VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE
EDUARDO LIZALDE: DE BABEL AL BESTIARIO
La poesía de Eduardo Lizalde (México,
1929) se resiste, como toda obra tardía, a una indiscutible ubicación
cronológica. El poeta es algo posterior a Manuel Durán (1925), Jaime Sabines
(1925), Rosario Castellanos (1925) y Tomás Segovia (1927) y algo anterior a
Thelma Nava (1931), Marco Antonio Montes de Oca (1931), Juan Bañuelos (1932) y
Gabriel Zaid (1934). Para 1966, año en
que se publica Poesía en movimiento
-la antología preparada por Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis-, todos los
poetas contemporáneos a Lizalde habían publicado ya poemas que les darían
cierta notoriedad. En 1956, año fecundo en publicaciones de poesía y prosa
mexicana, Lizalde propone su libro La
mala hora, cuya publicación él será el primero en deplorar. Justo el año
66, después de aventurarse, con poemas no tan desechables como el poeta cree,
por el “poeticismo” -movimiento inventado por él y Enrique González Rojo, al
que se adhirieron Marco Antonio Montes de Oca, Rosa María Phillips, Arturo
González Cossío y David Orozco, y que fue, según él mismo, “una mediocridad
poética y un desatino teórico”- publica Cada
cosa es Babel, el libro fundacional de una carrera literaria que se
mantendrá en movimiento hasta comienzos del siglo XXI. En 1966 el poeta tenía
ya treinta y siete años. Si su primer libro importante coincidió con la
aparición de la antología poética mexicana más prestigiosa de la segunda mitad
del siglo XX, se explica entonces por qué Lizalde fue excluído de esa selección
que difundió internacionalmente la poesía mexicana contemporánea.
Sin embargo, para quienes conocimos la poesía lizaldeana en
los años setenta y ochenta, se volvió emblemática de un modo desilusionado de
ver el mundo. Leerla nos hizo madurar: despejó de falsas ilusiones nuestras
mentes cándidas; borró espejismos, rompió telarañas. Esos poemas parecían decir
todo acerca del desamor y el desengaño. Estaban llenos de garras y
desgarramientos. Los memorizábamos y los hacíamos circular por donde podíamos:
México, España, Ecuador.
La poesía de Lizalde –sobre todo la
de El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979) y Tabernarios y eróticos (1989)- es de una intimidad estrujante. Su
mundo es estrecho pero profundo. Como en los cuadros de Francis Bacon, con cuya
violencia y austeridad asociábamos su parte medular, no hay en el fondo más que
tres elementos que se metamorfosean y se combinan: un hombre, un tigre (una
uña, una garra, un colmillo, un cuchillo) y una mujer. Es un mundo sin paisaje,
un coto cerrado pero abierto a la pesadilla, donde lo único que importa es la
relación del hombre consigo mismo, con el tigre y con la mujer. El hombre y su
pesadilla, el hombre y su desamor, el hombre y su soledad.
La obra poética de Lizalde puede
dividirse en cuatro grandes períodos que responden no sólo a una cronología
sino también a una evolución temática: a) el de la tentativa por él llamada
“poeticismo”, del que dan testimonio La
mala hora (1956) y desiguales poemas publicados en plaquettes entre 1949 y
1962 y recogidos en breve muestra en Nueva
memoria del tigre (1993); b) el de la reflexión poética sobre el vínculo
entre el nombre y la cosa, desarrollado en Cada
cosa es Babel (1966); b) el de los bestiarios, que incluye la metáfora del
tigre con sus múltiples variaciones, y los temas de la soledad y la pérdida del
amor, en El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979) y Tabernarios y eróticos (1989); c) el tema de la ciudad de México
-reflexión poética sobre la urbe- que consta sobre todo en su Tercera Tenochtitlán (1999); y d) el del
descubrimiento poético de la flora: Rosas
(1994) y Manual de flora fantástica
(1997).
Cada cosa es
Babel es un desafío del poeta a la casi
innominable cosa para nombrarla, un duelo a muerte. El poema es el escenario de
una confrontación mortal y mortífera
-como en el circo romano, donde el gladiador lucha con la fiera- entre
el nombre y la cosa. Empieza el libro conminando el poeta a las cosas a
obedecerlo y, en primer lugar, a la cosa dura por excelencia: la roca. La
conmina a decir su nombre. La cosa no puede nombrarse a sí misma, y el poeta sí
puede nombrarla:
Y le digo a la roca:
muy bien, roca, ablándate,
despierta, desperézate,
pasa el puente del reino,
sé tú misma, sé mía,
dime tu pétreo nombre
de roca apasionada.
