LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


LAS CAMPANAS DE LA GLORIA


Al mediodía echa a andar cuesta arriba hacia la iglesia que corona la aldea. Las campanas no han doblado en toda la mañana ni sonado la música de banda, ni silbado los buscapiés, ni estallado los cohetes con toda esa celebración de la pólvora. Reina en los alrededores un silencio y una paz dominical que ignoran la Pascua de Resurrección. Averiguará si ha habido fiesta y de qué manera los comuneros la han celebrado. Y si no, ¿qué ha ocurrido? ¿Habrán ido, en domingo, al escarbe de papas o a celebrar el día glorioso en otra parte? El sol cae a plomo sobre el camino polvoriento. Los molles y eucaliptos se mecen apenas y las pencas levantan sus agujas al aire. Los campos, a ambos lados, están cultivados. Blanca la iglesia, blancas las casas, refulgen al fondo del camino, bajo ese cielo irreprochable. Ya no puede volver: su alejamiento de la casa ha tomado la forma de un placentero paseo matutino que sólo terminará allá arriba, en el poblado silencioso. La cuesta se empina y la vegetación se enrarece. El camino desemboca en esa plaza soleada y vacía. No hay señales de fiesta. Las puertas de la iglesia están cerradas bajo una llave tan grande, que serían necesarias las dos manos para hacerla girar. Se sienta en la escalinata a esperar que alguien venga a recibirle. Pero el pueblo parece abandonado. Se seca el sudor de la cara con su pañuelo. Se dirige, en busca de un informante, hacia el sendero de su izquierda. Camina hasta detenerse en una choza en la que humean las brasas de un fuego reciente. Ve dos ollas de barro, un saco de papas, copos de lana. “Buenos días”, saluda. Nadie contesta. “Buenos días”, insiste. Sigue caminando hasta la choza siguiente, en cuyo fondo oscuro percibe un ronquido. “Buenos días”, repite. ¿Hay alguien aquí?” Ve dos cuyes deslizándose por la habitación en sombras. Ya no insiste y regresa al pie de la iglesia, donde nuevamente se sienta a descansar. Una mosca zumba a su oído y resuena en toda la plaza.

De pronto, como salido de la nada, aparece al fondo de la plaza un indio que, tambaleándose, se aproxima hacia él. Pese al calor, viste un poncho rojo y un sombrero grisáceo de alas anchas. Le inquieta que nadie responda al saludo y que de pronto asome este aparecido dispuesto, quizá, a interrogarle.

- ¿Qué querís? –le llegan vaharadas de aguardiente.

Se siente invasor, no sólo intruso. 

- Buenos días –le dice-. Vengo a ver si hay misa en iglesia.

Con aliento alcohólico, el indio se tambalea frente a él.

Su pregunta aguardentosa, casi inaudible, debe haber resonado como un llamado de cuerno, porque brotan de la tierra más y más indios, hasta conformar un grupo de diez o quince, todos borrachos. Entonces empieza a presentir algo ominoso en el aire. 

- ¿Qué querís aquí? 

No es tanto la insistencia de su pregunta lo que le perturba, sino que los papeles se hayan invertido, que el interrogado haya pasado a ser él. Intenta recuperar su sitio:

- Les he dicho. He venido por la misa, pero la puerta está cerrada. ¿No va a haber misa? 

- ¿A qué venís aquí? –pregunta otro, ignorando sus palabras. Entonces piensa que están esperando una respuesta que él no puede dar. El sol le encandila los ojos y tiene que hacerles sombra con la mano en visera.

- ¿No ha venido taita cura para misa? Hoy es domingo de fiesta y no han tocado las campanas ni han subido los cohetes.

- ¿Qué querís aquí? –dice un tercero, con rabia en la voz. Y luego los demás:

- ¿Quién sois vos?

- ¿De dónde venís?

- ¿Qué querís aquí?

- A robar venís.

El grupo va formando un semicírculo a su rededor. Debe mantener la calma y un sentido común que la situación niega.

– Vengo de hacienda de abajo. Don Hernán es mi primo y llegué a pasar unos días con él.

- ¿Don Hernán? No cierto –afirma, casi gritando, uno de ellos-. Shúa has de ser, shúa. Ladrón.

- Shúa –repite otro, como un eco-. Shúa has de ser. A robar venías. Si no, ¿por qué te metiste en casa ajena?

- Nunca entré. Sólo me acerqué a la puerta para que me dieran razón de la misa. Pero no había nadie-. Y, con audacia, contraataca:

- A ver, vos –le pregunta a uno de ellos- ¿qué día es hoy?

- Domingo, pes.

- ¿Qué domingo? ¿Domingo de qué?

- Pascua –dicen a coro.

- Ah, bueno –dice, con tranquilidad-. Pues yo venía a celebrar con ustedes.

Hay un silencio entre ellos. Siente que los ha convencido. Intercambian largos parlamentos en quichua. Sólo reconoce, de vez en cuando, la palabra fatal: “Shúa”. Parece una deliberación de los jueces luego del interrogatorio y seguramente pronunciarán la sentencia.

