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LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


Al mediodía echa a andar cuesta arriba hacia la iglesia que corona la aldea. Las campanas no han doblado en toda la mañana ni sonado la música de banda, ni silbado los buscapiés, ni estallado los cohetes con toda esa celebración de la pólvora. Reina en los alrededores un silencio y una paz dominical que ignoran la Pascua de Resurrección. Averiguará si ha habido fiesta y de qué manera los comuneros la han celebrado. Y si no, ¿qué ha ocurrido? ¿Habrán ido, en domingo, al escarbe de papas o a celebrar el día glorioso en otra parte? El sol cae a plomo sobre el camino polvoriento. Los molles y eucaliptos se mecen apenas y las pencas levantan sus agujas al aire. Los campos, a ambos lados, están cultivados. Blanca la iglesia, blancas las casas, refulgen al fondo del camino, bajo ese cielo irreprochable. Ya no puede volver: su alejamiento de la casa ha tomado la forma de un placentero paseo matutino que sólo terminará allá arriba, en el poblado silencioso. La cuesta se empina y la vegetación se enrarece. El camino desemboca en esa plaza soleada y vacía. No hay señales de fiesta. Las puertas de la iglesia están cerradas bajo una llave tan grande, que serían necesarias las dos manos para hacerla girar. Se sienta en la escalinata a esperar que alguien venga a recibirle. Pero el pueblo parece abandonado. Se seca el sudor de la cara con su pañuelo. Se dirige, en busca de un informante, hacia el sendero de su izquierda. Camina hasta detenerse en una choza en la que humean las brasas de un fuego reciente. Ve dos ollas de barro, un saco de papas, copos de lana. “Buenos días”, saluda. Nadie contesta. “Buenos días”, insiste. Sigue caminando hasta la choza siguiente, en cuyo fondo oscuro percibe un ronquido. “Buenos días”, repite. ¿Hay alguien aquí?” Ve dos cuyes deslizándose por la habitación en sombras. Ya no insiste y regresa al pie de la iglesia, donde nuevamente se sienta a descansar. Una mosca zumba a su oído y resuena en toda la plaza.

De pronto, como salido de la nada, aparece al fondo de la plaza un indio que, tambaleándose, se aproxima hacia él. Pese al calor, viste un poncho rojo y un sombrero grisáceo de alas anchas. Le inquieta que nadie responda al saludo y que de pronto asome este aparecido dispuesto, quizá, a interrogarle.

- ¿Qué querís? –le llegan vaharadas de aguardiente.

Se siente invasor, no sólo intruso. 

- Buenos días –le dice-. Vengo a ver si hay misa en iglesia.

Con aliento alcohólico, el indio se tambalea frente a él.

Su pregunta aguardentosa, casi inaudible, debe haber resonado como un llamado de cuerno, porque brotan de la tierra más y más indios, hasta conformar un grupo de diez o quince, todos borrachos. Entonces empieza a presentir algo ominoso en el aire. 

- ¿Qué querís aquí? 

No es tanto la insistencia de su pregunta lo que le perturba, sino que los papeles se hayan invertido, que el interrogado haya pasado a ser él. Intenta recuperar su sitio:

- Les he dicho. He venido por la misa, pero la puerta está cerrada. ¿No va a haber misa? 

- ¿A qué venís aquí? –pregunta otro, ignorando sus palabras. Entonces piensa que están esperando una respuesta que él no puede dar. El sol le encandila los ojos y tiene que hacerles sombra con la mano en visera.

- ¿No ha venido taita cura para misa? Hoy es domingo de fiesta y no han tocado las campanas ni han subido los cohetes.

- ¿Qué querís aquí? –dice un tercero, con rabia en la voz. Y luego los demás:

- ¿Quién sois vos?

- ¿De dónde venís?

- ¿Qué querís aquí?

- A robar venís.

El grupo va formando un semicírculo a su rededor. Debe mantener la calma y un sentido común que la situación niega.

– Vengo de hacienda de abajo. Don Hernán es mi primo y llegué a pasar unos días con él.

- ¿Don Hernán? No cierto –afirma, casi gritando, uno de ellos-. Shúa has de ser, shúa. Ladrón.

- Shúa –repite otro, como un eco-. Shúa has de ser. A robar venías. Si no, ¿por qué te metiste en casa ajena?

- Nunca entré. Sólo me acerqué a la puerta para que me dieran razón de la misa. Pero no había nadie-. Y, con audacia, contraataca:

- A ver, vos –le pregunta a uno de ellos- ¿qué día es hoy?

- Domingo, pes.

- ¿Qué domingo? ¿Domingo de qué?

- Pascua –dicen a coro.

- Ah, bueno –dice, con tranquilidad-. Pues yo venía a celebrar con ustedes.

Hay un silencio entre ellos. Siente que los ha convencido. Intercambian largos parlamentos en quichua. Sólo reconoce, de vez en cuando, la palabra fatal: “Shúa”. Parece una deliberación de los jueces luego del interrogatorio y seguramente pronunciarán la sentencia.

 Shúa –sentencian-. Sois un shúa: a robar venías. 

– El cura –dice, procurando mantener la calma-. Quiero hablar con el cura.

El primer indio suelta una fuerte bofetada en su mano en visera, haciéndola caer de la frente. Percibe en esos rostros, en medio del forcejeo, y más allá de la borrachera general, un enojo y odio ancestrales.

- ¡Traigan gasolina para quemar al shúa! –grita-. Y le sujeta de la camisa con las dos manos. Otros acuden a ayudarlo.

- ¡Gasolina para el shúa! –corean.

La atención general está centrada en el comunero que va por la gasolina. La mosca traza una sombra demasiado larga sobre la arena. Se pregunta si  todo esto es real, si debe acabar su vida quemado vivo en una aldea de los Andes. Que ese hombre no vuelva nunca, o que regrese con las manos vacías diciendo que no hay gasolina, o que súbitamente se haya apiadado de él. Pero regresa a trote con un botellón pesado sobre su hombro, cargándolo como un hato de leña. Le tiemblan las mandíbulas, pierde la noción del lenguaje, como si nunca lo hubiera aprendido. Se ve, entre las oleadas de miedo y gasolina que le recorren el cuerpo, dando codazos a las manos borrachas que le tienen sujeto. Se ve repartiendo patadas a esas piernas tambaleantes. Se escucha gritando ayuda y exasperando más a sus verdugos. Se sacude, patalea, pero las demasiadas manos son como tenazas. Siente en sus labios el penetrante sabor de la gasolina. Un hombre agita la caja para cerciorarse de que hay fósforos. El viento apaga al primero. Encenderán otro. Alguien frota un fósforo contra la raspa y salta de su ropa una llamarada. Se ve dando patadas y empujones a diestra y siniestra hasta romper el cerco que lo rodea. Se ve derribando sombreros en medio de las llamas, del ardor indescriptible, el olor a pelo chamuscado y carne quemada, sus gritos sin sentido y la confusión general, abriéndose paso con violencia y empezando a correr con el júbilo de la liberación. Nadie le daría alcance. A su paso, se alzaría el polvo del camino; correría sin parar cuesta abajo, sin mirar atrás, con la dicha de saberse solo y ya distante, respirando el aire a pulmón lleno, recuperando el aroma de los eucaliptos, viendo los molles mecerse entre las pencas enhiestas, mientras doblan, exultantes, las campanas de la gloria, toca la banda de pueblo, bailan los danzantes, la cohetería rasga el cielo, las llamas consumen el cuerpo en medio de la plaza, y los estallidos de la pólvora celebran la Pascua de la Resurrección.       

