Queridos paisanos y amigos:
Cuando hace unas semanas recibí de los directivos de la Casa de la Cultura
de Latacunga la
noticia de que,
aprovechando mi corta visita a Ecuador, me ofrecerían un homenaje, mi primera ocurrencia -y en estos términos les
contesté- fue que yo no había hecho nada para merecerlo, que no había hecho
nada, que yo era inocente. Sin embargo, me resigné a este homenaje, que al fin
decidí aceptar con inmensa gratitud. Nunca imaginé que un día regresaría de mi
exilio voluntario en México a mi tierra natal para ser homenajeado por ella.
Este homenaje
me ha hecho volcarme sobre mí mismo como ente de cultura. Puedo decir que a la
cultura he dedicado mi existencia, a ella he dedicado lo mejor de mí, pues, con
el paso del tiempo, he ido adquiriendo la dolorosa conciencia de que todo es
efímero y transitorio, pero también la convicción jubilosa de que sólo la
cultura da sentido a la existencia. La cultura, es decir, ese conjunto de
valores y creaciones de toda índole que a los hombres nos identifican con una
historia, una raíz de la cual arrancamos y que, por su carácter permanente, nos
sostiene en el tiempo y sobre el olvido.
Sin embargo, debo reconocer de modo autocrítico, que, aunque he publicado
nueve libros y numerosos artículos y he editado textos de otros, y he hecho
traducciones, no veo en la mía propiamente una obra. A pesar de los elogios de mis críticos, veo libros
publicados, aquí y allá. Pero no acabo de ver una obra suficientemente unitaria y consistente. Quizá por eso tengo
razón al afirmar que no he hecho nada y que, en realidad, estoy siempre
empezando. Debo añadir, sin embargo, que eso de estar siempre empezando, no es
tan mala señal. Significa que mi actitud frente a la creación literaria está
marcada todavía por un entusiasmo casi juvenil. Y es verdad, ese entusiasmo me
ha permitido seguir explorando caminos en la literatura, escribir cuentos cada
vez más sinceros y armarme del valor suficiente, por ejemplo, para destruir, a
mi edad, una novela en la que trabajé varios años y que me pareció fallida,
insatisfactoria. Pero nadie me quita lo bailado: disfruté mucho escribiéndola,
lo pasé bomba, aunque al final decidiera no publicarla. Es que, en el fondo,
escribo para divertirme, para pasarla bien. Amo las palabras como a mí mismo y
he vivido para jugar con ellas, organizarlas y ponerlas a significar.
Tuve la suerte de haber nacido en la casa de mis padres, no en un hospital,
en una época en que la salud no era un objeto de negocio como lo es ahora.
Atendió a mi madre, según me contó ella, el muy conocido Dr. Lanas, quien
también se ocupó de mis males de infancia. Nací el 5 de junio de 1944, día
histórico por varias razones; primero, porque ese fue el día D, el día del desembarco
de las fuerzas aliadas en las playas de Normandía, gesta que inició el derrumbe
de Alemania, de modo que vine a este mundo en paracaídas; segundo, por ser un
aniversario más de la Revolución Liberal ecuatoriana –circunstancia que definió
en parte mi vocación laica y que siempre
fue motivo de orgullo mío y de mi padre, quien se atrevió a llamarme Vladimiro
en homenaje a Lenin, en una ciudad marcada por una beatería garciana-; tercero,
porque es el día universal del Medio Ambiente, circunstancia que también marcó
mi vocación ecologista; y cuarto, lo digo sin ironía, porque ese día nací yo.
La raíz cultural que he mencionado posee una doble dimensión: la
histórico-geográfica, por una parte, y la literaria, por otra. La primera
estaba allí, de un modo fatal, inevitable, rodeándome: en el aire andino que
respiraba; en las paredes de piedra pómez que me encerraban; en los alimentos
terrestres que me nutrían; en el olor a incienso de las iglesias que inundaron
mis primeros años de miedo a la vida y a la muerte; en este espacio desmesurado
que invitaba a la contemplación quietista; en esta tierra fría y sísmica en que
vivía, rodeada de montañas, de nevados resplandecientes que yo veía las mañanas
luminosas de camino a la escuela. De esta naturaleza benéfica me apropiaba
bañándome en los ríos, trepando a los árboles y robando sus frutos, montando en
burro, saltando las acequias. Pero estaba también, rozándome, tocándome,
penetrándome, la geografía humana, esto es, el habla y la cultura quichua, por
una parte –esos tiernos y entrañables quichuismos que vertí en algunos de mis
textos, “taiticu”, por ejemplo- y estaba, por otra, una cultura mestiza que
habría de marcarme de por vida, dejándome la difícil tarea de hacerme cargo de
sus casi insuperables contradicciones. Fui testigo de una lacerante desigualdad
social y, siendo beneficiario por nacimiento de esta desigualdad -pues provenía
de dos familias patricias, los Rivas y los Iturralde- acabé también
convirtiéndome en su víctima. Pertenezco a una minoría de acomodados que no
puede ni debe cerrar los ojos a las contradicciones de su clase social, sino
que debe procurar enfrentarlas con lucidez. ¿De qué maneras? Primero,
reconociendo, con los sentidos bien abiertos, su lugar en una sociedad injusta.
