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CAOS Y GEOMETRÍA (SOBRE EL AGUILA Y LA SERPIENTE DE M.L.GUZMÁN)


EL CAOS Y LA GEOMETRÍA

 

(Acerca de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán)

 

 

A mí el fulgor de sus ojos me reveló de pronto que los hombres no pertenecemos a una especie única, sino a muchas, y que de especie a especie hay, en el género humano, distancias infranqueables, mundos irreductibles a común término, capaces de predecir -si desde uno de ellos se penetra dentro del que se le opone -el vértigo de lo otro.

 

(Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente)

 

¿Cómo explicarse que un hombre de formación tan refinada, con una mente moldeada en las disciplinas filosóficas y matemáticas, en la lectura de los clásicos antiguos y modernos, una mente regida por el espíritu de geometría, espíritu que se hace visible en el rigor clásico y apolíneo de su prosa y en la dignidad de su pensamiento, se haya puesto al servicio de un bandolero como Pancho Villa, hombre al que si bien se deben algunos de los mayores triunfos militares de la revolución contra Díaz y Huerta, tuvo, en cambio, a la arbitrariedad de sus impulsos instintivos como voluntad y al capricho de su pistola como ley? Un intento por resolver el enigma de estas nupcias entre la geometría y el caos es el propósito de este ensayo.

Vasconcelos –tan comprometido políticamente como Guzmán en la lucha revolucionaria- tampoco oculta su perplejidad, que más bien se resuelve en censura: “Tan es cierto”, afirma, “que se compromete, que ha caído en el error de dedicar muchas horas de su talento incomparable a esa especie de rufián que fue Pancho Villa”.[i]

Alguien aducirá que esta contradicción no es nueva ni sorprendente: también Maquiavelo se puso al servicio, con todo su inmenso bagaje cultural y experiencia humana, de las más brutales formas del despotismo entonces conocidas. Pero lo que hace el caso de Guzmán tan dramático, es, además de su proximidad con nosotros, el auténtico primitivismo y barbarie de su caudillo. Nadie podrá negar el carácter ilustrado de las tiranías del Renacimiento. Frente a ellas, sin posibilidad de mecenazgo alguno, analfabeto, prófugo y nómada en los desiertos del norte de México, se contrapone la figura bárbara de Pancho Villa.

 

1

 

La primera respuesta –evidente- a la pregunta inicial de este ensayo radica en la vocación revolucionaria de Martín Luis Guzmán, que lo lleva, una vez asesinado Madero, a unirse a las fuerzas rebeldes del norte. Y es aquí donde empieza El águila y la serpiente. La siguiente gran pregunta –que tiene ya directamente que ver con la dimensión determinista, trágica, del libro- es la siguiente: qué hace que Guzmán-personaje se ponga en manos de Villa.

Hay en el encuentro de estos dos hombres una suerte de fatum, un determinismo, una teleología, que actúan de un modo diferente al destino de La sombra del caudillo, pero actúa, infundiendo también a El águila y la serpiente ese sentido trágico que es preciso reivindicar en la visión de Guzmán.

Afirmó el autor que consideraba a El águila y la serpiente (1928) una novela, “la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias al pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario”[ii].  Pero ceñirse a las declaraciones de Guzmán es acaso empobrecer las dimensiones trágicas de su propio libro, porque hay en él algo más que crónica y testimonio: se trata de un desborde épico y ético, de la crónica de una gran decepción –del entusiasmo inicial al asco final, conclusión que ya latía en La querella de México-.  En efecto, Guzmán juzga a la Revolución como un alto ideal degradado a bandidaje, mentira y crimen. Esta ética patricia, esta aristocracia del espíritu lo condujeron a la mirada severa, casi intransigente sobre su tiempo, mirada que no se entiende sino a través del proceso que el propio Guzmán-personaje sigue a lo largo de de las páginas del libro. Encuentro aquí los siguientes pasos, de carácter ineluctable: Primero, la búsqueda, en la Revolución, de un honesto liberalismo republicano a través del ideario de Madero. Pero asesinan a Madero, lo que da la medida de la barbarie del país y el momento en que vive el personaje. Segundo: la búsqueda, en Carranza, del portaestandarte de los ideales de Madero, pero Carranza representa -por la atmósfera de chismorreo, adulación y alcahuetería políticos, mezquindad y robo que lo rodean-  deshonestidad y autocracia. En suma, degeneración de los ideales revolucionarios. Tercero: la búsqueda de Obregón –más hábil que Carranza y habitante de una atmósfera política de mayor claridad- es una solución imposible, porque está al servicio del Primer Jefe de la Revolución. Cuarto: sin otra alternativa, presionado por la autocracia de Carranza y una orden de aprehensión en su contra, Guzmán se pone en manos de Villa, a quien, por lo que tiene de ingenuo, pretende utilizar, “domesticar”, en beneficio de la Revolución. Pero Villa es un bárbaro con ideas propias. Y lo que veremos en El águila y la serpiente es, en fin de cuentas, la lucha tenaz que estos dos hombres tan distintos libran hasta entenderse y sacar de ese entendimiento un provecho recíproco: el guerrillero se sirve del otro para legitimar la violencia que le sale de adentro: pretende, como confiesa al final, hacer de Martín Luis Guzmán su secretario. El intelectual, en cambio, pretende “civilizar” a Pancho Villa, sostenerlo como el brazo armado de la noble causa de la Revolución, “domesticarlo” para bien de ella, y, finalmente, usarlo como materia literaria.