 Shúa –sentencian-. Sois un shúa: a robar venías. 

– El cura –dice, procurando mantener la calma-. Quiero hablar con el cura.

El primer indio suelta una fuerte bofetada en su mano en visera, haciéndola caer de la frente. Percibe en esos rostros, en medio del forcejeo, y más allá de la borrachera general, un enojo y odio ancestrales.

- ¡Traigan gasolina para quemar al shúa! –grita-. Y le sujeta de la camisa con las dos manos. Otros acuden a ayudarlo.

- ¡Gasolina para el shúa! –corean.

La atención general está centrada en el comunero que va por la gasolina. La mosca traza una sombra demasiado larga sobre la arena. Se pregunta si  todo esto es real, si debe acabar su vida quemado vivo en una aldea de los Andes. Que ese hombre no vuelva nunca, o que regrese con las manos vacías diciendo que no hay gasolina, o que súbitamente se haya apiadado de él. Pero regresa a trote con un botellón pesado sobre su hombro, cargándolo como un hato de leña. Le tiemblan las mandíbulas, pierde la noción del lenguaje, como si nunca lo hubiera aprendido. Se ve, entre las oleadas de miedo y gasolina que le recorren el cuerpo, dando codazos a las manos borrachas que le tienen sujeto. Se ve repartiendo patadas a esas piernas tambaleantes. Se escucha gritando ayuda y exasperando más a sus verdugos. Se sacude, patalea, pero las demasiadas manos son como tenazas. Siente en sus labios el penetrante sabor de la gasolina. Un hombre agita la caja para cerciorarse de que hay fósforos. El viento apaga al primero. Encenderán otro. Alguien frota un fósforo contra la raspa y salta de su ropa una llamarada. Se ve dando patadas y empujones a diestra y siniestra hasta romper el cerco que lo rodea. Se ve derribando sombreros en medio de las llamas, del ardor indescriptible, el olor a pelo chamuscado y carne quemada, sus gritos sin sentido y la confusión general, abriéndose paso con violencia y empezando a correr con el júbilo de la liberación. Nadie le daría alcance. A su paso, se alzaría el polvo del camino; correría sin parar cuesta abajo, sin mirar atrás, con la dicha de saberse solo y ya distante, respirando el aire a pulmón lleno, recuperando el aroma de los eucaliptos, viendo los molles mecerse entre las pencas enhiestas, mientras doblan, exultantes, las campanas de la gloria, toca la banda de pueblo, bailan los danzantes, la cohetería rasga el cielo, las llamas consumen el cuerpo en medio de la plaza, y los estallidos de la pólvora celebran la Pascua de la Resurrección.       

EL TREN


EL TREN

 

 

Extraña conjunción de un viaje en tren con un film checo y un niño prisionero del vagón restaurante. Budapest-Bratislava: sólo examinando un mapa de la región podré recordar que Komárom es el pueblo húngaro fronterizo con su gemelo eslovaco Komarno. El paso de un pueblo al otro al caer la noche supuso un cambio de estilo, acaso más imaginario que real, en el sistema ferroviario de ambos países. Entrar a la húmeda y neblinosa Eslovaquia despertó en mí el feliz recuerdo de un film checo, con sus grises estaciones, tercos guardagujas, señales de linterna en la densa niebla y acompasados silbidos del tren. Apoyado en la ventanilla abierta a la tierna noche de otoño, recibía ese aire frío en la cara y escuchaba con emoción el traqueteo de las bielas, el rechinar de fierros en las curvas, y aguardaba en la inminente estación próxima al testarudo guardagujas que nos recibiría con su ya cinematográfica linterna. Nunca, en ningún tren europeo, tanta lealtad a la memoria, a un film. Podía adivinar, en esa oscuridad, los Malé Karpaty a la derecha, los campos cultivados a orillas del Danubio.

Fui a buscar algo de comer. Tambaleándome en los vagones sucesivos, di por fin con el restaurante, en la cola del tren. No había sino dos comensales checos bebiendo cerveza. Era tarde ya, porque la gorda camarera sólo pudo ofrecerme una salchicha, un pan y una cerveza. Vi a un niño sentado a la mesa del fondo, adonde la mujer se había retirado luego de atenderme. Se puso a tejer mientras el pequeño, que no tendría seis años, armaba con visible aburrimiento un modesto rompecabezas cien veces armado y desarmado. Harto de aquel juego, se dirigió a una mesa vecina, tomó tres vasos idénticos y se dio a la tarea imposible de colocar uno dentro de otro como esas cajas chinescas. Algo le decía ocasionalmente la madre en impenetrable checo. Volvía el niño a su rompecabezas. Ponía las piezas al revés, se sentaba en la silla opuesta, contemplaba sin asombro el resultado por enésima vez y regresaba a los vasos idénticos. La noche se rasgó de pronto al paso vertiginoso de un tren que nos cruzaba por la vía paralela. Me quedé mirando aquello con asombro y constaté al mismo tiempo que el niño parecía no haberlo advertido. Le era indiferente. La madre tejía, y el hijo mataba el tiempo, inclinada la cabeza sobre su mano. Era la dueña del restaurante y su hijo vivía con ella en el tren, al menos mientras fuera menor para la escuela.

