Yo exploraría
palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y
triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo
cargado de monstruos y de fuego, de grandes ríos que cantan con la música más
hermosa al chocar contra las piedras y las islas.
(José María
Arguedas: Los ríos profundos)
José
María Arguedas (1911-1969) entró a la inmortalidad literaria con Los ríos profundos (1958), una de las novelas
más bellas y poéticas de la lengua española del siglo XX. Sus otras novelas, Yawar fiesta (1941), El sexto (1961), Todas las sangres (1964) y El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) poseen gran interés, desde
luego, como testimonios y símbolos, no tanto de una sociedad entera, la peruana
de los Andes, como de un autor que regresa de manera persistente a su propia
biografía y obsesiones, y recrea, desde esa perspectiva, un lenguaje personal.
Intercalados entre estas novelas, aparecieron varios libros de relatos, con
textos que el autor corregía y los volvía a publicar en nuevas colecciones: Agua (Lima, 1935), Diamantes y pedernales. Agua (Lima, 1954), La agonía de Rasu-Ñiti (Lima, 1962 y 1964), El sueño del pongo (Lima, 1965; Santiago de Chile, 1969), Amor mundo y otros relatos (Montevideo,
1967), Amor mundo y todos los cuentos
(Buenos Aires, 1967). Póstumamente aparecieron El forastero y otros cuentos (Montevideo, 1972) y Relatos completos (Buenos Aires, 1974), libro
que da pie a estas reflexiones.
Como
suele suceder con muchos escritores, existe en Arguedas una perfecta relación
de continuidad y coherencia entre sus cuentos y sus novelas, a tal punto que los
cuentos pueden ser leídos como síntesis de las novelas, y las novelas, como desarrollos
de los cuentos. En ellas, las preocupaciones son las mismas: el rescate de la
cultura indígena de los Andes; la gran importancia atribuida a la música y la
danza; la visión animista de la naturaleza; la marginalidad y el dolor del mundo; la perspectiva
infantil de las acciones; la concepción maniquea de la ética; la visión de los
desvalidos –los niños, las mujeres y la naturaleza-, víctimas de los abusos y
la depredación del macho adulto, casi siempre un gamonal; el asco a la
sexualidad; en fin, la propuesta ideológica y artística de eso que Vargas Llosa
llama la “utopía arcaica”.
Si
prescindimos de los dos extremos de la colección, la novela corta “Diamantes y
pedernales” y el cuento quechua “El sueño del pongo”, traducido y reelaborado
por el mismo Arguedas, advertimos en los cuentos una gran unidad temática y
hasta cronológica: en ellos asistimos al crecimiento de un niño huérfano
–Ernesto, Santiago-, testigo de las injusticias y violencias de los gamonales
sobre los indios y la naturaleza, pero también de la poesía, la música y la
magia de una cultura a la que no pertenece pero que ama como a ninguna otra por
ser la única que posee: la quechua peruana.
La
estructura y la técnica de los cuentos de Arguedas son mucho menos importantes
que el mundo que proponen. Hay en ellos una visión, una sensibilidad, que van
más allá de la elementalidad técnica y de cualquier propuesta formal. No es
sólo que a través de sus narraciones descubrimos a un ser entrañable, a un
poeta de la narración que habla de sí mismo como si ese ser marginal y
desgarrado fuese de algún modo todos los hombres, sino que a través de él
intenta expresarse toda una cultura, la cultura indígena peruana de los Andes. “La
estética de Arguedas”, afirma José Miguel Oviedo, “enfrentó el difícil reto de
representar, sin traicionarla, una cosmovisión quechua en lengua castellana”[1].
Arguedas
descubrió muy temprano un gran problema por resolver en su narrativa: encontrar
un lenguaje que permitiera a sus personajes indígenas monolingües quechuas
expresarse en idioma castellano sin que sonara falso o resultara ininteligible
para el lector común. Tras una larga y angustiosa búsqueda, resolvió el
problema con el empleo de un lenguaje inventado: sobre una base léxica
predominantemente castellana, recreó el ritmo sintáctico del quechua. “Hay que
quechuanizar el español”, solía decir. El mundo propuesto es bilingüe: por
razones biográficas, Arguedas pensaba en quechua pero escribía en castellano.
