DOSTOYEVSKI: DEL CHISME AL CARNAVAL


En el verano de 1981 leí Demonios, una de las últimas y grandes novelas de Dostoyevski. Antes de hundirme en la placentera tiniebla de sus páginas centrales, hube de atravesar el enorme vestíbulo de su primera parte: más de un centenar de páginas que parecían oscilar entre la charlatanería y el sinsentido. Esta extraña parte inicial, que tanto atrajo a Borges por su humorismo, como alejó a Nabokov por falta de él, consiste en un inagotable comadreo y mutuo espionaje verbal de los personajes.
El escenario es un apequeña ciudad rusa, un espacio reducido, con personas localmente conocidas y localmente condicionadas. Los personajes son casi todos ociosos rentistas: el librepensador Stepán Verjovenski, un viejo débil e histérico, conminado por la astuta y orgullosa, absorbente y detestable Varvara Petrovna a casarse con una muchacha con el fin de que el viejo se redima de ciertas culpas cometidas en Suiza. No importa que ignoremos cuáles: todo acto en Dostoyevski supone una culpa y un castigo, o mejor, una culpa y una penitencia. Todo acto corrige a uno anterior, y el hombre vive, por tanto, en el error y el pecado. Pero sigamos: los demás personajes son los “demonios”: estudiantes ocupados en preparar, sobre la ortodoxa y tradicional santa madre Rusia, un imperio del terror que cuarenta años más tarde había de cumplirse. Todo este gran pórtico de la novela parece estar estructurado con base en encuentros fortuitos y visitas obligatorias, alternativamente. Estamos en la ciudad moderna, escenario y fuente, desde La Celestina, de la novela. El capitalismo, y en particular su forma concreta, la ciudad industrial, como antaño Sócrates el “alcahuete” en el mercado de Atenas, hace que se confronten los hombres y las ideas. Demonios, como las últimas novelas de Dostoyevski, sustenta sus acciones en rumores, chismes, visitas, cartas, en suma, en complejos procesos dialógicas de codificación y decodificación de mensajes. La visita es un motivo recurrente y motor de la acción en las novelas del escritor ruso. Las diferentes conciencias se ponen así en contacto, se rozan y chocan unas con otras en un movimiento perpetuo que nada tiene que ver con la armonía del rumbo de los planetas.  El intercambio de mensajes epistolares y mensajes verbales directos e indirectos, de personas que empiezan hablando de sí mismas y terminan haciéndolo de una tercera ausente para luego volver al yo, es una constante de la obra. Cada diálogo es una suerte de espejo deformante de los otros. En cada parlamento están inevitablemente los otros. Es significativo que un periódico petersburgués de la época –el encargado de difundir en Rusia el parricidio- se llamara Los rumores. Todas las angustias, vergüenzas, humillaciones, pequeñas y grandes venganzas, toda la acción en fin, de esta parte de la novela, gira en torno de un tercero, un centro ausente, un personaje que no está todavía en la acción sino en las palabras ajenas: Stavroguin, hijo de Varvara Petrovna, un joven aristócrata, un dandy ruso que revelará poseer una capacidad verbal para el crimen sólo comparable con su capacidad real para transgredir las normas sociales. Alguien pregunta en el libro: “Pero ¿no le notó usted, digo, en el transcurso de los años, algo así como extravío de ideas o un giro especial de pensamiento, o algo, por decirlo así, de locura?” Es una pregunta que ya incluye una malévola respuesta y que sólo espera ser confirmada por el interlocutor. Los personajes viven aquí pendientes de la rectitud, la sanidad de juicio de los demás, en particular del ausente Stavroguin, de quien se dice está loco. Toda esa sociedad nada cuerda se pone en estado de alerta ante la acechante locura de Stavroguin, denunciada por unos anónimos cuya procedencia se empeña su madre, Varvara Petrovna, en descubrir. La locura amenaza a través de uno de los miembros distinguidos del cuerpo social que -aunque ya abriga en su seno a dementes consagrados como María Timoféyevna Lebiadkin, y aunque todo ese cuerpo social se comporta más que histéricamente- precisa defenderse de una locura armada de inteligencia, la más poderosa arma del hombre. Y en este extraño carrusel se van páginas y páginas: “¿Qué opinión le merece fulano de Tal?” Paranoia y chismografía enorme, Demonios es un desfile de personajes que viven menos por lo que hacen y dicen que por su reflejo en la palabra ajena. Subrayo el carácter aristocrático y refinadamente intelectual de Stavroguin, la víctima del chisme. El chisme –que es la menos respetable de las palabras ajenas- supone, entonces, la existencia de relaciones jerárquicas y todopoderosas en la vida cotidiana: estamentos, jerarquías, rangos, edades, prestigios, fortunas, privilegios. En este orden rígidamente constituido, el chisme apunta a revelar lo excepcional, lo transgresor, lo diferente de la conducta ajena, o a descalabrar prestigios. Documento oral (permítaseme  la paradoja) de una sociedad que inventa porque no sabe (sobre todo porque no sabe de los otros), el chisme es un desahogo de la imaginación en un medio estéril, sin historia, un