Para
Josefina Millán
El
sol de domingo estremecía de luz las copas de los árboles. Los pájaros
celebraban el día radiante. Semidesnudos, los bebés en sus carriolas eran
paseados por sus padres. Un grupo de niños alimentaba a las insaciables
ardillas. El algodón de azúcar y los globos flotaban en el aire mientras los
rehiletes giraban con él. Pero ahora, en la desembocadura de una calle, esa
misma luz infundía un macabro esplendor al cartel amarillo, colgado del muro
como un sambenito infamante:
Si tienes mascotas en la pensión de
Griselda Guzmán Guerrero ubicada aquí, en Tejocotes # 28, retíralas de
inmediato. Está denunciada por asesinar cruelmente a mascotas. Este
establecimiento ha sido cerrado por no estar autorizado por la ley. Es presunta
responsable con el número de averiguación FBJ/BJ-2/TI/00044//09-01
Hace 4 días volvió a matar a otra.
El cuerpo se descompone en el mismo predio. Ayúdanos a difundir esta
advertencia.
Atte. SOCIEDADES PROTECTORAS DE
ANIMALES.
El
día se había partido en dos. Leí el cartel varias veces con una mezcla de
incredulidad y de miedo, mientras Canela rastreaba y olisqueaba el suelo a mi rededor.
Yo conocía a esa mujer de unos treinta y dos años, que todas las mañanas, a las
ocho, sacaba a pasear a los perros que cuidaba, apropiándose del centro del
parque de juegos para que las mascotas corrieran y retozaran a gusto. Cierta
mañana, uno de los animales bajo su custodia, una pastor alemán, mordió en el
cuello a mi pequeña cocker, produciéndole una herida que Griselda, ante mi
enérgico reclamo, se vio obligada a atender. Reconozco que al menos asumió su
responsabilidad por haber dejado suelto a un animal tan agresivo. Se hizo cargo
de la situación. Llevó a mi perra al veterinario y luego, durante tres días, acudió
a mi casa a inyectarla, aunque lo hizo con cierta brutalidad y negligencia, a
tal punto que Canela cojeó durante dos días. Griselda era una mujer ancha de
hombros, de cabello negro azabache, más bien morena, con una cara redonda y
unos ojos vivos que podían ser alegres pero no lo eran. Había algo hombruno en
ella, un algo exacerbado por la voluntad visible de ser independiente y
bastarse a sí misma. Vestía siempre pantalones de mezclilla, y sus gestos y
ademanes tenían la contundencia y desparpajo de los de un muchacho. No podía
imaginármela con un hombre. Pero a lo mejor lo tenía. Y ahora la proclamaban asesina
a los cuatro vientos. Yo seguía traduciendo el cartel amarillo a recuerdos de
Griselda, cuando me interrumpió desde la calle una voz de mujer, imperativa:
-
No les crea, nada de eso es cierto-. Era una joven mujer desconocida, de
cabello castaño claro, pastoreando a un labrador retriever de pelo dorado. Se
aproximó con pasos cortos pero decididos, enérgicos:
-
Disculpe. Es que lo vi leyendo con atención el letrero. No les crea. Nada de
eso es cierto. Ella me ha cuidado mi perro dos veces y no me ha dado ningún
motivo de queja. Es muy profesional y ama a los perros. Me consta. Todo esto es
obra de su ex–marido. La casa era de ella y él se la quiere arrebatar para
instalarse con su nueva mujer, que es un monstruo. Como Griselda se ha
defendido, él ha utilizado armas sucias como ésta para quitarle derechos. No les
crea, nada de eso es cierto.
-
Pero hay aquí una averiguación previa y estos dos letreros de clausura. Esto es
orden de un juez.
-
Ya sabe cómo son los jueces aquí. La justicia se compra. No les crea, nada de
eso es cierto-. Y se retiró sin examinar el impacto que sus palabras habían
producido en mi ánimo.
Me
quedé como al principio, casi embobado frente a esa obscena acusación pública.
Seguí mi paseo bajo el sol y los árboles, desconcertado. De pronto, me topé con
la pequeña señora de Tommy, ese cocker que se alebrestaba con Canela. Como ella
vivía al frente de la casa maldita, le pregunté, a bocajarro:
-
Me han dicho que todo eso del cartel es una mentira montada por el ex – marido
de Griselda. ¿Usted qué opina?