Desde el punto de vista de Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente es la crónica de un fracaso: el fracaso de los empeños de un intelectual por “civilizar” la Revolución. Civilizarla en dos sentidos, al menos: en primer lugar, despojarla un poco, con su participación, de brutalidad y crimen; en segundo, conceder al civil, al combatiente civil, un papel más activo y decisorio en un campo prácticamente tomado por los militares, cuyas armas, salvo honrosas excepciones, fueron las balas más que la inteligencia y la negociación política. Escribe:

 

Yo tenía entonces ideas demasiado optimistas  -y, en consecuencia, absurdas- sobre la posibilidad de ennoblecer la política de México. Creía aún que a los ministerios podían y debían ir hombres de grandes dotes intelectuales y morales, y hasta consideraba deber de los buenos revolucionarios el eximirnos de los altos puestos para ponerlos en manos de lo más apto posible y de lo más ilustre.[iii]

 

En El águila y la serpiente -libro que el autor prefería entre todos los suyos-, Guzmán parece ir buscando confirmaciones, paso a paso, de aquella idea ya sustentada por él acerca del deterioro de la espiritualidad, que es su obsesión desde La querella de México (1915). Por ello, ficción y ensayo se hermanan, se vuelven géneros complementarios en Martín Luis Guzmán: el primero ilustra con acciones lo que el segundo enuncia y formula con ideas.

Pero ¿qué debe entenderse por deterioro de la espiritualidad? Ante todo, el caos: lo informe, la anarquía, la ausencia de ley, la improvisación, el desorden, no necesariamente la quiebra de un orden, que puede ser injusto. En su discurso “Federales y revolucionarios”, Guzmán defiende la guerra justa, inevitable y necesaria como signo de un estado alto e intenso del espíritu social, de una energía que se despliega para echar por tierra lo desorganizado y vicioso. Hay otro breve texto escrito en París que se llama Orden y armonía, donde el escritor reclama para México una ruta a la cual reintegrarse, esto es, una tradición, opuesta al desorden:

 

Un volumen nacional de naciones y valores que cada generación transmite a la que le sigue, y el cual supone orden y disciplina en los espíritus, enseñanza, clasicismo.[iv]

 

Pues bien, este hombre que aprendió a pensar con claridad en la Escuela Nacional Preparatoria de la Ciudad de México, que aprendió a leer y escribir con los clásicos (ha declarado a Tácito y Plutarco entre sus autores preferidos, a Cervantes, Granada, Quevedo y Gracián, y, en lengua inglesa, a William Hazlitt), que formó parte, si no como directivo, del grupo del Ateneo de la Juventud, habrá de enfrentarse al caos revolucionario, en un momento en que ninguna ley  garantizaba su vida ni la de los demás, puesto que el derecho, como todo en el Universo, es mutuo, recíproco, correlativo. Tomó partido por las causas perdidas: el villismo, la convención de Aguascalientes y el rechazo al constitucionalismo representado por Carranza.

Puedo reconocer en este libro al menos cuatro formas del caos:

1.La guerra misma, acto o conjunto de actos de violencia desordenada, homicida, indiscriminada y arbitraria, que alcanzan su máxima expresión en los fusilamientos sumarios que pueblan el libro. Claro, la guerra estalla cuando se han acabado los argumentos para evitarla: toda guerra es una capitulación de la razón y por ello, ya una forma del caos. Si a esto añadimos la índole bárbara del conflicto bélico, donde el crimen gratuito es historia cotidiana, estamos entonces asistiendo a una suerte de caos elevado al cuadrado, si se me permite graduar el caos. Abundan las escenas terribles: el famosísimo episodio llamado “La fiesta de las balas”, por ejemplo, en el que Rodolfo Fierro, lugarteniente de villa, realiza él solo una ejecución masiva de trescientos prisioneros huertistas de Chihuahua; o el de “La araña homicida”: un militar rebelde que se dedica por las noches de Culiacán a tirar a matar desde un misterioso automóvil a los desprotegidos y solitarios peatones nocturnos, serie de crímenes gratuitos que no tienen otra explicación que la mera existencia provocadora del arma, como aquel cuchillo de Borges que no hace sino esperar a que alguien lo use. Escribe:

 

No se dispersaba aún la convención, cuando ya la guerra había vuelto a encenderse. Es decir, que los intereses conciliadores fracasaban en el orden práctico antes que en el teórico. Y fracasaban, en fin de cuentas, porque eso era lo que en su mayor parte querían unos y otros. Si había ejércitos y se tenían a la mano, ¿cómo resistir la urgencia tentadora de ponerlos a pelear?[v]

 

No importaba, pues, la causa, el motivo: si existía el arma, había que usarla; si existía un ejército, igual había que echar mano de él. Las balas abundan en este libro como los automóviles en La sombra del caudillo. ¿Cómo olvidar ese memorable capítulo que se llama “En el hospital”, donde Guzmán describe, con pulso maestro, las travesuras de las balas en el cuerpo del hombre? Tanto “La araña homicida”, “La fiesta de las balas”, como “En el hospital”, son parientes cercanos del caos villista: nos anuncian su mundo, se mueven en su órbita. No menos significativo que los capítulos mencionados, y supremamente bien escrito, es el denominado “La pistola de Villa”.

2.La arbitrariedad es otra de las formas del caos: los jueces rebeldes ejecutan sentencias sumarísimas por delitos que ellos mismos habían cometido, como fabricarse una moneda para sus usos personales. Se trata, en fin de cuentas, de juicios sumarios para disfrazar asesinatos. “¿Sería –se pregunta el narrador- en efecto, una ley de Dios o de la Naturaleza, o de la Historia, que la revolución nuestra estuviese movida por espíritus asesinos o cómplices de asesinos?”[vi]

Quisiera disipar, de paso, la sospecha de que Guzmán fue un beato del espíritu, un “señorito” enfrentado al México bronco, como alguna vez aseveró infortunadamente Héctor Aguilar Camín, y que Fernando Curiel se encargó de negar. ¿Qué por qué va Guzmán a sumarse a las fuerzas rebeldes del norte?:

Parte, marcha, se aleja, defecciona, simplemente por la constatación de una hipótesis histórica y antropológica –antropología histórica-: la inmoralidad profunda, raigal, de la clase dirigente mexicana.[vii]

Escuchemos al escritor, entrevistado por Carballo:

 

Y como las revoluciones no se hacen con los miembros honorables de las asociaciones de padres de familia (personas morigeradas que se acuestan a las ocho de la noche y están de nuevo en pie a las seis de la mañana del día siguiente), entraron a escena hombres que conciben el desorden como instrumento creador, hombres que no olvidaron aquella afirmación de la Biblia: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. Sólo en el desorden es posible separar las tinieblas de la luz.[viii]

 

Esto declara en 1958, y no estoy seguro de haber encontrado, sin embargo, una sola página en El águila y la serpiente que diga lo mismo literalmente. Literalmente, no, pero como ilustración narrativa, sí. Basta y sobra un ejemplo: su adhesión a Villa, uno de esos hombres que concibieron el desorden como instrumento creador, lo que levanta la sospecha de que la oposición era dialéctica entre los dos hombres: ni tan puro el uno en su barbarie, ni tan puro el otro en su civilidad. En los dos hombres latía una gran pasión.

