Herman Melville publicó su relato Benito
Cereno por primera vez, anónimamente y por entregas, en el Putnam’s Monthly Magazine de Nueva York,
en los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1855, es decir, cuatro años
después de la aparición de Moby Dick,
su obra magna. Lo publicó nuevamente en 1856 como parte integrante de su breve
colección de relatos The Piazza Tales
(Cuentos de la plazoleta), libro que
incluye, entre cuatro textos más, a “Las encantadas” y “Bartleby”, dos
incursiones en el mundo hispánico, y ambas, declaraciones de un pesimismo y
nihilismo radicales. La primera es una descripción animada de las islas
Galápagos, que consiste en atribuir rasgos morales a una naturaleza descrita
con melancólica complacencia. La segunda, una fantasía de la conducta, la
historia de un joven burócrata de Nueva York que, con impávida monotonía,
rehusa cumplir las tareas que se le asignan, contestando secamente: “Preferiría
no hacerlo”, frase emblemática que convierte a este relato en una parodia de la
libre elección, pilar de la democracia norteamericana.
Melville encontró el germen de la historia de Benito Cereno en el capítulo XVIII de A Narrative of Voyages and Travels in the Northern and Southern
Hemispheres, crónica de viajes publicada en Boston, en 1817, por el capitán
norteamericano Amasa Delano (1763-1823). Pero no sólo es un germen. Respetó
hasta el nombre del capitán Delano para asignarlo a uno de sus protagonistas.
Melville reprodujo la anécdota casi literalmente, y sólo cambió detalles de la
crónica, y aportó lo que es personal e intransferible en un escritor de genio:
el estilo y el modo narrativo,
entendiendo por modo no sólo el estilo sino el tono (la peculiar musicalidad de un texto), y el conjunto de
recursos, observaciones, imágenes, que hacen que en un texto exista una mirada
personal, es decir, algo más que crónica: que haya literatura.
Benito Cereno es una singular historia de piratería. La anécdota es la
siguiente: en 1799, un barco ballenero norteamericano, el Bachelor’s Delight (Delicia
del soltero), al mando del capitán Amasa Delano, anclado en la bahía de una
isla en la costa de Chile, se encuentra con el San Dominick, un velero desconocido que no muestra pabellón alguno,
y que, invadido por la suciedad y el descuido, y recubierto por una suerte de
lama, ofrece un aspecto fantasmagórico. El enigmático mascarón de proa está
cubierto por un toldo. Debajo de ese toldo hay una extraña frase castellana: Seguid vuestro jefe. (Obsérvese la
ausencia de la preposición a, que
debería preceder al objeto directo). Resulta ser un barco mercante español
cargado de esclavos negros de Senegal en una travesía de Buenos Aires a Lima.
El capitán Delano se aproxima al velero con la intención de ayudar, porque
sospecha que los españoles están en apuros. Lo recibe el capitán español Benito
Cereno -un hombre también joven, pero enfermizo, débil, hipocondríaco, sombrío
y extraño-, de quien jamás se despega Babo, su joven esclavo. Víctimas del
escorbuto y otras enfermedades, muchos negros y españoles han muerto a la
altura del Cabo de Hornos. Inmovilizado por una larga ausencia de vientos, el
velero se ha quedado anclado en la rada, sin agua ni alimentos. El capitán
Delano ofrece ayuda a su colega español, cuya conducta es extraña: habla muy
poco, sufre de desmayos intermitentes. Delano observa un ambiente enrarecido y
hechos inquietantes: el enorme descuido del barco; lo extraño de sus maniobras;
la misteriosa frase imperativa en la proa debajo de esa manta que oculta algo;
los negros, que, en la superficie, afilan hachas; un grumete español atacado
con cuchillo por un esclavo; la tiranía que ejerce don Benito sobre el fuerte y
majestuoso negro Atufal, “como si un niño llevara a un toro del Nilo por un
anillo atravesado en la nariz”; un marinero pisoteado por dos negros sin que
merezcan siquiera una reprimenda; la aduladora sumisión a su amo por parte de
todos los subordinados del barco, sobre todo los negros. Con gran técnica narrativa,
Melville mantiene el interés del lector administrando a cuentagotas la
revelación de la verdad de los hechos. Hasta muy avanzado el relato, ignoramos
lo que está sucediendo realmente en ese barco.
