VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE
Que autores eslavos
como Bakunin, Dostoyevski o Turguénev, o un alemán como Nietzsche, o un
irlandés como Beckett,o franceses como Sartre, Camus, Bernanos, Mauriac o
Cioran se hayan planteado alguna vez la nada como problema central de la existencia puede no extrañar a
nadie. Me refiero al nihilismo moral, no al epistemológico ni metafísico, es
decir, a la ética de la conducta que consiste en la negación de toda autoridad,
de todo principio y objeto moral de la existencia. Según esta ética, la vida
carece de todo objetivo: se desmorona en la nada, en el vacío. Pero que se la
haya planteado un norteamericano –el americano fundamenta su vida en una metafísica
de la acción- es algo que nos llena de perplejidad. Herman Melville, muchas de
cuyas narraciones se caracterizan por su acción trepidante, virtió también su
nihilismo en las mismas páginas de acción y en otras que me parecen
emblemáticas, particularmente en Bartleby
y en Las encantadas.
La novela corta Bartleby apareció con el título de Bartleby, el escribiente en el Putnam’s
Monthly Magazine, en los números de abril y mayo de 1853, es decir, poco
más de un año después de la publicación en Londres de su obra maestra, Moby Dick (18 de octubre de 1851) y de
su edición en Nueva York (14 de noviembre de 1851). Pero al incluirse en The Piazza Tales (Cuentos de la plazoleta, 1856)1 cambió su título
solamente a Bartleby. Tres de las
seis narraciones de The Piazza Tales
se cuentan entre lo más significativo de su obra: “Benito Cereno”, “Las
encantadas” y “Bartleby el escribiente”, aparecidas primero anónimamente en el Putnam´s
Monhtly Magazine entre 1853 y 1855.
Herman Melville, el
ballenero literato, se había distinguido por sus libros acerca de los Mares del
Sur, con todo su exotismo. Libro tras
libro, sus narraciones marítimas fueron derivando hacia el planteamiento
literario de problemas morales y aun metafísicos, que encontraron en Moby Dick la más bella, extensa,
profunda y compleja formulación. Por eso, aún hoy, sorprende que después de
abismar al lector en los horizontes infinitos de sus libros sobre el mar,
Melville lo sumerja en el encierro claustrofóbico de un relato como Bartleby.
Se trata de una de
las narraciones más originales, no sólo de Melville, sino de toda la literatura
universal. La gran eficacia de este relato radica en la sencillez y radicalismo
de sus planteamientos anecdótico y conceptual. De ese radicalismo se deriva su profundidad. El escenario produce
claustrofobia: una oficina de escribientes en Wall Street, oscura como una
tumba. La narración en primera persona contribuye a encerrar aún más esa
atmósfera casi irrespirable. Relaciones frías, distantes, entre los escasos
personajes: el jefe de oficina, que es el maduro narrador sin nombre; sus tres
dependientes de nombres paródicos: Turkey (“Pavo”), Nippers (“Pinzas”) y Ginger
Nut (“Nuez de Jengibre”), y el personaje epónimo, el recién llegado Bartleby.
El tono es
constantemente irónico, con humor que recuerda a Dickens y prefigura a Kafka2.
Hay, premonitoriamente, un aire kafkiano en ese escenario oficinesco colmado de
papeles inútiles que los empleados copian a mano, oficina cuyas escasas
ventanas dan a paredes grises y pequeños cubos de luz. Como la mayor parte de
la obra de Melville, Bartleby es
profundamente introspectiva y ensimismada: si la narración se asfixia en los
estrechos límites del mundo físico que ella registra, busca un poco de aire
volcándose hacia el interior del narrador o hacia adentro de la narración
misma. Con la llegada de Bartleby, el nuevo escribiente, el absurdo se instala
a saco en el relato. Ante las tareas nuevas que se le encomiendan, el
escribiente inescrutable sólo emite una frase que cae como un rayo en la
oficina: “I would prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”), una de las frases
más célebres y enigmáticas que haya proferido personaje alguno en la historia
de la literatura. Estamos ante una fantasía de la conducta y, aparentemente, de
la irracionalidad y la sinrazón. Un atentado contra el sentido común, filosofía
en que se basa la democracia norteamericana. Esta cosmovisión estadounidense
del sentido común –recogida y expuesta metódicamente por William James
(1842-1910) en su Pragmatismo (1907)
y en su Empirismo (1912)- es una metafísica de la acción, que encuentra su
proyección en el terreno de la ética. Moby
Dick, precisamente, vendría a ser una ilustración anticipada de esta
metafísica3. Sólo que constituye una ilustración por la vía
negativa, es decir, a través del error trágico del personaje, el capitán Ahab,
atrapado por su insensata obsesión de cazar a la ballena blanca. En Hemingway
–sobre todo en El viejo y el mar-
encontraremos el propósito de exorcizar a la nada a través de la acción, aunque
esta acción esté condenada al fracaso.