Porque una vez mayor, mochila al hombro, se dirigía el niño a la escuela entre los sembradíos de coles y remolachas y las industrias vinícolas de la región. Su casa estaba apenas a unos doscientos metros de la vieja escuela de paredes grises que sobrevivieron a la guerra. Era su primer día clase, y la mañana, luminosa y cálida, pese a que ya corría septiembre. Los viejos rieles atravesaban el camino entre su casa y la escuela. Anduvo en equilibrio unos cuantos metros sobre una de las líneas. Abría los brazos como alas de mariposa para no caerse de esa línea bordeada de hierba rala que había crecido entre los rieles. El paso del tren se había clausurado en este villorrio donde las legumbres cosechadas, la cebada y la uva se transportaban en camiones hacia la estación de aquella fábrica distante pero visible, adonde también tenía que trasladarse la gente para tomar el tren o recibir a los pasajeros que llegaban. Anduvo perezosamente otros pasos de regreso por la línea paralela y de repente se fue corriendo hacia la escuela.

En el aula fue descubriendo el carnaval de las letras y los números. Sentado en uno de los últimos pupitres, interrumpió bruscamente su escritura, porque advirtió que sus compañeros la habían interrumpido. Pasmados de repente, las cabezas atentas, pestañeando apenas, se consultaban con las miradas. Se aproximaba un ruido familiar. Familiar, sí, pero los había paralizado. Se oyó el cada vez más cercano silbido del tren, que corría a toda velocidad. Vio que los demás consultaban a la maestra con  miradas tan insistentes que la obligaron a ceder. Se levantaron de sus asientos y dejando sus útiles como estaban salieron en estampida hacia el camino que conducía a la estación. Él se quedó sentado, sin comprender, hasta que la curiosidad y una orden de la maestra lo hicieron salir. Fue con ellos. Todos corrían por donde él había venido dos horas antes. Ni una palabra entre ellos, no se podía perder tiempo. Volaban por los aires los largos y urgentes silbidos del tren, el traqueteo de las bielas, el rechinar de fierros. El niño corrió como sus compañeros para seguirlos, para saber qué, por qué esa incomprensible alegría. Los niños se detuvieron junto a los rieles. Vieron pasar aquel prodigio de hierro a toda velocidad, pitando y traqueteando frente a sus ojos maravillados, y entonces el niño comprendió que ignoraba el paso del tren porque había vivido en sus entrañas, porque cien veces lo había visto cruzarse a toda velocidad con aquel que lo encerraba en su vientre, otras cien lo había visto llegar a las estaciones y partir de nuevo, y que la vida le había privado de ese asombro, ese misterio y esa magia, esa otra vida.

A las nueve de la mañana, en un pueblo vinícola cerca de Brno, una algazara de niños salió a recibir al tren en que yo viajaba.

    

EDUARDO LIZALDE: DE BABEL AL BESTIARIO


VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE


EDUARDO LIZALDE: DE BABEL AL BESTIARIO


 


La poesía de Eduardo Lizalde (México, 1929) se resiste, como toda obra tardía, a una indiscutible ubicación cronológica. El poeta es algo posterior a Manuel Durán (1925), Jaime Sabines (1925), Rosario Castellanos (1925) y Tomás Segovia (1927) y algo anterior a Thelma Nava (1931), Marco Antonio Montes de Oca (1931), Juan Bañuelos (1932) y Gabriel Zaid (1934).  Para 1966, año en que se publica Poesía en movimiento -la antología preparada por Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis-, todos los poetas contemporáneos a Lizalde habían publicado ya poemas que les darían cierta notoriedad. En 1956, año fecundo en publicaciones de poesía y prosa mexicana, Lizalde propone su libro La mala hora, cuya publicación él será el primero en deplorar. Justo el año 66, después de aventurarse, con poemas no tan desechables como el poeta cree, por el “poeticismo” -movimiento inventado por él y Enrique González Rojo, al que se adhirieron Marco Antonio Montes de Oca, Rosa María Phillips, Arturo González Cossío y David Orozco, y que fue, según él mismo, “una mediocridad poética y un desatino teórico”- publica Cada cosa es Babel, el libro fundacional de una carrera literaria que se mantendrá en movimiento hasta comienzos del siglo XXI. En 1966 el poeta tenía ya treinta y siete años. Si su primer libro importante coincidió con la aparición de la antología poética mexicana más prestigiosa de la segunda mitad del siglo XX, se explica entonces por qué Lizalde fue excluído de esa selección que difundió internacionalmente la poesía mexicana contemporánea.


Sin embargo, para quienes conocimos la poesía lizaldeana en los años setenta y ochenta, se volvió emblemática de un modo desilusionado de ver el mundo. Leerla nos hizo madurar: despejó de falsas ilusiones nuestras mentes cándidas; borró espejismos, rompió telarañas. Esos poemas parecían decir todo acerca del desamor y el desengaño. Estaban llenos de garras y desgarramientos. Los memorizábamos y los hacíamos circular por donde podíamos: México, España, Ecuador.


