EL APÁTRIDA

                                                                 
 
                                                                            A Diego Araujo Sánchez

 
And the end of all our exploring

                                                                       Will be to arrive where we started

                                                                       And know the place for the first time.

                                                           (T.S. Eliot: Four Quartets)

  
Esa noche tuvo Oswaldo Villegas una pesadilla tenaz. Veía desde su ventana un espacio de aire enrarecido y aunque el tren corría en él desde hace mucho tiempo, no daba ninguna señal de cambio. A pesar de la atmósfera estancada, percibía el avance del ferrocarril por el uniforme traqueteo de las bielas. Al hacer los rieles una curva, tomó una maleta y descendió entre los vapores del tren. Nadie lo esperaba en la estación desierta y el resto era un caserío miserable. El tren, a sus espaldas, inició la marcha. Percibió en el color de las casas un amarillo de sol. Sobre la fachada, un gran reloj marcaba las cinco y media. No intentó salir de la estación y en un banco se sentó a esperar el próximo tren. Pero tardaba tanto que empezó a envejecer. Tan viejo se miró que ya no pudo resistir y se lanzó a la línea férrea y lloró sobre el hierro y ahí esperó la muerte, que tampoco le socorrió. Se auscultó, sintió un extraño zumbido en el aire lancinante y luego palpitaciones intensas. Las confundió con el latido del próximo tren, que llegaba. Fue un gran alivio estar de nuevo en él, sabiendo, sobre todo, que era el mismo que lo había dejado hace muchos años. Traqueteaban las bielas en medio del aire enrarecido. Sobre la fachada enladrillada de la siguiente estación un reloj marcaba las cinco y media. El caserío tenía el mismo color amarillento. Cuando estaba por segunda vez sobre los rieles de la estación, sintió el sudor sobre la frente, la aceleración creciente de la tensión sanguínea, que le quemaba el cerebro.
A su lado, la mujer dormía en la penumbra. Se incorporó para mirarla y de nuevo se recostó, alegrándose de que la mujer no despertara. Sintió la gravitación de las paredes y de los escasos muebles en la semioscuridad, el peso de su propio cuerpo, la innegable  proximidad de la mujer. Quiso mirar hacia atrás, examinar los escalones que lo habían conducido hasta el punto en que se encontraba, pero le pareció ocioso. El cuarto le oprimía, la mujer dormía  a su lado, previsible. Duermo al borde de un abismo, pensó. Mañana lo miraría de nuevo con su expresión de desencanto y reproche y él no podría disimular su cansancio y su culpa. No se atrevería a pedir el desayuno: tomaría los trastos de la alacena, calentaría su agua para el café y, sin levantar los ojos para mirarla, se serviría el desayuno. ¿Le diría algo? ¿Qué cosa? ¿Cómo sin herirla demasiado? ¿En qué momento? ¿Le daría ella una ocasión? ¿Se la inventaría él mismo? Dijo: “Le pediré algo, no como un ruego sino como una orden. No lo podrá tolerar. Me soltará una andanada de reproches y lamentos. Se sentará a llorar. Entonces le diré que no podemos seguir y que debemos separarnos, digo, que me voy. Así está bien”.
Muy cautelosamente, como si quisiese no ser oída, la mujer se incorporó, se vistió, caminó por el cuarto arreglando algunas ropas. Villegas la presentía a sus espaldas, indiferente, desdibujada, cansada, a mil años luz de distancia, haciéndolo todo como si estuviese sola. Se incorporó y, al volverse, inopinadamente, la vio. Allí estaba, en efecto, como la había previsto: indiferente, desdibujada, cansada, a mil años luz de distancia. Se vistió y salió al comedor. Flotaba en toda la casa una atmósfera de vacío y de silencio incorruptible. Miró por la ventana un amarillo de sol sobre las casas. Tomó de la alacena sus trastos y preparó el café con leche. La mujer tomó los suyos y los cubiertos y sin hacer ruido se sentó a esperar a que el agua estuviera lista. “Hay que adelantarse a las subsistencias antes de