EL TREN


EL TREN

 

 

Extraña conjunción de un viaje en tren con un film checo y un niño prisionero del vagón restaurante. Budapest-Bratislava: sólo examinando un mapa de la región podré recordar que Komárom es el pueblo húngaro fronterizo con su gemelo eslovaco Komarno. El paso de un pueblo al otro al caer la noche supuso un cambio de estilo, acaso más imaginario que real, en el sistema ferroviario de ambos países. Entrar a la húmeda y neblinosa Eslovaquia despertó en mí el feliz recuerdo de un film checo, con sus grises estaciones, tercos guardagujas, señales de linterna en la densa niebla y acompasados silbidos del tren. Apoyado en la ventanilla abierta a la tierna noche de otoño, recibía ese aire frío en la cara y escuchaba con emoción el traqueteo de las bielas, el rechinar de fierros en las curvas, y aguardaba en la inminente estación próxima al testarudo guardagujas que nos recibiría con su ya cinematográfica linterna. Nunca, en ningún tren europeo, tanta lealtad a la memoria, a un film. Podía adivinar, en esa oscuridad, los Malé Karpaty a la derecha, los campos cultivados a orillas del Danubio.

Fui a buscar algo de comer. Tambaleándome en los vagones sucesivos, di por fin con el restaurante, en la cola del tren. No había sino dos comensales checos bebiendo cerveza. Era tarde ya, porque la gorda camarera sólo pudo ofrecerme una salchicha, un pan y una cerveza. Vi a un niño sentado a la mesa del fondo, adonde la mujer se había retirado luego de atenderme. Se puso a tejer mientras el pequeño, que no tendría seis años, armaba con visible aburrimiento un modesto rompecabezas cien veces armado y desarmado. Harto de aquel juego, se dirigió a una mesa vecina, tomó tres vasos idénticos y se dio a la tarea imposible de colocar uno dentro de otro como esas cajas chinescas. Algo le decía ocasionalmente la madre en impenetrable checo. Volvía el niño a su rompecabezas. Ponía las piezas al revés, se sentaba en la silla opuesta, contemplaba sin asombro el resultado por enésima vez y regresaba a los vasos idénticos. La noche se rasgó de pronto al paso vertiginoso de un tren que nos cruzaba por la vía paralela. Me quedé mirando aquello con asombro y constaté al mismo tiempo que el niño parecía no haberlo advertido. Le era indiferente. La madre tejía, y el hijo mataba el tiempo, inclinada la cabeza sobre su mano. Era la dueña del restaurante y su hijo vivía con ella en el tren, al menos mientras fuera menor para la escuela.

Porque una vez mayor, mochila al hombro, se dirigía el niño a la escuela entre los sembradíos de coles y remolachas y las industrias vinícolas de la región. Su casa estaba apenas a unos doscientos metros de la vieja escuela de paredes grises que sobrevivieron a la guerra. Era su primer día clase, y la mañana, luminosa y cálida, pese a que ya corría septiembre. Los viejos rieles atravesaban el camino entre su casa y la escuela. Anduvo en equilibrio unos cuantos metros sobre una de las líneas. Abría los brazos como alas de mariposa para no caerse de esa línea bordeada de hierba rala que había crecido entre los rieles. El paso del tren se había clausurado en este villorrio donde las legumbres cosechadas, la cebada y la uva se transportaban en camiones hacia la estación de aquella fábrica distante pero visible, adonde también tenía que trasladarse la gente para tomar el tren o recibir a los pasajeros que llegaban. Anduvo perezosamente otros pasos de regreso por la línea paralela y de repente se fue corriendo hacia la escuela.

En el aula fue descubriendo el carnaval de las letras y los números. Sentado en uno de los últimos pupitres, interrumpió bruscamente su escritura, porque advirtió que sus compañeros la habían interrumpido. Pasmados de repente, las cabezas atentas, pestañeando apenas, se consultaban con las miradas. Se aproximaba un ruido familiar. Familiar, sí, pero los había paralizado. Se oyó el cada vez más cercano silbido del tren, que corría a toda velocidad. Vio que los demás consultaban a la maestra con  miradas tan insistentes que la obligaron a ceder. Se levantaron de sus asientos y dejando sus útiles como estaban salieron en estampida hacia el camino que conducía a la estación. Él se quedó sentado, sin comprender, hasta que la curiosidad y una orden de la maestra lo hicieron salir. Fue con ellos. Todos corrían por donde él había venido dos horas antes. Ni una palabra entre ellos, no se podía perder tiempo. Volaban por los aires los largos y urgentes silbidos del tren, el traqueteo de las bielas, el rechinar de fierros. El niño corrió como sus compañeros para seguirlos, para saber qué, por qué esa incomprensible alegría. Los niños se detuvieron junto a los rieles. Vieron pasar aquel prodigio de hierro a toda velocidad, pitando y traqueteando frente a sus ojos maravillados, y entonces el niño comprendió que ignoraba el paso del tren porque había vivido en sus entrañas, porque cien veces lo había visto cruzarse a toda velocidad con aquel que lo encerraba en su vientre, otras cien lo había visto llegar a las estaciones y partir de nuevo, y que la vida le había privado de ese asombro, ese misterio y esa magia, esa otra vida.

A las nueve de la mañana, en un pueblo vinícola cerca de Brno, una algazara de niños salió a recibir al tren en que yo viajaba.

    