Pero ¿quién es
Bartleby? Es un hombre sin historia, alguien que llega de ninguna parte al
relato y a ninguna parte se encamina. Mejor: no se encamina. Es el solo, el
soltero que, exento de responsabilidades, a nadie tiene que dar cuentas de
nada. De una manera, es un muerto en vida. El único receptor de su no-acción es
su jefe, el narrador. Y es, por ello mismo, una abstracción y una frase.
El eje del relato es
la misteriosa frase proferida con helada reiteración y cándido nihilismo por
Bartleby, cuyo verbo central, “preferiría” es un verbo democrático, un verbo
que alude y señala el libre albedrío. (No es casualidad que el narrador dé
cuenta de unas elecciones municipales como el único hecho registrado en el breve
momento que pasa afuera del encierro oficinesco). Pero este verbo democrático
aparece usado por Bartleby como una negación no razonada (no necesariamente
irracional) a toda acción, y un asalto al sentido común. Por este camino,
entonces, el texto de Melville se convierte en un texto paródico, una parodia
del libre albedrío, que es el eje de la democracia, y señala, humorísticamente,
uno de los extremos de la libertad: el nihilismo, es decir, el principio
filosófico que niega toda autoridad humana y divina y afirma a la nada como
principio sustentador de todas las acciones humanas. Pero ¿puede la nada
sustentar algo? Es la pregunta que Melville se formula y responde con sus
propias armas, las armas de la narración literaria.
Melville no se
limita a registrar una irracional conducta individual en el trabajo, sino que
la lleva hasta sus últimas consecuencias, como un silogismo. Al negarse a toda
acción, Bartleby cae en un precipicio del que no hay regreso: al fondo le
espera la nada con sus máscaras sucesivas: el silencio, la inacción, la muerte.
Con el demónico principio de la negación a flor de labios, Bartleby se niega a
todo: no sólo a obedecer y trabajar, sino a informar de sí mismo, a salir de la
oficina, a mudar de trabajo, a toda vida social y hasta a sobrevivir. Con su
exasperante inmovilismo, este hombre renuncia a todo, aun a la vida. No se
trata, como en los místicos, de una abdicación vital en aras de una vida
superior; tampoco del autosacrificio por una causa patriótica o de cualquier
otra índole; menos, aún, de una capitulación para abreviar o terminar con un
sufrimiento físico. Se trata, de una manera perfectamente nihilista, de la
renuncia por la renuncia misma, sin objeto. Y en este “sin objeto” está la
nada, si es que puede situársela en alguna parte. “Parecía”, escribe el
narrador, “estar solo, completamente solo en el universo. Como un despojo en
medio del Atlántico.” Esta soledad metafísica y moral nos trae a la memoria la locura del negro Pip
en Moby Dick o la soledad de Ismael,
narrador, náufrago y único sobreviviente de la catástrofe, quien vivió para
contarla. Detrás de la serie de negaciones de Bartleby está, en cualquiera de
sus formas, la nada: el silencio, el antitexto, o más exactamente, el no-texto.
La muerte es sólo una de esas formas. El silencio es el negativo del texto, y
ese silencio, intolerablemente, no es respuesta de nada.
La transgresión no
se limita a las fronteras de lo individual, sino que invade, como un cáncer, a
quienes rodean a Bartleby, portador del absurdo. Ellos –el narrador, Turkey,
Nippers, Ginger Nut- empiezan a contaminarse, a proferir también el verbo
maldito, como si bastase que una conducta sea absurda (mejor: nihilista) para
que también las demás lo sean.