que el arroz se acabe”, la oyó decir sin dirigirse a nadie, y asustado por la idea de que algo estaba confirmándose, la contempló un rato. Fue como si estuviera ante un espejo empañado que de pronto empezara a revelarle con claridad sus propios rasgos. Frunció el ceño y advirtió cuánto se le parecía. Arrastrado por su descubrimiento, siguió observándola y mirando el paulatino descorrerse del velo del espejo que le revelaba un rostro espantoso, agriado por la desilusión y el desencanto: el suyo. Le pareció advertir en ella los modales de una actriz que representaba su papel en un mínimo escenario y que lo hacía extraordinariamente bien porque estaba bien, demasiado bien imitado. Era un papel que se había aprendido por simbiosis con el modelo, casi sin querer, seguramente sin proponérselo. Recordó cómo la imagen real de la mujer que le daba las espaldas en el lecho se ajustaba perfectamente a la que previamente se había formado de ella, y que tanto la una –su cuerpo inobjetable- como la otra –esa mujer que había pretendido inventarse- estaban en su costumbre de verla todos los días, de convivir con ella. Bajó los ojos con vergüenza y siguió tomando el café con leche. “Te dije que debemos adelantarnos a las subsistencias antes de que perdamos el arroz. ¿Me darás la plata?”, dijo la mujer con aspereza. A la justificación de Villegas siguió una contrarréplica y luego una andanada de reproches y lamentos entremezclados que a Villegas no le hicieron mucha mella porque de antemano los esperaba: los había presentido en el despertar.
Su mujer había salido ya por el arroz cuando se encontró en la calle. Allí se vendían periódicos, se escuchaba la radio y se formaban corrillos. Allí se enteró de que en la frontera se estaba luchando con los peruanos. En las oficinas, en las cantinas, en las calles, no se hablaba de otra cosa. A nadie dijo nada. Se dirigió a su casa, tomó sus documentos personales y, dejando una nota escueta: “Me voy a la guerra. Volveré”, se dirigió a la estación. Tomó un tren –el primer ferrocarril hacia el sur- que venía tripulado por reclutas y voluntarios, y ahí mismo se alistó en el improvisado ejército.
Sólo al ver su cara reflejada en la ventanilla se preguntó cómo y por qué se encontraba en el tren, viajando hacia un campo de batalla que nada tenía que ver con él. Sonrió por la tontería que había hecho, pero cuando se imaginó a sí mismo en el pueblo, concluyó que otra vez habría huido. De manera que estaba allí porque no había más remedio, porque debía estar y no era posible estar en otra parte. Si algo le había usurpado a ella, la sola manera de devolvérselo era separándose, dejándola vivir por un momento su propia vida, en libertad. Era también lo que a él le hacía falta: alejarse del centro, buscar aire puro y otras gentes, purificarse un poco en la indiferencia del mundo para lanzarse de nuevo, limpio, a los brazos de su mujer. Someterla a la prueba de la libertad, darle la oportunidad de que se olvide de él por un tiempo y sea ella misma. Dibujaba proyectos, planteaba posibilidades, apuntalaba certezas, borraba, volvía a trazar las líneas, corregía. “Creo que hice bien”, se dijo, “no saber de mí la hará recordarme y exigirme, sin que tenga que sufrirme”. No pudo seguir porque las proclamas y discursos patrióticos del momento, transmitidos por radio, lo interrumpieron cerca del fin.
De sus experiencias en el frente sólo recordaría la impresión mortificante de que nadie sabía con exactitud lo que había que hacer, y una memorable escaramuza de la que salió ileso, pero en la cual íntimamente deseó que lo mataran. Esto es lo que, semanas después, refirió en Machala el sargento Escobar:
