Para
Blanca Casariego
Porque le gustaban
los trapos se había conseguido esta chamba en Aca Joe de la
Zona Rosa. Trapos, luces, colores y gente de todas partes,
sobre todo turistas. Ver gente nueva y distinta le compensaba de la tarea
monótona de doblar y desdoblar pantalones, playeras y suéteres que los clientes
no siempre compraban. Todo muy acá. Le encantaba conocerlos, atenderlos,
tratarlos, aunque no compraran. Y si compraban, mejor, se ganaba un porcentaje.
Y porque le gustaba la gente, en ese sábado de multitudes, abordada por una
pareja que buscaba pants -aquí tienen
estos modelos, y estos colores-, su mirada tropezó con el rostro de esa mujer
que acababa de entrar, y en ese rostro se detuvo, en esa mujer a la que parecía
haber conocido desde siempre. ¿Les gustan estos pants rojos?, pero ella, distraída ya, tenía su mirada atrapada en
el rostro de esa mujer un poco perdida en la tienda y en sí misma.
- Un momento, por
favor- dijo a sus clientes, y pidió a su compañera que atendiera a la pareja y
le dejara ocuparse de esa mujer.
- ¿En qué la
ayudo, señora?
Todo le había
atraído en ella: la dulzura de su rostro maternal y sufriente, la caricia de su
mirada, esa expresión tan llena a la vez de valentía y desamparo. Una Dolorosa
embellecida por un sufrimiento indecible. ¿A quién estaba inventando la
empleadita de tienda con su mirada?
- Dígame qué se le
ofrece.
- Calentadores para
hombre, por favor. Talla grande-. Su voz acariciaba y persuadía.
- ¿Calentadores? -dijo
Mónica, con una sonrisa nerviosa y equívoca.
- Sí, calentadores.
- ¿Qué son
calentadores?
- Disculpe, ¿cómo
se llama esto aquí?
- Sudaderas, eso,
es que vengo de Ecuador y allá se llaman calentadores y yo me llamo Esther,
Esther Villacrés.
- Soy Mónica- y le
mostró sudaderas rojas.
- No, quiero
grises, por favorcito.
- Un color muy
triste, ¿no?, ¿por qué no azules?
- No, grises.
- También podrían
ser amarillas.
- No, grises -insistió.
- Perdone la
curiosidad, ¿por qué grises, señora?
- Es el color del
uniforme para mi hijo, que está en la cárcel -le dijo, rota la voz-. Le
pusieron en Quito cocaína en la maleta y he venido a defenderlo, a
liberarlo.
Hecha la compra, le
pidió a la señora Esther que le aceptara un café en el restaurante de enfrente.
- ¿Me puede esperar
veinte minutos?
- Sí, claro –dijo-
mientras tanto, miro la tienda y pago.
- Lo detuvieron en
el aeropuerto, recién llegado a México -sorbió el café americano con el aire de
la costumbre y del buen degustador-. Mi hijo es inocente, te garantizo. Lo sé,
Mónica, lo he sabido siempre porque yo lo crié, yo lo eduqué. Un mal amigo,
estoy segura, le puso esa droga en la maleta, que es poca pero suficiente para
que lo acusen. ¿Te imaginas, Mónica, a mi Luisito atentando contra la salud de
la gente? Ese no es mi hijo, Mónica. Es inocente y hay que demostrarlo. Ha
vivido siempre conmigo, lo conozco, es incapaz de semejante cosa, ahora y
siempre. Javier, un buen amigo de allá, me ha dado alojamiento aquí, querida,
si no, habría sido imposible quedarme, con lo caros que son los hoteles y
largos los procesos.
- ¿En qué la ayudo,
Esther?, ¿cuándo visitará a su hijo?
- Voy mañana al
reclusorio, hijita, es domingo, hay visita familiar y voy a dejarle su
uniforme.
- Si gusta, la
acompaño ¿quiere? Mañana es mi día libre.