Estrechamente vinculada a la violencia, está otra forma del caos: la confusión ideológica en la lucha. Escribe Guzmán:

 

En el fondo todo se reducía a la disputa, eterna entre mexicanos, de grupos plurales dispuestos a adueñarse del poder, que es singular: predominio, en unos y otros, de las ambiciones inmediatas y egoístas sobre las grandes aspiraciones desinteresadas; equivocación del impulso mediocre que lleva a buscar el premio de una obra, con el impulso noble de la obra misma. Pero como la disputa no podía evitarse, se inventó la tesis que la justificara: los más próximos a don Venustiano –que fue, con su maquiavélico concepto pueblerino del arte de gobernar, el principal cultivador de la cizaña- reivindicaron para sí el verdadero espíritu de la Revolución, se declararon radicales, y lanzaron sobre todos los otros, sobre todos los que no los reconocían a ellos como casta de semidioses, el anatema de conservadores y aun de reaccionarios. Y así nacieron en Sonora dos partidos-tan ayuno de ideas el un bando como el otro, pero ambos obligados, de allí en adelante, a simular el criterio que se atribuían o se les atribuía-. Esos dos bandos, como plaga de discordia, habrían de extenderse después desde Sonora hasta Sinaloa, luego a Chihuahua, y luego a toda la República con el convencionalismo, el villismo y el carrancismo.[ix]

 

Registraré, finalmente, otra forma del caos: la improvisación mexicana, el providencialismo y la temeridad, características de clara raíz hispánica. Ese capítulo que, como tantos otros, es, por la vitalidad de su estilo, digno del mejor Hemingway, llamado “La carrera en las sombras”, donde Guzmán demuestra sus grandes dotes para narrar el movimiento,  nos muestra también una prueba de este providencialismo y temeridad que no mide las consecuencias de sus acciones. El narrador, un militar y un maquinista hacen por la noche, sin luces, un viaje de doscientos kilómetros por línea férrea en una mezquina máquina, confiando en que lo que se ande se andará.

Recordemos a los “Genios esporádicos” ya denunciados en La querella de México, a los dilettani, buenos para todo y para nada que, sin preparación ninguna, se declaran capaces de gobernar a los demás.  Guzmán los supo ver entre las fuerzas carrancistas y de ellos huyó y los denunció con un valor no exento de saña y ferocidad. El mismo jefe Máximo de la Revolución, Venustiano Carranza, es calificado de mezquino, ambicioso, vulgar, marrullero, carente de generosidad constructiva y toda especie de ideales. Un ídolo de barro, aunque acabará por ser reivindicado en Muertes históricas con la tesis de que hay ciertos hombres que alcanzan la grandeza sólo en la muerte.

 

2

 

He sostenido en el punto anterior que la primera explicación de este contacto entre dos categorías mentales tan distintas entre sí, entre dos mundos tan abismalmente diferentes que acaban entendiéndose radica, en primer término, en el fenómeno social que lo hizo posible: la explosión revolucionaria misma; en segundo lugar, en la vocación política y literaria de Martín Luis Guzmán; y, finalmente, en la fatalidad, esa serie encadenada de causas y efectos que empujaron al narrador sucesivamente hacia Madero, hacia Carranza, hacia Obregón, hacia la Convención de Aguascalientes, fatalidad que puso al escritor finalmente en manos del Centauro del Norte.

Sin embargo, este encuentro seguiría siendo incomprensible de no haber mediado entre los dos un rasgo que Enrique Krauze ha señalado como dominante de la personalidad de Villa: su dualismo.[x]

De haber sido un hombre de una sola pieza, esto es, simple e irreductiblemente un bárbaro, su alma agreste, inhóspita, habría rechazado a coces la instrusión de Guzmán y de otros hombres, modelos de civilidad, que estuvieron a su servicio. Pero había en el alma del guerrillero una zona hospitalaria por donde Guzmán pudo colarse, y de modo tan profundo, que acabaría por asumir el punto de vista de aquel al redactar sus Memorias en primera persona, en una suerte de juego de máscaras que consistió en contar el narrador la historia de Villa como si él hubiese sido Villa. Para haberlo hecho así, Guzmán aduce propósitos estéticos: “decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad”[xi].  Pero estos móviles tienen un alcance político: “hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos”[xii], y alcances didácticos y satíricos: “poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfiriana, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo a que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo del sistema y de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria”[xiii]

Pero Pancho Villa no era hombre de una sola pieza, aunque tampoco víctima de alguna esquizofrenia. Era más bien un hombre sujeto a dos fuerzas contrarias que luchaban dentro de él y que se resolvían en una síntesis: la palabra justicia.

