JOSÉ MARÍA ARGUEDAS EN SUS RELATOS


 
Yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas.

(José María Arguedas: Los ríos profundos)

 

José María Arguedas (1911-1969) entró a la inmortalidad literaria con Los ríos profundos (1958), una de las novelas más bellas y poéticas de la lengua española del siglo XX. Sus otras novelas, Yawar fiesta (1941), El sexto (1961), Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) poseen gran interés, desde luego, como testimonios y símbolos, no tanto de una sociedad entera, la peruana de los Andes, como de un autor que regresa de manera persistente a su propia biografía y obsesiones, y recrea, desde esa perspectiva, un lenguaje personal. Intercalados entre estas novelas, aparecieron varios libros de relatos, con textos que el autor corregía y los volvía a publicar en nuevas colecciones: Agua (Lima, 1935), Diamantes y pedernales. Agua (Lima, 1954), La agonía de Rasu-Ñiti (Lima, 1962 y 1964), El sueño del pongo (Lima, 1965; Santiago de Chile, 1969), Amor mundo y otros relatos (Montevideo, 1967), Amor mundo y todos los cuentos (Buenos Aires, 1967). Póstumamente aparecieron El forastero y otros cuentos (Montevideo, 1972) y Relatos completos (Buenos Aires, 1974), libro que da pie a estas reflexiones.

Como suele suceder con muchos escritores, existe en Arguedas una perfecta relación de continuidad y coherencia entre sus cuentos y sus novelas, a tal punto que los cuentos pueden ser leídos como síntesis de las novelas, y las novelas, como desarrollos de los cuentos. En ellas, las preocupaciones son las mismas: el rescate de la cultura indígena de los Andes; la gran importancia atribuida a la música y la danza; la visión animista de la naturaleza; la marginalidad y el dolor del mundo; la perspectiva infantil de las acciones; la concepción maniquea de la ética; la visión de los desvalidos –los niños, las mujeres y la naturaleza-, víctimas de los abusos y la depredación del macho adulto, casi siempre un gamonal; el asco a la sexualidad; en fin, la propuesta ideológica y artística de eso que Vargas Llosa llama la “utopía arcaica”.

Si prescindimos de los dos extremos de la colección, la novela corta “Diamantes y pedernales” y el cuento quechua “El sueño del pongo”, traducido y reelaborado por el mismo Arguedas, advertimos en los cuentos una gran unidad temática y hasta cronológica: en ellos asistimos al crecimiento de un niño huérfano –Ernesto, Santiago-, testigo de las injusticias y violencias de los gamonales sobre los indios y la naturaleza, pero también de la poesía, la música y la magia de una cultura a la que no pertenece pero que ama como a ninguna otra por ser la única que posee: la quechua peruana.   

La estructura y la técnica de los cuentos de Arguedas son mucho menos importantes que el mundo que proponen. Hay en ellos una visión, una sensibilidad, que van más allá de la elementalidad técnica y de cualquier propuesta formal. No es sólo que a través de sus narraciones descubrimos a un ser entrañable, a un poeta de la narración que habla de sí mismo como si ese ser marginal y desgarrado fuese de algún modo todos los hombres, sino que a través de él intenta expresarse toda una cultura, la cultura indígena peruana de los Andes. “La estética de Arguedas”, afirma José Miguel Oviedo, “enfrentó el difícil reto de representar, sin traicionarla, una cosmovisión quechua en lengua castellana”[1].