La poesía de Lizalde –sobre todo la de El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979) y Tabernarios y eróticos (1989)- es de una intimidad estrujante. Su mundo es estrecho pero profundo. Como en los cuadros de Francis Bacon, con cuya violencia y austeridad asociábamos su parte medular, no hay en el fondo más que tres elementos que se metamorfosean y se combinan: un hombre, un tigre (una uña, una garra, un colmillo, un cuchillo) y una mujer. Es un mundo sin paisaje, un coto cerrado pero abierto a la pesadilla, donde lo único que importa es la relación del hombre consigo mismo, con el tigre y con la mujer. El hombre y su pesadilla, el hombre y su desamor, el hombre y su soledad.


La obra poética de Lizalde puede dividirse en cuatro grandes períodos que responden no sólo a una cronología sino también a una evolución temática: a) el de la tentativa por él llamada “poeticismo”, del que dan testimonio La mala hora (1956) y desiguales poemas publicados en plaquettes entre 1949 y 1962 y recogidos en breve muestra en Nueva memoria del tigre (1993); b) el de la reflexión poética sobre el vínculo entre el nombre y la cosa, desarrollado en Cada cosa es Babel (1966); b) el de los bestiarios, que incluye la metáfora del tigre con sus múltiples variaciones, y los temas de la soledad y la pérdida del amor, en El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979) y Tabernarios y eróticos (1989); c) el tema de la ciudad de México -reflexión poética sobre la urbe- que consta sobre todo en su Tercera Tenochtitlán (1999); y d) el del descubrimiento poético de la flora: Rosas (1994) y Manual de flora fantástica (1997). 


Cada cosa es Babel es un desafío del poeta a la casi innominable cosa para nombrarla, un duelo a muerte. El poema es el escenario de una confrontación mortal y mortífera  -como en el circo romano, donde el gladiador lucha con la fiera- entre el nombre y la cosa. Empieza el libro conminando el poeta a las cosas a obedecerlo y, en primer lugar, a la cosa dura por excelencia: la roca. La conmina a decir su nombre. La cosa no puede nombrarse a sí misma, y el poeta sí puede nombrarla:


 


Y le digo a la roca:


            muy bien, roca, ablándate,


            despierta, desperézate,


            pasa el puente del reino,


            sé tú misma, sé mía,


            dime tu pétreo nombre


            de roca apasionada.


(Lizalde, p. 83)


             


No sólo se trata de la “roca” en sí: no sólo roca, sino lasca, rompiente, turbonada, albatros, gamo, estruendo, maremoto. No sólo la cosa en sí sino la cosa en acción y movimiento; no sólo la cosa sino las chispas que saltan de resultas de la acción de la cosa en el mundo.


La gran pregunta, en consecuencia, es la siguiente: ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?:


           


            Cosa, cómo te llamas.


            Si el nombre humea por tu cuerpo


            como la trepadora escrita... 


 (p. 84)


 


La relación entre las palabras y las cosas, tal es el problema. Lizalde vuelve a plantearse, no como reflexión filosófica sino como reflexión poética, el viejo problema suscrito por Platón en el Cratilo, desarrollado a lo largo de la historia de la filosofía por Aristóteles, Hobbes, Locke, Stuart Mill, Taine, Husserl, Frege, Wittgenstein y Foucault, y expuesto (y simplificado) por Borges en los siguientes términos:


           


Si (como el griego afirma en el Cratilo)


el nombre es arquetipo de la cosa,


            en las letras de rosa está la rosa


            y todo el Nilo en la palabra Nilo.[1]


 


Los problemas que Lizalde se plantea coinciden de algún modo con los experimentos narrativos del nouveau roman francés (Robbe-Grillet, Sarraute, Butor), grupo que había centrado su discurso en las cosas en vez de en los hombres; y con los problemas planteados por los ensayistas y filósofos estructuralistas acerca del vínculo entre los nombres y las cosas (Foucault, Barthes). Sin embargo, hay diferencias radicales de temperatura y temperamento, sobre todo con los primeros: el nouveau roman busca sin drama alguno la aniquilación del hombre en la narración y su sustitución por la cosa; en Lizalde, en cambio, la presencia de un yo lírico dramático y desgarrado es más que evidente. La coincidencia reside exclusivamente en la común preocupación por la cosa y su nombre.


En esta pugna entre nombre y cosa se impone una suerte de nominalismo –pues, como los estructuralistas, niega los universales- que podría formularse de esta otra manera: la palabra no es consustancial a la cosa y es independiente de ella :


           


            Cosa nombrada, ya existías


            antes de llamarte incluso


            con la palabra cosa.