- Me haces feliz,
hijita -le dice- sin comprender del todo el arrebato de esa niña desconocida
que se fijó en esta desconocida y extrañamente se cobijó en su manto.
- Mi padre es
ferrocarrilero jubilado y mi madre murió a mis cuatro y sólo tengo un recuerdo
muy lejano de ella. ¿Te digo algo? Cuando te vi entrar en la tienda sentí que
eras mi madre que llegaba a buscarme, por eso me acerqué a ti. ¿No te importa
que te diga mamá? -aunque le pareció una ligereza hacerle esta pregunta tan
prematuramente-. Y mira lo que son las cosas, aquí vamos juntas a ver a tu hijo
en la cárcel. Eres increíble, en este monstruo de ciudad ya te sabes el camino
para llegar al reclusorio. Este pesero nos deja enfrente, mamá. Y mira que ya
estamos.
Antesalas de antesalas.
Todo en la entrada es cavernoso. Exhaustiva y humillante la revisión, todo
cuerpo es sospechoso de portar ilícitos, armas o droga. Una misma se siente
ilícita, de antemano culpable. Exhibición repetida de pasaporte y credenciales
y de firmas y constatación de firmas. Declarar nombres y parentescos: la madre,
una amiga. Mónica percibe en Esther una incredulidad dolorosa, como si no
acabara de convencerse de lo que está ocurriendo. Y se lo dice. Es irreal, la
madre nunca ha pisado una cárcel y ahora en este reclusorio está su hijo, entre
rateros, narcos y asesinos. Mónica también se sabe irreal. De pronto se
pregunta qué hace allí, en esa mesa, esperando que traigan al hijo desconocido
de una madre súbitamente inventada. Mira a su alrededor, muchos rostros ávidos
como el suyo esperan en las mesas a que lleguen sus presos.
Al verlo entrar en
la sala, ya supo que era él. Llegó con el cansancio de varias noches sin dormir
y con ojos sólo para su madre. Ellos se abrazaron estrechamente y él le pidió
el uniforme gris y se regresó para cambiarse y entregarle su ropa personal.
Volvió enseguida con su hato, algo más dispuesto a conversar y conocer a la
extraña.
- Luis, es Mónica;
Mónica, Luis-. Y, enseguida, la relación de cómo y dónde se conocieron. Nadie,
discretamente, mencionó la orfandad de madre de Mónica; y Luis, conmovido pero
extraña y quizá comprensiblemente distante, agradeció a la chica su compañía.
Mónica se inhibió de llamarla “mamá” y toda la conversación entre madre e hijo
giró en torno de la estrategia de defensa.
- No basta el
abogado de oficio -dijo Luis-. Necesitamos a alguien más comprometido. Que
Javier, tan bien relacionado, me consiga uno. No va a negarse, ¿no?
Mónica sólo
escuchaba y le llamaban la atención el temple y claridad de ideas de Luis. Una
extraña fortaleza que parecía llegarle de la madre. No hablaba, casi, de lo que
pasó, sino del futuro, de cómo salir de ahí, como en las tan gustadas películas
de reos que se la pasan planeando la evasión. Emocionante todo esto. Y ella se
sentía involucrada en esta película porque estaba siendo filmada por sus
propios ojos, por su imaginación. Pero no dijo nada, porque él tampoco le había
dicho nada. Por ahora, todo iba entre él y su madre, sobre personajes que no
conocía y fragmentos de esas dos vidas ajenas, a las que iba lentamente,
secretamente incorporando a la suya propia. Nerviosa y asustada, escrutaba los
rostros patibularios de algunos presos y los de otros que no entendía cómo
podían estar ahí: eran rostros casi tiernos y probablemente de asesinos.
Estudiaba los de los familiares y su comportamiento. Leía sus posibles
parentescos. También esos rostros ingresaban al río de su conciencia. Al final,
sin un beso siquiera, se despidieron con cortesía.