En la primera parte de la historia, la narración, en tercera persona,
acompaña siempre al capitán Delano, identificándose con él, con su percepción
de las cosas y su punto de vista. Los hechos tienen existencia en la medida en
que él los percibe, estratagema literaria que hace de Benito Cereno una narración colmada de reticencias, una obra
maestra de ambigüedad y suspenso. No se sabe exactamente lo que ocurre porque
tampoco el capitán Delano lo sabe.
En la segunda, los hechos se precipitan: la mascarada se desenmascara, la
verdad se revela: resulta que el capitán Benito Cereno era un rehén de los
esclavos negros, quienes se han amotinado y tomado el barco, ese “fantasmal
barco pirata”, y han exigido a los españoles emprender el regreso a Senegal.
Babo ha dirigido el levantamiento y luego se ha fingido esclavo personal y
sirviente del capitán. Debajo de la manta, como mascarón de proa, se descubre
el esqueleto colgante de don Alejandro Arana, el segundo de a bordo y amigo
íntimo de Benito Cereno, ejecutado por los negros amotinados. Pende de la
madera de la proa como Cristo de la cruz. Cuando, después de la larga visita,
Delano se retira a su barco, el Bachelor’s
Delight, Cereno salta, seguido de los pocos tripulantes españoles que le
quedan, al bote que ha de conducir a su colega a la nave, desde la cual ataca
al San Dominick y somete a los negros
y los conduce hasta Lima para ser juzgados. Allí Babo es condenado a muerte.
En la tercera, a través de la confesión notarial de Benito Cereno en Lima,
se sienta en actas su interpretación de los hechos, con todos los antecedentes
y detalles novedosos. Sin embargo, hay algo insuficiente en su relato: hecho en
primera persona, sólo transmite lo que sabe, la punta del iceberg, por lo cual
el misterio perdura. Al final podemos seguir preguntándonos qué ocurrió realmente
en ese barco.
Más allá de una fascinante historia de piratería, el texto confronta a dos
capitanes de muy distinta índole, al español católico, monárquico, sombrío,
enfermizo, hipocondríaco, solipsista; y al norteamericano protestante,
demócrata, abierto, realista, emprendedor, generoso. Confronta a dos mundos
diferentes, el anglosajón y el hispánico, pero tampoco se queda ahí. Tengo para
mí que, ante todo, trata de la profunda huella que la esclavitud deja en la
conciencia del personaje epónimo, Benito Cereno.
El propósito de este artículo es discutir la pertinencia de una
interpretación que, a mi juicio, es un modelo de sobreinterpretación. Cierto,
los libros de Herman Melville son de una enorme riqueza connotativa y poética,
particularidad que los hace susceptibles de múltiples interpretaciones. Moby Dick es un libro de tal abundancia
de alusiones y referencias, que, anotado escrupulosamente, podría ampliar casi
al doble su extensión. Joseph Conrad afirmó que en Melville no había encontrado
una sola línea sincera[1].
Lo que ocurre es que Melville decía una cosa aludiendo a otra, escribía algo
pensando en algo más y aun en otra cosa. Vivía a la vez fascinado y torturado
por este mundo, orbe poblado de signos y símbolos. Todo significa, todo quiere
significar. De ahí que sus libros se hayan prestado de maravilla a la
interpretación y aun a la sobreinterpretación. Discutir los límites entre una y
otra es también uno de los objetivos de este ensayo.
El profesor Harold Beaver, editor de Billy
Budd, Sailor and Other Stories afirma, en sus notas a Benito Cereno, que los pocos cambios de detalle y estructura del
relato de Melville con respecto de la crónica de Amasa Delano, pudieron deberse
a la lectura que el escritor hizo, durante la escritura del relato, del libro
de William Stirling The Cloister Life of
the Emperor Charles the Fifth[2].
Como sabemos, el rey Carlos I de España (emperador Carlos V del Imperio Romano
Germánico), se retiró en 1556 al monasterio de Yuste. Beaver agrega que H.
Bruce Franklin (The Wake of the Gods,
chapter 5) equipara al poder negro del barco con la Iglesia, por medio de
metáforas y referencias a la historia de Stirling y a la Biblia: se trata de un
poder mundial, representado por el Emperador Carlos V, disminuido por la sombra
de la Iglesia; casi cada rasgo de Cereno, añade, es un rasgo de Carlos. “En
esta alegoría”, concluye, “la Iglesia Católica se encarna en los esclavos
salvajes; los esclavos ponen como mascarón de proa un esqueleto del líder de su
mundo porque el líder de su mundo –que es como el líder aparente del Sacro
Imperio Romano Germánico- se compromete con una piadosa impostura crística”.