“Formábamos parte del batallón encargado de hacer línea defensiva en Arenillas, para así taponar el acceso de los otros al río Jubones. Como éramos de la retaguardia, aún podíamos recibir viandas de nuestros familiares. El 26 de julio nos enteramos por el telégrafo de que se había pactado una tregua. Como éramos parte de un refuerzo, llegamos a Arenillas cuando ya muchas alarmas se habían pasado allí. Pero las poblaciones estaban abandonadas, que parecían cementerios. Así nos pareció Arenillas cuando llegamos allá. Sufrimos la tensión de varios días de espera. Desconfiábamos del telégrafo, de la radio, y velábamos en la noche junto a las carpas del campamento. Los perros ladraban en esas noches silenciosas. Sé de muchos que ni sabían lo que esperaban. Estábamos allí ignorantes y como privados del mundo. La noche era intolerable pero en el día nos llegaban víveres de nuestras familias. Entonces empezó a intrigarme el tal Villegas. Sé que venía de lejos y estaba distante. Se fijó en una tal Alicia, una mujer de tez amarillenta pero muy sensual, de bata ceñida y a colores, de caderas de delirio, conviviente de un soldado de la región. Según me dijo más tarde, fueron el verde melancólico de esos ojos un poco hundidos y esas ojeras los que lo enloquecieron. Y oiga usted que no era para menos, porque esa hembra era una tentación, una palmera, un caramelo. Yo, mire usted, soy soldado y sé lo que uno siente ante una mujer cuando se está en el frente. Pero algo más había. Me fue difícil hablar con él. Me fue difícil hablar con él. Ella dio en ofrecer a Villegas una parte de las viandas que traía para su soldado y él, enloquecido, nunca dejó de mirarla desde su tienda, ni mientras comía, hasta el otro lado del patio, donde ella estaba. Luego se venía la noche con ladridos de perros, cantos de grillos y miedos. Así pasaron tres días. El 29 fue la cosa. Volaron aviones sobre  nosotros, muy de pronto, y el telégrafo dejó de funcionar. Así también la radio. Las líneas habían sido cortadas, nos dijo el operario y pronto fue el estallar de bombas y el incendiarse de árboles, a donde justamente corrían los nuestros en busca de escondrijo. Me acuerdo del gran ruido que hizo la campana de la iglesia al hacerse pedazos con el estallido de una bomba. Era como si todo lo que nos rodeaba y el suelo en que estábamos  y el aire y el día se hubieran quebrado de parte a parte. Yo también corrí hacia el bosque y pude ver a Villegas en el blanco del pueblo, solo, disparando su fusil contra los aviones, él de pie, inmóvil, ante la iglesia cuarteada. Pues el hombre hizo algo peor cuando, media hora después del ataque aéreo, oímos el traqueteo de la metralla y el ruido de los caballos a galope. Parecía que venían de todas partes y casi todos los nuestros corrieron a refugiarse en la iglesia. Confieso que Villegas me distrajo del resto. Perdí noción de lo que se hacía y entré en un revoltijo de ruidos, gentes en carrera, disparos, miedos y audacias. Ver a Villegas me infundió valor, de manera que le pasé la ametralladora y yo tomé el fusil y, él delante, corrimos hacia el puente, que estaba a punto de ser atravesado por los peruanos. Esto obligó a los nuestros a salir de la iglesia, y a la caballería enemiga a no cruzar el puente sino a correr a lo largo de la orilla del río. Villegas no se movió del puente ni cambió de postura. Miren ustedes que podía muy bien parapetarse y así atacar y defenderse mejor. Y miren también que no era un soldado y apenas sí sabía manejar un arma. Diría que fue el solo hecho de portar el arma como un amuleto lo que lo salvó. Sinceramente, amigos, él quería que lo mataran.”
Terminado ese incidente, no volvió a participar en lid alguna. En Zaruma, hasta donde las tropas habían retrocedido, lo encontramos de nuevo indiferente y solo, entregado al flujo azaroso de las situaciones, como si íntimamente deseara oponer al destino una resistencia pasiva. Más de una vez le dijeron héroe de la patria y más de una vez opuso al terminajo una sonrisa irónica. Ahí comprendió que el árbol del prestigio suele tener la raíz podrida, y que su heroicidad estaba basada en una culpable pero verdadera apreciación de sí mismo. Comprendió que le había sido deparada la vida para buscar al instrumento de su redención: la sensual, ojerosa y un poco vulgar Alicia.