Dos fuerzas de signos contrarios convivían en tensión en él: el instinto destructor y el espíritu reconstructor. Era un “destructor, iconoclasta de vidas y haciendas. Espíritu reconstructor moral y material: tenía una sed insaciable en pro de la instrucción popular”[xiv]

Por un lado está esa mítica ferocidad que todos sus cronistas han señalado; por otro, la ternura. Fiera, era impulsivo, cruel, iracundo, salvaje, implacable, “incapaz de detener la mano que ha tocado la cacha de la pistola”[xv].  Las descripciones que de Villa hace Martín Luis Guzmán son magistrales:

 

Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en su cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar.[xvi]

 

O también:

 

¿Cómo encontrar, en el orden de los sentimientos, un sincero punto de contacto entre Lucio [Blanco], todo gallardía, generosidad, nobleza, y Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se le colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible? Blanco era tan noble que desperdiciaba hasta la gloria –esa fue su debilidad-; tan humano, que el horror a matar paralizó en gran parte su acción después del primer arrebato contra Huerta. Villa, al revés, no descubría en el horizonte de las tinieblas que lo guiaban más que un punto de referencia preciso: acumular poder a cualquier precio; suprimir, sin sentimentalismo ninguno, los estorbos a su acción vengadora e igualadora.[xvii]

 

“Este hombre no existiría sin su pistola”, piensa el narrador mirando a Villa con su alma hecha forma: el revólver. Atendía a las más primitivas y feroces fuerzas de la destrucción y del crimen. Rodolfo Fierro, el Carnicero, ese asesino fisiológicamente puro, era una de las posibilidades de Villa: su instinto de muerte. Le tenía cariño y siempre habría de perdonarle sus crímenes. Y una vez desaparecido éste, el compadre Urbina, tan criminal como Fierro, ocuparía su lugar.

Pero esta máquina de matar era capaz de escuchar argumentos razonables para perdonar la vida a sus enemigos y conmutarles la pena, aunque la nueva orden llegara demasiado tarde. Dice Guzmán a Villa:

 

El que se rinde, general, perdona por ese hecho la vida de otro o de otros, puesto que renuncia a morir matando. Y siendo así, el que acepta la rendición queda obligado a no condenar a muerte.[xviii]

 

La caballerosidad de algunos de sus hombres –el propio Guzmán, Felipe Ángeles, Roque González Garza, Díaz Lombardo, Manuel Silva, entre otros- delata que ésta era la otra posibilidad de Villa. Profesaba por Felipe Ángeles –gran estratega militar, académico, hombre con alma de poeta- una admiración casi reverencial. En virtud de esta cara de Villa, los hombres puros que lo rodearon procuraron asimilarlo para la causa revolucionaria, transformar al bandido en héroe. Escribe Guzmán:

 

Porque Villa era inconcebible como bandera de un movimiento purificador o regenerador, y aun como fuerza bruta se acumulaban en él tales defectos, que su contacto suponía mayores dificultades y riesgos que el del más inflamable de los explosivos (…) ¿Sería domeñable Villa, Villa que parecía inconsciente hasta para ambicionar?, ¿subordinaría su fuerza arrolladora a la salvación de principios para él acaso inexistentes o incomprensibles?

Porque tal era el dilema: o Villa se somete, aun no comprendiéndola, a la idea de la Revolución, y entonces él y la verdadera revolución vencen, o Villa no sigue sino sus instintos ciegos, y entonces él y la Revolución fracasan. Y en torno a ese dilema iba a girar el torbellino revolucionario en la hora del triunfo.[xix]

 

Desgraciadamente, dominó lo segundo. Las últimas palabras de Villa en El águila y la serpiente, autoritarias y feroces, quedan resonando como un eco en el muro de la página final:

 

      “Nomás acuérdese que fusilo”

 

En resumen, había en Villa un lado hospitalario, humano, generoso, que permitió la intromisión de aquel hombre diferente, culto y educado, reflexivo, de gran disciplina intelectual, formado en los rigores de la Escuela Nacional Preparatoria y de don Victoriano Salado Álvarez, en el liberalismo dieciochesco y las luces del positivismo porfirista. Este encuentro de dos órdenes de categorías mentales tan ajenas entre sí constituiría uno de los o encuentros más fructíferos que registra la historia de México.

No sólo porque reveló de modo elocuente el orden y el caos que coexistieron en la Revolución de 1910; no sólo porque delató la respuesta que un gran escritor supo dar a ese reto, el vértigo de lo otro: orden y geometría en los principios éticos, claridad apolínea en la escritura; sino también porque mostró que ese contraste entre caos y geometría es una contradicción subyacente en el alma de México.

 

 

 

 

 



[i] Emmanuel Carballo. “José Vasconcelos”, en Protagonistas de la literatura mexicana. México, Secretaría de Educación Pública (Lecturas mexicanas, 48), 1986, p. 30
[ii] Ibid., p. 87.
[iii] Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente. México, Porrúa (Colección de Escritores Mexicanos, 92, 1984, p. 377.
[iv] Idem, “Orden y armonía”, en Obras completas, v. II. México, Fondo de cultura Económica, p. 1205
5 El águila y la serpiente, pp. 391-392.
[vi] Ibid., loc.cit.
[vii] Fernando Curiel. La querella de Martín Luis Guzmán. México, Ediciones Coyoacan-Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 1993,  pp. 42-44.
[viii] Emmanuel Carballo, op. cit., p. 86.
[ix] Ibid., p. 96
[x] Enrique Krauze. Francisco Villa. Entre el ángel y el fierro. Biografía del poder, 4. México, Fondo de cultura Económica, 1987, pp. 45-58
[xi] Martín Luis Guzmán. “Prólogo” a Memorias de Pancho Villa, en Obras completas, v. II, p. 11.
[xii] Ibid., pp. 11-12.
[xiii] Ibid.,p. 12
[xiv] Patrick O’Hea, apud. Enrique Krauze, pp. 48-49.
[xv] Krauze, op. cit., p. 47
[xvi] Guzmán, El águila y la serpiente, p. 49.
[xvii] Ibid., p. 251.
[xviii] Ibid., p. 361.
[xix] Ibid., p. 67

EL JUEGO DE LAS DUPLICACIONES EN JUAN VICENTE MELO

                                                                                             
Je suis un autre.
                                                                                              (Arthur Rimbaud)
 