(Lizalde, p. 83)
No sólo se trata de la “roca” en sí:
no sólo roca, sino lasca, rompiente, turbonada, albatros, gamo, estruendo,
maremoto. No sólo la cosa en sí sino la cosa en acción y movimiento; no sólo la
cosa sino las chispas que saltan de resultas de la acción de la cosa en el
mundo.
La gran pregunta, en consecuencia, es
la siguiente: ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?:
Cosa, cómo te llamas.
Si el nombre humea por tu cuerpo
como la trepadora escrita...
(p. 84)
La relación entre las palabras y las
cosas, tal es el problema. Lizalde vuelve a plantearse, no como reflexión
filosófica sino como reflexión poética, el viejo problema suscrito por Platón
en el Cratilo, desarrollado a lo
largo de la historia de la filosofía por Aristóteles, Hobbes, Locke, Stuart
Mill, Taine, Husserl, Frege, Wittgenstein y Foucault, y expuesto (y
simplificado) por Borges en los siguientes términos:
Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa
y
todo el Nilo en la palabra Nilo.[1]
Los problemas que Lizalde se plantea
coinciden de algún modo con los experimentos narrativos del nouveau roman francés (Robbe-Grillet,
Sarraute, Butor), grupo que había centrado su discurso en las cosas en vez de
en los hombres; y con los problemas planteados por los ensayistas y filósofos
estructuralistas acerca del vínculo entre los nombres y las cosas (Foucault,
Barthes). Sin embargo, hay diferencias radicales de temperatura y temperamento,
sobre todo con los primeros: el nouveau roman busca sin drama alguno la
aniquilación del hombre en la narración y su sustitución por la cosa; en
Lizalde, en cambio, la presencia de un yo lírico dramático y desgarrado es más
que evidente. La coincidencia reside exclusivamente en la común preocupación
por la cosa y su nombre.
En esta pugna entre nombre y cosa se
impone una suerte de nominalismo –pues, como los estructuralistas, niega los
universales- que podría formularse de esta otra manera: la palabra no es
consustancial a la cosa y es independiente de ella :
Cosa nombrada, ya existías
antes de llamarte incluso
con la palabra cosa.
(p. 85)
Si la palabra no es consustancial a
la cosa, ninguna de las dos debería sufrir la sujeción de la otra. No hay nada
en la cosa que obligue a llamarla de una manera u otra. Los dos términos no se
obligan mutuamente. Son independientes: lo uno existe en el reino del lenguaje;
lo otro, en el reino de las cosas. Nada debería unirlas forzosamente sino el
acto arbitrario, convencional, de nombramiento y, en el caso de la palabra
poética, el acto denotativo de la conciencia vigilante -y también libre- del
poeta. Sin embargo, este acto denotativo es en Lizalde un acto de violencia,
como el del cazador que persigue y atrapa a su presa. Hay en estos poemas
acerca de un problema filosófico y lingüístico una pasión, una vitalidad, una
carnalidad y una violencia ajenas al tema, y la incipiente manifestación de
algo que dominará toda la poesía ulterior de Lizalde: la presencia simbólica de
la bestia en el poema con sus paradigmas violentos: tigre, zarpas, colmillos,
sangre, crimen, cacería, devoración, etc., presencia que acabará por conformar
un singular bestiario. No hay poema en Cada
cosa es Babel que no aluda al animal o, de plano, lo nombre. Pero no se
trata de un bestiario a secas, sino de la presencia de la bestia en lucha con
su cazador y su cárcel, el lenguaje:
Las cosas se distinguen de las cosas
aullando,
piden su nombre a gritos,
reclaman su poeta.
Tienen sus cuatro patas
bien puestas en la tierra, las
cosas:
mesas, garzas o serpientes,
y dan su flor cuando alguien
las reconoce en el coto cerrado y
expansivo
del lenguaje...