VISITA ÍNTIMA

 
                                                                                                             Para Blanca Casariego  
 
Porque le gustaban los trapos se había conseguido esta chamba en Aca Joe de la Zona Rosa. Trapos, luces, colores y gente de todas partes, sobre todo turistas. Ver gente nueva y distinta le compensaba de la tarea monótona de doblar y desdoblar pantalones, playeras y suéteres que los clientes no siempre compraban. Todo muy acá. Le encantaba conocerlos, atenderlos, tratarlos, aunque no compraran. Y si compraban, mejor, se ganaba un porcentaje. Y porque le gustaba la gente, en ese sábado de multitudes, abordada por una pareja que buscaba pants -aquí tienen estos modelos, y estos colores-, su mirada tropezó con el rostro de esa mujer que acababa de entrar, y en ese rostro se detuvo, en esa mujer a la que parecía haber conocido desde siempre. ¿Les gustan estos pants rojos?, pero ella, distraída ya, tenía su mirada atrapada en el rostro de esa mujer un poco perdida en la tienda y en sí misma.
- Un momento, por favor- dijo a sus clientes, y pidió a su compañera que atendiera a la pareja y le dejara ocuparse de esa mujer.
- ­¿En qué la ayudo, señora?
Todo le había atraído en ella: la dulzura de su rostro maternal y sufriente, la caricia de su mirada, esa expresión tan llena a la vez de valentía y desamparo. Una Dolorosa embellecida por un sufrimiento indecible. ¿A quién estaba inventando la empleadita de tienda con su mirada?
- Dígame qué se le ofrece.
- Calentadores para hombre, por favor. Talla grande-. Su voz acariciaba y persuadía.
- ¿Calentadores? -dijo Mónica, con una sonrisa nerviosa y equívoca.
- Sí, calentadores.
- ¿Qué son calentadores?
- Disculpe, ¿cómo se llama esto aquí?
- Sudaderas, eso, es que vengo de Ecuador y allá se llaman calentadores y yo me llamo Esther, Esther Villacrés.
- Soy Mónica- y le mostró sudaderas rojas.
- No, quiero grises, por favorcito.
- Un color muy triste, ¿no?, ¿por qué no azules?
- No, grises.
- También podrían ser amarillas.
- No, grises -insistió.
- Perdone la curiosidad, ¿por qué grises, señora?
- Es el color del uniforme para mi hijo, que está en la cárcel -le dijo, rota la voz-. Le pusieron en Quito cocaína en la maleta y he venido a defenderlo, a liberarlo.   
Hecha la compra, le pidió a la señora Esther que le aceptara un café en el restaurante de enfrente.
- ¿Me puede esperar veinte minutos?
- Sí, claro –dijo- mientras tanto, miro la tienda y pago.
 