Los quechuismos pugnan en él por asomarse al escenario de la escritura. Las
canciones son quechuas; las expresiones de ternura –particularmente los
diminutivos-, tan propios de la lengua indígena, abundan en estas narraciones. Los
diálogos están a punto de ser recitativos o canciones; las acciones, a menudo,
fiestas. Y entonces -además de la inclusión constante de palabras quechuas (que
el escritor mismo tiene que traducir entre paréntesis)- damos con una
musicalidad en su prosa que no proviene estrictamente del castellano sino de
hábitos lingüísticos del quechua, tales como las frases cortas y entrecortadas;
la abundancia de símiles; la ausencia frecuente de artículos; la alteración del
orden sintáctico castellano, poniendo al final el verbo ser en las frases
nominales; el abuso deliberado del gerundio; el trato familiar y cariñoso, a
través del diminutivo, a todos los seres de la naturaleza; el énfasis en
ciertas partes morfológicas menos importantes de la oración, como el adverbio,
entre otros recursos. El resultado es la afortunada creación de una voz, de un
ritmo. El canto es tan importante como el habla, y el habla posee una
musicalidad inconfundiblemente quechua. El canto se realiza en un ritual, una
ceremonia, y esa ceremonia es una fiesta. En casi todos los cuentos de Arguedas
hay fiestas. Desde Yawar Fiesta, su
primera novela, se vuelve una constante de su narrativa, ya que la fiesta
constituye un signo de identidad de la cultura quechua peruana. En la fiesta
todo se comparte, todo es de todos, los límites entre las identidades
personales se vuelven borrosos y todos caen presas del frenesí. “La agonía de
Rasu-Ñiti” señala un extremo de esta temática, porque el agonista –literalmente
un personaje que agoniza-, reacciona en sus últimos momentos vistiéndose con
los atuendos del danzante de tijeras para morir danzando. Este bello cuento,
que Vargas Llosa admiraba, es un homenaje a la danza. Los cuentos de Arguedas
están poblados de músicos y danzantes de huaynos. El huayno es un género
musical y baile andino de origen incaico, muy difundido en los Andes peruanos y
bolivianos. Su estructura musical surge de una base pentatónica de ritmo
binario, en la que intervienen instrumentos tales como la quena, el charango,
la mandolina, el arpa, el requinto, la bandurria, la guitarra y el violín. Sin
embargo, en los cuentos de Arguedas abundan los músicos de huaynos que tocan sólo
el arpa y el violín, como Mariano, el arpista de la novela corta “Diamantes y
pedernales”. Aunque Arguedas es, ante todo, un narrador, no resiste la
tentación de dar un informe etnográfico, un cuadro de costumbres de la sociedad
quechua que conoció. En este sentido, las narraciones de Arguedas son también
breves ensayos antropológicos.
En
términos generales, los de Arguedas son cuentos formalmente limitados –no
descuidados ni negligentes-. El autor, aislado en la provincia peruana y aun en
Lima, no tenía un acceso satisfactorio a la cultura europea y norteamericana y
a los experimentos formales que allí se hacían. Por otra parte, una vez
conocidos, los desdeñaba en aras de una autenticidad cultural. El mismo
Arguedas declaraba –y de esto hay constancias en toda su obra- que su saber, su
conocimiento del mundo indígena no provenía de los libros sino de la
observación directa del mundo. Su conocimiento no era, en suma, erudito ni
libresco. Su conocimiento era recuerdo y evocación, recuerdo de su infancia y
del mundo que la determinó. “Diamantes y pedernales” es un buen ejemplo de las
deficiencias técnicas de Arguedas. Al principio, toda la atención del narrador
está puesta en Mariano, ese arpista forastero que llega a un pueblo de la
sierra ya poblado de buenos arpistas. El interés consiste, entonces, en
averiguar si Mariano podrá, en su marginalidad, abrirse paso entre tanta
competencia e incorporarse a una sociedad que, de entrada, lo rechaza por “upa”
(tonto). Sin embargo, el relato cambia bruscamente de orientación hacia las
historias amorosas de don Aparicio, el gamonal del pueblo, primero con Irma,
una mestiza, a la que había raptado de un pueblo vecino, y luego con Adelaida,
la rubia y joven costeña recién llegada al pueblo. Al final, Mariano reaparece
sólo para ser asesinado inexplicablemente por el patrón, quien, arrepentido,
abandona el pueblo para expiar su crimen. Y, como éste, buena parte de los
cuentos de Arguedas tiene, o planteamientos y desarrollos elementales, o fallas estructurales graves. Observo, por otra
parte, un conflicto no resuelto entre narración y descripción. En “Orovilca”,
por ejemplo, ¿qué es más importante? ¿Las hermosas descripciones de la
naturaleza, desligadas de la acción central, o la pelea a puñetazos entre los
dos escolares que por casi nada se desafían: Salcedo y Wilster, pelea que
parece evocación de un suceso de la infancia de Arguedas? La acción central
–con sus consecuencias- es esta pelea, pero la mirada del narrador se siente
más atraída por el paisaje. Contradicción no resuelta entre narración y
descripción. Pero, como he señalado ya, de cualquier limitación técnica
triunfan la gran sensibilidad, la calidad poética del mundo propuesto por el
escritor peruano.