 (p. 85)


           


Si la palabra no es consustancial a la cosa, ninguna de las dos debería sufrir la sujeción de la otra. No hay nada en la cosa que obligue a llamarla de una manera u otra. Los dos términos no se obligan mutuamente. Son independientes: lo uno existe en el reino del lenguaje; lo otro, en el reino de las cosas. Nada debería unirlas forzosamente sino el acto arbitrario, convencional, de nombramiento y, en el caso de la palabra poética, el acto denotativo de la conciencia vigilante -y también libre- del poeta. Sin embargo, este acto denotativo es en Lizalde un acto de violencia, como el del cazador que persigue y atrapa a su presa. Hay en estos poemas acerca de un problema filosófico y lingüístico una pasión, una vitalidad, una carnalidad y una violencia ajenas al tema, y la incipiente manifestación de algo que dominará toda la poesía ulterior de Lizalde: la presencia simbólica de la bestia en el poema con sus paradigmas violentos: tigre, zarpas, colmillos, sangre, crimen, cacería, devoración, etc., presencia que acabará por conformar un singular bestiario. No hay poema en Cada cosa es Babel que no aluda al animal o, de plano, lo nombre. Pero no se trata de un bestiario a secas, sino de la presencia de la bestia en lucha con su cazador y su cárcel, el lenguaje:


           


            Las cosas se distinguen de las cosas aullando,


            piden su nombre a gritos,


            reclaman su poeta.


            Tienen sus cuatro patas


            bien puestas en la tierra, las cosas:


            mesas, garzas o serpientes,


            y dan su flor cuando alguien


            las reconoce en el coto cerrado y expansivo


            del lenguaje...  


 (p. 99)


 


Si las cosas aúllan como lobos y tienen cuatro patas, si pueden ser garzas o serpientes y habitan un coto cerrado, el del lenguaje, son entonces para el hombre como bestias susceptibles de amaestrar. De amaestrar, o sea de nombrar y, en esa medida, de ser dominadas por el amo que las nombra, el hombre. Como la cosa es inerte y el hombre activo en su acción de nominar y por ello mismo de dominar, la relación entre la palabra y la cosa es para Lizalde, en fin de cuentas, una relación violenta, de sujeción y poder. Es el uso de la metáfora poética lo que anima a la inerte cosa. Conviene recordar la frase de P. Lamy: “Las metáforas hacen sensibles todas las cosas”[2].


En el poema "Nombra el poeta" hay una prefiguración de lo que será toda su obra poética ulterior:


           


            He aquí la cosa para nombrar, poeta:


            nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,


            del cuadro que en el terremoto


            altera el ojo y el pincel,


            del crimen y el asado de ternera.  


 (p.88)


 


Este poema afronta el tema teórico, abstracto, de la denotación; sin embargo, lo hace a través de una imaginería carnal de verdugos y víctimas, de lastimadores y lastimados, de sujetos activos y punzantes que infligen heridas sobre objetos pasivos o vulnerables. Es un mundo de amenazas, de garras, espadas y cuchillos a punto de caer y herir; de pugna de poderes desiguales donde el menos fuerte cae:


           


            Para nombrar un ciervo


            hay que tener mejores músculos que el ciervo  


(p. 88)


 


El principio darwiniano de la selección natural parece regir este acto de nominación y esta poética. El mundo del lenguaje y de su apoteosis –la poesía- es el escenario de una lucha sin compasión por la preminencia del más fuerte. Y el más fuerte es el que posee el lenguaje para nombrar –el victimario- a la cosa nombrada –su víctima-. Quien nombra posee a la cosa nombrada, tal parece ser la tesis de Lizalde. Nombro, luego poseo lo que nombro. De ahí su violencia. El solo nombre de las cosas deja marca en ellas, las hiere “como un zarzal de letras” y da testimonio de la presencia del hombre en la tierra en tanto que nominador y homo venator, es decir, cazador.


Como la poesía de Lizalde no se escribe desde arriba, desde la filosofía o desde una metafísica de las formas, sino que el movimiento del concepto poético empieza desde abajo, partiendo de los hechos de la experiencia y, concretamente, de la experiencia del amor, la tensión de esta poesía evoluciona desde la búsqueda del nombre hacia una pulsión ostensiblemente erótica, ya evidente en El tigre en la casa.


La de Lizalde es una poesía exasperada, erizada por la tensión, la pasión y un dolor a veces enmascarado por la ironía. El poema no es un jardín de flores:


           


            Este jardín de púas. El poema. 


(p. 104)


 


Poesía erizada por la conciencia de ser dueña de un instrumento (el lenguaje) que hiere y desgarra. Dice:


           


            Erizo es el poema,


            castaña en bolsa de fauces. 


(p. 105)


 


El tigre en la casa (1970) es, desde el título, una pesadilla con una visión resplandeciente y terrible: el de la fiera en la casa. Aloja algunos de los más intensos y acabados poemas de Lizalde, aquellos que hacen de él uno de los mayores poetas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Se purifica de esa retórica y de ese carácter declamatorio que acaso manchaban a Cada cosa es Babel y se abre a una poesía más depurada y austera, epigramática en su brevedad, conceptista, clásica, pero no de un clasicismo apolíneo sino dionisíaco. La violencia epigramática de Catulo y Marcial se da la mano con la insolencia de un Villon, con la plasticidad de las pesadillas de Poe o Kafka y con la despiadada lucidez especulativa de Sade. En esta poesía imaginativa y vehemente hay ángeles leprosos, tarántulas que muerden a otros seres porque no pueden morderse a sí mismas, tigres que desgarran por dentro a quien los mira, piojos incrustados en las vetas de un puro rayo de sol, perras que corrompen la tierra, zorras enfermas, falenas que caen muertas al suelo, cobras que hacen flotar su testa frente a un niño, amor desgastado y rebajado, garras, colmillos y heridas, zarpazos y dentelladas. La aguda inteligencia del autor –su constante ironía- sazona la crueldad imaginativa de los surrealistas con una vehemencia romántica baudelaireana, y logra una rara y feliz mezcla de rigor clásico con desenfado conversacional. 


