LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


Al mediodía echa a andar cuesta arriba hacia la iglesia que corona la aldea. Las campanas no han doblado en toda la mañana ni sonado la música de banda, ni silbado los buscapiés, ni estallado los cohetes con toda esa celebración de la pólvora. Reina en los alrededores un silencio y una paz dominical que ignoran la Pascua de Resurrección. Averiguará si ha habido fiesta y de qué manera los comuneros la han celebrado. Y si no, ¿qué ha ocurrido? ¿Habrán ido, en domingo, al escarbe de papas o a celebrar el día glorioso en otra parte? El sol cae a plomo sobre el camino polvoriento. Los molles y eucaliptos se mecen apenas y las pencas levantan sus agujas al aire. Los campos, a ambos lados, están cultivados. Blanca la iglesia, blancas las casas, refulgen al fondo del camino, bajo ese cielo irreprochable. Ya no puede volver: su alejamiento de la casa ha tomado la forma de un placentero paseo matutino que sólo terminará allá arriba, en el poblado silencioso. La cuesta se empina y la vegetación se enrarece. El camino desemboca en esa plaza soleada y vacía. No hay señales de fiesta. Las puertas de la iglesia están cerradas bajo una llave tan grande, que serían necesarias las dos manos para hacerla girar. Se sienta en la escalinata a esperar que alguien venga a recibirle. Pero el pueblo parece abandonado. Se seca el sudor de la cara con su pañuelo. Se dirige, en busca de un informante, hacia el sendero de su izquierda. Camina hasta detenerse en una choza en la que humean las brasas de un fuego reciente. Ve dos ollas de barro, un saco de papas, copos de lana. “Buenos días”, saluda. Nadie contesta. “Buenos días”, insiste. Sigue caminando hasta la choza siguiente, en cuyo fondo oscuro percibe un ronquido. “Buenos días”, repite. ¿Hay alguien aquí?” Ve dos cuyes deslizándose por la habitación en sombras. Ya no insiste y regresa al pie de la iglesia, donde nuevamente se sienta a descansar. Una mosca zumba a su oído y resuena en toda la plaza.

De pronto, como salido de la nada, aparece al fondo de la plaza un indio que, tambaleándose, se aproxima hacia él. Pese al calor, viste un poncho rojo y un sombrero grisáceo de alas anchas. Le inquieta que nadie responda al saludo y que de pronto asome este aparecido dispuesto, quizá, a interrogarle.

- ¿Qué querís? –le llegan vaharadas de aguardiente.

Se siente invasor, no sólo intruso. 

- Buenos días –le dice-. Vengo a ver si hay misa en iglesia.

Con aliento alcohólico, el indio se tambalea frente a él.

Su pregunta aguardentosa, casi inaudible, debe haber resonado como un llamado de cuerno, porque brotan de la tierra más y más indios, hasta conformar un grupo de diez o quince, todos borrachos. Entonces empieza a presentir algo ominoso en el aire. 

- ¿Qué querís aquí? 

No es tanto la insistencia de su pregunta lo que le perturba, sino que los papeles se hayan invertido, que el interrogado haya pasado a ser él. Intenta recuperar su sitio:

- Les he dicho. He venido por la misa, pero la puerta está cerrada. ¿No va a haber misa? 

- ¿A qué venís aquí? –pregunta otro, ignorando sus palabras. Entonces piensa que están esperando una respuesta que él no puede dar. El sol le encandila los ojos y tiene que hacerles sombra con la mano en visera.

- ¿No ha venido taita cura para misa? Hoy es domingo de fiesta y no han tocado las campanas ni han subido los cohetes.

- ¿Qué querís aquí? –dice un tercero, con rabia en la voz. Y luego los demás:

- ¿Quién sois vos?

- ¿De dónde venís?

- ¿Qué querís aquí?

- A robar venís.

El grupo va formando un semicírculo a su rededor. Debe mantener la calma y un sentido común que la situación niega.

– Vengo de hacienda de abajo. Don Hernán es mi primo y llegué a pasar unos días con él.

- ¿Don Hernán? No cierto –afirma, casi gritando, uno de ellos-. Shúa has de ser, shúa. Ladrón.

- Shúa –repite otro, como un eco-. Shúa has de ser. A robar venías. Si no, ¿por qué te metiste en casa ajena?

- Nunca entré. Sólo me acerqué a la puerta para que me dieran razón de la misa. Pero no había nadie-. Y, con audacia, contraataca:

- A ver, vos –le pregunta a uno de ellos- ¿qué día es hoy?

- Domingo, pes.

- ¿Qué domingo? ¿Domingo de qué?

- Pascua –dicen a coro.

- Ah, bueno –dice, con tranquilidad-. Pues yo venía a celebrar con ustedes.

Hay un silencio entre ellos. Siente que los ha convencido. Intercambian largos parlamentos en quichua. Sólo reconoce, de vez en cuando, la palabra fatal: “Shúa”. Parece una deliberación de los jueces luego del interrogatorio y seguramente pronunciarán la sentencia.

 Shúa –sentencian-. Sois un shúa: a robar venías. 

– El cura –dice, procurando mantener la calma-. Quiero hablar con el cura.

El primer indio suelta una fuerte bofetada en su mano en visera, haciéndola caer de la frente. Percibe en esos rostros, en medio del forcejeo, y más allá de la borrachera general, un enojo y odio ancestrales.

- ¡Traigan gasolina para quemar al shúa! –grita-. Y le sujeta de la camisa con las dos manos. Otros acuden a ayudarlo.

- ¡Gasolina para el shúa! –corean.

La atención general está centrada en el comunero que va por la gasolina. La mosca traza una sombra demasiado larga sobre la arena. Se pregunta si  todo esto es real, si debe acabar su vida quemado vivo en una aldea de los Andes. Que ese hombre no vuelva nunca, o que regrese con las manos vacías diciendo que no hay gasolina, o que súbitamente se haya apiadado de él. Pero regresa a trote con un botellón pesado sobre su hombro, cargándolo como un hato de leña. Le tiemblan las mandíbulas, pierde la noción del lenguaje, como si nunca lo hubiera aprendido. Se ve, entre las oleadas de miedo y gasolina que le recorren el cuerpo, dando codazos a las manos borrachas que le tienen sujeto. Se ve repartiendo patadas a esas piernas tambaleantes. Se escucha gritando ayuda y exasperando más a sus verdugos. Se sacude, patalea, pero las demasiadas manos son como tenazas. Siente en sus labios el penetrante sabor de la gasolina. Un hombre agita la caja para cerciorarse de que hay fósforos. El viento apaga al primero. Encenderán otro. Alguien frota un fósforo contra la raspa y salta de su ropa una llamarada. Se ve dando patadas y empujones a diestra y siniestra hasta romper el cerco que lo rodea. Se ve derribando sombreros en medio de las llamas, del ardor indescriptible, el olor a pelo chamuscado y carne quemada, sus gritos sin sentido y la confusión general, abriéndose paso con violencia y empezando a correr con el júbilo de la liberación. Nadie le daría alcance. A su paso, se alzaría el polvo del camino; correría sin parar cuesta abajo, sin mirar atrás, con la dicha de saberse solo y ya distante, respirando el aire a pulmón lleno, recuperando el aroma de los eucaliptos, viendo los molles mecerse entre las pencas enhiestas, mientras doblan, exultantes, las campanas de la gloria, toca la banda de pueblo, bailan los danzantes, la cohetería rasga el cielo, las llamas consumen el cuerpo en medio de la plaza, y los estallidos de la pólvora celebran la Pascua de la Resurrección.       

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