Dos
son las fuentes de su obra literaria: una, externa, el deseo de rectificar la
imagen que de los indios de los Andes peruanos habían presentado sus
predecesores, López Albújar o Ventura García Calderón; otra, interna, dar
testimonio de las desdichas de su vida, particularmente de su infancia y
adolescencia.
Respecto
de la primera, Arguedas escribió así el quijotesco propósito de enderezar un
entuerto literario:
Yo comencé a escribir cuando leí las
primeras narraciones sobre los indios; los
describían de una forma tan falsa
escritores a quienes yo respeto, de quienes he
recibido lecciones como López Albújar,
como Ventura García Calderón. López
Albújar conocía a los indios desde su
despacho de juez en asuntos penales y el señor
Ventura García Calderón no sé cómo había
oído hablar de ellos… En esos relatos
estaba tan
desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño, que dije:
“No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he gozado, yo lo he
sufrido”. Y escribí esos primeros relatos que se publicaron en el pequeño libro
que se llama Agua.[2]
Sus
diarios de El zorro de arriba y el zorro
de abajo dan cuenta de sus principios estéticos. No fue hombre de muchos
libros: “En tantos años he leído sólo unos cuantos libros”[3],
escribió. De manera que este ejercicio de la memoria, este hacer de la propia
biografía un gran río narrativo, está en la base de toda su obra. En
consecuencia, la percepción de las cosas y los hechos se da a partir de una
perspectiva infantil, aunque no siempre las narraciones se hagan en primera
persona. En cualquier caso, el niño es, si no siempre el protagonista, sí el testigo
principal de las acciones. Esa perspectiva infantil –la inocencia, la
credulidad del niño- facilita la entrada de la magia. Dicho de otro modo, la
magia se manifiesta a través de la percepción infantil del mundo. La magia y la
poesía –que en Arguedas son sinónimos- rompen los principios lógicos del
razonamiento, como el de causalidad. Escribe, por ejemplo: “Creía Singu que de
ese canto invisible [el de las calandrias] brotaba la noche; porque el canto de
la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo”[4].
Obsérvese que la conjunción “porque” no tiene la función causal que debería
tener. No nos explica por qué Singu creía lo que creía. La conjunción se desvía
a otra esfera, la esfera poética, en la que tiene función introductoria: es la
puerta de entrada a la función poética del lenguaje.
He
señalado la percepción del personaje niño en estos cuentos. Pero ¿cómo es ese
niño? Sabemos que Arguedas vivió la orfandad de la madre y el abandono del
padre y la reclusión entre la servidumbre, de modo que primero aprendió a
hablar quechua y sólo más tarde, castellano. Los niños de Arguedas son
huérfanos, sirvientes blancos en una comunidad de indios; son rubios ojiazules que
sirven al patrón blanco como un indio quechua hablante. Desgarrados por un
origen racial que no se aviene con su situación sociocultural, estos niños
viven una marginalidad dolorosa y son alter egos del autor. Por ello, en términos
generales, en todos los cuentos subyace el tema dominante de la marginalidad.