El domingo siguiente,
Esther llevó a su hijo las noticias que Javier debía transmitirle acerca del
recién contratado defensor: nombre, honorarios, día y hora de la primera cita.
Luis estaba mucho más comunicativo. Saludó de beso a Mónica y por fin la miró.
Le refirió anécdotas de la prisión: el joven que asaltó la taquilla de un cine
con una pistola de agua (deberían darle un premio, rió Mónica), las burlas de
los internos a la cobija floreada que le trajeron a uno de ellos (“una flor más
y es ridículo”). Esther estaba atenta a las miradas que ellos se cruzaban.
Sabía que esa chica generosa y cordial, de abundante cabellera negra y cuerpo
bien formado y cuidado, de cara pequeña y sensualidad algo vulgar, ya no le era
indiferente a su hijo. En la conversación acerca del abogado y de los pendientes
con Quito, Luis ya incluía a Mónica, no sólo con la mirada sino con asertos que
reclamban su confirmación.
Esther y Mónica se
veían a menudo entre semana a la salida de Aca
Joe. Bebían café y conversaban sobre sus vidas. El padre de Luis había
abandonado a sus dos hijos y a la madre. No habían vuelto a saber de él. Su
hija luchaba con cuerpo y alma desde allá para liberar a su hermano. El
ferrocarrilero jubilado dedicaba sus largas horas de ocio a ver la tele. Casi
siempre, al volver del trabajo, Mónica lo encontraba dormido frente a la
telenovela. Se sabía rebasado por sus dos hijas, Mónica y su hermana, un año
mayor. Aunque eran bien portadas, ignoraba, por ser varón y viudo, cómo
tratarlas, cómo educarlas. Había delegado parte de su educación a su hermana,
que no había necesitado hacer mucho para que las dos muchachas crecieran con
respeto a las normas elementales de convivencia familiar. Nunca habían dado
motivo de queja, en parte, porque la tía era una guía excelente; en parte, porque
las dos supieron ocultar a su padre y a su tía todo aquello que pudiera suscitar
su disgusto. Esther insistió en que su hijo era incapaz de cometer un delito
como el que le imputaban. Es un muchacho sano, deportista, practicante, desde
la primaria, del basquetbol. Ella no conocía a todos sus amigos ni tenía por
qué conocerlos, pero confiaba en su integridad moral.
- ¿Y si
efectivamente cometió un desliz, una aventura inconveniente? -arriesgó Mónica.
- No importa, sigue
siendo mi hijo, y mi obligación es ayudarlo a salir, pero también hacerle menos
solitaria y dolorosa su estancia en ese lugar. Tiene un gran atractivo para las
mujeres.
- ¿Qué quieres
decir? -dijo Mónica.
- Eso, que velaré
porque no se sienta solo ni sufra los tormentos de un lugar como ése. Hablaré
con quien sea, con los abogados, con los jueces, con el presidente, de ser
posible. No tengo dinero ni sangre para sobornar a nadie pero sí una lengua
para hablar.
Hablaron entonces de
la lejana Quito y de muchas cosas más y Mónica cayó cautivada por el sentido
del humor de Esther, a veces sutil, a veces audaz y desparpajado, pero siempre
agudo. Comparaban ecuatorianismos con mexicanismos y reían: “Calentadores, mira
que calentadores para hombres”. Salían a pasear. La chica le mostraba lo que
podía de la ciudad de México. El trato de “mamá” a Esther era cada vez más
natural y espontáneo; incluso se había inventado un diminutivo, no “mamá
Esther” ni “mamá Esthercita” sino “mamá Tishi”, con una “sh” no sorda sino
sonora y contínua que merecería la escritura “zh”, es decir, “mamá Tizhi”.