- Lo detuvieron en el aeropuerto, recién llegado a México -sorbió el café americano con el aire de la costumbre y del buen degustador-. Mi hijo es inocente, te garantizo. Lo sé, Mónica, lo he sabido siempre porque yo lo crié, yo lo eduqué. Un mal amigo, estoy segura, le puso esa droga en la maleta, que es poca pero suficiente para que lo acusen. ¿Te imaginas, Mónica, a mi Luisito atentando contra la salud de la gente? Ese no es mi hijo, Mónica. Es inocente y hay que demostrarlo. Ha vivido siempre conmigo, lo conozco, es incapaz de semejante cosa, ahora y siempre. Javier, un buen amigo de allá, me ha dado alojamiento aquí, querida, si no, habría sido imposible quedarme, con lo caros que son los hoteles y largos los procesos.
- ¿En qué la ayudo, Esther?, ¿cuándo visitará a su hijo?
- Voy mañana al reclusorio, hijita, es domingo, hay visita familiar y voy a dejarle su uniforme.
- Si gusta, la acompaño ¿quiere? Mañana es mi día libre.
- Me haces feliz, hijita -le dice- sin comprender del todo el arrebato de esa niña desconocida que se fijó en esta desconocida y extrañamente se cobijó en su manto.
- Mi padre es ferrocarrilero jubilado y mi madre murió a mis cuatro y sólo tengo un recuerdo muy lejano de ella. ¿Te digo algo? Cuando te vi entrar en la tienda sentí que eras mi madre que llegaba a buscarme, por eso me acerqué a ti. ¿No te importa que te diga mamá? -aunque le pareció una ligereza hacerle esta pregunta tan prematuramente-. Y mira lo que son las cosas, aquí vamos juntas a ver a tu hijo en la cárcel. Eres increíble, en este monstruo de ciudad ya te sabes el camino para llegar al reclusorio. Este pesero nos deja enfrente, mamá. Y mira que ya estamos.
Antesalas de antesalas. Todo en la entrada es cavernoso. Exhaustiva y humillante la revisión, todo cuerpo es sospechoso de portar ilícitos, armas o droga. Una misma se siente ilícita, de antemano culpable. Exhibición repetida de pasaporte y credenciales y de firmas y constatación de firmas. Declarar nombres y parentescos: la madre, una amiga. Mónica percibe en Esther una incredulidad dolorosa, como si no acabara de convencerse de lo que está ocurriendo. Y se lo dice. Es irreal, la madre nunca ha pisado una cárcel y ahora en este reclusorio está su hijo, entre rateros, narcos y asesinos. Mónica también se sabe irreal. De pronto se pregunta qué hace allí, en esa mesa, esperando que traigan al hijo desconocido de una madre súbitamente inventada. Mira a su alrededor, muchos rostros ávidos como el suyo esperan en las mesas a que lleguen sus presos.
Al verlo entrar en la sala, ya supo que era él. Llegó con el cansancio de varias noches sin dormir y con ojos sólo para su madre. Ellos se abrazaron estrechamente y él le pidió el uniforme gris y se regresó para cambiarse y entregarle su ropa personal. Volvió enseguida con su hato, algo más dispuesto a conversar y conocer a la extraña.
- Luis, es Mónica; Mónica, Luis-. Y, enseguida, la relación de cómo y dónde se conocieron. Nadie, discretamente, mencionó la orfandad de madre de Mónica; y Luis, conmovido pero extraña y quizá comprensiblemente distante, agradeció a la chica su compañía. Mónica se inhibió de llamarla “mamá” y toda la conversación entre madre e hijo giró en torno de la estrategia de defensa.
- No basta el abogado de oficio -dijo Luis-. Necesitamos a alguien más comprometido. Que Javier, tan bien relacionado, me consiga uno. No va a negarse, ¿no?
Mónica sólo escuchaba y le llamaban la atención el temple y claridad de ideas de Luis. Una extraña fortaleza que parecía llegarle de la madre. No hablaba, casi, de lo que pasó, sino del futuro, de cómo salir de ahí, como en las tan gustadas películas de reos que se la pasan planeando la evasión. Emocionante todo esto. Y ella se sentía involucrada en esta película porque estaba siendo filmada por sus propios ojos, por su imaginación. Pero no dijo nada, porque él tampoco le había dicho nada. Por ahora, todo iba entre él y su madre, sobre personajes que no conocía y fragmentos de esas dos vidas ajenas, a las que iba lentamente, secretamente incorporando a la suya propia. Nerviosa y asustada, escrutaba los rostros patibularios de algunos presos y los de otros que no entendía cómo podían estar ahí: eran rostros casi tiernos y probablemente de asesinos. Estudiaba los de los familiares y su comportamiento. Leía sus posibles parentescos. También esos rostros ingresaban al río de su conciencia. Al final, sin un beso siquiera, se despidieron con cortesía.
El domingo siguiente, Esther llevó a su hijo las noticias que Javier debía transmitirle acerca del recién contratado defensor: nombre, honorarios, día y hora de la primera cita. Luis estaba mucho más comunicativo. Saludó de beso a Mónica y por fin la miró. Le refirió anécdotas de la prisión: el joven que asaltó la taquilla de un cine con una pistola de agua (deberían darle un premio, rió Mónica), las burlas de los internos a la cobija floreada que le trajeron a uno de ellos (“una flor más y es ridículo”). Esther estaba atenta a las miradas que ellos se cruzaban. Sabía que esa chica generosa y cordial, de abundante cabellera negra y cuerpo bien formado y cuidado, de cara pequeña y sensualidad algo vulgar, ya no le era indiferente a su hijo. En la conversación acerca del abogado y de los pendientes con Quito, Luis ya incluía a Mónica, no sólo con la mirada sino con asertos que reclamban su confirmación.
Esther y Mónica se veían a menudo entre semana a la salida de Aca Joe. Bebían café y conversaban sobre sus vidas. El padre de Luis había abandonado a sus dos hijos y a la madre. No habían vuelto a saber de él. Su hija luchaba con cuerpo y alma desde allá para liberar a su hermano. El ferrocarrilero jubilado dedicaba sus largas horas de ocio a ver la tele. Casi siempre, al volver del trabajo, Mónica lo encontraba dormido frente a la telenovela. Se sabía rebasado por sus dos hijas, Mónica y su hermana, un año mayor. Aunque eran bien portadas, ignoraba, por ser varón y viudo, cómo tratarlas, cómo educarlas. Había delegado parte de su educación a su hermana, que no había necesitado hacer mucho para que las dos muchachas crecieran con respeto a las normas elementales de convivencia familiar. Nunca habían dado motivo de queja, en parte, porque la tía era una guía excelente; en parte, porque las dos supieron ocultar a su padre y a su tía todo aquello que pudiera suscitar su disgusto. Esther insistió en que su hijo era incapaz de cometer un delito como el que le imputaban. Es un muchacho sano, deportista, practicante, desde la primaria, del basquetbol. Ella no conocía a todos sus amigos ni tenía por qué conocerlos, pero confiaba en su integridad moral.
- ¿Y si efectivamente cometió un desliz, una aventura inconveniente? -arriesgó Mónica.
- No importa, sigue siendo mi hijo, y mi obligación es ayudarlo a salir, pero también hacerle menos solitaria y dolorosa su estancia en ese lugar. Tiene un gran atractivo para las mujeres.
- ¿Qué quieres decir? -dijo Mónica.
- Eso, que velaré porque no se sienta solo ni sufra los tormentos de un lugar como ése. Hablaré con quien sea, con los abogados, con los jueces, con el presidente, de ser posible. No tengo dinero ni sangre para sobornar a nadie pero sí una lengua para hablar. 
Hablaron entonces de la lejana Quito y de muchas cosas más y Mónica cayó cautivada por el sentido del humor de Esther, a veces sutil, a veces audaz y desparpajado, pero siempre agudo. Comparaban ecuatorianismos con mexicanismos y reían: “Calentadores, mira que calentadores para hombres”. Salían a pasear. La chica le mostraba lo que podía de la ciudad de México. El trato de “mamá” a Esther era cada vez más natural y espontáneo; incluso se había inventado un diminutivo, no “mamá Esther” ni “mamá Esthercita” sino “mamá Tishi”, con una “sh” no sorda sino sonora y contínua que merecería la escritura “zh”, es decir, “mamá Tizhi”.