Los personajes infantiles de Arguedas no son indios y, siendo blancos, no
pertenecen al grupo dominante de los blancos y mestizos, sino al dominado de
los indios sin ser indios. Son niños huérfanos aturdidos por la violencia de un
mundo al que tampoco han acabado de integrarse. Pero esa marginalidad les
concede una calidad de testigos preciosos del mundo que los rodea.
En
virtud de esa perspectiva -de la vida en el campo andino y la tradición cultural
recibida de los indios quechuas-, la naturaleza se concibe de un modo animado y
animista, esto es, que detrás de cada cosa hay fuerzas que la animan y le
conceden vida propia. En consecuencia, las piedras, los ríos profundos, los
montes (el Tayta Kaurara, el Wamani, el Arayá) y, por supuesto, el Inti (el
Sol), son seres tan animados como los árboles, los pájaros o las vacas y los
caballos. Y, lo más importante, la naturaleza no sólo habla: canta. Y ese
cántico de las criaturas conforma algunas de las páginas más bellas de la
narrativa de Arguedas y, sin duda, uno de los mayores títulos de su
inmortalidad literaria. Pero el animismo de la naturaleza va de la mano con
otro tema, obsesión del escritor peruano: la naturaleza violada. El patrón, el
misti, el gamonal, dueño de haciendas y de hombres, es el intruso, el
depredador, el violador de mujeres, el corruptor y destructor de la inocencia.
Los ejemplos abundan: don Guadalupe, por ejemplo, en “Amor mundo”, se lleva al
niño para que contemple cómo estupra a las señoras del pueblo.
La
ternura va indisolublemente unida a la crueldad: Arguedas necesita, para
efectos de contraste, de cuadros crueles para mostrar, a través de los
personajes, su ternura, su delicada sensibilidad. Es significativo cómo en
“Warma Kuyay (Amor de niño)”, a la crueldad sucede la ternura. El indio Kutu se
venga de los abusos de su patrón torturando a sus animales en compañía de
Ernesto, el niño, quien, sinceramente arrepentido, acude en la noche a
acariciar y besar y llorar a los animales martirizados. Se percibe en cada
página suya eso que los alemanes dicen “Weltschmertz” (Dolor del mundo). Aunque
este dolor es esencial y puede manifestarse al margen de cualquier situación
adversa –y de tal naturaleza era el dolor de Arguedas, como también el de
Vallejo, otro peruano ilustre-, se vierte, en sus narraciones, de dos maneras: primera,
a través de la invención literaria de personajes y situaciones que viven y
transmiten el dolor de la orfandad, la marginalidad y la crueldad de los malos –los
gamonales adultos- sobre los desvalidos, las mujeres y los niños, o sobre la
naturaleza; segunda, a través de declaraciones de los personajes o sobre los
personajes, que revelan una sensibilidad exquisita, como las siguientes: “Y era
que el mundo le hacía llorar, el mundo entero, la esplendente morada amante del
hombre, de su criatura”[5].
Más adelante escribe, con toda la ternura de la lengua quechua: “Me recuerdas
las palomas de las quebradas. Cada ojo tuyo, en tu cara trigueña, es como una
torcacita cantando; pero cantando en tiempo de lluvia fuerte. El mundo le parte
a uno, a veces, por el mismo centro del pecho”[6].
Me permito seguir enumerando: “El canto le oprimía, pero lo sangraba a
torrentes; elevaba su vida, lo llevaba a tocar la región de la muerte”[7].
“Mi alma también, padrecito Mariano, como perro blanco te va a acompañar, por
todos los silencios que tienes que andar. Y aquí, en mi cuerpo, mi sangre está
como los tiempos de la helada, en mayo, en junio; como la nevada en las altas
cumbres, donde las almas condenadas lloran sin consuelo”[8].
O este fragmento, de una sutileza y delicadeza admirables: “La velocidad de las
palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se
retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le
atraían. Las calandrias cantaban cerca, en los árboles próximos. A ratos, desde
el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas”[9].