De manera que el
domingo, el trato de “mamá” delante de Luis fue inevitable y él no pudo
reprimir un gesto de sorpresa, aunque no de disgusto. Al contrario, le agradaba
que su madre no estuviera sola en esta ciudad monstruosa y que, de manera tan
inesperada, se hubiera ganado una amiga tan cercana y dispuesta a acompañarla y
complacerla. Mónica llevaba puesta un vestido rojo escotado que a la vez revelaba
y ocultaba un busto generoso y subrayaba las líneas armoniosas de su cuerpo. Había
llamado la atención también de los demás presos y sus visitas. Luis se mostraba
ambivalente, a la vez complacido y disgustado. Y Mónica se había dado cuenta de
ello. La plática giró en torno del abogado que ya se había reunido con él y le
había planteado su estrategia de defensa. Todos concluyeron que se trataba, en
principio, de un abogado muy hábil. Caro, pero hábil.
- Ya veremos de
dónde sacamos el dinero para pagarle -dijo Esther-, pero lo tendremos, confíen
en mí. Por lo pronto, puedo pagar el adelanto que nos ha pedido. Ya después
veremos.
Y surgió el tema de
las actividades internas de Luis: esa semana ha visto una violenta disputa entre
internos y un asesinato. Era vital acumular todos los puntos posibles por buena
conducta. Se había iniciado ya como entrenador de basquetbol, ganándose con
ello el respeto de los internos. La despedida de Luis fue muy cálida. Y también
la respuesta de Mónica. La madre sonreía, complacida.
- Hijita -le dijo
Esther en el café-, Javier me ha invitado el próximo domingo a un paseo
campestre con sus amigos. Ha sido muy bueno conmigo, no quisiera despreciarle y
creo que ya merezco un día de descanso. ¿No te importaría ir sola esta vez?
- Pero Luis puede
sentirse decepcionado, molesto o enojado.
- No, sólo ve y
acompáñalo –insistió Esther, dueña de la situación.
Ese domingo, el
quinto de Luis en prisión, el cuarto de Mónica como visitante, se saludaron con
un casi accidental y rápido beso en la boca. A la sorpresa inicial de Luis por
la ausencia de su madre, siguió la explicación y una plática larga y desigual
acerca de los dos. Se informaron de sus vidas; ella sabía mucho más de él que
él de ella. Era una perfecta desconocida.
- Quiero conocerte
más -le dijo- y tenemos poco tiempo.
Disfrutaban de
saberse solos y poder hablar libremente. Ella acariciaba con su mirada el
rostro todavía cansado del hombre que tenía enfrente. Verlo en esa situación
despertó en ella todo ese sentimiento de generosidad escondida que sólo pedía a
gritos una oportunidad. No era justo que un joven así debiera pasarse meses o
años en la cárcel. Si su madre estaba haciendo lo indecible para salvarlo,
sabía que también ella podía hacer algo por él, algo más que acompañar a la
madre común. Y de eso le hablaba, de cómo esa mujer extraña y extranjera pasó a
convertirse en su madre, la madre que había perdido.
- No me agradezcas
de nada -le dijo-, ella está haciendo por mí algo que nadie, ni ella misma,
puede calibrar y que sólo yo sé.
Entonces la mano de
él se posó en la suya sobre la mesa y la acarició. Se levantó y pasó a sentarse
en el banco junto a ella y la besó con intensidad creciente. Sin embargo, algo
turbados, sin saber bien lo que les pasaba, derivaron la conversación, una vez
más, a las penurias y la indescriptible violencia de adentro y las anécdotas divertidas
o crueles de los reclusos. Y reían copiosamente. Al despedirse, se miraron como
deseando decirse algo que todavía no sabían.