 
En su prematura Autobiografía (1966), Juan Vicente Melo escribió que creía en los signos. Nació el primer día de marzo de 1932 bajo el signo de Piscis, configuración astral marcada por la duplicidad. Dos peces se abrazan en sentido inverso: la cabeza de uno corresponde a la cola del otro y viceversa. Creamos o no en los signos zodiacales, el caso es que su obra narrativa ha llevado el juego de las duplicaciones, los reflejos y los intercambios de identidades hasta sus últimas consecuencias.
El otro yo (el Doppelgänger) en la literatura es un descubrimiento relativamente reciente: ocurre en el romanticismo y, concretamente, en el romanticismo alemán.1 Es un descubrimiento que viene acompañado de otros rasgos, sin los cuales quizá no se hubiera dado: la rebeldía, el sentimiento de la naturaleza, la reivindicación de la soledad, la inmersión en la noche profunda, la reivindicación de la pasión y el desorden y, sobre todo, la exacerbación del individualismo. E.T.A. Hoffmann reconoció una realidad más profunda que lo llevó a captar, uno de los primeros, la vida del inconsciente y del desdoblamiento psíquico, y fue tal su influencia, que incluso es perceptible en escritores de vocación realista como Guy de Maupassant (“Le horla”, por ejemplo). Edgar Allan Poe se cuenta entre sus discípulos directos. En el ámbito ruso, sobresale Dostoyevski con su segunda novela, El doble, de 1845. Pero es en la literatura inglesa –tan dotada para la literatura fantástica- donde el tema de la escisión del yo ha tenido más cultivadores: Stevenson con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Joseph Conrad con “The secret Sharer” (El cómplice secreto). Fue un tema privilegiado en la narrativa borgiana: “El otro”, “Borges y yo”.
Se trata de un género fronterizo entre el psicológico y la literatura fantástica. Del primero comparte la escisión del yo, la visión esquizofrénica del yo; de la segunda, el resquebrajamiento del mundo supuestamente real para ingresar a otra realidad, insólita y fantástica. 
No me he encontrado en mis lecturas de teoría literaria con una tipología de las narraciones que tratan el tema del otro yo. Sólo a partir de mi amplia experiencia como lector ensayaré, por tanto a continuación y bajo el riesgo de cometer errores, esta tipología que puede parecer algo desordenada, imprecisa y arbitraria, debido en parte a su carácter pionero:
1. El desdoblamiento de una personalidad esquizoide, escindida en dos polos antagónicos o simplemente diferentes. Antes de dar el ejemplo literario, mencionaré el caso del gran compositor alemán Robert Schumann (a Melo, gran melómano, le habría gustado el ejemplo), quien se desdobló en dos: Florestan y Eusebius. Florestan reflejaba el lado exuberante de su naturaleza, y Eusebius, su lado reflexivo. Si todo ser humano es virtualmente esquizoide, podemos añadir ese gran tema favorito de la literatura alemana, el de los dos individuos diferentes pero complementarios, que encarnan aspectos básicos pero diferentes de la persona: el racional y el instintivo, el razonable y el emotivo, el clásico y el romántico, el científico y el artista, el político y el poeta, Dios y el Diablo: Narciso y Goldmundo en la novela de Hesse del mismo nombre; Naphta y Settembrini en La montaña mágica de Mann; Virgilio y Augusto en La muerte de Virgilio de Broch; Fausto y Mefistófeles en Goethe; Adrian Leverkühn y el Diablo en Doktor Faustus de Mann. Son los dos interlocutores que en sus largos y densos diálogos reflejan las dos caras distintas pero complementarias de una sola unidad humana y, más específicamente, de la manera alemana de ser humano.
Otro buen ejemplo es “El doble” de Dostoyevski, donde el señor Goliadkin, un modesto empleado, en plena manía persecutoria, llega a ver desdoblada su personalidad en figura de otro compañero de oficina, exactamente igual a él, hasta con el mismo apellido, que acaba suplantándolo en su empleo.
2. Derivada de la forma anterior está la identificación paulatina y morbosa de una persona con otra, ya muerta. Ahí está la esquizofrénica identificación del nuevo inquilino con Simone Shoule, la suicida y anterior inquilina del departamento, en “El inquilino”, la aterradora película de Polanski. Desde una óptica fantástica más que psicológica, se trata también de un caso de posesión, como en la genial novela The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca) de Henry James, donde, con magistral ambigüedad, dos inocentes niños son poseídos por perversos fantasmas a fin de revivir en ellos el amor de los vivos.
3. La existencia de rasgos afines en dos desconocidos, coincidencia que provoca conductas y acciones insólitas, como el intercambio de roles sociales: El príncipe y el mendigo de Mark Twain. Muy semejante, pero mejor desarrollado, es el tema de Kagemusha, la sombra del guerrero, el film de Akira Kurosawa, como también de El general de la Rovere de Rossellini. En los dos films, un hombre de la calle se ve forzado, por razones políticas, a representar el papel de un poderoso ya desaparecido y termina encarnando a ese otro, suplantándolo.
4. Derivada de la forma anterior está la relación de dos personalidades a quienes los acontecimientos empujan, no sólo a solidarizarse (“esto que te ocurre me ocurre también a mí”) sino también a identificarse a tal punto que se viven mutuamente como el otro yo, el alter ego, y la decisión que tome uno de ellos afectará al futuro inmediato del otro. La diferencia con la forma anterior -donde se opera una sustitución total de personalidades- consiste en que en este caso los dos individuos conservan su individualidad. Ejemplo: “The secret Sharer” (El cómplice secreto) de Joseph Conrad.          
5. El otro yo es la encarnación de la indeseable conciencia de culpa del protagonista y, por ello mismo, la encarnación, para él, del mal: “William Wilson” de Edgar Allan Poe.
6. El otro yo es un fantasma, una posibilidad que no se realizó. En términos cibernéticos, es una imagen virtual del yo: un otro yo posible que ejecuta lo que el yo real nunca ejecutó: “The Jolly Corner” de Henry James.
7. El otro yo es el resultado de un experimento de laboratorio, de la ingestión de un proteico brebaje: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. Los dos individuos no pueden coexistir: mientras el uno está en acción, el otro espera que el primero le ceda su lugar en el mundo.
8. Derivada de la anterior, menciono esa abominación narrativa en que se ha convertido el tema de los androids (replicantes), producto del desarrollo de la medicina genómica, y que la ciencia ficción ha tratado en la novela y el cine hasta el abuso, después de haber empezado bien con films como Blade Runner o el primer Terminator. Esta narrativa exige un clon satírico que, como hizo el Quijote con las novelas de caballería, o acabe con tanto disparate o le devuelva la frescura original.