Y
es que la relación de los personajes inocentes –los niños que pueblan estos
cuentos- con los animales y la naturaleza en general es destacadamente
afectuosa. En “El barranco” es conmovedor ver cómo la Ene –la vaca madre que pierde
a su becerrito caído en un barranco- lame su piel desollada y sigue dando
leche. En “Los escoleros” (léase “Los escolares”), el principal del pueblo, don
Ciprián, un hombre cruel, mata de un tiro a la Gringa , una vaca cuyo dueño
se negó a cederle, y el niño se abalanza a llorar sobre el cuerpo inerte del
animal. El breve lamento del niño tiene la fuerza conmovedora de un treno de la
tragedia griega.
Los
fragmentos mejor escritos y más poéticos de Arguedas, esos que uno destaca
subrayándolos durante la lectura, no son intromisiones y meros arrebatos
líricos, sino que están sostenidos y justificados por una sólida intención
narrativa e ideológica, la de mostrar cómo se infiltra, en una historia
determinada y en un mundo que lentamente se moderniza, esa utopía arcaica de
que habla Vargas Llosa, esos rasgos de inocencia, de pureza incontaminada, esa
visión tan entrañable de la naturaleza, que constituyen una de las mayores
glorias de su obra.
La
naturaleza, con su animismo casi humano, recibe atributos éticos: no es
indiferente, sino esencialmente buena,
franciscanamente bella, y al ser buena, es inocente y puede ser afrentada por
el hombre. Frente a la placidez y pureza de la naturaleza, el hombre es un
intruso, es el mal. Ese hombre es el mismo que subyuga y afrenta a los indios,
a las mujeres y a los niños en un sistema semifeudal. El mundo moral de
Arguedas es esencialmente maniqueo. Los ricos, los gamonales, los dueños de las
haciendas, son malos porque están poseídos por el afán de dominio y lucro a
costa del esfuerzo ajeno; los indios y la naturaleza son buenos. Afirma,
paladinamente: “Pero las autoridades residían lejos y los comuneros seguían
viviendo según sus costumbres antiguas. No había allí verdaderos terratenientes
voraces y crueles”[10].
Y la solidaridad es un valor superior: “Los indios son buenos. Se ayudan entre
ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces a los animales de todos; se
alegran cuando en las chacritas de los comuneros se mecen, verdecitos y
fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay peleas y bullas
en Ak’ola? Por causa de don Ciprián nomás (…) Principal es malo, más que
Satanás; la plata no más busca; por la plata nomás tiene carabina, revólver,
zurriagos, mayordomos, concertados; por eso nomás va al ‘extranguero’”[11].
Los
cuatro cuentos de Amor mundo poseen gran
unidad temática y argumental: en ellos, la mujer asume la forma de la
naturaleza violada por el hombre y se narra la traumática iniciación sexual del
niño Santiago, alter ego de Arguedas. En los libros anteriores, las víctimas de
la violencia eran un ternerito, un caballo, un perrito, una vaca; era, también,
una comunidad de indios, a través del robo de su agua Ahora, la naturaleza
víctima de la violencia del patrón, del poder, es la mujer y es el niño. Esto
se resume en el íncipit de “La
huerta”, que dice: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”[12].
“El horno viejo” es un relato sobre la traumática iniciación sexual de un niño
de nueve años, forzado por el patrón a ver un estupro y, más tarde, a
participar. La naturaleza ya no se muestra virginal y pura, sino lúbrica y devoradora:
el muchacho se inicia con una repugnante lavandera y luego contempla, en toda
su brutalidad, la cópula del garañón y la yegua. “La huerta” es una
continuación, con los mismos personajes, de la historia de “El horno viejo”,
con relaciones sexuales desagradables y aun traumáticas para el chico Santiago.
Frente a lo desagradable, grosero y hasta inmundo de los contactos sexuales,
los ríos profundos de los Andes son cristalinos, la voz de los pájaros es
sedante y balsámica. Si “El horno viejo” muestra el pecado, “La huerta”
presenta la purificación. “El ayla” prosigue con el tema de la iniciación
sexual, violenta y repugnante para Santiago. El ayla del título es un ritmo
frenético, difícil y “endiablado” en el que participa un grupo de indígenas
-hombres y mujeres- que también lleva el nombre del ritmo de la danza. Esta
danza termina en una bacanal en las montañas, en la que el adolescente se niega
a participar. Huye, entonces, se va del pueblo a la costa, a Lima. Sin embargo,
no hay en “El ayla”, esa visión violenta y repulsiva del texto que se advertía
en los tres cuentos anteriores, porque, como bien señala Vargas Llosa, “en este
caso hacer el amor no es acto individual sino social, una representación
comunitaria que se lleva a cabo según la tradición y respetando un programa”[13].