Bruce Franklin afirma que “el tema central de Melville es la caída del
poder terrenal, vista a través de la desintegración del Imperio Español, su
emperador y su simbólico descendiente, Benito Cereno”[3].
A esta interpretación se ha adherido recientemente con entusiasmo el
historiador mexicano Enrique Krauze, quien afirma que “en la cuidadosa lectura
paralela de Franklin, la identidad entre Carlos V y el capitán Cereno no sólo
se vuelve evidente, se vuelve total. La inexorable extinción de Cereno en aquel
barco fantasmal es la del emperador en el monasterio de Yuste, en las montañas
de España, hacia 1556. Carlos V se ha apartado del mundo, Cereno vive un
‘retiro de anacoreta’. El barco mismo –que lleva el nombre de la orden de los
predicadores, fundadores de la Inquisición- parecía ‘un monasterio blanqueado
después de la tormenta’”[4].
El problema mayor de esta interpretación compartida por Franklin y Krauze
es que arranca de meras similitudes para afirmar equivalencias e identidades.
No me parece legítimo afirmar que porque Melville leyó durante la escritura de Benito Cereno una historia sobre el
enclaustramiento del emperador Carlos V, se concluya que su intención en Benito Cereno haya sido mostrar
metafóricamente al decadente poder político español en calidad de rehén de la
iglesia católica, y deducir, de este encarcelamiento, una crítica a las
peculiaridades del sistema monárquico español, en contraste con la democracia
protestante encarnada por el capitán norteamericano Amasa Delano. Desde luego que es muy tentador dejarse atrapar por
la idea de confrontar las índoles contrapuestas de los dos capitanes, español y
norteamericano, y deducir, de sus diferencias individuales, una serie de
diferencias colectivas, con mayor razón si se trata de un intelectual como
Krauze, muy interesado, desde siempre, en comparar culturalmente a los vecinos
distantes. Concedamos que el capitán Cereno es una metonimia del poder
monárquico español. En su calidad de capitán del barco San Dominick (nombre híbrido que debió ser, con propiedad, Santo Domingo), representa a ese poder
político, puesto que es la máxima autoridad en el navío: es, si se quiere, el Rey en ese barco. Pero el otro término
de la ecuación es el grupo de negros esclavos originarios de Senegal que se
amotinan y toman de rehén al rey del
barco o, si se quiere, al rey en el
barco. ¿Qué nos autoriza a identificar a los negros esclavos con la iglesia
católica? ¿El color negro de su piel, acaso, semejante al hábito negro de los
frailes? Esta simple semejanza es demasiado pobre para que de allí podamos
inferir una equivalencia. Queda afuera de esta consideración la condición
fundamental, básica, de esclavos.
¿Qué nos autoriza a equiparar a unos esclavos negros con la institución de la
iglesia católica? Por otra parte, hay que tomar en cuenta el anacronismo: no
nos encontramos, en el relato, en el siglo de Carlos V, el XVI, sino en 1799,
vísperas del XIX. Las equivalencias Benito Cereno = Carlos V, y esclavos negros
= iglesia católica son, a todas luces, arbitrarias y resultados de una
sobreinterpretación. Entendemos, por cierto, que sobreinterpretar un texto es
forzarlo más allá de sus propios límites.
Pero vayamos despacio. Lo que está en juego aquí son las posibilidades y
límites de toda interpretación. Umberto Eco distingue tres instancias en la
interpretación de los textos: la intención del autor, la intención del texto y
la intención del lector[5].