-
El cartel tiene razón, desgraciadamente. Todo es como lo dice, si no peor. Yo
he visto horrores desde mi ventana. Si ellos no la hubiesen denunciado, lo
habría hecho yo. Se me adelantaron. Nunca me cayó bien esa mujer. Sus perros no
me dejaban dormir. Su trato con ellos era cruel. Sádico, incluso. Los mataba de
hambre, cómo no iban a chillar toda la noche. Una tarde vi en el jardín a un
par chillando, implorando comida, y cuando ella descubrió que, en su desesperación,
se habían llevado una bolsa al patio y la habían abierto a dentelladas, se la
arrebató y se puso a disputarles las croquetas para devolverlas a la bolsa, una
por una. Muy feo todo eso. Arrodillada frente a las croquetas diseminadas en el
suelo, las recogía y hasta se las arrebataba del hocico para devolverlas al plástico.
Entre tanto manotazo y bofetada, las fauces abiertas estuvieron a punto de
morderle. Dígame usted si esto no es un despropósito cruel. No tiene sentido.
Otro día vi en su jardín a un perro flacucho y seguramente enfermo, mentalmente
enfermo, comiéndose sus propias heces. Sé también que, para calmarlos, los
drogaba. Varios días vi a los perros tendidos en el jardín, durmiendo, pero no
era un descanso natural; sé cómo descansan los perros, de modo intermitente: se
levantan, ya sabe, para tomar agua o cambiar de postura. Pues estaban tendidos
largo rato como muertos.
-
Me han dicho -insistí- que todo esto es obra del marido, quien, en plena
separación, busca apoderarse de la casa.
-
Pero si la casa no es de ella, nunca lo ha sido. La casa es de la familia de
él. Cómo no lo voy a saber si son mis vecinos de años. Allí viven los padres y
la hermana de él. Sólo sé que el marido es celoso, muy celoso.
-
Entonces, en medio de los celos, ¿no habrá montado toda la historia del cartel
para castigarla?
-
Sería demasiado cruel, ¿no?
-
Cruel, sí, pero es una posibilidad con la que hay que contar.
-
Pues sí, pero el cartel lo puso la delegación en respuesta a las quejas de
muchos clientes afectados -me dijo, y prosiguió su camino con Tommy-.
En
una banca descansaban los dueños de Natasha, una labrador negra.
-
Yo me encontré una tarde -me dijo él- al labrador de Germán a punto de
atravesar la avenida Insurgentes, con grave riesgo de ser atropellado. Estaba solo
y evidentemente se le había escapado a Griselda, quien lo andaba cuidando.
Típico de ella: se le escapaban los perros porque nunca los sujetaba.
-
Pero yo la he visto llevar al parque a una jauría entera encadenada que jalaba
de ella hasta casi arrastrarla.
-
Sí, pero luego los soltaba en el parque de juegos, donde los peloteaba y
entonces cada uno hacía lo que quería. Más de uno se le escapaba ahí mismo.
-
Es verdad, de eso me consta, porque uno de sus perros, suelto, atacó a la mía.
-
Te sigo contando. Ya sabes que Germán es alto funcionario de la delegación. Su esposa
desesperó por el extravío de su perro. Le hablé para decirle cómo y dónde lo
había encontrado, y que no se preocuparan, que yo lo tenía conmigo. La esposa
de Germán llamó a Griselda para preguntarle por su mascota y ella le mintió
diciéndole que la tenía consigo. Ya puedes imaginarte lo que le dijo a Griselda.
No la bajó de irresponsable y mentirosa y decidió hacer una campaña de desprestigio
no recomendándola a nadie.
-
¿Crees que esa campaña haya incluido el cartel? Ya ves que viene de la delegación.
-
No, en absoluto, no hay motivos para acusarla de asesina. Será irresponsable,
pero mataperros, no.
-
Pero igual pudo haberle echado encima la fuerza de la ley, exagerada, por
supuesto.
-
No. Conozco a Germán y sé que no es capaz de esa inmundicia. Ese letrero está cañón.
-
¿De quién sospechas, entonces? ¿Quién se esconde detrás de esa Sociedad
Protectora de Animales?
-
Pues una sociedad protectora de animales -afirmó, sin ironía-.
-
No, hombre, allí hay un enemigo mortal de Griselda Guzmán Guerrero.
-
Sí, como dices, debe haber un enemigo mortal.
En
aquel momento pasaron frente a nosotros los papás de Sammy, un bichón habanero simpático
y gracioso.
-
¿Me esperan, por favor? -les dije- No se me vayan. Quiero hablar con ustedes.
-
No te preocupes, te esperamos.