De manera que el domingo, el trato de “mamá” delante de Luis fue inevitable y él no pudo reprimir un gesto de sorpresa, aunque no de disgusto. Al contrario, le agradaba que su madre no estuviera sola en esta ciudad monstruosa y que, de manera tan inesperada, se hubiera ganado una amiga tan cercana y dispuesta a acompañarla y complacerla. Mónica llevaba puesta un vestido rojo escotado que a la vez revelaba y ocultaba un busto generoso y subrayaba las líneas armoniosas de su cuerpo. Había llamado la atención también de los demás presos y sus visitas. Luis se mostraba ambivalente, a la vez complacido y disgustado. Y Mónica se había dado cuenta de ello. La plática giró en torno del abogado que ya se había reunido con él y le había planteado su estrategia de defensa. Todos concluyeron que se trataba, en principio, de un abogado muy hábil. Caro, pero hábil.
- Ya veremos de dónde sacamos el dinero para pagarle -dijo Esther-, pero lo tendremos, confíen en mí. Por lo pronto, puedo pagar el adelanto que nos ha pedido. Ya después veremos.
Y surgió el tema de las actividades internas de Luis: esa semana ha visto una violenta disputa entre internos y un asesinato. Era vital acumular todos los puntos posibles por buena conducta. Se había iniciado ya como entrenador de basquetbol, ganándose con ello el respeto de los internos. La despedida de Luis fue muy cálida. Y también la respuesta de Mónica. La madre sonreía, complacida.
- Hijita -le dijo Esther en el café-, Javier me ha invitado el próximo domingo a un paseo campestre con sus amigos. Ha sido muy bueno conmigo, no quisiera despreciarle y creo que ya merezco un día de descanso. ¿No te importaría ir sola esta vez?
- Pero Luis puede sentirse decepcionado, molesto o enojado.
- No, sólo ve y acompáñalo –insistió Esther, dueña de la situación.
Ese domingo, el quinto de Luis en prisión, el cuarto de Mónica como visitante, se saludaron con un casi accidental y rápido beso en la boca. A la sorpresa inicial de Luis por la ausencia de su madre, siguió la explicación y una plática larga y desigual acerca de los dos. Se informaron de sus vidas; ella sabía mucho más de él que él de ella. Era una perfecta desconocida.
- Quiero conocerte más -le dijo- y tenemos poco tiempo.
Disfrutaban de saberse solos y poder hablar libremente. Ella acariciaba con su mirada el rostro todavía cansado del hombre que tenía enfrente. Verlo en esa situación despertó en ella todo ese sentimiento de generosidad escondida que sólo pedía a gritos una oportunidad. No era justo que un joven así debiera pasarse meses o años en la cárcel. Si su madre estaba haciendo lo indecible para salvarlo, sabía que también ella podía hacer algo por él, algo más que acompañar a la madre común. Y de eso le hablaba, de cómo esa mujer extraña y extranjera pasó a convertirse en su madre, la madre que había perdido.
- No me agradezcas de nada -le dijo-, ella está haciendo por mí algo que nadie, ni ella misma, puede calibrar y que sólo yo sé.
Entonces la mano de él se posó en la suya sobre la mesa y la acarició. Se levantó y pasó a sentarse en el banco junto a ella y la besó con intensidad creciente. Sin embargo, algo turbados, sin saber bien lo que les pasaba, derivaron la conversación, una vez más, a las penurias y la indescriptible violencia de adentro y las anécdotas divertidas o crueles de los reclusos. Y reían copiosamente. Al despedirse, se miraron como deseando decirse algo que todavía no sabían.
La opinión del abogado pudo haber abatido cualquier ánimo sin la fortaleza de Esther: el proceso iba a durar al menos un año hasta que se dictara la sentencia, y apenas estaba Luis sujeto a la averiguación previa. Esther ha tomado secretamente una determinación y, en el café de siempre, le preguntó a Mónica si alguna vez se había enamorado con locura. Y ella: - Mis amores más fuertes han sido a distancia, por gente lejana, inalcanzable. Lo demás fueron, ya sabes, amoríos de mano sudada y cachondeos en el cine. Todo eso que forma parte del tedio de cada día. Los besos en la esquina y en las sombras para que ni papá ni mi tía se enteren. Y no es que hiciera algo indebido, sino que prefiero que mi vida íntima sea sólo mía.
Y Mónica, a continuación, dio cuenta pormenorizada de su último encuentro con Luis a una madre encantada por el feliz resultado de su plan.
- Me parece, hija, y perdona la intromisión, que si quieren saber lo que ocurre entre ustedes deben buscar una intimidad mayor que la que tienen en el comedor. En otras palabras, si mi hijo llegara a pedírtelo, ¿accederías a hacerle los martes la visita íntima? 
El domingo, Mónica entregó a Luis un sobre con algo de dinero y una larga carta de la madre, en la que se disculpaba una vez más de no ir por sentirse indispuesta. Además de informarle de las novedades de Quito relativas a sus negocios, de la abnegada actividad de la hija en favor de su hermano, de los parientes y amigos que se habían ofrecido a cooperar económicamente con su causa y otros detalles familiares, le confirmaba la sentencia del abogado acerca de la duración del proceso. ¡Un año al menos!, exclamaba la carta, ¡un año! ¿Podrás, le preguntaba, soportar sin mujer todo ese tiempo, tú, que has vivido acostumbrado a su compañía? Mónica te quiere, hijo, acéptala como visita íntima.
Eran las últimas palabras de la carta. Mónica adivinó lo que decía la epístola y miraba a Luis con una interrogación en la que subyacía la entrega. Detrás de la reserva había una sonrisa triunfal. Entonces ocurrieron los besos y las caricias, desenfadados, intensos. No podían más.
- Quiero estar a solas contigo -le dijo Luis-. De inmediato, decidieron firmar, ante las autoridades carcelarias, el compromiso de la visita íntima de los martes.
A pedido de Luis, Mónica se presentó el martes con el vestido rojo escotado, sensual, de aquel domingo. Traía también, en una canasta de paseo campestre, un par de sábanas y una toalla, esa carga prosaica de la que hubiera querido prescindir. Todo esto y su propio cuerpo eran escrupulosamente revisados a la entrada, hasta grados ofensivos, por mujeres policías, unas machorras. La condujeron a lo largo de un corredor oscuro hasta una celda donde, inexplicablemente, Luis no estaba todavía. Una claraboya dejaba pasar abundante luz del sol. Sin embargo, había un foco encendido en la mitad de la pieza. Sólo un camastro y una silla, pero todo aseado y con olor a pino. Las paredes eran de hormigón, duras y lisas, de una solidez repelente. Las tocó con fuerza y sus nudillos se lastimaron. Debería haber un adorno, un cuadro, un florero, algo, pero no había más que un par de clavos para colgar ropa. Se sentó en el duro colchón. Habían intentado en vano limpiar de él las manchas de las visitas anteriores. Las sábanas que traía eran muy grandes para la cama, extendió una de ellas doblada por la mitad, y aun así le quedaba un poco grande. No oía nada afuera. Empezó a impacientarse y asustarse. Trató de abrir la puerta pero la habían encerrado bajo llave. Apenas se había sentado en la cama, cuando la puerta se abrió, y dejaron pasar a Luis, que llegó con una cobija.
- Lo hicieron al revés –dijo-. Normalmente el interno llega primero y espera a su pareja. Pagué de mi bolsillo para que dejaran el cuarto limpio, con olor a pino-. La puerta se cerró y se quedaron solos, en aquella soledad de la celda.
