Muerto
un escritor, su obra cumplida, empieza a examinarse su legado. Digo que sólo
empieza, porque cuando se trata de una obra tan vasta y diversa como la de
Carlos Fuentes (1928-2012), esta valoración –que irá modificándose con el
tiempo- tardará años en hacerse. Por esta razón, invito al lector a adjudicar a
mis palabras el valor meramente provisional que merecen.
Quizá
lo más llamativo de la obra de Fuentes eran su don verbal, cosmopolitismo y una
ambición que no siempre alcanzaba sus objetivos. Autor prolífico, desmesurado,
dejó más de sesenta libros que conforman una obra desigual, con grandes aciertos
en sus comienzos y grandes falencias en sus últimos años, cuando se dedicó a
publicar uno o dos libros por año con una ansiedad balzaciana que le impedía
corregir y pulir adecuadamente sus escritos.
Cuando
pregunto a mis amigos mexicanos, escritores y profesores, qué libro salvarían
de Carlos Fuentes, hay unanimidad en la respuesta: La muerte de Artemio Cruz, de 1962. Es una novela experimental a la
vez que madura, quizá el más maduro de sus libros. La historia se narra desde
múltiples puntos de vista: desde el yo, el tú y el él y con una técnica de
entrecruzamiento de los tiempos muy bien aprendida de Faulkner. Muchos de sus libros
han envejecido prematuramente, incluido su mural de la Ciudad de México y obra
más famosa, La región más transparente,
de 1958. Sus novelas son ensayos sobre la identidad mexicana a través de los
mitos del pasado en su doble vertiente, azteca y española. Esa búsqueda
obsesiva de la identidad posee también un trasfondo autobiográfico: hijo de un
diplomático, nació por accidente en Panamá y se educó en París, Suiza y Estados
Unidos. Estuvo, itinerante, en Montevideo, Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago
de Chile y Quito. Pero siempre quiso
ser mexicano. Aprendió a leer, dijo una vez, sentado en las piernas de Alfonso
Reyes, diplomático como su padre. Estudiante en Washington, siempre viajero y dueño
de una sofisticación europea, tuvo que reaprender la mexicanidad. Desarraigado,
turista en su propia tierra, a ella volvía para escuchar y recuperar el habla
mexicana y medir su tiempo, tomarle el pulso a la sociedad y cultura de su
patria. Pero, ante todo, la búsqueda de Fuentes fue la del intelectual latinoamericano
que sale de la adolescencia y busca qué ser, cómo ser, en la vida adulta, en el
banquete de la cultura occidental, al que ha llegado tarde. Y su voracidad intelectual
era ilimitada: como Octavio Paz, bebió de todas las fuentes y nunca dejó de escribir
como un advenedizo de la cultura de Occidente. De ahí su permanente vaivén
entre nacionalismo y cosmopolitismo.
Como
novelista y cuentista, lo que más convence son sus páginas de narración pura:
sus cuentos de Cantar de ciegos y de Agua quemada, su novela corta Aura; desde luego La muerte de Artemio Cruz, o esa linda novela tradicional,
decimonónica, que es Una familia lejana,
casi perfecta en su género. En esta novela, como también en Las buenas conciencias, Fuentes se acepta
como un narrador eficaz, escrupuloso y realista sin pretensiones de
trascendencia mítica. Y entonces encuentra un tono justo. Se trata de
narraciones muy cuidadas y rigurosas, formalmente perfectas. Sus libros
monumentales, los más ambiciosos, como Cambio
de piel, Cristóbal Nonato y sobre
todo Terra Nostra, son, en cambio,
profesionalmente barrocos, desmesurados y de una desmesurada banalidad. Carentes
de frescura narrativa, exploran, ensayísticamente, la presencia de lo hispano y
lo azteca en la cultura mexicana, o la suerte futura del país. Pero hay
demasiadas palabras, una locuacidad innecesaria. Terra Nostra es la gran reflexión sobre el destino de la España
medieval y renacentista que dio origen a nuestro ser americano. Es demasiado
extensa e innecesariamente complicada –no compleja- para leerla sin la ayuda de
un largo tiempo libre, como un año sabático. Novela barroca, a menudo
insustancial, posee, sin embargo, fragmentos memorables. De entre tanta paja en
sus ochocientas páginas, cabe rescatar, por ejemplo, las apasionadas y casi
alucinantes que narran el vagabundeo de Juana la Loca con el cadáver de Felipe
el Hermoso por los campos de España. En su excelente ensayo Cervantes o la crítica de la lectura,
suerte de síntesis de La realidad histórica de España de
Américo Castro, están contenidas las ideas que desarrollará novelísticamente
–pero con demasiadas palabras- en Terra
Nostra.
Su
narrativa está siempre plagada de signos y referencias culturales, que la
convierten en una forzada y obsesiva metaliteratura. Es un teatro de signos. Nadie
ni nada quiere permanecer en su ser. A ningún personaje le basta con ser un
personaje. Necesita ser también una referencia histórica o mítica. Si un
personaje se llama Emiliano, encarnará de alguna manera el destino de Emiliano
Zapata. Si dos personajes hacen amistad en un vuelo internacional, se las
arreglarán para encarnar a dos héroes griegos o troyanos en viaje hacia Troya o
Italia. Si dos personajes se abrazan, fingirán representar el abrazo de
Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero. Nunca faltará en su
novelística una encarnación (o reencarnación) simbólica del joven Cuauhtémoc o
de Hernán Cortés, o una situación en la que un adulto y un menor encarnen a
Ulises y Telémaco. Se trata de esa “logomanía mitologizante” de la que José
Joaquín Blanco acusaba a Terra Nostra.