-
Observa –proseguí- que el cartel no está firmado por una Sociedad Protectora de
Animales definida, en singular, con identidad y responsabilidad, sino por un
plural irresponsable que esconde un anonimato: ‘Sociedades protectoras de
animales’. Detrás de ese plural se esconde un singular cobarde.
-
Ya lo creo -dijo ella, y añadió: - Esa mujer tenía problemas muy serios. Era
una provocadora. Solía llamar al edificio donde vivimos para llevarse a dos
perros. A menudo se equivocaba de timbre y nos tocaba a nosotros, con una
insistencia impertinente. Y, sí, estoy contigo: eso es obra de un enemigo
personal: hay ahí un odio sin nombre. Nadie avienta así tanta mierda a la casa
de uno-. Y, sin que pudieran o supieran insinuarme siquiera –acaso por un
exceso de discreción- quién era ese enemigo personal, me despedí para
entrevistar a los papás de Sammy.
-
Estoy convencido- me dijo él- de que Griselda no midió sus fuerzas, se excedió
en sus funciones, no pudo con el paquete. Dime quién puede cuidar quince,
veinte perros sin ayuda. Se vio rebasada por su trabajo. Si cuidas más de
quince, ya ni recuerdas el nombre de cada quién ni el nombre de cada dueño. Es
muy fácil que todo se te vaya de las manos y que por ahí se te escapen uno o
dos, con mayor razón si los traes sueltos a pelotear en el parque de juegos. Es
casi imposible tenerlos a todos bien alimentados y atendidos, saludables y
limpios. No es maldad ni falta de voluntad sino simplemente de fuerzas. Te
aseguro que Griselda quería demostrarse a sí misma y, sobre todo, a alguien
más, a un tercero, al marido, que podía con el paquete, que era capaz de
hacerlo y, ya ves, no pudo.
-
¿Y sabes qué? -agregó ella, de manera enconada y sañuda- estoy segura de que
fue ese Germán de la delegación el que puso el cartel. Es capaz de todo. Su
mujer se puso inconsolable ante la pérdida de su perro, al cuidado de Griselda.
Claro que el perro fue encontrado, pero haberlo extraviado ya era una falta
contra la autoridad. Hizo campaña de desprestigio contra esta chica y como,
pese a todo, seguían dándole trabajo –y, aunque no lo creas, siguen dándoselo,
aunque en otra casa, la de su madre- decidió acabar de una vez con el ya
menguado prestigio de esta chica. El cartel viene de la delegación, pero por
deseo expreso y capricho de la esposa de ese Germán, la señora del perro.
-
No lo creo –objeté- me han dicho personas que conocen a Germán, que no es capaz
de esta vileza. Además, resulta innecesario; hacerlo no le reporta a él ningún
beneficio, ninguna ganancia de índole alguna. Más bien podría perjudicarlo.
-
Que no, hombre, fue ese funcionario de la delegación, fue él, ¿quién más?-. Me
despedí amablemente con una broma y seguí mi paseo.
Alcancé
frente a los juegos a la mamá de Druso.
-
¿Recuerdas -me dijo- el episodio de los venenos? ¿Te acuerdas que hace un año
corrió el rumor de que alguien había dispersado en el parque restos de comida
envenenada para que los perros hambrientos o golosos los devoraran? Al parecer
no estaban tan dispersos, sino más bien concentrados. Se le murieron dos a
Griselda por la misma causa y el mismo veneno. Curiosamente, a nadie más.
¿Sabes? Era alguien que conocía los horarios y rutas de Griselda con sus
perros, y un cálculo casi matemático del efecto. Alguien, además, que sabía lo
que curaba y mataba a los animales. Un veterinario, por ejemplo. Alguien,
también, enfermo de odio y celos por Griselda: su marido.
Encontré
a la mamá de los chihuahua, saliendo del “Don Café” con un vaso de capuchino.
Llevaba a Panqué, posado sobre su hombro como un loro, y a Muffin, atado a su
muñeca.