Segundo, poniéndose al servicio de las clases menesterosas y oprimidas, es
decir, traicionando a su propia clase social. Y esta es una tarea
revolucionaria. Sin vocación para tal tarea, me he limitado, como tantos otros,
a mirar con simpatía los movimientos políticos y los proyectos de nación que
intentan cambiar el orden de cosas. En México llamamos a este grupo la cofradía
de los ojalateros: “Ojalá caigan los caciques de provincia”, “Ojalá el pueblo
se levante contra las injusticias”, “Ojalá se terminen las desigualdades
sociales”.
Pero más inmediata y próxima, estaba la biblioteca de mi padre, que desde
muy temprano me ofreció los primeros anuncios del paraíso. Él era abogado y en
cada viaje a Quito regresaba, para dicha nuestra, cargado de libros, aunque no
todos los leía. Recibía, por entregas, unos fascículos sobre la Primera Guerra
Mundial, cuyas imágenes nos impresionaron vivamente a mí y a mis hermanos. En
nuestra precoz sed de viaje,
coleccionábamos mapas, afición que nos hizo despedazar parcialmente esos
fascículos al desprender de ellos los mapas para formar nuestros propios
álbumes geográficos. Al descubrir el daño, mi padre nos castigó cerrando con
llave su biblioteca. Como nos quedáramos temporalmente sin lecturas, nos
dedicamos a ahorrar los centavos dominicales para comprar libros. Con una
dedicación y lealtad dignas de mejor suerte, dimos en comprar aventuras del
oeste norteamericano escritas a vuelapluma por un inescrupuloso comerciante
español llamado Marcial Lafuente Estefania. Su lenguaje era divertido:
“Apártate, espetó Brown”; imagínense a un vaquero gringo amenazando: “Como
sigas jodiendo te doy una hostia, dijo Hoffman”. Mi padre sorprendió nuestras
lecturas, hojeó uno de esos libros, nos clavó la mirada y nos dijo, con
sabiduría: “Hijos, la vida es demasiado corta para leer pendejadas”, y nos
volvió a abrir la biblioteca. Entonces descubrimos, con felicidad, a Julio
Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Stevenson, Edgar Allan Poe, Charles
Dickens, Mark Twain, Las mil y una noches, Oscar Wilde, Walter Scott, que poco
más tarde serían Balzac, Dostoyevski, Tolstoi, Flaubert, Maupassant, la Biblia
(en la clásica traducción de Cipriano de Valera). De esas historias derivaron
algunos de nuestros juegos infantiles más imaginativos. Con un carpintero de
San Felipe, el maestro Rafael, mandábamos a hacer las armas blancas que
aparecían descritas en nuestros libros: floretes, sables, cimitarras, alfanjes,
fielmente copiadas de los libros. Esas armas, además, nos remontaban a un
pasado de tierras remotas, pasado irreal e inventado a partir de las historias
que habíamos leído. Como Don Quijote, transformábamos las quintas de nuestros
parientes y amigos de Colaiza en las
fortalezas que debíamos tomar. Nos apropiábamos de identidades ajenas,
suscitándose anécdotas deliciosas en las que se entremezclaban realidad y
fantasía: en la guerra de los Rivas contra los Pazmiño y los Izurieta, por
ejemplo, cada uno de nosotros ostentaba un grado militar. El mayor de nosotros,
mi primo Miguel, era el general Rivas; mi primo Alfonso, el coronel; mi hermano
Ramiro, el capitán; yo, el sargento y el menor, Fernán, el cabo. En pleno campo
de batalla, a las puertas de nuestra fortaleza casi tomada por los enemigos,
muertos casi todos, sólo sobrevivían el general y el capitán. Pero el general
se estaba batiendo solo con su espada contra una pléyade de enemigos. Mi primo
Miguel, viéndose inexplicablemente solo, preguntó, angustiado, “¿dónde está el
capitán Rivas?” “Se fue a tomar la leche”, informó alguien, ante lo cual el
general arrojó, enojado, la espada al suelo exclamando: “Carajo, ya perdimos la
guerra”. De este modo, el esquema quijotesco funcionaba a la perfección: no
sólo habíamos ingresado nosotros en la literatura, sino que la literatura, con
sus múltiples espadas, había invadido la realidad.