(p. 99)
Si las cosas aúllan como lobos y
tienen cuatro patas, si pueden ser garzas o serpientes y habitan un coto
cerrado, el del lenguaje, son entonces para el hombre como bestias susceptibles
de amaestrar. De amaestrar, o sea de nombrar y, en esa medida, de ser dominadas
por el amo que las nombra, el hombre. Como la cosa es inerte y el hombre activo
en su acción de nominar y por ello mismo de dominar, la relación entre la
palabra y la cosa es para Lizalde, en fin de cuentas, una relación violenta, de
sujeción y poder. Es el uso de la metáfora poética lo que anima a la inerte
cosa. Conviene recordar la frase de P. Lamy: “Las metáforas hacen sensibles
todas las cosas”[2].
En el poema "Nombra el
poeta" hay una prefiguración de lo que será toda su obra poética ulterior:
He aquí la cosa para nombrar, poeta:
nombre del pan que tiembla ante el
cuchillo,
del cuadro que en el terremoto
altera el ojo y el pincel,
del crimen y el asado de
ternera.
(p.88)
Este poema afronta el tema teórico,
abstracto, de la denotación; sin embargo, lo hace a través de una imaginería carnal
de verdugos y víctimas, de lastimadores y lastimados, de sujetos activos y
punzantes que infligen heridas sobre objetos pasivos o vulnerables. Es un mundo
de amenazas, de garras, espadas y cuchillos a punto de caer y herir; de pugna
de poderes desiguales donde el menos fuerte cae:
Para nombrar un ciervo
hay que tener mejores músculos que
el ciervo
(p. 88)
El principio darwiniano de la
selección natural parece regir este acto de nominación y esta poética. El mundo
del lenguaje y de su apoteosis –la poesía- es el escenario de una lucha sin
compasión por la preminencia del más fuerte. Y el más fuerte es el que posee el
lenguaje para nombrar –el victimario- a la cosa nombrada –su víctima-. Quien
nombra posee a la cosa nombrada, tal parece ser la tesis de Lizalde. Nombro,
luego poseo lo que nombro. De ahí su violencia. El solo nombre de las cosas
deja marca en ellas, las hiere “como un zarzal de letras” y da testimonio de la
presencia del hombre en la tierra en tanto que nominador y homo venator, es decir, cazador.
Como la poesía de Lizalde no se
escribe desde arriba, desde la filosofía o desde una metafísica de las formas,
sino que el movimiento del concepto poético empieza desde abajo, partiendo de
los hechos de la experiencia y, concretamente, de la experiencia del amor, la
tensión de esta poesía evoluciona desde la búsqueda del nombre hacia una
pulsión ostensiblemente erótica, ya evidente en El tigre en la casa.
La de Lizalde es una poesía
exasperada, erizada por la tensión, la pasión y un dolor a veces enmascarado
por la ironía. El poema no es un jardín de flores:
Este
jardín de púas. El poema.
(p. 104)
Poesía erizada por la conciencia de
ser dueña de un instrumento (el lenguaje) que hiere y desgarra. Dice:
Erizo es el poema,
castaña en bolsa de fauces.
(p. 105)
El tigre en la
casa (1970) es, desde el título, una
pesadilla con una visión resplandeciente y terrible: el de la fiera en la casa.
Aloja algunos de los más intensos y acabados poemas de Lizalde, aquellos que
hacen de él uno de los mayores poetas mexicanos de la segunda mitad del siglo
XX. Se purifica de esa retórica y de ese carácter declamatorio que acaso
manchaban a Cada cosa es Babel y se
abre a una poesía más depurada y austera, epigramática en su brevedad,
conceptista, clásica, pero no de un clasicismo apolíneo sino dionisíaco. La
violencia epigramática de Catulo y Marcial se da la mano con la insolencia de
un Villon, con la plasticidad de las pesadillas de Poe o Kafka y con la
despiadada lucidez especulativa de Sade. En esta poesía imaginativa y vehemente
hay ángeles leprosos, tarántulas que muerden a otros seres porque no pueden
morderse a sí mismas, tigres que desgarran por dentro a quien los mira, piojos
incrustados en las vetas de un puro rayo de sol, perras que corrompen la
tierra, zorras enfermas, falenas que caen muertas al suelo, cobras que hacen
flotar su testa frente a un niño, amor desgastado y rebajado, garras, colmillos
y heridas, zarpazos y dentelladas. La aguda inteligencia del autor –su
constante ironía- sazona la crueldad imaginativa de los surrealistas con una
vehemencia romántica baudelaireana, y logra una rara y feliz mezcla de rigor
clásico con desenfado conversacional.