discurso narrativo que sustituye a la historia y la épica, y una elaborada venganza y sacrificio de un tercero, el ausente, que casi siempre lo es por partida doble: está, en efecto, la víctima del chisme físicamente ausente del comentarista, del maledicente, y también ausente de los valores reconocidos y aceptados por la sociedad en un momento dado: la víctima está ausente por marginal, excéntrica, o simplemente por considerada superior en cualquier sentido. La víctima del chisme es casi siempre lo que Bajtín ha denominado un “hombre en el umbral”: entre la verdad y la mentira, el honor y el deshonor, la razón y la demencia, un estado civil y otro, entre la vida y la muerte. Subrayo también el carácter anónimo de los textos sobre (contra) Stavroguin. Por tratarse de un texto anónimo, el chisme vive aquí la contradicción no resuelta entre anonimato y autoría. El chismoso apuesta al anonimato, a la irresponsabilidad; pretende fundir su voz con las mil voces que le rodean, pero a la vez busca el prestigio de la autoría: quiere ser el primero en enterarse y divulgar una noticia, como el periodista busca la palma de primer informante. El chiste y la burla, la agudeza, son hijos del contraste. El chisme, de la soledad y la invención. Padres de la noticia periodística, el chisme y el rumor quieren tener razón y, por ello anticiparse a los acontecimientos. Son fenómenos discursivos maledicentes: forman parte de ese discurso cotidiano que está lleno de palabras ajenas, con las cuales fundimos nuestras voces olvidando su procedencia: “dicen que…”, “dizque…” o simplemente “que…”, como leemos en los diarios de la tarde: “Que Juan Gabriel se casa”, “Que el PRI reconocerá todos los triunfos electorales de la oposición”, mentiras que, cuanto más voluminosas, con mayor desenfado se dicen.
Curiosamente, dis-cursus es, originalmente, la acción de correr aquí y allá; son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. Discursatio: carrera de una parte a otra, idas y venidas. Y, en Demonios, como en algunas novelas más, los personajes no cesan, en efecto, de andar de un lado otro, de visitarse, de intrigar.
Luego de chismorreos sin término (y quiero que se entienda literalmente el adjetivo), asistiremos, en el capítulo V y final de esta primera parte, a una de esas escenas carnavalescas en que, como ha señalado Bajtín, es pródigo Dostoyevski: a un momento de coronamientos y destronamientos, de escándalos y desenmascaramientos, en que las almas se quedan desnudas como en el infierno, carnaval cuyo origen se remonta según Bajtín a los diálogos socráticos, y florece en el medioevo. Varvara Petrovna reúne con entusiasta excentricidad a sus invitados en su casa: La escena es perfectamente teatral y asume la forma de un tribunal que juzga las diversas conductas. En realidad todos se juzgan mutuamente, se dan explicaciones y justificaciones, casi orgiásticamente, promiscuamente, si se me permite la expresión. Tribunal de domingo, día santo del ocio. Se descubre al perverso autor de los anónimos en presencia del recién llegado Stavroguin; participa la demente cojita María Timoféyevna Lebiadkin –con quien se casará Stavroguin- y se entromete su hermano; Verjovenski rompe su compromiso matrimonial con la joven Daria Pávlovna y es expulsado del salón; irrumpe Piotr, hijo de Verjovenski, joven en quien Dostoyevski va a concentrar toda la maldad que era capaz de concebir; Schátov -el estudiante que será asesinado por sus propios compañeros como en El Salvador Roque Dalton por los suyos- da un puñetazo a Stavroguin; la amazona Lizaveta Nikoláyevna cae al suelo presa de convulsiones epilépticas. El procedimiento es frecuente en Dostoyevski: el chisme se convierte en palabra ajena reflejada en la conciencia de la víctima; la suma de chismes conforma un tribunal; el tribunal estalla en escenas de violencia histérica y surge, triunfante, el carnaval. En el capitalismo, el salón de alta sociedad ha sustituido a la plaza pública del medioevo.
La palabra ajena se ha erigido en tribunal, en juez y correctivo social. La palabra ajena sustituye a los campos de Siberia en su función correccional. El chisme, nuevo infierno, nueva prisión: L’enfer, c’est les autres, escribirá Sartre. Si el elemento correctivo de la avidez de gloria y fama y del individualismo extremos ha sido, desde el Renacimiento, la burla y el sarcasmo (recordemos al temible, implacable Pietro Aretino), el chisme lo es de la privacidad de la vida individual. Atenta contra la vida privada, erige al chismoso en policía social y en periodista, en alguien que nada ignora acerca de los demás. En tal sentido, el discurso del chisme revela dos cosas: soledad y ansia de poder. Luego ¿es el chisme un signo? Si vamos a entender por signo una señal visible de algo que no está, claro que lo es, pero en el plano del discurso: el chisme es resultado, no del razonamiento e interacción de conciencias en juego, sino de una etapa anterior: el anuncio de ese enfrentamiento, por una parte, y por otra, la búsqueda de un yo solitario a un que oficia de médium para invocar al tercero ausente y victimarlo.