Arguedas descubrió muy temprano un gran problema por resolver en su narrativa: encontrar un lenguaje que permitiera a sus personajes indígenas monolingües quechuas expresarse en idioma castellano sin que sonara falso o resultara ininteligible para el lector común. Tras una larga y angustiosa búsqueda, resolvió el problema con el empleo de un lenguaje inventado: sobre una base léxica predominantemente castellana, recreó el ritmo sintáctico del quechua. “Hay que quechuanizar el español”, solía decir. El mundo propuesto es bilingüe: por razones biográficas, Arguedas pensaba en quechua pero escribía en castellano. Los quechuismos pugnan en él por asomarse al escenario de la escritura. Las canciones son quechuas; las expresiones de ternura –particularmente los diminutivos-, tan propios de la lengua indígena, abundan en estas narraciones. Los diálogos están a punto de ser recitativos o canciones; las acciones, a menudo, fiestas. Y entonces -además de la inclusión constante de palabras quechuas (que el escritor mismo tiene que traducir entre paréntesis)- damos con una musicalidad en su prosa que no proviene estrictamente del castellano sino de hábitos lingüísticos del quechua, tales como las frases cortas y entrecortadas; la abundancia de símiles; la ausencia frecuente de artículos; la alteración del orden sintáctico castellano, poniendo al final el verbo ser en las frases nominales; el abuso deliberado del gerundio; el trato familiar y cariñoso, a través del diminutivo, a todos los seres de la naturaleza; el énfasis en ciertas partes morfológicas menos importantes de la oración, como el adverbio, entre otros recursos. El resultado es la afortunada creación de una voz, de un ritmo. El canto es tan importante como el habla, y el habla posee una musicalidad inconfundiblemente quechua. El canto se realiza en un ritual, una ceremonia, y esa ceremonia es una fiesta. En casi todos los cuentos de Arguedas hay fiestas. Desde Yawar Fiesta, su primera novela, se vuelve una constante de su narrativa, ya que la fiesta constituye un signo de identidad de la cultura quechua peruana. En la fiesta todo se comparte, todo es de todos, los límites entre las identidades personales se vuelven borrosos y todos caen presas del frenesí. “La agonía de Rasu-Ñiti” señala un extremo de esta temática, porque el agonista –literalmente un personaje que agoniza-, reacciona en sus últimos momentos vistiéndose con los atuendos del danzante de tijeras para morir danzando. Este bello cuento, que Vargas Llosa admiraba, es un homenaje a la danza. Los cuentos de Arguedas están poblados de músicos y danzantes de huaynos. El huayno es un género musical y baile andino de origen incaico, muy difundido en los Andes peruanos y bolivianos. Su estructura musical surge de una base pentatónica de ritmo binario, en la que intervienen instrumentos tales como la quena, el charango, la mandolina, el arpa, el requinto, la bandurria, la guitarra y el violín. Sin embargo, en los cuentos de Arguedas abundan los músicos de huaynos que tocan sólo el arpa y el violín, como Mariano, el arpista de la novela corta “Diamantes y pedernales”. Aunque Arguedas es, ante todo, un narrador, no resiste la tentación de dar un informe etnográfico, un cuadro de costumbres de la sociedad quechua que conoció. En este sentido, las narraciones de Arguedas son también breves ensayos antropológicos.      

En términos generales, los de Arguedas son cuentos formalmente limitados –no descuidados ni negligentes-. El autor, aislado en la provincia peruana y aun en Lima, no tenía un acceso satisfactorio a la cultura europea y norteamericana y a los experimentos formales que allí se hacían. Por otra parte, una vez conocidos, los desdeñaba en aras de una autenticidad cultural. El mismo Arguedas declaraba –y de esto hay constancias en toda su obra- que su saber, su conocimiento del mundo indígena no provenía de los libros sino de la observación directa del mundo. Su conocimiento no era, en suma, erudito ni libresco. Su conocimiento era recuerdo y evocación, recuerdo de su infancia y del mundo que la determinó. “Diamantes y pedernales” es un buen ejemplo de las deficiencias técnicas de Arguedas. Al principio, toda la atención del narrador está puesta en Mariano, ese arpista forastero que llega a un pueblo de la sierra ya poblado de buenos arpistas. El interés consiste, entonces, en averiguar si Mariano podrá, en su marginalidad, abrirse paso entre tanta competencia e incorporarse a una sociedad que, de entrada, lo rechaza por “upa” (tonto). Sin embargo, el relato cambia bruscamente de orientación hacia las historias amorosas de don Aparicio, el gamonal del pueblo, primero con Irma, una mestiza, a la que había raptado de un pueblo vecino, y luego con Adelaida, la rubia y joven costeña recién llegada al pueblo. Al final, Mariano reaparece sólo para ser asesinado inexplicablemente por el patrón, quien, arrepentido, abandona el pueblo para expiar su crimen. Y, como éste, buena parte de los cuentos de Arguedas tiene, o planteamientos y desarrollos elementales, o  fallas estructurales graves. Observo, por otra parte, un conflicto no resuelto entre narración y descripción. En “Orovilca”, por ejemplo, ¿qué es más importante? ¿Las hermosas descripciones de la naturaleza, desligadas de la acción central, o la pelea a puñetazos entre los dos escolares que por casi nada se desafían: Salcedo y Wilster, pelea que parece evocación de un suceso de la infancia de Arguedas? La acción central –con sus consecuencias- es esta pelea, pero la mirada del narrador se siente más atraída por el paisaje. Contradicción no resuelta entre narración y descripción. Pero, como he señalado ya, de cualquier limitación técnica triunfan la gran sensibilidad, la calidad poética del mundo propuesto por el escritor peruano.  