No sólo hay excelentes poemas en este
libro. Hay la imagen de un alma solitaria, paisaje desolado que nos obliga a
contemplarla a medida que lo leemos. Línea tras línea, poema tras poema, nos
sentimos atraídos hacia un paisaje interior amargo y dolido. Maestro de la
sinceridad como Catulo o Villon, Lizalde expresa abiertamente su intimidad: sus
miedos, sus fobias, sus amarguras, su misoginia, su soledad y su condena: un
hombre condenado al infierno de la soledad y el desamor y, como Baudelaire,
condenado a la poesía. Cuando un artista habla de sus pasiones o las canta, el
resultado no suele ser siempre uniformemente provechoso para el arte en general
ni para su propio arte. Pero Lizalde pone los sentimientos al servicio de la
poesía, de una puesta en escena verbal –como abajo veremos- y no al revés. Una notable imaginación visual
y verbal y una ironía amarga lo ponen a distancia de su intimidad dolida y lo
acompañan como una sombra en todos sus poemas, lo cual nos permite ver también
el rostro humorístico de la crueldad, ver también el rigor formal del clásico
detrás de la sinceridad del romántico y de la violencia del surrealista. A
pesar de la obsesiva recurrencia de algunos de sus temas, no nos fatiga nunca:
con el oído y la imaginación de un buen músico, nos hace adentrarnos en su
mundo a través de imaginativas variaciones. Aunque Lizalde no parezca un poeta
muy sutil –lo que tiene que decir lo dice abiertamente y a veces con cierta
brutalidad- nos atrapa literalmente como un experto narrador y nos obliga a
seguirlo, a seguir abriendo cajones para hurgar en su interior y ver qué hay, qué
hay distinto de lo que ya habíamos encontrado. Lizalde es claro y generoso
desde los primeros poemas de El tigre en
la casa: nos entrega en ellos las claves de su obra posterior. Sin embargo,
como en toda gran poesía, hay una vasta zona de misterio, un territorio donde
lo no dicho y aun lo indecible se encierran en la crueldad de las palabras. A
pesar de no reservarse casi nada –es uno de los poetas que más abiertamente se
confiesan de la literatura mexicana, una tradición marcada por la reserva-,
llama la atención cómo captura el interés del lector y se deja seguir e
interrogar, aunque no todas las preguntas obtienen respuestas. El secreto está
en la riqueza imaginativa de sus variaciones, en la constante y afortunada
ironía que rige en sus versos. Cada variación sobre un tema ya expuesto es
tratada como si fuese la primera vez que se expusiera.
La poesía de Lizalde está regida, más
empecinadamente aún que la de Blake o Borges, por la imagen poética del tigre.
Es la imagen emblemática de toda su obra. Aparece por primera vez en el
extraordinario poema “El tigre”, cuyos dos primeros versos magnifican el miedo:
Hay un tigre en la casa
Que desgarra por dentro al que lo
mira,
(p. 121)
poema que concluye con esta
espléndida metonimia:
Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.
(p. 122)
¿Es el tigre de Lizalde símbolo de
algo que no puede nombrarse? Hay dos opciones: si puede nombrarse, ¿qué es
ello? ¿Cuál es la equivalencia, la ecuación del tigre? Si no puede nombrarse,
una de tres: o el autor oculta deliberadamente su significado, o ese
significado se le escapa a él mismo –pues se mueve en el ámbito de lo
inconsciente- o, en fin, no puede nombrarse porque simplemente no es, porque es
el Mal, porque es la negación, como el Príncipe de las Tinieblas.
Proteico como todo símbolo, el tigre lizaldeano se
metamorfosea sucesivamente en emblema del amor, la muerte, el odio, la soledad.
Pero ante todo es una imagen poética que se basta a sí misma, la imagen de la
pesadilla, llena de ese placentero horror que encontramos en las imágenes de
Poe o Kafka. El tigre es el tigre es el tigre.
Lizalde subraya ciertos rasgos del
tigre que le sirven para asociarlo con el hombre en general o con su personal
experiencia humana. La soledad, en primer lugar. El tigre es un cazador
solitario en la selva. Un animal bello, hambriento y carnívoro; un semental
fuerte, primitivo, feroz. Pero, a la luz de Cada
cosa es Babel, queda claro que existe una analogía entre el tigre que
devora su presa y el hombre que somete a las cosas, que las devora con las
palabras. Se trata de dos cazadores solitarios: el tigre, de su presa en la
selva, y el poeta, del tigre en su acto de nombramiento.