9. En el dominio de lo insólito, el yo y el otro yo son dos hermanos siameses cuyas individualidades el relato pone en cuestión, a pesar de que las investigaciones médicas y psicológicas demuestran que cada uno de los siameses posee identidad y carácter personal y distintivo. En “La doble y única mujer”, el ecuatoriano Pablo Palacio pone en cuestión el yo narrativo al confundir los dos sujetos, yo-primera y yo-segunda.
10. En el campo de la literatura fantástica, el yo y el otro pertenecen a tiempos y espacios totalmente diferentes, y al convocarlos el narrador en la misma historia, con el sueño como mediador, dan incluso lugar a imaginarias figuras geométricamente inversas: “Las ruinas circulares” de Borges, “La noche bocarriba” de Cortázar.
11. El otro yo responde al deseo de ser otro. En consecuencia, se da una impostura, una usurpación de la identidad social de otro por el deseo de ser ese otro: The talented Mr. Ripley (A pleno sol) de Patricia Highsmith.
12. Muy próxima a la forma anterior, está la relación de dominación del amo y el sirviente, según la cual el uno y el otro intercambian roles sociales por una incapacidad del amo de conservar su papel dominante en la sociedad frente al embate del otro, aparentemente más débil. Uno de los mejores ejemplos está en la película “El sirviente” (según Harold Pinter) de Joseph Losey, en donde asistimos a una casi diabólica usurpación del rol del amo por el sirviente.   
13. Si toda repetición de actos anula de algún modo el tiempo lineal en favor de un tiempo cíclico o ritual, entonces toda duplicación, todo alter ego contribuye a hacer posible esta anulación: “Las ruinas circulares” y “El otro” de Borges, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo.
En el caso de Melo, una de las claves para la interpretación de su novela La obediencia nocturna (1969) es la confusión de identidades y la función, no distinguidora, sino generalizadora, del nombre propio. “Todos somos los mismos”, dice un personaje. “Todos somos demasiados. Yo soy Rosalinda, Adriana, Aurora. Tú eres Enrique-Marcos. Pero, a la vez y contradictoriamente, nadie es el otro”2. El punto de partida de  esta deliberada confusión de identidades es la identificación del yo con el otro, la afirmación paladina del principio rimbaudiano de que yo soy otro o mejor, yo soy el otro, como en un espejo. Este juego de las identidades, estas metamorfosis de los personajes en otros (Beatriz en la madre anciana; Pixie la cantante en Beatriz; Tula la sirvienta en la madre; el narrador en Esteban; Enrique en el narrador) tienen por objeto facilitar el cumplimiento de un rito, apresurar la conversión del tiempo astronómico en un tiempo ritual, del tiempo lineal en un tiempo cíclico. La abolición de la psicología y del estudio de caracteres en favor de la combinatoria de elementos en el texto nos habla, por otra parte, de la influencia notable del estructuralismo en esta novela.
También en algunos de sus cuentos asistimos a esos intercambios de identidad, cambios súbitos de punto de vista, movimientos hacia lo inexplicable y lo absurdo, que rigen la obra literaria de Melo. Examinar en los cuentos de Fin de semana3 (1964) cómo se configura el yo frente al otro es el propósito de las siguientes páginas.
Tres son los días del fin de semana en esta breve colección: viernes, sábado y domingo, a cada uno de los cuales corresponde una historia diferente.
“Viernes: La hora inmóvil” es la sombría historia de un mandato de venganza y cómo se cumple ese mandato. Llega Roberto Gálvez al pueblo tropical de su infancia con una misión: cumplir el deseo de su abuelo muerto, Gabriel Gálvez, de recuperar el honor y la propiedad –que es también un linaje y un destino- presuntamente mancillado y usurpado por su padre, el mulato Crescencio, criado que cometió, según algunas versiones, una múltiple villanía: mató al abuelo, se quedó con la casa y el dinero y sedujo a Maricel, la madre de Roberto, y la enloqueció. No importa tanto saber si estos crímenes fueron realmente cometidos por Crescencio, como seguir los pasos que Roberto sigue para ejecutar la venganza, y cómo esos pasos dan lugar a una serie de duplicaciones. En un pueblo sin ley, sin policía, sin administradores de una justicia objetiva, la venganza se convierte en acto justiciero. 
Dos muertos, Gabriel y Crescencio, son las grandes presencias ausentes de esta historia. Todo gira en torno a las presuntas villanías de Crescencio –digo presuntas porque todas aparecen vistas desde Roberto, es decir, desde el legado de odio de Gabriel-, y en torno al racismo del abuelo, a su enfermizo paternalismo, su desprecio a la mujer –por no ser transmisora del apellido a la descendencia-, terribles prejuicios que abonaron el terreno para que las villanías del criado se desplegaran. Es una historia en la que se enfrentan dos concepciones irreductibles de la vida.
En este denso y magistral cuento podemos apreciar las siguientes duplicaciones:
a) Gabriel Gálvez, el abuelo, ansiaba duplicarse, para perpetuarse, en un hijo varón que llevara su apellido, pero le nació una mujer, Maricel, quien se convirtió -horror de horrores- en amante del mulato Crescencio y murió al dar a luz a Roberto. 
b) Roberto Gálvez (doblemente huérfano) es el heredero del odio del abuelo por el usurpador, su padre, el mulato Crescencio. Roberto ha aprendido a odiarlo a tal punto de renunciar a su parentesco. Al recibir esa herencia de odio, aceptarla, vivirla, se convierte de algún modo en el abuelo, quien a su vez perdura en el nieto y perpetúa en él su odio por el usurpador. Todo legado, toda herencia, hace pervivir al testador en el legatario. Por el legado del odio, el ya finado Gabriel se duplica (o resucita) en Roberto, y Roberto se convierte a su vez en legatario y duplicación del abuelo.
c) Existen dos hijos de Crescencio. El mayor, Roberto, ha escapado, niño aún, sin resolverse a ejecutar la venganza. Ausente Roberto, a Crescencio le ha nacido otro hijo al que también ha llamado Roberto, en un abominable acto de suplantación, una negación total de la existencia del hijo mayor. La duplicación por el nombre enfrenta a los dos hijos y revive en ese enfrentamiento el pasado de odio. Crescencio acaba de morir, y el recién llegado Roberto habrá de ejercer la venganza en el otro Roberto, su hermano menor.  
d) El narrador subraya la duplicación física por los parecidos entre los vivos y los muertos. La narración subraya el enorme parecido físico entre el recién llegado Roberto y el finado Gabriel Gálvez, como entre el muchacho (el segundo Roberto) y el recién sepultado Crescencio.
e) La escena de las seis campanadas de la tarde entre Roberto el mayor y Roberto el menor –nos ilustra el narrador- ya ocurrió hace veinticinco años. El tiempo es, pues, cíclico y duplica los acontecimientos como en un espejo. Pero esta repetición –como otras- constituye algo más que un detalle musical que indica los procedimientos narrativos de Melo.
f) Se trata de algo más que detalles musicales. Los muertos viven en los vivos: el encuentro final entre Roberto y el muchacho se convierte en una resurrección de tiempos, una repetición del encuentro final entre Crescencio y Gabriel Gálvez, quien caerá, no asesinado sino víctima de una hemorragia cerebral. Escribe el narrador:
 