No sólo hay excelentes poemas en este libro. Hay la imagen de un alma solitaria, paisaje desolado que nos obliga a contemplarla a medida que lo leemos. Línea tras línea, poema tras poema, nos sentimos atraídos hacia un paisaje interior amargo y dolido. Maestro de la sinceridad como Catulo o Villon, Lizalde expresa abiertamente su intimidad: sus miedos, sus fobias, sus amarguras, su misoginia, su soledad y su condena: un hombre condenado al infierno de la soledad y el desamor y, como Baudelaire, condenado a la poesía. Cuando un artista habla de sus pasiones o las canta, el resultado no suele ser siempre uniformemente provechoso para el arte en general ni para su propio arte. Pero Lizalde pone los sentimientos al servicio de la poesía, de una puesta en escena verbal –como abajo veremos-  y no al revés. Una notable imaginación visual y verbal y una ironía amarga lo ponen a distancia de su intimidad dolida y lo acompañan como una sombra en todos sus poemas, lo cual nos permite ver también el rostro humorístico de la crueldad, ver también el rigor formal del clásico detrás de la sinceridad del romántico y de la violencia del surrealista. A pesar de la obsesiva recurrencia de algunos de sus temas, no nos fatiga nunca: con el oído y la imaginación de un buen músico, nos hace adentrarnos en su mundo a través de imaginativas variaciones. Aunque Lizalde no parezca un poeta muy sutil –lo que tiene que decir lo dice abiertamente y a veces con cierta brutalidad- nos atrapa literalmente como un experto narrador y nos obliga a seguirlo, a seguir abriendo cajones para hurgar en su interior y ver qué hay, qué hay distinto de lo que ya habíamos encontrado. Lizalde es claro y generoso desde los primeros poemas de El tigre en la casa: nos entrega en ellos las claves de su obra posterior. Sin embargo, como en toda gran poesía, hay una vasta zona de misterio, un territorio donde lo no dicho y aun lo indecible se encierran en la crueldad de las palabras. A pesar de no reservarse casi nada –es uno de los poetas que más abiertamente se confiesan de la literatura mexicana, una tradición marcada por la reserva-, llama la atención cómo captura el interés del lector y se deja seguir e interrogar, aunque no todas las preguntas obtienen respuestas. El secreto está en la riqueza imaginativa de sus variaciones, en la constante y afortunada ironía que rige en sus versos. Cada variación sobre un tema ya expuesto es tratada como si fuese la primera vez que se expusiera.


La poesía de Lizalde está regida, más empecinadamente aún que la de Blake o Borges, por la imagen poética del tigre. Es la imagen emblemática de toda su obra. Aparece por primera vez en el extraordinario poema “El tigre”, cuyos dos primeros versos magnifican el miedo:


 


            Hay un tigre en la casa


            Que desgarra por dentro al que lo mira,


(p. 121)


 


poema que concluye con esta espléndida metonimia:


 


                 Pero sé claramente


            que hay un inmenso tigre encerrado


            en todo esto.


(p. 122)


 


¿Es el tigre de Lizalde símbolo de algo que no puede nombrarse? Hay dos opciones: si puede nombrarse, ¿qué es ello? ¿Cuál es la equivalencia, la ecuación del tigre? Si no puede nombrarse, una de tres: o el autor oculta deliberadamente su significado, o ese significado se le escapa a él mismo –pues se mueve en el ámbito de lo inconsciente- o, en fin, no puede nombrarse porque simplemente no es, porque es el Mal, porque es la negación, como el Príncipe de las Tinieblas.


Proteico como todo símbolo, el tigre lizaldeano se metamorfosea sucesivamente en emblema del amor, la muerte, el odio, la soledad. Pero ante todo es una imagen poética que se basta a sí misma, la imagen de la pesadilla, llena de ese placentero horror que encontramos en las imágenes de Poe o Kafka. El tigre es el tigre es el tigre.


Lizalde subraya ciertos rasgos del tigre que le sirven para asociarlo con el hombre en general o con su personal experiencia humana. La soledad, en primer lugar. El tigre es un cazador solitario en la selva. Un animal bello, hambriento y carnívoro; un semental fuerte, primitivo, feroz. Pero, a la luz de Cada cosa es Babel, queda claro que existe una analogía entre el tigre que devora su presa y el hombre que somete a las cosas, que las devora con las palabras. Se trata de dos cazadores solitarios: el tigre, de su presa en la selva, y el poeta, del tigre en su acto de nombramiento. 