De aquí se
desprende, entonces, que el relato de Melville tenga una o varias tesis o,
dicho casi peyorativamente, una o varias moralejas. Hemos formulado la primera:
basta una conducta absurda para que las demás lo sean. La segunda cabría en las
siguientes palabras: nadie puede ser nihilista sin renunciar a la vida. La
negación de todo principio de autoridad, la eliminación de todo deseo trae
consigo la nada en cualquiera de sus formas. Nadie puede ser impunemente
nihilista. Kirillov, ese alucinante “demonio” de Dostoyevski, prepara
metódicamente su muerte haciendo gimnasia y razonando que “la libertad absoluta
existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir” y que “quien desee la plena
libertad está obligado a atreverse a matarse”4. Con la lógica
acerada de un silogismo, se suicida, acto que constituye la última frase de su
discurso nihilista. Bartleby, más secreto y pasivo que el locuaz Kirillov, se
limita a identificarse con su frase característica. Kirillov es un filósofo del
nihilismo mientras que Bartleby, un cándido –y acaso sin proponérselo- humorístico
practicante.
La repetidas
negaciones de Bartleby constituyen un acto único: decir no. Pero si el acto es
único, sus interpretaciones son múltiples. Enrique Vila-Matas ha historiado en
su precioso libro Bartleby y compañía5
esa “pulsión negativa o atracción por la nada” que ha conducido a muchos
autores a dejar de escribir, a callarse durante años o, simplemente, a no
escribir. El escritor español ha publicado una originalísima serie de “notas al
pie de página” de libros nunca escritos, resultado de esa pulsión negativa a la
que sucumbió Bartleby. Una prueba más, como el Bartleby de Melville, de que también el silencio, el antitexto o el
no-texto, dialéctica y paradójicamente, ha producido textos.
¿Y si en
vez de referir conductas nihilistas con las cuales el autor íntimamente se
solidarizara, describiera un paisaje que representara el vacío y la nada del
mundo? En Las encantadas, Melville
dio forma visual a su nihilismo: identificó a la nada con el paisaje lúgubre de
las Galápagos que vio en 1841.
Las islas
Galápagos experimentaron tres descubrimientos. El primero fue
estrictamente geográfico. El obispo
Tomás de Berlanga se embarcó el 23 de febrero de 1535 en Panamá con rumbo al
Perú y, después de haber navegado siete días hacia el sur al abrigo de la costa,
fue arrastrado mar adentro por una poderosa corriente y dio con una isla
deshabitada, un pedregoso desierto invadido por cactus erizados de púas. Era la
primera vez que un europeo (y seguramente un ser humano) veía una de estas
islas, a las que llamarían los españoles Las encantadas y más tarde, las
Galápagos.
El segundo
descubrimiento fue de orden científico. En 1835 arribó a las islas en la
chalupa “Beagle” el naturalista inglés Charles Darwin y, de resultas de sus
observaciones filogenéticas en la flora y fauna del archipiélago, y de sus
reflexiones a la luz de los descubrimientos de antropología física, publicó en
1859 esa obra maestra del positivismo científico del siglo XIX, El origen de las especies.
El tercer
descubrimiento fue literario. Gracias a Las
encantadas de Melville, las islas Galápagos ingresaron como tema en la
literatura.
Melville visitó las Galápagos en 1841, seis años después del famoso viaje de Darwin. Llegó al archipiélago de regreso de Lima, siguiendo la corriente de Humboldt, en la cual grandes escuelas de ballenas, atraídas por los prolíficos calamares y crustáceos, se movían hacia sus campos de reproducción cerca de las Galápagos. El “Acushnet”, barco ballenero en que servía, atravesó en tres meses este volcánico archipiélago de 7960 Km2 situado a 960 kilómetros de la costa de Ecuador. Melville hizo únicamente el viaje sencillo y visitó pocas de las trece islas grandes, pero de resultas de esta experiencia, de sus lecturas subsecuentes de los capitanes Cowley, Colnett, Porter, Delano (los primeros viajeros anglosajones de los Mares del Sur), y, desde una libre y abundante invención verbal, Melville redactó su fragmentario texto Las encantadas.
Melville oficia en este libro a la vez de
huésped que de cicerone. Contempla el paisaje desolado y sombrío del
archipiélago con melancólica complacencia. Nos muestra las dos caras de la
tortuga –arriba y abajo, el gris y el amarillo, el sol y la luna, la claridad y
la oscuridad-, que finalmente es devorada por el hombre. Somos invitados a
contemplar la duración casi intemporal,
casi infinita, de la materia, de la lenta sustancia mineral. Somos guiados en
Roca Redonda –imagen de los círculos concéntricos de las altas jerarquías
celestiales- hasta la cumbre, desde donde tenemos la panorámica del
archipiélago y del mar: miramos el mar y las islas desde un montículo de 70
metros de altura, pero también miramos el mapa verbal de ese mar y de esas
islas. Mapa, más que simbólico, alegórico.