Mi padre debe haber sido el único en Latacunga, y quizá en toda la
república, que se había suscrito a la revista Sur de Buenos Aires. Cuando nos mudamos a Quito, yo tenía trece
años. En la nueva casa me encargué de colocar en su lugar los libros de la
Biblioteca. Una tarde, ya cerca del crepúsculo, mientras acomodaba
cronológicamente la revista Sur en
los estantes, abrí al azar el número 92. Me topé con un título deslumbrante:
“La muerte y la brújula”. La revista solía poner la firma del autor al final
del texto publicado, nunca al comienzo. De modo que, sin saber quién era el
autor, empecé a leerlo. Me abismé ante esa historia policial con trasfondo
metafísico. Una serie de asesinatos en una Buenos Aires tan real como
fantástica trazaba, por los lugares donde se habían cometido, un rombo
perfecto, cuyos vértices se correspondían con las cuatro letras del
Tetragrámaton, el impronunciable nombre del Dios de los hebreos. Había en esos
crímenes seriales tal combinación precisa de geometría, de enigma y desafío al
investigador, de trasfondo religioso y metafísico, que caí cautivado. Por otra
parte, jamás había leído una prosa semejante. Elegante, precisa, audaz. El
autor escribía, por ejemplo: “Un caballo bebía el agua crapulosa de un charco”.
Jamás imaginé que podría adjetivarse al agua como “crapulosa”. En fin, faltando
poco para terminar de leer el asombroso relato, un apagón me sumió en la
oscuridad. Descorrí las cortinas y, de pie sobre una silla, seguí leyendo,
aproximando el texto a los últimos rayos del sol, las inquietantes líneas
finales. “La última letra del nombre de Dios ha sido articulada”. Estaba
firmado por un tal Jorge Luis Borges. La emoción fue tal, que la revista se me
cayó de las manos. Sumido ya en la oscuridad, sabría más tarde que había
conocido al ciego Borges de una manera borgeana. Entonces me di a la tarea de
leer todo lo que del tal Borges había en la colección. Aprendí de él una gran
lección de precisión y elegancia estilística y, sobre todo, de libertad frente
al lenguaje literario heredado de mis mayores (pienso en Icaza, por ejemplo),
lenguaje con el que yo no podía ni quería identificarme. Desde la niñez,
entonces, y aquí voy a citar a uno de mis más agudos críticos, el poeta Iván
Carvajal, “la vida de Vladimiro Rivas ha estado marcada por la imposible tarea
de colocar en su lugar cada libro,
uno a continuación de otro, un texto junto a otro. Mas, el primer texto que
Rivas debe colocar en su lugar habrá de revelarle el sentido de la lectura y
del universo como biblioteca”. Comprendí, es verdad, que el universo es una
biblioteca, y que nunca terminaría de leer los libros ni de colocarlos en sus
estantes, porque la literatura quiere reflejar el universo y el universo es
infinito.
La gran pregunta ha sido, entonces, ¿cómo conciliar una realidad impura,
tosca y primitiva -marcada por la injusticia y una desigualdad lacerante, un
mundo de barro y piedra pómez, de un dolor tan antiguo que pareciera venir del
cretácico- con la exquisitez de un estilo literario que me enseñaba a ver las
cosas con una transparencia que acaso ese mundo real espeso, togro –para usar
un quichuismo adecuado- no tenía? Ése fue el gran desafío de mi quehacer
literario. Y mis búsquedas literarias han estado orientadas a resolver esa
contradicción. En ellas encontrarán ustedes mis virtudes y mis defectos. Un
hombre es su infancia, dictaminó Sartre, y creo que tiene razón. Mi infancia
está en Latacunga, es Latacunga. De ella me he llevado por el mundo una manera
de percibir, de ver el mundo, una manera terrígena, telúrica, de ver las cosas.
La fascinación por el mundo rural, por el hombre atado a la tierra, hecho uno
con ella, está presente aun en mis cuentos más recientes, de ambiente mexicano.
En México ya nadie escribe sobre el campo. Todo es allí mundo literario urbano.
Juan Rulfo selló con una lápida triste y elocuente el mundo rural. Mis cuentos
más recientes, sin embargo, han regresado al campo, a las minas de mármol de
México, al desierto de Arizona, a la selva de Esmeraldas. Es que cuando pienso
en las minas de México o el desierto de Arizona o el trópico esmeraldeño o de
cualquier otro lugar, ahí están presentes los campos y páramos de la provincia
de Cotopaxi, que tanto frecuenté en las inspecciones que mi padre realizaba,
como abogado, hace ya varias décadas. Borges decía también que nunca salió de
la Biblioteca de su padre. Creo que me es lícito afirmar lo mismo. La lectura
me ha deparado felicidades innúmeras. Baste decirles que las tres mayores
felicidades de mi existencia –una vida colmada de felicidades- han sido el
descubrimiento sucesivo del amor; el nacimiento de mi hija Natalia, en el que
estuve presente, y esas noches memorables en que leí la Eneida de Virgilio, en la traducción del padre Aurelio Espinosa
Pólit.
Siento que me he quedado corto. En una oportunidad como ésta, quisiera
decir muchas más cosas sobre mi infancia latacungueña y sobre lo que esta
ciudad significa para mí. No quiero abusar de su atención y su paciencia.
Amigos de esta Casa, quiero agradecerles por este homenaje, que se ha traducido
en una oportunidad para hacer un ejercicio de nostalgia. Gracias por esta
caudalosa amistad.
VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE
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