-
Es un hijo de la chingada -me dijo, con su franqueza norteña- un redomado hijo
de la chingada. Yo conozco de años a Griselda y no se merece esa mierda que le
ha tirado en la pared. Mira que escudarse en unas ‘Sociedades protectoras de
animales’: es una vileza y una cobardía sin nombre. A ella le tengo mucha
lástima. Es muy problemática, de acuerdo. Se creía dueña del parque. Soltaba a
sus perros y no siempre recogía las heces porque ya no sabía si le pertenecían
o no. Pero él era peor. ¿Qué puedo decirte de él? Era veterinario y tenía su
consultorio lejos de aquí. Creo que no le iba bien. Cuando estaba en casa, salía
al parque muy rara vez, con su cara de sociópata resentido. Una ocasión, ante
mi reclamo, me respondió el desgraciado que no tenía por qué recoger nada, que
para eso pagaba impuestos. Qué tipejo, ¿no? Y veterinario, hazme el favor. Un
macho más allá de misógino. A ella los perros se le escapaban con facilidad, no
sólo del parque sino de la casa, y a veces en la noche. Entonces alguien les
abría la puerta, alguien la quería perjudicar. ¿Quién crees? Pues él, que
quería separarse, deshacerse de ella. La odiaba a muerte. Él –estoy segura- les
abrió la puerta al Orejas, al Espartaco, a la Negra , que, como sabes, fueron por suerte a parar
de noche en la casa de sus respectivos dueños. Imagínate si los hubiera
perdido. Y ahora, según el cartel, hay perros perdidos y muertos en esa casa.
Yo no conozco a nadie que los haya perdido definitivamente. ¿Tú, sí?
-
Tampoco –dije-. He hablado con algunos dueños y nadie me ha dicho que sus
perros, ni los de nadie conocido hayan sido victimados por ella. Pero en cuanto
al marido, ¿por qué no separarse, correrla de la casa y ya?
- El odio busca caminos retorcidos. El marido
aguantó, la retuvo en casa para castigarla de esta manera sórdida, implacable,
cruel. Era un enfermo de celos. Como ella vivía de cuidar los perros del
prójimo, sus relaciones sociales eran grandes, toda una red, como puedes
suponer, y él, todo lo contrario, un hombre solitario, un resentido social, un
sociópata.
-
Entonces ¿se trata de envidia de un cierto éxito social de su mujer o de celos
por un hombre?
-
No sé de historia alguna con ningún otro hombre. Griselda no es una mujer sexy
ni coqueta. Igual y se trata de envidia por sus relaciones en el trabajo, pero
sepa. El caso es que tenían unas broncas tremendas, no ocasionales, sino de
todos los días.
-
O sea una bronquitis crónica.
-
Exacto -me dijo, riéndose-.
-
De todos modos –añadí- no me checa que un veterinario tuviera envidia de una
cuidadora de perros, aunque ésta fuera su mujer. Y si hablas de sociópata, más
lo es ella.
-
Él no tenía ningún contacto social, ninguno. Ni un solo amigo. Ella, mal que
bien, los ha tenido. Unos pocos fieles. Y eso, tan poquito, le provocaba celos.
-
Espera –objeté- ¿Por qué el cartel no está colgado en casa de la madre de
Griselda, adonde ella se mudó, y sí en la pared de la casa del marido? Ella ya
no vive en Tejocotes, ya nada tiene que ver con esa casa. No tiene sentido
semejante autoacusación.
-
La casa de Tejocotes era el centro de trabajo de Griselda, la pensión de los
animales y, como centro de trabajo, ha sido cancelado. La casa de la madre no
es más que la casa de la madre, adonde la pobre se ha retirado como tantas
mujeres separadas o arrojadas del hogar por el marido. Pero reconozco que
aceptar ese cartel en la casa de uno es una autoacusación y una
autohumillación. Con el agravante de que va a durar semanas o meses colgado
ahí. Eso es muy sórdido y terrible. Entonces me doy, amigo. Me niego a entender.
Abordé
a ese hombre oscuro y secreto, cuidador como Griselda, siempre aislado por sus
audífonos y sus gafas oscuras. Caminaba lento y ausente, con su cohorte de
cinco perros siguiéndole como los ratones tras el flautista de Hamelín.
-
No hay ningún misterio en esto, mano: esa pinche vieja mató a patadas a Cocky,
una terrier dejada en encargo por una señora española que se iba de vacaciones.
Lo supe por ella misma: yo he cuidado a su mascota. Pero esa vez no me la dejó.
Se hubiera ahorrado el incidente. Cuando ocurrió, ella sintió de golpe la vida
de perros que llevaba, todo el enojo con la vida, ahora que, una vez más, su
veterinario la había maltratado. Él se marchó a trabajar y ella se quedó sola
en la casa con sus mascotas. Esos terrier son, como los cocker, muy nerviosos y
dependientes si no los has educado. La
Cocky empezó a exigirle atención y alimento, a merodear y girar
en torno de ella como los gatos, hasta que Griselda tropezó con Cocky y, al
pisarla, ésta aulló de dolor. Suficiente, mano, ese aullido desató todo su
odio. Se ensañó con la perrita a patadas hasta matarla. Los estudios médicos lo
proclaman: no fue un accidente, como dicen por ahí, ni un veneno. Constataron
sus hematomas. La señora española, al recibir muerta a su Cocky, demandó a la
vieja en la delegación. ¿Te das cuenta? Debió haberla dejado a mi cuidado. Y no
dudo que haya otros perros victimados por ella. El cartel sólo menciona dos.