Dos son las fuentes de su obra literaria: una, externa, el deseo de rectificar la imagen que de los indios de los Andes peruanos habían presentado sus predecesores, López Albújar o Ventura García Calderón; otra, interna, dar testimonio de las desdichas de su vida, particularmente de su infancia y adolescencia.

Respecto de la primera, Arguedas escribió así el quijotesco propósito de enderezar un entuerto literario:

            Yo comencé a escribir cuando leí las primeras narraciones sobre los indios; los

            describían de una forma tan falsa escritores a quienes yo respeto, de quienes he

recibido lecciones como López Albújar, como Ventura García Calderón. López

Albújar conocía a los indios desde su despacho de juez en asuntos penales y el señor

Ventura García Calderón no sé cómo había oído hablar de ellos… En esos relatos

estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño, que dije: “No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he sufrido”. Y escribí esos primeros relatos que se publicaron en el pequeño libro que se llama Agua.[2]

 

Sus diarios de El zorro de arriba y el zorro de abajo dan cuenta de sus principios estéticos. No fue hombre de muchos libros: “En tantos años he leído sólo unos cuantos libros”[3], escribió. De manera que este ejercicio de la memoria, este hacer de la propia biografía un gran río narrativo, está en la base de toda su obra. En consecuencia, la percepción de las cosas y los hechos se da a partir de una perspectiva infantil, aunque no siempre las narraciones se hagan en primera persona. En cualquier caso, el niño es, si no siempre el protagonista, sí el testigo principal de las acciones. Esa perspectiva infantil –la inocencia, la credulidad del niño- facilita la entrada de la magia. Dicho de otro modo, la magia se manifiesta a través de la percepción infantil del mundo. La magia y la poesía –que en Arguedas son sinónimos- rompen los principios lógicos del razonamiento, como el de causalidad. Escribe, por ejemplo: “Creía Singu que de ese canto invisible [el de las calandrias] brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo”[4]. Obsérvese que la conjunción “porque” no tiene la función causal que debería tener. No nos explica por qué Singu creía lo que creía. La conjunción se desvía a otra esfera, la esfera poética, en la que tiene función introductoria: es la puerta de entrada a la función poética del lenguaje.

He señalado la percepción del personaje niño en estos cuentos. Pero ¿cómo es ese niño? Sabemos que Arguedas vivió la orfandad de la madre y el abandono del padre y la reclusión entre la servidumbre, de modo que primero aprendió a hablar quechua y sólo más tarde, castellano. Los niños de Arguedas son huérfanos, sirvientes blancos en una comunidad de indios; son rubios ojiazules que sirven al patrón blanco como un indio quechua hablante. Desgarrados por un origen racial que no se aviene con su situación sociocultural, estos niños viven una marginalidad dolorosa y son alter egos del autor. Por ello, en términos generales, en todos los cuentos subyace el tema dominante de la marginalidad. Los personajes infantiles de Arguedas no son indios y, siendo blancos, no pertenecen al grupo dominante de los blancos y mestizos, sino al dominado de los indios sin ser indios. Son niños huérfanos aturdidos por la violencia de un mundo al que tampoco han acabado de integrarse. Pero esa marginalidad les concede una calidad de testigos preciosos del mundo que los rodea.