El texto de
Melville está dividido, no en capítulos –puesto que no es una novela- sino en
diez pequeñas partes a las que él llama Sketches (Apuntes), encabezados cada
uno por un epígrafe tomado de The Faerie
Queene (La reina de las hadas,
1590) del poeta isabelino Edmund Spenser (1552-1599), centrados todos en el
tema de la paciencia. El texto de Las
encantadas es enteramente descriptivo y la narración prácticamente no
existe. El interés reside entonces en la forma verbal como el escritor
norteamericano anima sus descripciones de la naturaleza, del paisaje. Las descripciones
de Melville obedecen, ante todo, a una intención alegórica, como sugieren las
citas de Spenser, quien tanta influencia –como Shakespeare, Milton y Carlyle-
ejerció en toda su obra6.
Fiel a su
visión del mundo, Melville no ve en las Galápagos –como tantos otros- un
paraíso, sino un infierno, una condena. Las islas son el resultado de
erupciones volcánicas, es decir, son hijas del fuego. Y este dato geológico le
basta a Melville para calificar al archipiélago de infernal. El paisaje árido,
erosionado por el calor ecuatorial, el basalto plano y la lava en las costas de
Albemarle (Isabela), los volcanes activos y sulfurosos, hicieron hablar aun a
Darwin de “Regiones infernales”. El europeo urbano y civilizado se asombraba
ante una tierra salvaje y antigua, de una antigüedad que se remontaba al
Mioceno. Pero Melville careció de la privilegiada condición y visión de un
naturalista, quien puede afirmar sin temor alguno que su patria es el planeta
entero, porque su patria está ahí donde hay vida. Desde esa feliz condición,
Darwin pudo afirmar que la “corteza del infierno” de Galápagos revelaba un
paraíso viviente, con una flora y fauna ricas y bellas. Melville, en cambio -con su fascinación
puritana por el mal-, vio en ese paisaje lunar, en esos desiertos rocosos de
alta mar, un mundo inhumano, la imagen misma del vacío y el caos, los restos de
una devastadora conflagración. Para Melville esos montículos de desechos sin
historia, sin estaciones (según él), rodeados de engañosas calmas y corrientes,
parecen paisajes de encantamiento; sus tortugas gigantes, víctimas
“extrañamente autocondenadas” de la metempsicosis. Borges registra en “Las
kenningar”7 -esa forma peculiar de metáfora nórdica- el concepto
poético de isla: techo de la ballena. Cuando Melville vio las tierras basálticas que
se levantan del fondo del océano, debe haber experimentado una fascinación
semejante a la que le provocaba la ballena fantasmagórica emergiendo de la
superficie marina.
La visión
de Melville no es realista ni fantástica, sino hiperbólica y alegórica,
resultado de un autoengaño literario que lo lleva a ver más de lo que hay. Es
la misma ansiedad verbal de Moby Dick,
el mismo afán de hacer un registro puntual del mundo circundante y de tatuarlo
con palabras, sólo que, en Las encantadas,
malogrado el propósito por el estatismo alegórico. Compárense los Viajes de un naturalista de Charles
Darwin, luminosos y atentos al origen y evolución de la materia, con Las encantadas, libro sombrío en el que
la vida del lenguaje depende del carácter inhóspito de aquello que se describe,
esto es, las Galápagos en tanto que paisaje lunar y representación del vacío.
Hay, en efecto, en las observaciones de Melville, una mezcla de fascinación y
espanto ante el espectáculo de la naturaleza hostil y salvaje, que es más bien
el escenario de la nada: del vacío, de la aniquilación (a-nihilación), de la
falta de vida. Y en su estilo se advierte la angustia de quien, desde el logos
de la palabra pretende describir el caos de la materia. El cristianismo identifica
al demonio con la negación. Y la negación absoluta es la nada, el caos
original. Es muy posible que Melville haya visto en las Encantadas el escenario
de la nada, es decir, del mal. En esta posibilidad encuentro la fascinación
demónica melvilleana por el mal y la nada. Las
encantadas, en suma: la escritura concebida como una operación nihilista.
