa. Quizá no necesito
decirlo, pero usted sabía muy bien que su condición de humanidad subalterna
sería compensada con creces por su entrañable creación literaria. Y digo
también que su verdadera biografía es su propia obra porque el libro del inglés
deja dos impresiones sobre el lector: primera, la calidad fantasmal del
biografiado: usted aparece y desaparece en las páginas y en la mente del lector
según lo dicte la palabra del documento que le da presencia física y moral. Por
eso abundan expresiones como éstas: “Luego sabemos de él que está en Italia”,
“Se desvanece enseguida hasta el 15 de octubre, día en que lo vemos, y eso por
un momento”, “En 1592 apareció en Burgos”, “No vuelven a hacerse visibles sus
huellas hasta el 2 de mayo de 1600”, “Se hace visible de nuevo por estos días
en Madrid”, et sic de caeteris.
Usted, querido Cervantes, podía darse el lujo de escamotear a la Historia el
curso de sus pasos porque ya sabía misteriosamente que otro hombre estaba
viviendo y creciendo en usted, ese hidalgo que, en tres jornadas, emprendió
desde la literatura un viaje en pos de la literatura, ese caballero que, como
el Mesías, velaba mientras los demás dormían, y que adoptó el oficio de cargar
sobre sus hombros la responsabilidad de todo un mundo que no sé hasta qué punto
merecía su sacrificio.
Segundo,
más una evidencia que una impresión: a medida que sus años transcurren,
Cervantes, más hay qué decir de usted, porque su imagen se ha convertido poco a
poco, en virtud de su obra literaria y de la magnitud de sus desdichas
domésticas, en una imagen pública. Su infancia y su adolescencia no parecen
haber tenido, como en muchos otro artistas, una dimensión historiable. De
hecho, usted es un escritor de la madurez del hombre y acaso también de su
vejez. De ahí la nostalgia que se respira en sus páginas, colmadas de una
indescriptible, inanalizable sabiduría de la vida.
No sé qué
opinaría usted de este libro. Quiero confesarle que a menudo me he sorprendido
a mí mismo jugando a ser usted que lo lee, fingiendo que yo soy usted que lee y
sonríe, como tantas veces lo he sorprendido en su Quijote, con una humana, demasiado humana sonrisa indulgente. Para
empezar, imagino que pese a la conciencia que usted tenía del valor de su obra,
le sorprendería cuánto llegó usted a importar a la posteridad, sin embargo de
que el sabio erudito inglés omite por principio todo juicio crítico acerca de
su obra. Le molestaría sin duda que se hayan publicado una vez más los rumores
acerca de la vida privada de las cinco mujeres que vivieron con usted en
Valladolid cuando la corte se estableció en ella. Cuánto estuvo usted a merced
de la pobreza nos lo dice cada página del libro. Abundan en su vida, al igual
que en la de un escritor ruso que mucho lo amó y admiró, llamado Dostoyevski,
los acreedores y deudas, la ronda de fiadores: “El 3 de noviembre, año de 1590,
tuvo necesidad de tela ordinaria para cubrir su desnudez, y la obtuvo de Miguel
de Caviedes y Compañía, en Sevilla, no empero, antes de que su amigo Gutiérrez
lo fiase por el precio (diez ducados) y no sin que Gutiérrez hubiera firmado la
escritura de fianza ante cuatro notarios, formalidades suficientes para
garantizar el pago de la deuda nacional”. No sé qué importancia dio usted a las
palabras del censor Márquez Torres, que preceden a su segunda parte del Quijote y que en este libro sobre usted
son subrayadas: según ellas era conveniente mantenerlo a usted en la pobreza
para que enriqueciera a España y a la literatura. Quizá usted acató esta
sentencia como un elogio, como el reconocimiento de una virtud, emparentada a
la voluntad de sacrificio del soldado y del caballero andante. A mí,
queridísimo amigo, me ha dado mucho qué pensar. Esta injusticia –porque me
parece una injusticia más- nos convierte entonces a nosotros, los beneficiarios
de su obra, en deudores de una deuda
impagable y eterna, y en verdugos por principio de todos los artistas
del presente y del porvenir. No se trata de adularlos tampoco: yo, como usted,
considero la adulación uno de los mayores vicios humanos; se trata simplemente
de evitar toda forma de evitar toda forma de servilismo y de tortura y
represión. Usted tuvo que disfrazarse mucho para decir las verdades: por eso
quiso tanto a los locos y se expresó a través de ellos. Y yo quiero confesarle
una, amigo mío: que yo reconozca la injusticia detrás de las palabras del
censor Márquez Torres no significa que haya resuelto mi problema de una vez y
para siempre en esto de la relación entre sufrimiento del artista y calidad del
producto artístico, relación que daría lugar a toda una sesuda reflexión acerca
de lo que pedantemente he dado en llamar “economía política de la escritura”.
No la he resuelto porque encuentro algo de razón en las palabras condenatorias
del censor. Yo leo y releo y disfruto de su gran libro y sé para mí que sin esa
suma de miserias de su vida habría sido quizá más difícil para usted llegar a
una transformación que fuera –como llegó a ser en efecto- una más alta forma de
existencia. Esté usted tranquilo, amigo mío, que por méritos propios, su “hijo
seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados
de otro alguno” es para la posteridad el seguro fiador de su gloria.
Lo abrazo
con la amistad que supo darme,
Vladimiro.
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