La reserva de Mónica era lo suficientemente fuerte para ocultar a sus amigas de Aca Joe el motivo de la dicha que la embargaba. Quería gritarla, divulgarla en un beso universal, aun en los autobuses que tomaba hacia o desde el reclusorio. Pero contaba con Esther, a quien podía manifestar a gusto sus efusiones. Estaba viviendo un amor como no había soñado jamás, con cuotas tales de sacrificio, de entrega, de emoción, que la hacían tener envidia de sí misma. No solamente amaba, sino que amaba de una manera insólita, audaz, aventurera. Ese sumirse cada martes en los siniestros corredores del reclusorio para encontrar al final la luz del amor sólo la hacían ansiar la llegada del martes siguiente, en que redescubría con Luis eso que nunca había conocido: una forma de la libertad. Era un huésped ocasional de una isla desierta, donde cada cuerpo se apropiaba sin ninguna inhibición del cuerpo del otro. Iba creando con él un círculo mágico más poderoso que el que había construido con Esther. En la desnudez del cuarto, Luis se interesaba siempre en cómo llegaba vestida su amiga. Ella lo complacía, no sólo echando mano de todo su ajuar, sino adquiriendo vestidos nuevos –en lo que Esther ocasionalmente colaboraba- o tomándolos prestados de su hermana, a quien, por cierto, también tuvo que revelar el motivo de sus emociones. La prenda favorita de Luis era una blusa que dejaba a Mónica sus bellos hombros desnudos. Inventaban las situaciones amorosas más insólitas, reproducían las escenas más imaginativas. Cada centímetro cuadrado se convertía en un territorio amoroso inédito. Aquel rayo de sol que se filtraba de lo alto del muro a la celda era la luz de una escenografía teatral -en cuyo centro la pareja representaba el amor ante un público imaginario-, o bien el relámpago de una cámara indiscreta, audaz y pornográfica. Imitaban a otros amantes, sirviéndose, por ejemplo, de la blusa favorita de Luis, para interpretar los amoríos de una gitana -como Carmen o la del Amor Brujo- de cuyas orejas pendían danzarines aros plateados. Simulaban el encierro del domador con la fiera y se intercambiaban los roles. Fingían ser dos bestias salvajes que primero se odiaban a zarpazos y dentelladas y luego se amaban con el delicado roce de los dedos. Jugaban a la prostituta y su cliente. Quiero ser tu puta, pedía, y demostraba siempre un gran talento para el erotismo. Y ser la puta de su amado le concedía a su vida una dimensión que sólo en esas circunstancias podía adquirir. Disponían cada martes de un tiempo contado, de modo que era inútil querer prolongar cada nuevo encuentro. Por esta razón, casi todos los juegos se interrumpían para ser continuados la semana siguiente. Pero al llegar a ella, las condiciones y las circunstancias habían cambiado y había que recomenzarlo todo, partir de cero.
Con el paso del tiempo, Luis se volvía impermeable a las enormes expectativas que el amor suele despertar: mientras ella sólo ansiaba volver cada martes y domingo al reclusorio, él, comprensiblemente, sólo deseaba salir de él, y estaba siempre pendiente de las noticias que tanto el abogado como su madre podían traerle. A la alegría que ella experimentaba de verlo, él no podía sino oponer la creciente tristeza de saber que esos encuentros estaban estrechamente ligados a su penosa condición. Un año o más era demasiado tiempo para unos pocos metros cuadrados. A Luis le devoraba la impaciencia. Sólo ansiaba salir de ahí, y quizá el tiempo iba mermando su imaginación amorosa. Habría querido ver al abogado todos los días, pero su presencia dependía de que hubiera novedades que comunicarle, cosa que sólo ocurría una vez cada dos meses o más. Vivía una contradicción aguda: aunque con Mónica hacía el amor con locura, ella se iba convirtiendo en el símbolo que le hacía deseable el encierro, y eso no podía ser. Si el amor es lo que queda después del orgasmo, lo que a Luis le quedaba era el regreso a una realidad atroz. Desnudos, exhaustos, hermosos y tristes, ella a la cabecera, él a los pies de la cama, se miraban, preguntándose: ¿y ahora qué? Y se quedaban callados, mirando en el otro su propio desamparo. Más de una vez Mónica intentó alegrar las indóciles paredes de la celda con algún adorno; a menudo llevaba flores, gestos que sorprendían mucho a Luis: ¿Quieres hacer de esta celda una casa de campo? Sabía que era una forma de la desesperación. Hablaban, también, y mucho, de los dos, de su historia, de la cárcel, de sus amigos, de cosas baladíes y de asuntos trascendentes, de todo, menos de un futuro común. Inútil pretender que lo hubiera donde faltaban en su pasado y aun en su presente algo que compartir, salvo sus cuerpos que piadosamente se entregaban entre esos muros. La transparencia de la visión desinteresada de Mónica tropezaba, no sólo con un hombre acosado por las rejas de la cárcel y por otros presos, sino por secretos y fantasmas, de los cuales ella ya no podía hacerse cargo. Él hubiera querido que el tiempo volara para salir libre; ella, que se detuviera con su amado entre sus brazos. Pero el tiempo pasaba, implacable. 
Pasaron la exhibición y desahogo de pruebas y demás momentos del proceso. Esther visitó no pocas veces al juez y, con discreción a la vez que eficacia, intercedió ante él por su hijo. Tenía su lenguaje una autenticidad y un poder de persuasión tales que lo volvían irresistible. La defensa del abogado había sido también inteligente. La sentencia fue absolutoria y Luis, finalmente, liberado. Habían transcurrido doce meses y ocho días desde el día en que fue apresado y diez meses de visita íntima.
Luis permaneció libre en México tres días antes de partir de regreso a Quito. No pensaba en otra cosa que en incorporarse a su trabajo, volver a levantar su empresa de exportación de flores encargada a un socio. Cuando Mónica se enteró de que lo habían absuelto, una genuina alegría la invadió, a la vez que una apretada angustia: y ahora ¿qué? Luis permitió –por cortesía, nada más- que Mónica lo acompañara sólo un día de los tres, el primero. Ella ya pertenecía a su pasado, porque su recuerdo estaba inextricablemente unido a una prisión indeseable. Mónica se despidió de Esther con llanto en la cara y el corazón, y las dos prometieron escribirse. En esa despedida, negó a la madre el título que le había inventado y sólo la llamó por su nombre, aunque cariñosamente. Ahora veía todo más claro: había sido utilizada –y le dio a esta palabra toda la connotación comercial que podía poseer-. Sin embargo, no se lamentaba ni se arrepentía: aquí afuera no le había ocurrido nada: los días habían transcurrido grises y monótonos; allá adentro, en cambio, el amor había conformado un extraño intermedio en su vida, eso que duró lo que había durado la prisión de su amante. Había encontrado la libertad en la prisión. Había ardido hasta consumirse entre esas cuatro paredes. Ese humilde rayo de sol que se filtraba a través de la celda había sido inmensamente más precioso que todo el resplandor dorado que ahora bañaba la ciudad. El círculo mágico que había construido con Luis había sido roto, profanado por la voz de un juez. Tuvo desde entonces la certeza de que cualquier situación amorosa tendría a esta historia como referente; todo episodio futuro se derivaría de éste, pero disminuido, porque había alcanzado una suerte de Finisterre, un punto extremo, desde donde, quizá, ya sólo se puede retroceder. Y pensando en ello, dobló con tristeza el último pantalón del día y lo acomodó lentamente sobre el estante.    