La conoció una mañana de agitación y gentío en la plaza central de Zaruma. La nueva vida que al parecer había ganado lo volvió más sensible al asombro. No pudo menos que asombrarse de ver en el mare magnum de aquella plaza hostil, perdido entre la muchedumbre jadeante de soldados y familias de soldados, el rostro de la mujer buscada buscando al soldado que había dejado en Arenillas. Enfrentó a la mujer, que tácitamente lo aceptó, y juntos buscaron en vano al hombre que había desaparecido en el campo de batalla. Observó la actitud de Alicia en la ardua búsqueda de su hombre: de algún modo se sentía protegida, segura, pese a todo y parecía no buscarlo con convicción. Tal vez era sólo una corazonada, seguramente estaba equivocado, porque es difícil encontrar tan leal como la de aquella zona, de tradiciones familiares arraigadas. Pero abrigaba la esperanza de que algo hubiese ocurrido anteriormente entre los dos, y el hecho de que Alicia no pareciera demasiado interesada en encontrar a su hombre no sería sino la confirmación de esa sospecha.
La búsqueda fue muy tensa, al menos para Villegas, que casi límpidamente veía el trazo de su destino y se inquietaba con la idea de que el borroso soldado apareciese vivo y viniese a manchar o romper ese armonioso esquema. (Algún tiempo más tarde, Villegas se daría cuenta cabal de que al buscar al soldado desaparecido, los dos habían compartido un tenaz, casi desesperado deseo de no encontrarlo).       
Y nunca volvieron a saber del soldado. El pasado fue disolviéndose como agua en el agua, y en tanto el miedo, la soledad, el futuro, el deseo, algo parecido al amor los fue uniendo como una cuerda culpable. Villegas advirtió, sin embargo, que esa culpabilidad, ese borroso pasado, toda esa escoria, de algún modo estaban alimentando su nueva vida, sus casi idílicas relaciones con Alicia. La vida que los dos compartieron al principio parecía haber sido arrancada del abandono de esa mujer del norte que estuvo al borde de su sueño, y de la culpable alegría por la pérdida de un soldado. La lucha por conseguir que esas culpas se convirtiesen en amor duró mucho tiempo y no sabemos si lo consiguieron o no. El placer y el dolor se intensificaban en el lecho y se escapaban en gemidos de placer y angustia. La mujer que lo esperaba en el norte y el soldado que asomaba en el rictus seguirían acosándolos, después del placer mutuo.
Villegas convivió con Alicia cerca de un año. Un trabajo de comerciante, algo parecido a la felicidad, el miedo al nuevo enfrentamiento, la idea de que aún tenía tiempo, impidieron  que Villegas regresara donde su mujer. Más importa saber lo que ocurrió: cuando una mañana se despertó luego de sufrir la pesadilla del tren, vio con horror que Alicia repetía (imitaba) el gesto de cansancio que alguna vez, visible en el rostro de su mujer, hizo germinar en él la idea de abandonarla, no por ella, sino por ese gesto en el que estaba dibujado su propio rostro. Como en un espejo, como antes, la espantosa imagen lo hizo retroceder. La conocía demasiado bien para dejarla allí tolerándola; él mismo la hacía crecer como un desarrollo canceroso. Mientras Alicia estaba afuera, lloró silenciosamente sobre la almohada. Cuando ella volvió, Villegas había desaparecido.
Regresó a su pueblo, perseguido por ese gesto y una sospecha. Llegó como un extranjero, como un apátrida, a un pueblo extraño. Allí se enteró de que su mujer lo había estado buscando inútilmente a pesar de la ayuda de un desconocido que la vio en la calle y que muy pronto deseó que Villegas no apareciera. Más eficaz habría sido buscar al hombre perdido en los registros militares, pero la investigación no prosperó, en parte porque Villegas se borraba a sí mismo con nombres falsos o porque, como un delincuente, no dejaba huella por donde pasaba; y sobre todo, porque en el norte aquel desconocido que vio a la mujer de Villegas buscando al hombre perdido había hecho de ella la compañera de su vida. Para ellos y para el pueblo, acaso también para sí mismo, Villegas había muerto.
Una medianoche tomó el ferrocarril y se alejó del pueblo sin destino fijo.  
 
      
 
 

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