Roberto era don Gabriel Gálvez. Un hermoso, inolvidable espectáculo: la resurrección. Roberto y el muchacho ya no se acordaban de ellos mismos, ya no importaban. Ser los otros. Repetir los actos de los otros, parecerse a ellos, ser ellos, inmortalizarlos, revivirlos.
 
g) Concomitante al anterior, está el papel duplicador de la memoria: Roberto se recuerda a sí mismo veinticinco años atrás y ese yo del que se acuerda es también otro.
h) El narrador (que a menudo cuenta en primera persona, involucrándose en la acción) es también una duplicación. Está omnipresente: es un espejo que refleja todas las acciones significativas, aun las más nimias, del recién llegado Roberto. En un episodio, este narrador, este espejo, se esconde en la recámara para poder seguir de cerca a Roberto, ser su testigo, su cronista. “¿Está usted ahí?”, pregunta Roberto al narrador y es como si quisiera asegurarse de que el espejo está aún presente para que siga reflejando con palabras sus acciones, su existencia.
Gran lector de Faulkner, Melo recibió su influencia. No sólo se la advierte en cierto retorcimiento estilístico -eficaz, por cierto-, sino sobre todo en sus atmósferas, en el ambiente lúgubre y sombrío que se respira en ellas y, desde luego, en el tema reiterado de la decadencia y destrucción de una familia. Las acciones ocurren casi todas en la noche o en interiores oscuros, subrayándose de este modo la lobreguez y nocturnidad de los personajes y de las acciones. La densidad estilística es palpable en esos periodos largos cargados de información secundaria; en esas abundantes oraciones explicativas o incidentales; en el uso incesante de los paréntesis y los guiones, empleo que también responde, como él mismo confiesa en su Autobiografía, a la necesidad de protegerse.
En “Sábado: El verano de la mariposa”, otro cuento magistral, seguramente el mejor de Melo y uno de los cuentos antológicos de la literatura mexicana, asistimos al apasionado deseo de una solterona que no ha vivido nada importante, de convertirse en otra; asistimos a la metamorfosis de una oruga en radiante mariposa.
El cuento consiste, formalmente, en la descripción de los momentos o movimientos de esa metamorfosis.
Ocurren las acciones en un pueblo atontado por el calor, a las tres de una tarde de siesta, en medio de “una casi audible quietud de las cosas, el sol aplastante”. Sola, la costurera Titina contempla el pueblo soñoliento, el vestido de la señora Lola a punto de terminarse en sus manos, oyendo en el radio “no puedo ser feliz, no te puedo olvidar”, aunque ella no tiene nada de qué olvidarse. Ese “quedarse para vestir santos” puede muy bien adjudicarse a Titina, quien cose el vestido -frente a la imagen de Santa Teresita del Niño Jesús- de una mujer que va a celebrar veinticinco años de matrimonio. 
Melo describe, en un primer momento de esta metamorfosis, indirecta y bellamente, el deseo de Titina por sentirse libre de las ataduras, puesto el énfasis de la narración en la marcada diferencia que existe entre el cielo y la tierra, que es lo que ella ve.
El segundo movimiento de su alma consiste en decir no, no a la vida presente: “deseos de hablar con alguien y ya nunca más con ella misma frente al espejo”: decir que no a su soledad: urgencia de otredad, de que haya otro en su vida. Piensa entonces en la única otredad ahora presente en su vida: lo que tiene en sus manos, el vestido de la señora Lola que en ese día cumple y celebra un aniversario de bodas. 
En el tercer momento asistimos a una apropiación externa del otro. Titina se pone el vestido de la señora Lola. Del desprecio de sí misma, de su soledad, nace el deseo de transformarse en otra, en la mujer que cumplirá años de unión con un hombre. Desprecio de sí misma significa verse tonta, fea, miope, vieja, cursi y llorona como esas solteronas que salen en las películas que le dan tanta tristeza.
El cuarto movimiento consiste en salir de la casa, en exhibir socialmente ese otro yo en que se va transformando a partir de la apropiación del vestido ajeno. No se está transformando en la señora Lola, sino en una dimensión desconocida y trascendental de sí misma. Al principio las calles están vacías, sólo habitadas por el rumor de los ventiladores en las casas y no hay a quién pregonar su transformación. Pero se dirige hacia el río, donde las miradas de los pescadores la persiguen.
El quinto movimiento es la sacralización, la investidura ritual de su nuevo yo. Sumerge su cuerpo en las aguas del río: es un bautizo. Acompaña esta audaz acción con plegarias que reclaman la felicidad. Son las palabras de su propio bautizo. El ritual del bautismo la vuelve fuerte, “igual a Dios, dueña de la otra orilla, sabedora del secreto”, “Titina, ella, la que lava pecados, la que redime”.
El sexto movimiento consiste en el regreso a la soledad. Se sabe sola, pero de vuelta de la redención, de la dignificación por un fuego que no respeta nada ni a nadie: es una soledad trascendente: a partir de sí misma, se ha convertido en otra mujer que es ella misma.