La opinión del
abogado pudo haber abatido cualquier ánimo sin la fortaleza de Esther: el
proceso iba a durar al menos un año hasta que se dictara la sentencia, y apenas
estaba Luis sujeto a la averiguación previa. Esther ha tomado secretamente una
determinación y, en el café de siempre, le preguntó a Mónica si alguna vez se
había enamorado con locura. Y ella: - Mis amores más fuertes han sido a
distancia, por gente lejana, inalcanzable. Lo demás fueron, ya sabes, amoríos
de mano sudada y cachondeos en el cine. Todo eso que forma parte del tedio de
cada día. Los besos en la esquina y en las sombras para que ni papá ni mi tía
se enteren. Y no es que hiciera algo indebido, sino que prefiero que mi vida
íntima sea sólo mía.
Y Mónica, a
continuación, dio cuenta pormenorizada de su último encuentro con Luis a una
madre encantada por el feliz resultado de su plan.
- Me parece, hija,
y perdona la intromisión, que si quieren saber lo que ocurre entre ustedes
deben buscar una intimidad mayor que la que tienen en el comedor. En otras
palabras, si mi hijo llegara a pedírtelo, ¿accederías a hacerle los martes la
visita íntima?
El domingo, Mónica
entregó a Luis un sobre con algo de dinero y una larga carta de la madre, en la
que se disculpaba una vez más de no ir por sentirse indispuesta. Además de
informarle de las novedades de Quito relativas a sus negocios, de la abnegada
actividad de la hija en favor de su hermano, de los parientes y amigos que se
habían ofrecido a cooperar económicamente con su causa y otros detalles
familiares, le confirmaba la sentencia del abogado acerca de la duración del
proceso. ¡Un año al menos!, exclamaba la carta, ¡un año! ¿Podrás, le preguntaba,
soportar sin mujer todo ese tiempo, tú, que has vivido acostumbrado a su
compañía? Mónica te quiere, hijo, acéptala como visita íntima.
Eran las últimas
palabras de la carta. Mónica adivinó lo que decía la epístola y miraba a Luis
con una interrogación en la que subyacía la entrega. Detrás de la reserva había
una sonrisa triunfal. Entonces ocurrieron los besos y las caricias,
desenfadados, intensos. No podían más.
- Quiero estar a solas
contigo -le dijo Luis-. De inmediato, decidieron firmar, ante las autoridades
carcelarias, el compromiso de la visita íntima de los martes.
A pedido de Luis,
Mónica se presentó el martes con el vestido rojo escotado, sensual, de aquel
domingo. Traía también, en una canasta de paseo campestre, un par de sábanas y
una toalla, esa carga prosaica de la que hubiera querido prescindir. Todo esto
y su propio cuerpo eran escrupulosamente revisados a la entrada, hasta grados
ofensivos, por mujeres policías, unas machorras. La condujeron a lo largo de un
corredor oscuro hasta una celda donde, inexplicablemente, Luis no estaba
todavía. Una claraboya dejaba pasar abundante luz del sol. Sin embargo, había
un foco encendido en la mitad de la pieza. Sólo un camastro y una silla, pero
todo aseado y con olor a pino. Las paredes eran de hormigón, duras y lisas, de
una solidez repelente. Las tocó con fuerza y sus nudillos se lastimaron.
Debería haber un adorno, un cuadro, un florero, algo, pero no había más que un
par de clavos para colgar ropa. Se sentó en el duro colchón. Habían intentado
en vano limpiar de él las manchas de las visitas anteriores. Las sábanas que
traía eran muy grandes para la cama, extendió una de ellas doblada por la
mitad, y aun así le quedaba un poco grande. No oía nada afuera. Empezó a impacientarse
y asustarse. Trató de abrir la puerta pero la habían encerrado bajo llave.
Apenas se había sentado en la cama, cuando la puerta se abrió, y dejaron pasar
a Luis, que llegó con una cobija.
- Lo hicieron al revés
–dijo-. Normalmente el interno llega primero y espera a su pareja. Pagué de mi
bolsillo para que dejaran el cuarto limpio, con olor a pino-. La puerta se
cerró y se quedaron solos, en aquella soledad de la celda.