La analogía del tigre con el hombre
es evidente: ambos carnívoros y cazadores, ambos portadores de muerte, ambos
amos, solos y soles, ambos acechados por la muerte:
Comprendo que alguien me persigue,
alguien me apunta
alguno acecha, me caza,
venadea,
tigrea, destruye.
(p.
233)
El tigre es símbolo del amor aunque la naturaleza del amor
sea irrepresentable porque no se satisface a sí misma sino que constituye una
búsqueda más que un descubrimiento. Como el deseo, y según palabras de Cernuda,
es una pregunta que no tiene respuesta. Por ello para Lizalde es una fiera representable
pero inasible como el tigre, una agresión, una ”fiera lentísima”, “una jauría
de flores carnívoras”, un "ramo de tigres", una condena a la
devoración, una cita con la muerte:
Y
mismamente recuerdo
que
el amor era una fiera lentísima:
mordía
con sus colmillos de azúcar
y
endulzaba el muñón al desprender el brazo..
Eso
sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría
de flores carnívoras, ramo de tigres
era
el amor, según recuerdo.
(p.
122)
El amor es sueño de alguien que
muere, es tortura, veneno, odio:
Uno se hace a la idea,
desde la infancia,
de que el amor es cosa favorable
puesta en endecasílabos, señores.
Pero el amor es todo lo contrario
del amor,
tiene senos de rana,
alas de puerco.
Mídese amor por odio.
(p. 139)
No es una conclusión a la que se
llega desde la inocencia, sino desde la experiencia, que bien puede ser
corrupción, como afirma en su poema “Kindergarten”, donde contrasta dos
momentos del ser humano, el de la inocencia del niño y el de la putrefacta
experiencia del adulto.
En el poema siguiente, cuyo final
cito, y cuyo sujeto es el amor, por aquello de que dos cosas iguales a una
tercera son iguales entre sí, colegimos que el tigre es también la muerte:
Todo lo vence, compañeros,
vence a la muerte, ciudadanos,
porque es la muerte él mismo.
(p. 124)
Si el amante en Lizalde devora al ser
amado, como el tigre a su presa, el carácter devorador del amor postulado por
su poesía ¿tiene que ser necesariamente thanático? ¿No es más bien el odio el
que tiene ese carácter devorador de lo amado? ¿Es que el odio es excluyente,
aparta de sí al objeto amado, en vez de absorberlo? El amor-odio, en cambio,
absorbe y excluye a la vez, y sobre todo absorbe y encadena.
El tigre lizaldeano es también
–baudelaireanamente- el mal, el demonio, un satánico carcelero:
Es bestia fiel este rayado azote,
O
mon cher Belzebuth, je t’adore:
resguarda bien la casa,
pero la cuida sólo
para que nadie salga.
(p. 126)
Si hubiera que resumir la imaginería
lizaldeana en dos momentos supremos, seleccionaría, además de los dos versos
iniciales de “El tigre” ya citados, ese poema dotado de un solo verso
memorable:
Algo sangra, el tigre está cerca.
(p. 125)
Los animales del bestiario lizaldeano tienen poder, no en
la medida en que sirven domésticamente al hombre, sino en la medida en que,
como el tigre o la tarántula, son surtidores de miedo. En el poema “Gunman” el
mulo, amaestrado, estéril, útil y vegetariano, aparece como la antítesis del
bello y feroz tigre. La ferocidad: he ahí la clave del poder y el respeto que
infunde la bestia. Pero esa bestia feroz es solitaria: también en su soledad
reside su fuerza. En la soledad del poeta reside también la suya. Sólo que la
índole del poeta Lizalde, como la del tigre, es carnicera y agresiva: escribe
para el odio, según sus propias palabras: hiere, lastima, lleva una existencia
maldita, baudelaireana.
Finalmente, el tigre es el poema
mismo. Según esta interpretación autorreferencial, las rayas son al tigre lo
que los versos a la página en blanco. Pero no a todos los poetas les
corresponde el privilegio y la legitimidad de esta analogía, porque para que
ésta tenga lugar, es indispensable que los poemas estén sostenidos por una
ferocidad interior, una fuerza temperamental que la haga posible, condición que
en el caso de Lizalde parece cumplirse.
Hay una innegable estructura
cuentística en los poemas de Lizalde. Primero, hay en muchos de ellos una
representación, una puesta en escena, una narración metafórica. Segundo, ponen
en escena a personajes ficticios: animales, cosas o ideas antropomorfizadas.