¿Te imaginas cuántos en su pinche vida de cuidadora habrán muerto por su culpa?
Nada más acuérdate de la comida envenenada. Ya sabes que aquí hay impunidad por
miedo a la denuncia. La española lo hizo, pero no habría pasado nada malo si me
hubiera dejado a Cocky.
Ya
frente a la capilla me topé con los amos de Salomón, ese pastor alemán medio
enfermo de la columna. Allí Canela hizo popó.
-
Es una perra anarquista -les dije-. Siempre se caga frente a las iglesias, al
módulo policial y a la casa de la dueña de mi departamento; es decir, se caga
en la iglesia, la policía y la propiedad privada.
-
Ella lo hace por ti, ¿verdad? -me dijo él, riéndose-.
-
Tú lo has dicho.
-
¿Cómo ves -le pregunté- lo del cartel de Griselda?
-
Qué historial tiene esa mujer -dijo ella, disfrutando de su propio énfasis-.
-
Con nosotros fue así. Hace seis años, más o menos, paseábamos con Salomón y la
vimos en el centro del parque de juegos tironeando con una cadena a un perro
mestizo. Parecía estar entrenándolo. Pero sus movimientos eran tan bruscos y crueles,
que creímos por un momento iba a desnucar al pobre perro. “Oye, le dijimos, así
no se hace, lo vas a lastimar”. “No te metas, nos dijo, este perro es mío y
hago con él lo que me plazca”. Y como de inmediato lo soltó, se vino encima de
nuestro Salomón, que entonces era un cachorro. Yo me puse en medio para
protegerlo con mi cuerpo. Ella se abalanzó contra mí, ofendida por mi gesto.
Cómo era posible que alguien, una mujer delgada como yo, protegiera de su perro a mi perro. O, si quieres,
cómo era posible que yo me protegiera de
ella. Me lanzó un extremo de la cadena, sin soltarla. Lo agarré y lo jalé
hacia mí con toda mi fuerza. Le di una patada en el pecho y luego un rodillazo
hasta tirarla al suelo, de espaldas. La tuve a mi merced, con la cadena entre
mis manos, y entonces pidió que ahí lo dejáramos todo. Al incorporarse, ya con
la cadena consigo, nos amenazó con los hombres de su casa, advirtiéndonos que
nos cuidáramos de su marido, de sus hermanos, que acudirían para defenderla. Al
otro día levantamos un acta en la delegación. Advertida por la autoridad, tomó
distancia de nosotros y nosotros de ella. No hemos vuelto a tener ningún
incidente, ningún contacto. Por aquí la hemos visto, pero de lejos. Y no, no
soy karateka ni nada por el estilo, es simplemente mi experiencia con los
caballos. Ya sabes que nos dedicamos a su cuidado para las carreras. Montarlos
y cuidarme de ellos me dio la suficiente agilidad y fuerza para protegerme de
esa mujer. Yo soy delgada pero fuerte y fibrosa. Esa mujer era un migajón: gruesa,
podía deshacerse en cachitos al menor contacto.
Entonces
pasó a nuestro lado la señora de Toy, ese beagle juguetón y simpático.
-
Fíjate -me dijo el papá de Salomón al pasar ella de largo-. Esa señora ha
dejado varias veces a Toy al cuidado de Griselda. Su testimonio retrata a esa
mujer de cuerpo entero. Nos dirá, como me dijo una vez, que nunca ha tenido problemas
con ella por una sola razón: le ha rogado, implorado, suplicado, que cuide a su
perro, que no le queda de otra. Fíjate nomás. El ruego, la súplica, era la
condición del contrato, y la única manera de que todo marchara bien. Imagínate.
Qué mejor que se la suplique, se la implore. Se trata del mísero poder que Griselda
podía y puede adquirir y ejercer sobre la especie humana, sobre los perros y
sus amos, y si uno se humilla ante ella implorando -como ante Dios o ante un
ángel- el cuidado de algo que amas, sólo entonces se sentirá bien. “Cuídamelo,
por favor, ¿sí? No me queda de otra”. No
me queda de otra: Griselda era el recurso final.
-
El recurso final –repetí- como un eco.
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