La reserva de
Mónica era lo suficientemente fuerte para ocultar a sus amigas de Aca Joe el motivo de la dicha que la
embargaba. Quería gritarla, divulgarla en un beso universal, aun en los
autobuses que tomaba hacia o desde el reclusorio. Pero contaba con Esther, a
quien podía manifestar a gusto sus efusiones. Estaba viviendo un amor como no
había soñado jamás, con cuotas tales de sacrificio, de entrega, de emoción, que
la hacían tener envidia de sí misma. No solamente amaba, sino que amaba de una
manera insólita, audaz, aventurera. Ese sumirse cada martes en los siniestros
corredores del reclusorio para encontrar al final la luz del amor sólo la hacían
ansiar la llegada del martes siguiente, en que redescubría con Luis eso que
nunca había conocido: una forma de la libertad. Era un huésped ocasional de una
isla desierta, donde cada cuerpo se apropiaba sin ninguna inhibición del cuerpo
del otro. Iba creando con él un círculo mágico más poderoso que el que había
construido con Esther. En la desnudez del cuarto, Luis se interesaba siempre en
cómo llegaba vestida su amiga. Ella lo complacía, no sólo echando mano de todo
su ajuar, sino adquiriendo vestidos nuevos –en lo que Esther ocasionalmente
colaboraba- o tomándolos prestados de su hermana, a quien, por cierto, también
tuvo que revelar el motivo de sus emociones. La prenda favorita de Luis era una
blusa que dejaba a Mónica sus bellos hombros desnudos. Inventaban las
situaciones amorosas más insólitas, reproducían las escenas más imaginativas.
Cada centímetro cuadrado se convertía en un territorio amoroso inédito. Aquel
rayo de sol que se filtraba de lo alto del muro a la celda era la luz de una
escenografía teatral -en cuyo centro la pareja representaba el amor ante un
público imaginario-, o bien el relámpago de una cámara indiscreta, audaz y pornográfica.
Imitaban a otros amantes, sirviéndose, por ejemplo, de la blusa favorita de
Luis, para interpretar los amoríos de una gitana -como Carmen o la del Amor
Brujo- de cuyas orejas pendían danzarines aros plateados. Simulaban el encierro
del domador con la fiera y se intercambiaban los roles. Fingían ser dos bestias
salvajes que primero se odiaban a zarpazos y dentelladas y luego se amaban con
el delicado roce de los dedos. Jugaban a la prostituta y su cliente. Quiero ser
tu puta, pedía, y demostraba siempre un gran talento para el erotismo. Y ser la
puta de su amado le concedía a su vida una dimensión que sólo en esas
circunstancias podía adquirir. Disponían cada martes de un tiempo contado, de
modo que era inútil querer prolongar cada nuevo encuentro. Por esta razón, casi
todos los juegos se interrumpían para ser continuados la semana siguiente. Pero
al llegar a ella, las condiciones y las circunstancias habían cambiado y había
que recomenzarlo todo, partir de cero.
Con el paso del
tiempo, Luis se volvía impermeable a las enormes expectativas que el amor suele
despertar: mientras ella sólo ansiaba volver cada martes y domingo al
reclusorio, él, comprensiblemente, sólo deseaba salir de él, y estaba siempre
pendiente de las noticias que tanto el abogado como su madre podían traerle. A
la alegría que ella experimentaba de verlo, él no podía sino oponer la
creciente tristeza de saber que esos encuentros estaban estrechamente ligados a
su penosa condición. Un año o más era demasiado tiempo para unos pocos metros
cuadrados. A Luis le devoraba la impaciencia. Sólo ansiaba salir de ahí, y
quizá el tiempo iba mermando su imaginación amorosa. Habría querido ver al
abogado todos los días, pero su presencia dependía de que hubiera novedades que
comunicarle, cosa que sólo ocurría una vez cada dos meses o más. Vivía una
contradicción aguda: aunque con Mónica hacía el amor con locura, ella se iba
convirtiendo en el símbolo que le hacía deseable el encierro, y eso no podía
ser. Si el amor es lo que queda después del orgasmo, lo que a Luis le quedaba
era el regreso a una realidad atroz. Desnudos, exhaustos, hermosos y tristes, ella
a la cabecera, él a los pies de la cama, se miraban, preguntándose: ¿y ahora
qué? Y se quedaban callados, mirando en el otro su propio desamparo. Más de una
vez Mónica intentó alegrar las indóciles paredes de la celda con algún adorno;
a menudo llevaba flores, gestos que sorprendían mucho a Luis: ¿Quieres hacer de
esta celda una casa de campo? Sabía que era una forma de la desesperación. Hablaban,
también, y mucho, de los dos, de su historia, de la cárcel, de sus amigos, de
cosas baladíes y de asuntos trascendentes, de todo, menos de un futuro común.