En virtud de esa perspectiva -de la vida en el campo andino y la tradición cultural recibida de los indios quechuas-, la naturaleza se concibe de un modo animado y animista, esto es, que detrás de cada cosa hay fuerzas que la animan y le conceden vida propia. En consecuencia, las piedras, los ríos profundos, los montes (el Tayta Kaurara, el Wamani, el Arayá) y, por supuesto, el Inti (el Sol), son seres tan animados como los árboles, los pájaros o las vacas y los caballos. Y, lo más importante, la naturaleza no sólo habla: canta. Y ese cántico de las criaturas conforma algunas de las páginas más bellas de la narrativa de Arguedas y, sin duda, uno de los mayores títulos de su inmortalidad literaria. Pero el animismo de la naturaleza va de la mano con otro tema, obsesión del escritor peruano: la naturaleza violada. El patrón, el misti, el gamonal, dueño de haciendas y de hombres, es el intruso, el depredador, el violador de mujeres, el corruptor y destructor de la inocencia. Los ejemplos abundan: don Guadalupe, por ejemplo, en “Amor mundo”, se lleva al niño para que contemple cómo estupra a las señoras del pueblo.

La ternura va indisolublemente unida a la crueldad: Arguedas necesita, para efectos de contraste, de cuadros crueles para mostrar, a través de los personajes, su ternura, su delicada sensibilidad. Es significativo cómo en “Warma Kuyay (Amor de niño)”, a la crueldad sucede la ternura. El indio Kutu se venga de los abusos de su patrón torturando a sus animales en compañía de Ernesto, el niño, quien, sinceramente arrepentido, acude en la noche a acariciar y besar y llorar a los animales martirizados. Se percibe en cada página suya eso que los alemanes dicen “Weltschmertz” (Dolor del mundo). Aunque este dolor es esencial y puede manifestarse al margen de cualquier situación adversa –y de tal naturaleza era el dolor de Arguedas, como también el de Vallejo, otro peruano ilustre-, se vierte, en sus narraciones, de dos maneras: primera, a través de la invención literaria de personajes y situaciones que viven y transmiten el dolor de la orfandad, la marginalidad y la crueldad de los malos –los gamonales adultos- sobre los desvalidos, las mujeres y los niños, o sobre la naturaleza; segunda, a través de declaraciones de los personajes o sobre los personajes, que revelan una sensibilidad exquisita, como las siguientes: “Y era que el mundo le hacía llorar, el mundo entero, la esplendente morada amante del hombre, de su criatura”[5]. Más adelante escribe, con toda la ternura de la lengua quechua: “Me recuerdas las palomas de las quebradas. Cada ojo tuyo, en tu cara trigueña, es como una torcacita cantando; pero cantando en tiempo de lluvia fuerte. El mundo le parte a uno, a veces, por el mismo centro del pecho”[6]. Me permito seguir enumerando: “El canto le oprimía, pero lo sangraba a torrentes; elevaba su vida, lo llevaba a tocar la región de la muerte”[7]. “Mi alma también, padrecito Mariano, como perro blanco te va a acompañar, por todos los silencios que tienes que andar. Y aquí, en mi cuerpo, mi sangre está como los tiempos de la helada, en mayo, en junio; como la nevada en las altas cumbres, donde las almas condenadas lloran sin consuelo”[8]. O este fragmento, de una sutileza y delicadeza admirables: “La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas”[9].

Y es que la relación de los personajes inocentes –los niños que pueblan estos cuentos- con los animales y la naturaleza en general es destacadamente afectuosa. En “El barranco” es conmovedor ver cómo la Ene –la vaca madre que pierde a su becerrito caído en un barranco- lame su piel desollada y sigue dando leche. En “Los escoleros” (léase “Los escolares”), el principal del pueblo, don Ciprián, un hombre cruel, mata de un tiro a la Gringa, una vaca cuyo dueño se negó a cederle, y el niño se abalanza a llorar sobre el cuerpo inerte del animal. El breve lamento del niño tiene la fuerza conmovedora de un treno de la tragedia griega.