Si nos basamos sólo en la intención del autor para interpretar los textos
va a ocurrir que nunca podamos concluir adecuadamente nada, por dos razones:
primera, porque el autor nunca sabe realmente lo que quiere decir, ya que es el
lenguaje el que habla en su lugar. La creación literaria, como el sueño, es una
experiencia inconsciente o, a lo mucho, un sueño voluntario, un sueño dirigido,
pero sueño al fin. Cervantes declaró que su intención al escribir Don Quijote era “deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías”. Sin
embargo, como todos sabemos, la intención se le fue de las manos, y el
resultado fue mucho más que una mera invectiva contra los libros de
caballerías; segunda, porque el lector casi nunca sabe cuáles son las
intenciones del autor al redactar un texto, sobre todo si se trata de un autor
al que el lector no tiene ninguna posibilidad de interrogar. Por otra parte, la
intención del emisor sólo interesa en la conversación: “¿qué quieres decir?”,
solemos preguntar a nuestro interlocutor a fin de obtener una respuesta
satisfactoria. A un autor no le preguntamos eso porque no es un interlocutor
sino sólo un emisor. Lo más grave de la intención del autor es que es
pre-textual, anterior al texto, e ignora el papel, no sólo del texto, sino del
lector en la producción del sentido. En Bruce Franklin hay una interpretación
de Benito Cereno a partir de una
conjetura: la de que el libro de Stirling influyó en la redacción de Benito Cereno. Y aunque esa conjetura
fuera una evidencia, no nos dice lo suficiente acerca de la intención del
texto. Entre la intención de Cervantes –declarada, evidente- de desmitificar
los libros de caballería y la incomparablemente más rica y compleja intención
del texto Don Quijote hay mucha
distancia.
La intención del texto es la instancia más
adecuada. Se alza entre la intención del autor (difícil de descubrir, como
hemos visto, e irrelevante a la hora de interpretar el texto) y la intención
del lector (que sólo es eso, un intérprete). El texto está ahí, en la página,
independiente del autor y del lector, y sólo es conocido por un intérprete a
través de la operación lectora. Se ha puesto a circular y ya no le pertenece
tanto al autor como al lector. Sin embargo, la intención del texto es la noción
más abstracta de las tres, la más necesaria pero la más difícil de definir,
pues no todos los textos declaran sus intenciones, en cuyo caso es preciso
llegar a ellas mediante el análisis del discurso. Siempre serán descubiertas a
través de un lector, de un intérprete. Pero esta intención es el resultado de
la transacción entre lo que el texto dice y el lector modelo que ese texto exige (el lector para el que el texto fue
escrito). Si, como Eco afirma, la intención del texto no aparece en la
superficie textual y hay que decidir “verla”, “sólo es posible hablar de la
intención del texto como resultado de una conjetura por parte del lector. La
iniciativa del lector consiste básicamente en hacer una conjetura sobre la
intención del texto”[6].
En consecuencia, lo que estamos viendo a través de la lectura no es la
intención del texto sino la intención del lector que hace conjeturas acerca de
la intención del texto. Sin embargo de esta aparente dificultad para definir la
intención del texto, éste está allí, inobjetable, transparente incluso,
susceptible de ser sometido al análisis del discurso, que revele lo que las
palabras esconden. En suma, si la intención del autor es inaccesible y la del
lector discutible, la del texto es transparente, aunque no siempre fácil de definir.
Volvamos a
Franklin y Krauze. Lo que proponen, en suma, es que Benito Cereno es una metáfora del poder monárquico español de
Carlos V, aprehendido por el religioso de la Iglesia Católica. Pero llegan a la
propuesta basándose en la lectura -real o supuesta, no importa- que Melville hizo del libro de Stirling sobre
Carlos V, es decir, basándose en la presunta influencia de un texto leído
durante la redacción de Benito Cereno.
Lo paradójico es que su sobreinterpretación no pretende forzar el texto mismo
más allá de sus límites, sino apelar a una presunta intención del autor, es
decir, leer la intención del autor (cualquiera que ésta fuere), no del texto.
De la lectura que Melville hizo del libro de Stirling acerca del
enclaustramiento del emperador Carlos V se deduce, según ellos, que el capitán
Benito Cereno es el emperador, que el
barco es el claustro de Yuste y que
los esclavos negros de Senegal son la
Iglesia Católica. Esta última equivalencia es, como he afirmado ya, aventurada,
más aún, insostenible. Y si esta equivalencia no funciona, toda la
interpretación de Franklin se viene abajo. Como toda interpretación, ésta constituye un nuevo
texto, sólo que conforma un texto paralelo al de Melville, literalmente montado sobre el original, y sin otra conexión con él que la
supuesta lectura que Melville hizo del libro de Stirling. La lectura de
Franklin transforma a tal punto el texto original que lo vuelve casi
irreconocible.