Inútil pretender que lo hubiera donde faltaban en su pasado y aun en su
presente algo que compartir, salvo sus cuerpos que piadosamente se entregaban
entre esos muros. La transparencia de la visión desinteresada de Mónica
tropezaba, no sólo con un hombre acosado por las rejas de la cárcel y por otros
presos, sino por secretos y fantasmas, de los cuales ella ya no podía hacerse
cargo. Él hubiera querido que el tiempo volara para salir libre; ella, que se
detuviera con su amado entre sus brazos. Pero el tiempo pasaba,
implacable.
Pasaron la
exhibición y desahogo de pruebas y demás momentos del proceso. Esther visitó no
pocas veces al juez y, con discreción a la vez que eficacia, intercedió ante él
por su hijo. Tenía su lenguaje una autenticidad y un poder de persuasión tales
que lo volvían irresistible. La defensa del abogado había sido también inteligente.
La sentencia fue absolutoria y Luis, finalmente, liberado. Habían transcurrido
doce meses y ocho días desde el día en que fue apresado y diez meses de visita
íntima.
Luis permaneció
libre en México tres días antes de partir de regreso a Quito. No pensaba en
otra cosa que en incorporarse a su trabajo, volver a levantar su empresa de
exportación de flores encargada a un socio. Cuando Mónica se enteró de que lo
habían absuelto, una genuina alegría la invadió, a la vez que una apretada
angustia: y ahora ¿qué? Luis permitió –por cortesía, nada más- que Mónica lo
acompañara sólo un día de los tres, el primero. Ella ya pertenecía a su pasado,
porque su recuerdo estaba inextricablemente unido a una prisión indeseable.
Mónica se despidió de Esther con llanto en la cara y el corazón, y las dos
prometieron escribirse. En esa despedida, negó a la madre el título que le
había inventado y sólo la llamó por su nombre, aunque cariñosamente. Ahora veía
todo más claro: había sido utilizada –y le dio a esta palabra toda la
connotación comercial que podía poseer-. Sin embargo, no se lamentaba ni se
arrepentía: aquí afuera no le había ocurrido nada: los días habían transcurrido
grises y monótonos; allá adentro, en cambio, el amor había conformado un
extraño intermedio en su vida, eso que duró lo que había durado la prisión de
su amante. Había encontrado la libertad en la prisión. Había ardido hasta
consumirse entre esas cuatro paredes. Ese humilde rayo de sol que se filtraba a
través de la celda había sido inmensamente más precioso que todo el resplandor
dorado que ahora bañaba la ciudad. El círculo mágico que había construido con
Luis había sido roto, profanado por la voz de un juez. Tuvo desde entonces la
certeza de que cualquier situación amorosa tendría a esta historia como
referente; todo episodio futuro se derivaría de éste, pero disminuido, porque
había alcanzado una suerte de Finisterre, un punto extremo, desde donde, quizá,
ya sólo se puede retroceder. Y pensando en ello, dobló con tristeza el último
pantalón del día y lo acomodó lentamente sobre el estante.