Hay en sus procedimientos narrativos una suerte de repetición paródica y hasta
indigestión de los utilizados por Joyce en su Ulysses, en el que un grupo compacto de personajes reviven en el Dublín
del siglo XX la Odisea homérica.
Las
novelas de Fuentes son, de una manera u otra, históricas. Y poseen más los
defectos que las virtudes de las novelas históricas. En vez de reconstruir el
pasado, a la manera, por ejemplo, de Ivanhoe
o La guerra y la paz, lo recrean
a partir del presente, desde el presente, en el que se encarna el pasado, lo
cual no es un error. En virtud de esta recreación, historia y mito se
encuentran en el presente. O, como en Cristóbal
Nonato, el futuro está en el presente, a través de una narración
predictiva. Es, si se quiere, la historia del porvenir. El problema es que
nunca hay naturalidad en ese encuentro de tiempos, sino siempre algo forzado y
obligatorio. Esta obligatoriedad infunde, incluso a sus libros más afortunados como
Aura, de algo que nos conduce a la
incredulidad. Nunca, en Fuentes, la incredulidad del lector se suspende.
Siempre estamos dudando de él. De Borges, por ejemplo, de Rulfo, Vargas Llosa o
García Márquez, no dudamos nunca o casi nunca. El problema, como lo he afirmado
ya, es que los personajes de Fuentes posan
ante el lector para ser leídos como mitos y símbolos, es decir, como algo más
de lo que son.
Además
de la presencia española en la cultura mexicana, al escritor le ocupó otra
situación fundacional: la Revolución mexicana, movimiento que parió al México
moderno. Y en su narrativa se mostró como un crítico de la Revolución y,
particularmente, de esa burguesía que, después de la fase bélica, se adueñó de
los destinos de la nación. Es, a su manera, un novelista de la Revolución, un
narrador que cierra la cadena Mariano Azuela – Martín Luis Guzmán – Agustín
Yáñez - Carlos Fuentes. En esta línea es donde hay que destacar la aportación
de La muerte de Artemio Cruz, novela
postrevolucionaria en la cual la experimentación, la densidad intelectual y
humana alcanzan un punto de equilibrio y expresividad.
Como
cuentista, Fuentes es tan desigual como en sus novelas. Tiene cuentos
antológicos como “La muñeca reina” o “Las mañanitas” pero también intolerables
como “El prisionero de las lomas”. Su verbosidad, su falta de rigor y
contención le llevan a cometer errores elementales, que conspiran contra la
verosimilitud de sus relatos. Tomemos como ejemplo Agua quemada, que, pese a todo, es un buen cuarteto de cuentos, con
la Ciudad de México como telón de fondo, tema y personaje. El primero de la
colección se llama “El día de las madres”, y muestra a tres generaciones de
hombres: el abuelo, un general retirado de la Revolución; el hijo, un
profesionista tan divorciado del padre como del hijo; y el nieto, un junior, capaz de escuchar las nostalgias
revolucionarias del abuelo, a quien saca de su mansión de las Lomas del
Pedregal y lo lleva a una noche de bohemia, prostitutas incluidas. Todo iba
bien hasta que se le ocurre a Fuentes poner en boca del frívolo muchacho, con
estilo sentencioso y ensayístico, sus propias y muy sesudas ideas acerca de la
Ciudad y el país entero. No se trata de esa estrecha colaboración que suele
darse entre el narrador y el personaje para que ambas voces sean expuestas en
el texto con verosimilitud. Se trata de un atentado contra el punto de vista:
la voz del escritor desplaza al personaje, lo borra por un buen tiempo del
texto.
Fuentes
pecó de locuaz y verboso: hablaba y escribía demasiado, haciendo caer con
arrogancia y ostentación sobre el lector todo el peso de su escritura. Hay una
inocultable soberbia en sus páginas. En sus antípodas están la humildad y la
discreción de un Kafka o un Rulfo, cuyos silencios y reticencias eran tan
musicales como sus breves palabras. Se siente en ellos el pudor y la vergüenza
de escribir, el dolor y la culpa de escribir. En Fuentes hay todo lo contrario:
soberbia, arrogancia, verbosidad. Sus novelas últimas se vendían como pan
caliente pero ya nadie las soportaba. Es casi unánime la experiencia en México de
haber empezado a leerlas y abandonarlas a las primeras páginas. Me ocurrió, por
ejemplo, con Los años con Laura Díaz,
de una banalidad lingüística alarmante. No hay una idea que nos enriquezca, un
adjetivo o una frase que nos sorprenda, un giro lingüístico que nos atrape. Se
percibe muy pronto el peso de la rutina Sus juegos de palabras son predecibles.
Fuentes prefería ser abundante y caudaloso a cuidadoso y pulcro. Apenas corregía y pulía sus textos.
Estupendo
ensayista, su inteligencia brilla, no sólo en sus ensayos literarios y
políticos, sino en sus mejores páginas narrativas –cuando esas páginas adquieren
también densidad teórica y no sólo narrativa-, y en las reflexiones de sus
novelas –cuando esas reflexiones ocupan el discreto y justo lugar que les
corresponde dentro de la narración-.
En
suma, Carlos Fuentes deja una obra vastísima, desigual, barroca, caudalosa pero
descuidada, interesante en sus primeros veinte años, pero hinchada, repetitiva
y fatigada en sus últimos treinta. De cualquier manera, constituye un documento
narrativo y ensayístico importante sobre el desarrollo de la cultura mexicana
en el siglo XX. Narrador poco sutil, abusó de su don verbal, usó el lenguaje
como una fuerza ostentosa para imponerse al lector, siempre con la pretensión
de convertir en mitos –aunque sea por asociación- las humildes contingencias de
la vida.
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