Tercero, mantienen el suspenso aun en pocos versos hasta el final revelador y
sorprendente. Lizalde crea una expectación sostenida y la satisface con
imprevista contundencia, de suerte que el punto final, el final del camino, se
deja sentir con mayor rotundidad y evidencia. Cuarto, poseen un tema
recurrente: narran breves historias de amor (que más bien son de desamor),
aunque a veces nos topemos con la mera conclusión de una historia sobrentendida,
que existe antes del poema. Quinto, poseen cierto carácter aleccionador,
ejemplar, en el sentido en que las Novelas
ejemplares de Cervantes lo tenían, es decir, ofrecen al lector una lección
moral para curarlo de su ingenuidad y candor (cf. “Kindergarten”). Pero Lizalde
es un poeta inteligente: nunca se toma en serio sus “lecciones”, que son
siempre irónicas, paródicas: llevan en sí mismas su propia contradicción. Aun
la naturaleza –las flores, el mar, el pájaro- está presente para cumplir el
propósito, a su manera didáctico, de desilusionar al iluso, desengañar al
optimista, desesperanzar al esperanzado. Que
muchos de estos poemas sean epigramáticos potencian su carácter “moralista”. Sexto, a menudo el cuento narrado es una
pesadilla, y una pesadilla no es sólo una sensación pura, sino una combinación
precisa de significantes y significados que forman una historia terrible, una
narración cuya ambigüedad no hace sino exacerbar su índole perturbadora.
Ejemplos: “El tigre”, “La cobra”, “Charlie Brown en la loma”, “Samurai” (que
alude al film noir de Jean-Pierre
Melville El samurai, film que es,
como el poema de Lizalde, una radiografía de la soledad. El epígrafe del film
dice, recordémoslo: “La soledad del samurai es sólo comparable a la del tigre
en la selva” –Libro del Bushido).
Helena Beristáin recoge una
interesante polémica que se da en el seno de toda discusión acerca del yo
enunciador lírico[3],
en uno de cuyos extremos están los que sostienen (como Wolfgang Kaiser) que el
poeta lírico, el sujeto de la enunciación, expresa en el poema su propia
intimidad, sus emociones, sensaciones, experiencias y estados de ánimo. Esta es
la interpretación más fácil, difundida y generalmente aceptada. En el otro
están quienes, como Pedro Salinas, sostienen que el yo enunciador desempeña un
papel ficcional, es decir, que el poeta es un locutor imaginario cuya identidad
se construye a través de los enunciados que se le atribuyen; en otras palabras,
es ficcional porque se endosa una máscara, que es el lenguaje poético[4].
En virtud de esta última interpretación, el poema lírico es una representación que no difiere mucho de
la invención ficcional, el cuento o la novela, por ejemplo. Creo que Lizalde
pensaría como Salinas. Todo poeta, en
efecto, se expresa casi siempre a través de una puesta en escena: Machado con
sus campos de Castilla y sus crepúsculos; Borges con sus íntimos patios y
calles de Buenos Aires, sus laberintos, su ceguera, sus libros, sus tigres y
personajes épicos; Blake con sus visiones del cielo y del infierno; Góngora con
sus alegorías mitológicas y sus errancias del peregrino, etc. Aun los poemas
más abstractos responden a una puesta en escena: de hecho, las palabras mismas
se organizan para ella, en función de ella: el poema es una escenificación, un
teatro o, mejor, una experiencia dramática.
Pocos poetas hacen tanto honor a esta
interpretación acerca del yo poético como Lizalde. Líneas arriba habíamos
mencionado, a propósito de la estructura cuentística de sus poemas, la
existencia de una representación, una puesta en escena. Sus poemas son
ficciones, invenciones poéticas,
puestas en escena del lenguaje que no se contradicen con la sinceridad y
abierta confesión de la intimidad que también hemos señalado ya. Porque
inventar no es necesariamente mentir. Sus sentimientos, sus confesiones, aun
las más íntimas y amargas, aparecen escenificadas,
puestas a distancia del sujeto enunciador por los símbolos, las metáforas, la
ironía. A través de la ironía, precisamente, Lizalde se ríe un poco de sí
mismo, de su propia y amarga intimidad. Sus tigres, su bestiario, constituyen
los personajes de una representación
verbal a través de los cuales el yo poético se configura.
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