Goethe había puesto en boca de Mefistófeles
el espíritu de negación y de aniquilación en los siguientes términos: “Ich bin
der Geist, der stets verneint!” (Soy el espíritu que siempre niega: Fausto, I). Bartleby parece coincidir con esta concepción “aniquilacionista”
del mundo. En cambio, el nihilismo de Las
encantadas consiste más bien en la representación iconográfica,
paisajística de un pesimismo radical. En otras palabras, si las palabras pueden
pintar el pesimismo radical, úsese entonces como modelo el archipiélago que
Melville vio. Si Bartleby es
incontestablemente nihilista, Las
encantadas es pesimista. Las encantadas no infunden alegría sino terror. No
constituyen un laboratorio natural donde la vida brota y se devora
incesantemente a sí misma, sino la imagen de un cementerio ígneo, antiguo como
el caos. El mundo no existe como sustancia sino como fenómeno, y las bocas de
los volcanes hablan, pregonan, el carácter infernal y mortuorio de estas islas.
Mientras existen sobre el mar ilimitado, estas bocas son proféticas: anuncian
un fin del mundo que es un regreso al caos original. No hay rastro de un Dios
inteligente e inteligible en estas islas: se trata de un mundo, no por marginal
menos representativo del carácter demónico, vacío y caótico de la naturaleza.
La naturaleza (es decir, el universo) fue -como podemos constatar en toda su
obra, particularmente en Mardi y en Moby Dick- la gran obsesión de Melville.
No el amor, no la amistad ni la política, no la sociedad ni la familia, sino el
universo. Este afán desmesurado por apresarlo literariamente se estrelló con lo
inapresable, con lo infinito. Convertido su afán en impotencia y dolor, se
transformó finalmente en nihilismo, en una propuesta literaria nihilista.
En parte por su visión alegórica y
deformante, en parte por las limitaciones tecnológicas de la época, hay errores
de información: algunas islas están fuera de su lugar, descolocadas; según el
autor no llueve nunca, pero las lluvias, al menos de enero a abril, suelen ser
abundantes; frente al paisaje árido que lo fascina, hay en las zonas altas una
flora profusa, sobre todo en helechos y orquídeas; en sus descripciones, tanto
las manadas marítimas como las iguanas de tierra están curiosamente ausentes,
y, desde luego, la falsedad histórica y geográfica de atribuir al Perú el
patrimonio de las islas Galápagos (Apunte 7). Al margen de estos y otros errores de
información, lo que interesa saber es hasta qué punto Melville mentía con la
verdad, es decir, mixtificaba. Su acto principal de mixtificación consistió en
atribuir rasgos morales a la naturaleza, por ejemplo la malignidad. Suprimió en
sus descripciones de las Galápagos lo más posible los signos de vida porque le
convino a su pluma suplantar la presunta realidad objetiva por la literaria. En
Bartleby, igualmente, escamoteó
deliberadamente al lector todo rasgo que pudiera hacer compatible el nihilismo
de su personaje con las necesidades de la vida cotidiana. Le convino ver, no
vida, sino vacío. Le convino inventar un personaje por un lado, y un paisaje
por otro, que le sirvieran de pretextos para ilustrar su nihilismo cristiano,
es decir, para proponer al mundo su verdad, la verdad literaria.
NOTAS
1.
Herman Melville. Cuentos de la Plazoleta. Trad. Lesmes
Zabal. Introd. de Raymond Weaver. México, Novaro, 1968. 379 pp.
2.
Cf. Borges. Pólogo a “Bartleby” en
Prólogos, Buenos Aires, Torres
Agüero, 1975. pp. 116-118.
3.
Cf. Vladimiro Rivas. “Ahí sopla,
ahí, ahí” (estudio sobre Moby Dick de
Melville), en Fuentes Humanísticas 5, UAM-A. 1992, pp. 57-67.
4.
Fedor Dostoyevski. Demonios, Parte III, Cap. VI, II-III.
5.
Enrique Vila-Matas. Bartleby y compañía, Barcelona,
Anagrama, 2000. 179 pp.
6.
Esta influencia es perceptible
ante todo en el carácter alegórico de las imágenes de Spenser, así como en una
suerte de gnosticismo mitológico, que tiende a describir el cosmos mediante
imágenes entresacadas a la vez de motivos orientales, principalmente bíblicos y
egipcios. (cf. mi Estudio introductorio a Moby Dick, Quito, Libresa, 1993).
7.
Jorge Luis Borges. “Las
kenningar”, en Historia de la eternidad,
Buenos Aires, 1965. pp. 43-68.
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