Examinemos las
posibles conexiones entre el texto de Franklin y el de Melville. El nombre del
emperador Carlos V aparece citado una sola vez en Melville y sólo como símil de
un gesto de Benito Cereno:
Aun los informes oficiales que,
según el uso marinero, le presentaba {a Cereno}
en los momentos oportunos algún subalterno (fuera blanco, mulato o negro),
eran
objeto de su desdén hostil, que
expresaba al recibirlos con claras muestras
de impaciencia. Su actitud en tales
ocasiones era, por su altivez, como la que
se podría haber supuesto en su
imperial compatriota Carlos V antes de renunciar
al trono para vivir como un
anacoreta[7].
En el texto de
Melville no hay más. Todos los demás vínculos entre el monarca español y el
capitán depuesto son meras suposiciones de Franklin. El hecho, por ejemplo, de
que Benito Cereno se recluyera en sus últimos días, como Carlos V, en un
monasterio de Lima, no es argumento suficiente para demostrar que Benito Cereno
es, metafóricamente, Carlos V.
Me parece que
la interpretación de Franklin no nos dice lo que el texto significa, sino que
más bien nos habla –si decidimos creer en las equivalencias Benito Cereno = Carlos V / los negros
esclavos = iglesia católica- de una etapa
en la producción del texto, de un momento, probablemente rico, de su gestación.
La lectura del libro de Stirling era reciente; no dudo que haya dejado una
huella en el sensible Melville. Pero en el texto, el nombre de Carlos V aparece
sólo como una breve alusión, ni siquiera como referente metafórico y menos aún
como personaje. De ahí que me parezca inaceptable la afirmación de Krauze según
la cual la identidad entre Carlos V y el capitán Cereno se vuelve, no sólo
evidente sino total. Creo que el afán de ver el texto desde la perspectiva
hispánica le hizo forzarlo.
He procurado
mostrar por qué la interpretación de Franklin es inadecuada. No creo
conveniente hablar aquí de corrección o incorrección interpretativa sino de pertinencia. Rechazo, por principio, las
interpretaciones timoratas, que arriesgan poco o nada, sobre todo porque son
poco imaginativas. Líneas arriba califiqué de aventurada la interpretación de Franklin y de Krauze, y creo que,
por serlo, resulta provocadora. Tanto, que ha dado lugar a mis reflexiones, que
me ha llevado a distinguir nociones teóricas fundamentales como las intenciones
del autor, del lector y del texto. Aquella interpretación me ha parecido
inadecuada e impertinente. Si no es pertinente, ¿cuál lo es, o, mejor, cuáles
lo son? ¿Su no pertinencia garantiza la pertinencia de otras?
Evidentemente,
la pertinencia de una interpretación se funda en el examen de la intención del
texto.
Frente al
dudoso acercamiento de las identidades de Benito Cereno y del emperador Carlos
V, permanece, incontrovertible, la afirmación de que Benito Cereno es Benito Cereno, es decir, un capitán
español de navío, cuya mente queda oscurecida por la revelación de la maldad
–desde su punto de vista- de los negros esclavos. Benito Cereno es un personaje
marcadamente melvilleano: secreto, sombrío, introvertido, hipocondríaco,
solipsista, melancólico, en conflicto con un mundo que no comprende y al que de
antemano considera perverso. Su fe católica parece ser vivida con ese
catolicismo sombrío que definió a Felipe II y su época, aunque en el relato ya
estamos en 1799. De igual modo que para los puritanos del norte, para él el
pecado y el mal constituyen el trasfondo último de la naturaleza humana. Sus
desmayos intermitentes ante el capitán Delano y el falso sirviente Babo son
tragicómicos, y el comentario final del narrador ante su muerte en Lima es de
una ironía cruel: “más allá del puente del Rímac, hacia el monasterio del Monte
Agonía, donde, tres meses después de ser licenciado por el Tribunal, Benito
Cereno, llevado en un ataúd, siguió, efectivamente, a su verdadero jefe”[8].
“Seguid vuestro jefe”, hay que recordar, es el texto macabro escrito en tiza
por los negros en la proa del barco, debajo del esqueleto de Arana, y alude,
también irónicamente, a la frase de Jesucristo: “Seguidme”. “Seguid a vuestro
jefe”, es decir, seguid al jefe muerto, o seguid a la muerte, y, en otro
sentido, “Seguid a Jesucristo”, el crucificado del mascarón de proa.