La analogía del tigre con el hombre es evidente: ambos carnívoros y cazadores, ambos portadores de muerte, ambos amos, solos y soles, ambos acechados por la muerte:


 


            Comprendo que alguien me persigue,


            alguien me apunta


            alguno acecha, me caza,


            venadea, tigrea, destruye. 


(p. 233)


 


El tigre es símbolo del amor aunque la naturaleza del amor sea irrepresentable porque no se satisface a sí misma sino que constituye una búsqueda más que un descubrimiento. Como el deseo, y según palabras de Cernuda, es una pregunta que no tiene respuesta. Por ello para Lizalde es una fiera representable pero inasible como el tigre, una agresión, una ”fiera lentísima”, “una jauría de flores carnívoras”, un "ramo de tigres", una condena a la devoración, una cita con la muerte:  


           


Y mismamente recuerdo


            que el amor era una fiera lentísima:


            mordía con sus colmillos de azúcar


            y endulzaba el muñón al desprender el brazo..


            Eso sí lo recuerdo.


                  Rey de las fieras,


            jauría de flores carnívoras, ramo de tigres


            era el amor, según recuerdo.  


(p. 122)


 


 


El amor es sueño de alguien que muere, es tortura, veneno, odio:


 


            Uno se hace a la idea,


            desde la infancia,


            de que el amor es cosa favorable


            puesta en endecasílabos, señores.


            Pero el amor es todo lo contrario del amor,


            tiene senos de rana,


            alas de puerco.


Mídese amor por odio. 


(p. 139)


 


No es una conclusión a la que se llega desde la inocencia, sino desde la experiencia, que bien puede ser corrupción, como afirma en su poema “Kindergarten”, donde contrasta dos momentos del ser humano, el de la inocencia del niño y el de la putrefacta experiencia del adulto.


En el poema siguiente, cuyo final cito, y cuyo sujeto es el amor, por aquello de que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, colegimos que el tigre es también la muerte:


           


            Todo lo vence, compañeros,


            vence a la muerte, ciudadanos,


            porque es la muerte él mismo.


(p. 124)


 


Si el amante en Lizalde devora al ser amado, como el tigre a su presa, el carácter devorador del amor postulado por su poesía ¿tiene que ser necesariamente thanático? ¿No es más bien el odio el que tiene ese carácter devorador de lo amado? ¿Es que el odio es excluyente, aparta de sí al objeto amado, en vez de absorberlo? El amor-odio, en cambio, absorbe y excluye a la vez, y sobre todo absorbe y encadena.


El tigre lizaldeano es también –baudelaireanamente- el mal, el demonio, un satánico carcelero:


           


Es bestia fiel este rayado azote,


            O mon cher Belzebuth, je t’adore:


            resguarda bien la casa,


            pero la cuida sólo


            para que nadie salga.


(p. 126)


 


Si hubiera que resumir la imaginería lizaldeana en dos momentos supremos, seleccionaría, además de los dos versos iniciales de “El tigre” ya citados, ese poema dotado de un solo verso memorable:


           


Algo sangra, el tigre está cerca.


(p. 125)


 


Los animales del bestiario lizaldeano tienen poder, no en la medida en que sirven domésticamente al hombre, sino en la medida en que, como el tigre o la tarántula, son surtidores de miedo. En el poema “Gunman” el mulo, amaestrado, estéril, útil y vegetariano, aparece como la antítesis del bello y feroz tigre. La ferocidad: he ahí la clave del poder y el respeto que infunde la bestia. Pero esa bestia feroz es solitaria: también en su soledad reside su fuerza. En la soledad del poeta reside también la suya. Sólo que la índole del poeta Lizalde, como la del tigre, es carnicera y agresiva: escribe para el odio, según sus propias palabras: hiere, lastima, lleva una existencia maldita, baudelaireana.


Finalmente, el tigre es el poema mismo. Según esta interpretación autorreferencial, las rayas son al tigre lo que los versos a la página en blanco. Pero no a todos los poetas les corresponde el privilegio y la legitimidad de esta analogía, porque para que ésta tenga lugar, es indispensable que los poemas estén sostenidos por una ferocidad interior, una fuerza temperamental que la haga posible, condición que en el caso de Lizalde parece cumplirse. 