 

PENITENCIA


 
Conocí en una de las cárceles de Toledo a un antropófago del siglo XVI. Nadie sabe su nombre de pila, aunque lo llaman Juan de Cardenia por haber sido vasallo del convento carmelita de ese nombre. Ponía, al hablar, su enorme lengua entre los dientes, y era por eso muy difícil entenderle. Había cumplido apenas diez años en prisión cuando supe la razón de su condena: al llegar un verano, el campo de remolachas empezó a secarse y él, a padecer necesidad. A tanto llegó que, muerto de hambre, mató a tres frailes y se los comió, uno por uno, deleitosamente. Al fin del verano, y cuando las remolachas volvieron a brotar, le hicieron advertir el mal que había hecho, y como buscara el perdón de su pecado, se comió otros tres, pero con repugnancia. 

MOZART, K. 1-5


    A Erika Kubacseck
 
 
Usted, señor Salme, nos ha pedido que contemos la historia de nuestro primer amor. Muchos ni saben todavía lo que es eso. Yo no estoy seguro de saberlo, tampoco, pero he de decir que me gustan los fantasmas, y porque me gustan los veo. No quiero decir que mi primera novia fuera un fantasma, pero por el temor que infundía sobre mi timidez y por el modo como se esfumó, claro, era un fantasma.
Se llamaba Alicia Rosero o Romero o algo así. Ahorita es su nombre lo primero que me viene a la memoria porque entonces, hace tantísimo tiempo, hace tres años, no me importaba siquiera que lo tuviese o no. Ahora quisiera olvidarlo pero no se deja.
A falta de Kindergarten –que apenas ahora ha llegado a la ciudad, como llegan los circos- había una escuela de monjas que hacía sus veces. Allí asistíamos niños y niñas por igual, y la entrada era a horario de monjas, es decir, de gallos. Había que levantarse antes de que cantaran para llegar a tiempo. Y yo era muy dormilón y distraído. Todavía lo soy, pero ya me siento incapaz de hacer lo que entonces hacía en esa escuela. Y tampoco permitiría que me castiguen como entonces hacían las madres de la caridad.
El primer día allí estuve aturdido, soñoliento y sólo pendiente de si las monjas eran lindas o no. Buscaba una monja que se pareciera a mi mamá. Imposible: no había monjas tan lindas. Y cuando me daban las espaldas, me quedaba embobado, atento a esas tocas inmensas y blancas que aleteaban al caminar y que parecían estar a punto de levantarlas por los aires y hacerlas volar sobre el patio, sobre la ciudad entera, como una bandada de palomas. ¿Se imagina usted una bandada de monjas volando? Yo, sí. Sólo al volverme me di cuenta de que en el patio era yo el objeto de las miradas de cuatro niñas que se reían de mis pies. Cuando me los miré ya no quise levantar la cabeza de la pura vergüenza. Me había calzado un zapato negro y otro café. Era como haber ido desnudo a la escuela. Sin embargo, odié más que a mi propio descuido, a las cuatro niñas que se reían de mí.
Hubo una sola en el grupo que no se rió. No pareció reprocharme mi descuido, ni sentir conmiseración; tampoco le daba igual, indiferente a mí. Más bien pareció solidarizarse conmigo con una preciosa cara que no puedo describir. Sentí que en ese momento de infortunio ella estaba de mi parte. Estaba conmigo, pero sin mi vergüenza, cosa que me ayudó a aceptar mi humillación como una victoria. De este modo, lo que faltaba de la mañana para irme a mi casa se me hizo soportable, aunque ya no jugué más con nadie ni fui capaz de acercarme a ella porque preferí contemplarlo todo. No sólo entonces, sino durante muchos y largos días tuve la sensación de estar en deuda con ella y de no saber cómo pagársela.
Al día siguiente del episodio de los zapatos, la vi muy temprano con su nana, encaminándose a la escuela. Su sola mirada jugosa, su boca grande y rosada, su actitud de la víspera conmigo, bastaron para hacerme enrojecer. Y, como ocurre con las carambolas del billar, mi timidez dio con la vergüenza, y ésta con la vergüenza de mi propia timidez. Quería ocultarme, desaparecer. Había contraído una enorme deuda con ella y no sabía aún cómo pagársela. Como he visto hacer a los deudores, traté de esconderme o de huir, esconderme de ella y de mí mismo detrás de un seto, detrás de un árbol o salir corriendo en la dirección más imprevisible, y si no lo hice fue sólo por miedo a pasar una nueva vergüenza. Imagínese lo ridículo que ella me habría visto emprendiendo de pronto una loca carrera. Lo que hice fue ir a mi paso, más lento y desganado que el suyo. Lo más terrible era que ella me gustaba, no mucho, sino muchísimo, demasiado. Me inquietaba su lunar junto a la boca. Cuando la vi desde atrás, cuando vi su cabellera color miel chorreando sobre sus espaldas y cuando pensé en lo que había sido capaz la víspera de hacer por mí, me convencí de que estaba enamorado. Hace tres años ni conocía esa palabra.
Como anduve a mi paso lerdo para contemplar su cabellera, me fui demorando en mis cavilaciones. Ya era demasiado tarde cuando me di cuenta de que ella había sido la última en entrar a tiempo a la escuela. Corrí, y en mi carrera de última hora atropellé a la nana, que ya se retiraba. Me demoré más todavía en disculparme. Cuando entré a la escuela era definitivamente tarde, y así di comienzo a la costumbre de ser exhibido delante de los otros niños, al pie de la tarima del enorme escritorio, durante el primer cuarto de hora de actividades en el salón. Ponerlo en evidencia ante los demás era el peor castigo que podía dársele a alguien tímido como yo. No podía el castigo de las monjas ser más cruel. Yo pretendía lo contrario: pasar inadvertido; hacerme humo; mirar, no ser mirado. Pero las monjas se ensañaron conmigo. Pretextos no faltaban: llegar tarde a la escuela era la falta más grave y también la más frecuente. Y luego esa maldita costumbre de confundir los pares. En otra ocasión llegué a la escuela con un calcetín azul y otro café. Las monjas me dijeron que lo hacía adrede, para llamar la atención. Yo, que tenía el trágame tierra en la boca y que sólo quería ver monjas volando sobre la ciudad. ¿No será que las monjas adivinan los pensamientos y por eso te castigan?
Sólo una vez quise de veras llamar la atención, pero sólo de ella. Se trataba de un torneo de cintas en el patio. Las monjas se divertían con nuestros juegos. Cabalgando sobre un palo con freno y todo, debíamos los niños atravesar con un delgado carrizo una de las tantas argollas que colgaban de una larga cuerda horizontal sobre nuestras cabezas y llevarnos la cinta que luego la niña, con su nombre bordado en ella, colocaría en banda sobre el pecho del vencedor. Sobra decir que yo aspiraba a llevarme la cinta de ella, pero cuando supe que todos querían la suya todo me fue muy mal. No sé si fueron mis nervios –aunque no recuerdo haber estado especialmente nervioso en este trance- o la terca mala suerte los que entonces me ganaron. El caso es que no acerté una, por más que en las últimas pruebas casi me detenía bajo la cuerda para introducir el canuto en la argolla. Las niñas veían el espectáculo sentadas en un estrado y daban aliento a sus héroes y aplaudían cuando alguno de nosotros arrancaba una cinta. Cuanto más fallaba yo, más rabia y envidia me provocaba Reinaldo, el niño-estrella, quien le arrancó a la cuerda como cuatro o cinco cintas. Además, gustaba a las niñas. Era el más alto y guapo de la clase, y todas las hazañas y todos los honores y premios eran para él. Su estatura le confería el privilegio de lucir mayor que los demás, de parecer más hombre. La cinta blanca que se llevó en esa mañana de sol era de mi novia secreta. No quise ver su nombre, no quise, y decidí esperar otra oportunidad para conocerlo. Cuando se la cruzó sobre el pecho noté que ya me ignoraba por completo. Pude confirmarlo cuando por primera vez llegué tarde adrede para que me castigaran junto a la tarima, desde donde pude ver que a mi novia yo no le importaba, y se ocupaba de otros asuntos, menos de mirarme. Le importaba Reinaldo. Reinaldo por aquí, Reinaldo por allá.