Finalmente, en “Don Antonio” encontramos a Santiago crecido, convertido en un
jovenzuelo al que el chofer don Antonio lleva al burdel después de una
conversación acerca de la vida sexual del hombre con su mujer, del hombre con
su querida y del hombre con su puta. En este cuento hay un curioso contrapunto
entre este diálogo y la imagen dolorosa, terrible, del ternerito muerto en el
camión y la sañuda violencia del chofer.
Los
cuentos de Arguedas oscilan entre la épica y la lírica. Este vaivén los anima
de forma notable. La épica reside en los cuadros de grupo, en los movimientos
colectivos de los indios que celebran fiestas o protestan contra el patrón; la
lírica, en los abundantes cuadros íntimos, en la ternura con que se relacionan
los personajes, casi siempre niños, con el entorno, con la naturaleza, sobre
todo con los animales. Hay en todo ello una emoción franciscana con los seres
humildes y desprotegidos, víctimas del gran depredador, el propietario de
haciendas y de gente.
Mario
Vargas Llosa, en su brillantísimo estudio sobre la novela indigenista peruana,
acuñó, en la expresión “utopía arcaica”, la propuesta ideológica subyacente en
los cuentos y novelas de Arguedas. Sin detenerme a explicarlos, enumeraré las
líneas medulares de esa propuesta: 1) Los indios de los Andes peruanos son los
auténticos descendientes de los incas, por tanto, constituyen la sociedad más
antigua del espectro social y racial del Perú. 2) Estos indios desarrollaron una vida
comunitaria, conformando una sociedad de iguales y una organización no
capitalista del trabajo. En consecuencia, las estructuras de poder difieren
enormemente de las del resto del país. 3) La vida social derivada de esta
organización es virginal, idílica, pura, tanto en la relación que se establece
entre los hombres, como entre ellos y la naturaleza, una naturaleza ya
humanizada por la magia. Todos los conflictos se suscitan, por tanto, por la
intromisión de elementos y factores exógenos, como los patrones (mistis) y sus
aliados, o los extranjeros, particularmente miembros del estado peruano. El
sueño de la pureza étnica flota en estos planteamientos como una realidad
insoslayable. 4) Los dos grandes enemigos de esta sociedad son la ciudad y la
costa del Perú, que sólo la corrompen, como se ve en El sexto, su novela carcelaria.
En
consecuencia, existe en el pensamiento de Arguedas un acusado conservadurismo
cultural, maniqueísmo político y racismo al revés, que privilegia a la cultura
indígena y descalifica a las demás del arco iris socio-cultural peruano, como
lo demostró la famosa mesa redonda del 23 de junio de 1965, en Lima, cuyos
participantes, sociólogos marxistas, críticos literarios y escritores como Jorge Bravo Bresani,
Alberto Escobar, Henri Favre, José Matos Mar, José Miguel Oviedo, Aníbal
Quijano y Sebastián Salazar Bondy criticaron con dureza a Todas las sangres, la más ambiciosa novela de Arguedas, a
consecuencia de lo cual se hundió, hipersensible como era, en la depresión.
Sin
embargo, podemos afirmar, como conclusión, que ningún acierto o desliz político
podrá borrar la gran belleza de las mayores de sus obras, Los ríos profundos y algunos de los cuentos, materia de estas
reflexiones.
[1]
José Miguel Oviedo. “José María Arguedas, ‘Warma Kuyay’, en Antología crítica del cuento
hispanoamericano del siglo XX (1920-1980), p. 80.
[2]
“Primer Encuentro de Narradores Peruanos. Arequipa, 1965, en Vargas Llosa, La utopía arcaica, p. 83.
[3]
El zorro de arriba y el zorro de abajo,
“Primer Diario”, Santiago de Chile, 10 de mayo de 1968, p. 11.
[13]
Vargas Llosa, La utopía arcaica, p.
96
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