El capitán
Delano es su contraparte norteamericana: un hombre sano, demócrata y generoso,
confiado y algo ingenuo –su confianza e ingenuidad le impiden ver lo que está
pasando realmente en el barco. Sin embargo, él y Cereno coinciden en un punto
central: ambos son esclavistas y les parece inconcebible que un grupo de
esclavos negros se haya amotinado y tomado el barco. Les parece inimaginable y
una perversión, una violación del orden natural de las cosas. Aquí la mirada de
Melville es ferozmente crítica. Babo, que es ejecutado en Lima y siempre
desafió a sus jueces con la mirada, pareció, aun después de muerto, mirar hacia
donde estaban enterrados los huesos de Arana y hacia donde estaba el convento
al que se retiraría Benito Cereno para morir. Los esclavos, dicho sea de paso,
eran originarios del occidente de Africa, donde habitaban cerca de las minas de
oro de lo que hoy son Sudán Occidental, Benin, Guinea, Senegal y Costa de Oro,
que eran zonas de gran desarrollo metalúrgico. Esta población negra de Africa
no sólo era fuerte, sino que poseía ancestrales conocimientos del oro. Fueron
traídos a las Indias para reemplazar a los indios en los trabajos en las minas,
para los cuales aquéllos eran muy vulnerables.
Ahora bien, lo
que el texto Benito Cereno presenta,
de manera cristalina, es la historia de la rebelión a bordo de un grupo de
esclavos negros contra sus amos españoles, y la huella que esta rebelión deja,
tanto en su amo, el capitán Benito Cereno, como en el capitán norteamericano
Amasa Delano. Lo que está en cuestión es el significado
que este amotinamiento tiene sobre los dos, la marca que deja el impacto sobre
sus conciencias. Ambos la desaprueban y quisieran combatirla, obviamente. Benito
Cereno es la víctima, el padre contra quien esos hijos insumisos se han
rebelado y al cual incluso han aprehendido. Él nunca podrá encarárseles, salvo
al final, cuando hace la confesión notarial en Lima. Y aun allí se limita a
referir los hechos como víctima, siempre desde un estado de debilidad y
decadencia de las fuerzas físicas y morales. El capitán Delano, más distante
del drama –pues sólo es un testigo que estuvo a punto de ser víctima y desde
cuyo punto de vista se narra la acción- no pasa de manifestar una amable y
generosa solidaridad de clase con el capitán español. Pero las páginas finales
del relato atribuyen al negro Babo una gran fuerza, semejante a la de un héroe
trágico, como si esas páginas tomaran partido por él, frente a un Benito Cereno
cada vez más disminuido física y moralmente.
Así llegamos al
gran enigma del relato. En las páginas finales, poco después de recibir un
reconocimiento de gratitud de Benito Cereno, el capitán Delano le pregunta qué
es lo que ha proyectado tal sombra sobre su espíritu, a lo cual responde aquél,
con significativo y enigmático laconismo: “El negro”. El negro es quien ha
proyectado tal sombra sobre su espíritu, es decir, quien lo ha vuelto
melancólico y lo ha puesto en un conflicto insoluble. ¿Quién es el negro, aquí? ¿Es el individuo Babo o
el conjunto plural de esclavos y que podrían ser más o menos? ¿Qué o quién ha
dejado una huella tan terrible en el espíritu de Cereno? ¿Acaso la certeza de
la maldad de los hombres vista en los negros, o más bien la revelación de la
intrínseca injusticia y perversión del sistema de esclavitud, con el agravante
de haber sido él, Benito Cereno, uno de sus agentes? ¿Es esta certeza la que lo
conduce a recluirse en el convento, para purgar una culpa indecible e
insoportable? ¿Cuál es la clave de su enfermedad moral, de su tortura interior?
A Melville le gustaba mantener como enigmas las claves de la conducta de sus
personajes. Así lo hizo en una narración tan breve como “Bartleby”, así también
en un monumento narrativo como Moby Dick.
Benito Cereno no es la excepción.
Aquí lo no dicho y la ambigüedad confieren al relato una intensidad y
significación muy especiales. Esos negros que afilan sus hachas en la cubierta
de un barco al que han puesto como mascarón de proa el esqueleto del mejor
amigo de un capitán tomado como rehén, constituyen, sin duda, una imagen cruel
y amenazadora para los otros, los blancos, los esclavistas. Vista la acción
desde los ojos del capitán Amasa Delano, parece natural que esos negros sean
esclavos, es más, parece normal el sistema de esclavitud. Y lo anormal, lo
escandaloso, es que esos negros se rebelen, se amotinen y tomen el barco
exigiendo que el capitán los regrese a su patria, Senegal. “Para el teórico
político Benjamin Barber”, escribe Krauze, “Delano encarnaría la opacidad moral
de la ‘inocencia americana’, insensible ante la presencia del mal al grado de
no tener ojos para la esclavitud, ni para la revuelta contra la esclavitud”[9].