Hay una innegable estructura cuentística en los poemas de Lizalde. Primero, hay en muchos de ellos una representación, una puesta en escena, una narración metafórica. Segundo, ponen en escena a personajes ficticios: animales, cosas o ideas antropomorfizadas. Tercero, mantienen el suspenso aun en pocos versos hasta el final revelador y sorprendente. Lizalde crea una expectación sostenida y la satisface con imprevista contundencia, de suerte que el punto final, el final del camino, se deja sentir con mayor rotundidad y evidencia. Cuarto, poseen un tema recurrente: narran breves historias de amor (que más bien son de desamor), aunque a veces nos topemos con la mera conclusión de una historia sobrentendida, que existe antes del poema. Quinto, poseen cierto carácter aleccionador, ejemplar, en el sentido en que las Novelas ejemplares de Cervantes lo tenían, es decir, ofrecen al lector una lección moral para curarlo de su ingenuidad y candor (cf. “Kindergarten”). Pero Lizalde es un poeta inteligente: nunca se toma en serio sus “lecciones”, que son siempre irónicas, paródicas: llevan en sí mismas su propia contradicción. Aun la naturaleza –las flores, el mar, el pájaro- está presente para cumplir el propósito, a su manera didáctico, de desilusionar al iluso, desengañar al optimista, desesperanzar al esperanzado. Que muchos de estos poemas sean epigramáticos potencian su carácter “moralista”. Sexto, a menudo el cuento narrado es una pesadilla, y una pesadilla no es sólo una sensación pura, sino una combinación precisa de significantes y significados que forman una historia terrible, una narración cuya ambigüedad no hace sino exacerbar su índole perturbadora. Ejemplos: “El tigre”, “La cobra”, “Charlie Brown en la loma”, “Samurai” (que alude al film noir de Jean-Pierre Melville El samurai, film que es, como el poema de Lizalde, una radiografía de la soledad. El epígrafe del film dice, recordémoslo: “La soledad del samurai es sólo comparable a la del tigre en la selva” –Libro del Bushido).


Helena Beristáin recoge una interesante polémica que se da en el seno de toda discusión acerca del yo enunciador lírico[3], en uno de cuyos extremos están los que sostienen (como Wolfgang Kaiser) que el poeta lírico, el sujeto de la enunciación, expresa en el poema su propia intimidad, sus emociones, sensaciones, experiencias y estados de ánimo. Esta es la interpretación más fácil, difundida y generalmente aceptada. En el otro están quienes, como Pedro Salinas, sostienen que el yo enunciador desempeña un papel ficcional, es decir, que el poeta es un locutor imaginario cuya identidad se construye a través de los enunciados que se le atribuyen; en otras palabras, es ficcional porque se endosa una máscara, que es el lenguaje poético[4]. En virtud de esta última interpretación, el poema lírico es una representación que no difiere mucho de la invención ficcional, el cuento o la novela, por ejemplo. Creo que Lizalde pensaría como Salinas. Todo  poeta, en efecto, se expresa casi siempre a través de una puesta en escena: Machado con sus campos de Castilla y sus crepúsculos; Borges con sus íntimos patios y calles de Buenos Aires, sus laberintos, su ceguera, sus libros, sus tigres y personajes épicos; Blake con sus visiones del cielo y del infierno; Góngora con sus alegorías mitológicas y sus errancias del peregrino, etc. Aun los poemas más abstractos responden a una puesta en escena: de hecho, las palabras mismas se organizan para ella, en función de ella: el poema es una escenificación, un teatro o, mejor, una experiencia dramática.  


Pocos poetas hacen tanto honor a esta interpretación acerca del yo poético como Lizalde. Líneas arriba habíamos mencionado, a propósito de la estructura cuentística de sus poemas, la existencia de una representación, una puesta en escena. Sus poemas son ficciones, invenciones poéticas, puestas en escena del lenguaje que no se contradicen con la sinceridad y abierta confesión de la intimidad que también hemos señalado ya. Porque inventar no es necesariamente mentir. Sus sentimientos, sus confesiones, aun las más íntimas y amargas, aparecen escenificadas, puestas a distancia del sujeto enunciador por los símbolos, las metáforas, la ironía. A través de la ironía, precisamente, Lizalde se ríe un poco de sí mismo, de su propia y amarga intimidad. Sus tigres, su bestiario, constituyen los personajes  de una representación verbal a través de los cuales el yo poético se configura.


 


 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

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Beristáin, Helena. Análisis e interpretación del poema lírico. 2a. ed. México, UNAM,        1997.  193 pp.

Blake, William. “Poems”, The Oxford Anthology of English Literature, Volume II. Harold Bloom an Lionel Trilling, Editors. New York, Oxford University Press, pp.10-124.

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Genette, Gérard. “La retórica restringida”, en Investigaciones retóricas II. Buenos Aires,     Tiempo contemporáneo, 1974.  pp. 203-222.

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Lizalde, Eduardo. Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-1991). México, Fondo de Cultura          Económica (col. Letras Mexicanas), 1993.  381 pp.

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Salinas, Pedro. “Registro de Jorge Carrera Andrade”, en El guacamayo y la serpiente No.      17, Cuenca (Ecuador), Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, abril de 1979, pp. 3-17.

Vico, Giambattista. Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las          naciones. México, Fondo de Cultura Económica, 1978.  303 pp.

Villon, Francois. Poemas. Traduccón de Mercedes Lloret (Ed. Bilingüe). Barcelona, Plaza     & Janés, 1977.  223 pp.

Zambrano, María. Filosofía y poesía. México, Fondo de Cultura Económica, 1996.  121 pp.

 



[1] Jorge Luis Borges. “El Golem”.
[2] P. Lamy, citado por Gerard Genette, en “La retórica restringida”, p. 208
[3] Helena Beristáin. Análisis e interpretación del poema lírico, pp. 54-60.
[4] Pedro Salinas. “Registro de Jorge Carrera Andrade”,  pp. 8-9