Me dediqué los días subsiguientes a explorar los distintos lugares de la escuela. El patio y el salón de clases me eran más que familiares. La capilla también. Pero no la escalera que conducía a su torre. En un recreo, aprovechando que la habían abierto para hacer limpieza, me colé allí, a escondidas de la barrendera y subí las escaleras hasta el coro, primero, y luego hasta la torre. Desde ahí miré los tejados de mi ciudad y me senté a reflexionar. Si no hacía algo pronto perdería a mi novia. Es más, ni siquiera le daría la oportunidad de enterarse de nada y mi secreto moriría conmigo, y las cosas que mueren se descomponen, se pudren. Vi en esa mañana una luna redonda y grande, hacia el oriente y, aunque usted no me crea, estuve a punto de aullarle o ladrarle, como he visto hacer a los perros. Y lo habría hecho, de no ser por una música que venía de no sé dónde, acaso de una sala desconocida que daba al patio. Era una música que no se parecía a nada de cuanto había escuchado hasta entonces. Cómo decirlo: era una música seria pero de juguete, o una música de juguete pero seria. Era una música con precisión de relojería, y pensé por eso que provenía de una de esas cajitas de música con bailarinas de juguete. Bajé corriendo las escaleras y entré al salón de actos de la escuela, que por primera vez visitaba. Allí, en la media luz, un señor joven tocaba un piano, que desde arriba me había parecido una caja de música. Pero qué otra cosa es, al fin y al cabo, el piano sino una caja de música. Tardé en acostumbrarme a la poca luz del salón. Allí había un escenario vacío donde me pareció que esa música podía bailarse. Y me atrevo a decirlo porque esa música que quiero contar no la puedo contar sino bailándola, ni siquiera tarareándola o silbándola. El pianista, al advertirme, sonrió y siguió tocando. Me acerqué y vi que estaba leyendo la música que tocaba (cosa que me pareció desde entonces incomprensible y maravillosa). Vi en el papel cinco líneas horizontales con muchas cintas con argollas colgadas de ellas o muchos pajaritos cantores trepados ahí como en los alambres de luz. Primero sonaba, muy punteada y graciosa, la parte derecha del piano. Luego de una repetición, sonaba más la parte izquierda y entonces el sonido era grave y solemne (¿así se dice?), pero sin nunca perder la gracia. Yo me esforzaba por leer lo escrito allí y el señor, adivinando que yo no podría hacerlo, interrumpió para mostrarme con el dedo: Mozart, K. 1-5. Son cinco minuetos, me dijo, las primeras obras escritas por un niño austríaco llamado Mozart hace doscientos años. La sorprendente información del maestro de música coincidió con mi darme cuenta de que si nadie más había en el salón, era porque ya todos estaban en el aula de clase. Pero ni el nuevo castigo pudo quitarme la sensación de felicidad que me había embargado entre la torre y el salón de actos. Yo seguía oyendo esa música y tarareándola mentalmente
Todo pareció mejorar cuando una monja apareció en la clase con el maestro de música y nos explicó que para el cumpleaños de la superiora bailaríamos cinco minuetos en el salón de actos con vestidos de época y que debíamos empezar a ensayar. La monja castigadora me escogió de mala gana para el baile y sólo al último, porque no había remedio: una de las niñas estaba sin pareja y yo era el último varón.
Ún, dos, tres, ún, dos, tres, con acento en la u, así empezaron los ensayos en el escenario. Ella era la más bonita de todas y quedó claro para todos que era yo, pese a mi timidez, quien mejor bailaba. Tengo gratitud con mi madre por haberme enseñado. Por eso me escogieron para mi novia secreta. Ún, dos, tres, yún, dos tres, ún, y le decía en susurro que esa música la había compuesto un niño austríaco de seis años en el siglo XVIII. Yún, dos, tres, ún, dos, tres, y tú como lo sabes, ún, dos, tres, ún, el maestro es mi amigo y me lo dijo, ún, dos, tres, ún, y este baile se llama minueto, yún, dos, tres, ún, y esta música se puede leer, yún, dos, tres, y para leerla hay que estudiar, yún, dos, tres, ún, la venia, yún, dos tres, la mano izquierda atrás, yún dos, Alicia no pierdas el paso, alto, va de nuevo, Alicia no te distraigas.
Me las fui arreglando para que ella se acostumbrara a oírme en los ensayos sin perder el paso. No perdía la oportunidad de decirle alguna cosa para luego esconderme en el movimiento del baile, como la abeja que luego de picar da media vuelta y se oculta en su propio vuelo.
Hasta que llegó la hora del sastre.
Y bueno, con el sastre llegaron el saco negro con botones dorados; la cascada de holanes sobre el pecho; la camisa invisible bajo el saco y las mangas blancas rematadas por vuelos en las muñecas; el pantalón oscuro ajustado al cuerpo y sólo hasta las rodillas; las medias blancas, apretadas; los zapatos negros con hebillas doradas; los guantes blancos; la peluca hecha con fibra de cabuya emblanquecida con harina y un lazo negro en la cola, detrás de mi nuca; el polvorete en la cara; la pintura en los labios y hasta un lunar de mentiras sobre el pómulo izquierdo. Ignoraba lo que habrían hecho de mi novia, pero yo no me veía tan mal en el espejo. Hasta me brillaban intensamente los ojos por el contraste con la palidez de la cara. Mamá estaba encantada conmigo. Te ves aristocrático, me decía, pareces un guapísimo noble de la corte de María Antonieta. Yo le contesté con una de esas elegantes reverencias que me habían enseñado, cosa que desató un torrente de exclamaciones y de besos.
El gran día llegó. No el de la superiora sino el mío. Desde las cortinas de la derecha pude ver a mi mamá entre el público y al maestro de música sentándose al piano. Al otro lado del escenario, frente a mí, estaba Alicia, la primera en la fila, esperando, como yo, la entrada a la escena. La vi lindísima en su largo vestido color de luna, abierto como una campana, con sus collares sobre el pecho, su cabello rubio peinado en bucles y una especie de pluma sobre la cabeza. Estaba tan bonita que estuve a punto de no salir a la escena, traicionado de nuevo por la timidez y los nervios. Miré de nuevo al pianista. Me sonrió y levantó el pulgar derecho. Entonces, con esa música ya por dentro, di el primer paso hacia ella y ella el suyo hacia mí, y ún, dos, tres, con mi mano izquierda a la espalda y la derecha extendida hacia ella; nos tocamos, y sostuve con firmeza la suya, delicada y perfumada. Hicimos la venia y luego media vuelta y como todo iba saliendo bien nos olvidamos de los demás niños sin quitarles su espacio. Al acercarme le dije casi al oído que no pensara que yo había ido a la escuela con un zapato negro y otro café, sino con una tecla negra y otra blanca. Se rió muy coqueta y me apretó ligeramente la mano y un, dos, tres, sin nunca perder el paso. Qué a gusto me sentía en el baile y en el disfraz, dueño de la escena, con pasos que se parecían al caminar, con venias, vueltas, orgulloso de mí y de mi pareja. Al cuarto minué, después de incómodos saltitos en el tercero, volvimos a la elegancia de los dos primeros y, en cuanto tuve a Alicia cerca de mi cara le dije sin temblor en la voz que me gustaba, que la quería y que estaba enamorado de ella. Ella hizo una reverencia.
Sí, señor Salme, en ese baile tuve la luna en mis manos, al menos por un ratito. En ese baile viví toda una vida que no he logrado repetir ni creo repetiré. Para ello necesitaría la misma música, el mismo escenario, el mismo baile, los mismos castigos, la misma niña. Necesitaría, sobre todo, comprender lo que después pasó.
Al otro día llegué temprano a la escuela, temprano como nunca. Mis dos zapatos eran negros, mis dos calcetines azules, todo en regla.
No había luna esa mañana y el sol apenas calentaba. Cuando Alicia atravesó la puerta hacia el patio, pasó de largo junto a la columna a la que yo me apoyaba, me dijo hola casi con indiferencia, y se dirigió hacia Reinaldo, que la estaba esperando al fondo del patio. Allí se pusieron a bromear y a reírse, echando de vez en cuando una mirada hacia donde yo estaba. Corrí de inmediato al salón de actos y como lo vi cerrado, dejé resbalar mi espalda a lo largo de la pared hasta quedarme sentado en el suelo junto a la puerta. Créame, señor Salme: no corrí por cobarde, sino porque me interesaba más pensar. Me puse a marcar con los dedos el 3 por 4 de la música sobre mi maletín de cuero, preguntándome qué había sido eso que ahora llaman amor. ¿Algo breve y valiente y bello que ocurre en un baile de máscaras o algo feo y capaz de dejarnos con el corazón estafado? Al fin llegó la barrendera y, mientras los demás niños entraban al aula, yo me colé con ella al salón. Me dijo que ya no llorara, que no había castigo que no sirviese para algo bueno. Abrí el piano y, sin poder hacer otra cosa, me puse a sumir las teclas buscando inútilmente la música que ya tenía para siempre en la cabeza pero que el piano se negaba a reproducir.