“En el mismo sentido”, prosigue Krauze, “el gran autor negro Ralph Ellison,
autor de la estrujante novela El hombre
invisible, atribuye a Melville el deseo de revelar ‘la profunda ignorancia
del hombre blanco frente al drama de la esclavitud: al silenciar la voz del
hombre negro a todo lo largo de la novela, reconoce que la historia toda de la
esclavitud en el Nuevo Mundo es, en verdad, inexpresable”[10].
De modo que Melville, con gran sentido crítico, supo revelar el lado de sombra
en la conciencia del capitán Benito Cereno, quien sufre intensamente la
presencia de Babo, el esclavo. Es una presencia que le resulta intolerable. Aun
en las páginas finales, a la hora de la sentencia de muerte que los jueces de
Lima pronuncian contra Babo, el capitán español rehusa mirarlo porque no
resiste su mirada. ¿Orgullo herido o sentimiento de culpa? Aquí el texto es
ambiguo porque también el personaje lo es. El texto es elíptico porque también
el personaje es reservado. El texto no sabe más que el personaje del que habla.
Es un texto discreto, que no concluye sino sugiere. Quizá a esta ambigüedad,
este misterio, esta reserva de Benito Cereno se refiere Borges cuando afirma
que “hay quien ha sugerido que Herman Melville se propuso la escritura de un
texto deliberadamente inexplicable, que fuera un símbolo cabal de este mundo,
también inexplicable”[11].
Como quiera que sea, el tema de este relato sombrío parece ser, no tanto la
esclavitud misma como su repercusión en la conciencia de un esclavista que se
avergüenza mortalmente de serlo y que tampoco se atreve a confesar esta
vergüenza. Este costado contradictorio, lúgubre y sombrío de la literatura
norteamericana volverá a aparecer más tarde en escritores tan ilustres como
Ernest Hemingway, Eugene O’Neill, William Faulkner o Tennessee Williams, en
quienes, como en Melville y en su Benito Cereno, se agitan oleadas de
sentimiento de culpa.
BIBLIOGRAFÍA
Beaver, Harold. “Introduction and notes to
Billy Budd, Sailor & other Stories”
by Herman Melville. Harmondsworth (England), Penguin Books, 1975. pp. 9-55 y
443-455.
_____
“Introduction and notes to Moby
Dick by Herman Melville. Harmondsworth (England), Penguin Books, 1972. pp. 7-65.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente. Buenos Aires,
Hyspamérica, 1985. pp. 9-10.
Eco, Umberto. Interpretación y sobreinterpretación, con colaboraciones de Richard
Rorty, Jonathan Culler y Christine Brooke-Rose. Compilación de Stefan Collini.
Madrid, Cambridge University Press, 2002.
172 pp.
Krauze, Enrique. “Lecturas de Herman
Melville”, en Letras Libres, No. 110,
febrero de 2008, pp. 20-24.
Melville, Herman. “Benito Cereno”, en Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el
escribiente. Buenos Aires,
Hyspamérica (Biblioteca personal Jorge Luis Borges), 1985. pp. 11-120.
Onís, José de. Melville y el mundo hispánico. Barcelona, Editorial Universitaria
(Universidad de Puerto Rico), 1974. 143
pp.
Rivas Iturralde, Vladimiro. “‘Bartleby’ y
‘Las encantadas’ de Herman Melville: dos manifestaciones del nihilismo” en Mundo tatuado, Quito, Paradiso,
2003. pp.15-25.
_____
“Moby Dick: el mundo tatuado”, en Mundo
tatuado, Quito, Paradiso, 2003. pp.
26-58.
Weaver, Raymond. “Introducción a Benito Cereno; Las encantadas; Bartleby, el
escribiente, y Billy Budd”. México, Novaro, 1968. pp. 9-53.
[1] Joseph Conrad. Carta a Sir Humphrey Milford, 15 de enero de 1907, en
Harold Beaver. “Introduction” to Moby
Dick, p. 20
[2] Harold Beaver. Nota a “Benito Cereno”, en Herman Melville. Billy Budd, Sailor & other Stories. pp. 450-451
[11] Jorge Luis Borges. “Prólogo a Benito
Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente”, p. 10
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