No me extraña que Bajtín, en su libro sobre la poética de Dostoyevski,[1] haya pasado insensiblemente en su discurso crítico, de la palabra ajena proferida sobre un héroe, al tribunal, esto es, al examen crítico de la “psicología judicial”, cuya validez moral Dostoyevski niega enérgicamente. Y la niega haciéndola estallar en un carnaval. En Los hermanos Karamázov veremos a Dimitri progresivamente humillado en los interrogatorios policiales y civiles, que no en vano se llaman “Purgatorios”. Dostoyevski muestra esos interrogatorios –que ahora son cosa cotidiana y tomada como normal- como una violación a la conciencia. Nadie puede ni debe forzar las conciencias, reclama el novelista. Recordemos que Raskólnikov se entrega voluntariamente a la policía, así también Rogochin en El idiota. Stavroguin se confiesa con el monte Tijón, en un terrible y laberíntico capítulo expurgado por la censura zarista y ahora publicado como anexo en cualquier buena edición de Demonios.  Esta confesión es reveladora de los límites abismales a que pueden llegar los personajes dostoyevskianos: buen ejemplo de sado-masoquista cristiano, Stavroguin atenta (peca) contra la humanidad para hacerse digno del perdón, para someter a sus jueces a la prueba de la piedad. Es un doble desafío: personal (para ver hasta dónde es capaz de pecar) y colectivo (para ver hasta dónde la humanidad es capaz de perdonar): de cómo hasta los mayores criminales dostoyevskianos tienen algo de mesiánicos: se sacrifican por los demás a través del delito. Son santos reflejados en un espejo convexo. Como ilustran muchos ejemplos, Dostoyevski atribuye autoridad penal a la conciencia: ahí está la insólita declaración de Iván Karamázov. En nuestro autor cuentan las intenciones y las aptitudes para el delito, no tanto los hechos mismos. En consecuencia, será irreductible la oposición entre la conciencia y los hechos, entre lo ético y lo policial: Dostoyevski vs. Wilkie Collins. “Acepto el castigo, dirá Dimitri Karamázov, no por haber matado a mi padre, sino por haberlo querido matar y sido capaz de hacerlo”. “La verdad acerca de un hombre”, escribe Bajtín, “dicha por unos labios ajenos y que no le esté dirigida dialógicamente, es decir, una verdad determinada en su ausencia, llega a ser una mentira mortífera que humilla al hombre, en el caso de tocar lo más sagrado de él, su ‘hombre en el hombre’”.[2] Por ello, los grandes héroes de Dostoyevski, seres pronosticados por la palabra ajena, aspiran siempre a romper el marco verbal conclusivo y asfixiante en que han sido apresados, aspiración que se convierte en lucha, y este combate, en el motivo importante y trágico de sus vidas, como en el caso de Nastasia Filíppovna en El idiota o el de Stavroguin, que con su llegada a la carnavalesca reunión dominical en casa de su madre, inicia la ruptura del cerco de palabras en que lo habían encerrado. Dice Stavroguin estas severas palabras al monje Tijón, en su famosa confesión: “Oiga usted, a mí no me gustan los espías ni los psicólogos, por lo menos los que husmean en mi interior”. La respuesta clásica de una personalidad fuerte a las habladurías ha sido siempre el desdén. Y así, desdeñoso, arrogante, aparece Stavroguin, desafiando a la sociedad.
Sin embargo, en su confesión, a pesar del cínico desentendimiento de la palabra ajena,  ésta asoma densamente entretejida a la suya propia, lo cual elimina cualquier posibilidad de discurso monológico, que es el que se desentiende de la palabra ajena.[3]
Una última observación: la función social del chisme: pone a prueba la verdad. Es una instancia provocadora que, como la acción de ciertos ácidos sobre ciertos metales y piedras, puede sacar a relucir la verdad ajena, ya por confirmación del chisme, ya por negación. Es la semilla del escándalo que, como lo ejemplifica Demonios, es un fruto que la sociedad en cuyo seno nace, se encarga de alimentar y exhibir como una de sus señas de identidad.
 
 
                                                           México, agosto de 1989.


[1] Mijail Bajtín. Problemas de la poética de Dostoyevski. Trad. Tatiana Bubnova, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
[2] Op. cit., p. 88.
[3] Op. cit., pp. 341-346.

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