Los fragmentos mejor escritos y más poéticos de Arguedas, esos que uno destaca subrayándolos durante la lectura, no son intromisiones y meros arrebatos líricos, sino que están sostenidos y justificados por una sólida intención narrativa e ideológica, la de mostrar cómo se infiltra, en una historia determinada y en un mundo que lentamente se moderniza, esa utopía arcaica de que habla Vargas Llosa, esos rasgos de inocencia, de pureza incontaminada, esa visión tan entrañable de la naturaleza, que constituyen una de las mayores glorias de su obra.

La naturaleza, con su animismo casi humano, recibe atributos éticos: no es indiferente, sino  esencialmente buena, franciscanamente bella, y al ser buena, es inocente y puede ser afrentada por el hombre. Frente a la placidez y pureza de la naturaleza, el hombre es un intruso, es el mal. Ese hombre es el mismo que subyuga y afrenta a los indios, a las mujeres y a los niños en un sistema semifeudal. El mundo moral de Arguedas es esencialmente maniqueo. Los ricos, los gamonales, los dueños de las haciendas, son malos porque están poseídos por el afán de dominio y lucro a costa del esfuerzo ajeno; los indios y la naturaleza son buenos. Afirma, paladinamente: “Pero las autoridades residían lejos y los comuneros seguían viviendo según sus costumbres antiguas. No había allí verdaderos terratenientes voraces y crueles”[10]. Y la solidaridad es un valor superior: “Los indios son buenos. Se ayudan entre ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces a los animales de todos; se alegran cuando en las chacritas de los comuneros se mecen, verdecitos y fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay peleas y bullas en Ak’ola? Por causa de don Ciprián nomás (…) Principal es malo, más que Satanás; la plata no más busca; por la plata nomás tiene carabina, revólver, zurriagos, mayordomos, concertados; por eso nomás va al ‘extranguero’”[11].

Los cuatro cuentos de Amor mundo poseen gran unidad temática y argumental: en ellos, la mujer asume la forma de la naturaleza violada por el hombre y se narra la traumática iniciación sexual del niño Santiago, alter ego de Arguedas. En los libros anteriores, las víctimas de la violencia eran un ternerito, un caballo, un perrito, una vaca; era, también, una comunidad de indios, a través del robo de su agua Ahora, la naturaleza víctima de la violencia del patrón, del poder, es la mujer y es el niño. Esto se resume en el íncipit de “La huerta”, que dice: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”[12]. “El horno viejo” es un relato sobre la traumática iniciación sexual de un niño de nueve años, forzado por el patrón a ver un estupro y, más tarde, a participar. La naturaleza ya no se muestra virginal y pura, sino lúbrica y devoradora: el muchacho se inicia con una repugnante lavandera y luego contempla, en toda su brutalidad, la cópula del garañón y la yegua. “La huerta” es una continuación, con los mismos personajes, de la historia de “El horno viejo”, con relaciones sexuales desagradables y aun traumáticas para el chico Santiago. Frente a lo desagradable, grosero y hasta inmundo de los contactos sexuales, los ríos profundos de los Andes son cristalinos, la voz de los pájaros es sedante y balsámica. Si “El horno viejo” muestra el pecado, “La huerta” presenta la purificación. “El ayla” prosigue con el tema de la iniciación sexual, violenta y repugnante para Santiago. El ayla del título es un ritmo frenético, difícil y “endiablado” en el que participa un grupo de indígenas -hombres y mujeres- que también lleva el nombre del ritmo de la danza. Esta danza termina en una bacanal en las montañas, en la que el adolescente se niega a participar. Huye, entonces, se va del pueblo a la costa, a Lima. Sin embargo, no hay en “El ayla”, esa visión violenta y repulsiva del texto que se advertía en los tres cuentos anteriores, porque, como bien señala Vargas Llosa, “en este caso hacer el amor no es acto individual sino social, una representación comunitaria que se lleva a cabo según la tradición y respetando un programa”[13]. Finalmente, en “Don Antonio” encontramos a Santiago crecido, convertido en un jovenzuelo al que el chofer don Antonio lleva al burdel después de una conversación acerca de la vida sexual del hombre con su mujer, del hombre con su querida y del hombre con su puta. En este cuento hay un curioso contrapunto entre este diálogo y la imagen dolorosa, terrible, del ternerito muerto en el camión y la sañuda violencia del chofer.