Séptimo movimiento: Ella se encuentra en el origen de las cosas porque ha empezado de nuevo. Sabiéndose el primer ser humano sobre la tierra, empieza su tarea de nombramiento de las cosas o, más bien, de renombramiento. Todas las cosas deben llamarse Titina. Esto es ya una forma de la felicidad. Se ve a sí misma como Dios en el sexto día, recreadora del mundo. Y ve que todo es bueno.
El octavo movimiento consiste en el primer contacto con un extraño, un turista desconocido, “el enemigo”, el otro real y objetivo a quien conoce en la calle en medio del torrencial aguacero nocturno, el diluvio que todo lo purifica. En estos momentos, las acciones, curiosamente, son narradas con verbos en abstracto, en infinitivo, como si ella hubiese perdido una identidad personal. La aventura erótica estaba a las puertas, pero no se dio. Y Melo no podía tampoco terminar su cuento de manera tan complaciente. Titina ya vivió su gran momento de felicidad interior, ya fue la oruga transformada en radiante mariposa, de modo que el tiempo rutinario volverá a atraparla con su mortal alfiler. El cuento deja latente, entre otras interrogantes, la que sigue: ¿qué hará Titina con esa libertad y alegría ganadas por un momento? Pregunta que late, como alas de mariposa, al final de esta pequeña obra maestra. 
Con más evidencia que en el cuento anterior, es decir, de una manera menos rica y compleja y más esquemática, el deseo por ser otro, por ser el otro, permea el cuento “Domingo: El día de reposo”. Antonio desea ser como su amigo Ricardo, el afortunado con las mujeres y el dinero. El asco de sí mismo y la envidia lo conducen –desde su imagen de pobre diablo, de oscuro oficinista atosigado por una vida mediocre- a envidiar a Ricardo, a desear ser él, a desearlo. El móvil es semejante al de la novela de Patricia Highsmith antes mencionada, es decir, la suplantación, la impostura. La gran diferencia radica en que la brillante novela de la Highsmith nos enfrenta a un minucioso proceso de suplantación real y total de otra persona, mientras que en el cuento de Melo la suplantación ocurre inexplicablemente y de modo efímero. Melo pierde rigor en este relato que pudo haber sido una magnífica muestra de impostura. Es un cuento fallido, un fracaso literario: la suplantación se da, en la práctica, por el fácil y arbitrario expediente de nombrar “Ricardo” allí donde debía decir “Antonio”. Por otra parte, no deja de molestar la vulgaridad de la aspiración de Antonio. Difiere de “El verano de la mariposa” en que mientras aquí la mujer opera una sutil transformación desde sí misma en otra posible que estaba latente en sí misma, en “El día del reposo” existe objetivamente un otro ajeno a Antonio en el cual éste quiere convertirse. El tema del deseo del otro está insuficientemente desarrollado: no llega hasta sus últimas consecuencias, como en la Highsmith. Se trata, por tanto, de una usurpación psicológica, subjetiva. Por el expediente de la usurpación, en efecto, Antonio logra ser Ricardo, pero sólo por un día, el domingo del reposo. “Se puede”, escribe Alfredo Pavón, “adoptar un momento la vida e identidad de otro, pero no suplantarlo ni serlo a perpetuidad”. Por ello, prosigue, “y porque en el día del reposo la tragedia sería un contrasentido, configura a un personaje cuya ambición pasajera es cambiar de personalidad, simulando ser otro, más precisamente, ser el otro, aunque sin perder las dimensiones, es decir, consciente de la transitoriedad y del espejismo implícitos en el juego enmascarante”4.
De la lectura de estos cuentos podemos concluir que el otro yo es casi siempre un espejismo, un juego enmascarante que realiza el yo, sea para protegerse del mundo, sea para protegerse de sí mismo. El yo es la fuente de todos estos desdoblamientos y duplicidades, y el miedo los procrea, los pone en acción y movimiento. Por otra parte, el carácter efímero de las apropiaciones del otro indican, en fin de cuentas, que no podemos librarnos de nosotros mismos sino con la muerte. 
 
* Escritor ecuatoriano. Profesor investigador en el Departamento de Humanidades, UAM-Azcapotzalco, desde 1974.
 
                                                                      
 
NOTAS
 
1. En la mitología griega y romana aparecen ya numerosos casos de metamorfosis de dioses en otros seres a los cuales duplican, como la de Mercurio en Sosia en la comedia Anfitrión de Plauto. De ahí que la palabra “sosia” o “sosías” ha pasado a la lengua española como sinónimo de doble, de otro yo. Sin embargo, la duplicación (que no desdoblamiento del yo) en la Antigüedad y en la mitología no aparece como problema central de la existencia, como en el romanticismo alemán, sino como mero recurso para engañar o vencer a otro en una lid, bélica o amorosa.
2. Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna. México, Era-Secretaría de Educación Pública (col. Lecturas Mexicanas), 1987, p. 111.
3. Juan Vicente Melo. “Fin de semana”, en Cuentos completos. Prólogo de Alfredo Pavón. Veracruz, CONACULTA-Gobierno del Estado de Veracruz-Fondo Estatal para la Cultura y las Artes-Instituto Veracruzano de Cultura, 1997.   583 pp.
4. Alfredo Pavón. Prólogo a Cuentos completos de Juan Vicente Melo, p. 47.