Los cuentos de Arguedas oscilan entre la épica y la lírica. Este vaivén los anima de forma notable. La épica reside en los cuadros de grupo, en los movimientos colectivos de los indios que celebran fiestas o protestan contra el patrón; la lírica, en los abundantes cuadros íntimos, en la ternura con que se relacionan los personajes, casi siempre niños, con el entorno, con la naturaleza, sobre todo con los animales. Hay en todo ello una emoción franciscana con los seres humildes y desprotegidos, víctimas del gran depredador, el propietario de haciendas y de gente.

Mario Vargas Llosa, en su brillantísimo estudio sobre la novela indigenista peruana, acuñó, en la expresión “utopía arcaica”, la propuesta ideológica subyacente en los cuentos y novelas de Arguedas. Sin detenerme a explicarlos, enumeraré las líneas medulares de esa propuesta: 1) Los indios de los Andes peruanos son los auténticos descendientes de los incas, por tanto, constituyen la sociedad más antigua del espectro social y racial del Perú.  2) Estos indios desarrollaron una vida comunitaria, conformando una sociedad de iguales y una organización no capitalista del trabajo. En consecuencia, las estructuras de poder difieren enormemente de las del resto del país. 3) La vida social derivada de esta organización es virginal, idílica, pura, tanto en la relación que se establece entre los hombres, como entre ellos y la naturaleza, una naturaleza ya humanizada por la magia. Todos los conflictos se suscitan, por tanto, por la intromisión de elementos y factores exógenos, como los patrones (mistis) y sus aliados, o los extranjeros, particularmente miembros del estado peruano. El sueño de la pureza étnica flota en estos planteamientos como una realidad insoslayable. 4) Los dos grandes enemigos de esta sociedad son la ciudad y la costa del Perú, que sólo la corrompen, como se ve en El sexto, su novela carcelaria.

En consecuencia, existe en el pensamiento de Arguedas un acusado conservadurismo cultural, maniqueísmo político y racismo al revés, que privilegia a la cultura indígena y descalifica a las demás del arco iris socio-cultural peruano, como lo demostró la famosa mesa redonda del 23 de junio de 1965, en Lima, cuyos participantes, sociólogos marxistas, críticos literarios  y escritores como Jorge Bravo Bresani, Alberto Escobar, Henri Favre, José Matos Mar, José Miguel Oviedo, Aníbal Quijano y Sebastián Salazar Bondy criticaron  con dureza a Todas las sangres, la más ambiciosa novela de Arguedas, a consecuencia de lo cual se hundió, hipersensible como era, en la depresión.

Sin embargo, podemos afirmar, como conclusión, que ningún acierto o desliz político podrá borrar la gran belleza de las mayores de sus obras, Los ríos profundos y algunos de los cuentos, materia de estas reflexiones.

 


[1] José Miguel Oviedo. “José María Arguedas, ‘Warma Kuyay’, en Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX (1920-1980), p. 80.
[2] “Primer Encuentro de Narradores Peruanos. Arequipa, 1965, en Vargas Llosa, La utopía arcaica, p. 83.
[3] El zorro de arriba y el zorro de abajo, “Primer Diario”, Santiago de Chile, 10 de mayo de 1968, p. 11.
[4] Arguedas, “Hijo solo”, en Relatos completos, p. 160
[5] Arguedas, “Diamantes y pedernales”, en Cuentos completos, p. 43
[6] Arguedas, op. cit., p. 45
[7] Arguedas, op. cit., p. 49
[8] Arguedas, op. cit., p. 51
[9] Arguedas, “Hijo solo”, en loc. cit. p. 160
[10] Arguedas, “Diamantes y pedernales”, op. cit., p. 14
[11] Arguedas, “Los escoleros”, op. cit., p. 98
[12] Arguedas, “La huerta”, op. cit., p. 192
[13] Vargas Llosa, La utopía arcaica, p. 96

No hay comentarios:

Publicar un comentario