¿ES POSIBLE LA CRÍTICA MUSICAL?
Un compositor se ha interesado en hacer un drama
musical. Un poeta dramático le presenta el texto y el compositor inicia la
tarea de ponerle música. Durante la escritura sostendrá frecuentes
conversaciones con el libretista a fin de hacer pequeñas o grandes adecuaciones
al libreto. Un teatro o una compañía de ópera habrán acordado con los autores
las fechas, honorarios y demás términos del contrato para las presentaciones de
la ópera. El compositor se reunirá con el director musical y los cantantes
elegidos para interpretarla. El director
musical, como representante del compositor en la tierra, tendrá ensayos por
separado o en pequeños grupos con ellos y, con la ayuda de un repetidor,
logrará que los intérpretes cumplan cabalmente su voluntad musical. Más tarde,
el director teatral, con su equipo, expondrá al compositor sus ideas para la
puesta en escena. Aunque es probable que el público, con su gusto dudoso y su
multiforme cabeza de medusa, ya se haya hecho presente como un fantasma durante
el proceso creativo, acaso mediatizándolo, no será sino durante las funciones
cuando adquiera corporeidad, aprobando o
desaprobando la obra creada para él. Entonces, al final de este largo proceso,
aparecerá la figura de un pobre diablo, el crítico, hecho sólo para opinar,
alguien que carece de la inocencia del público y de la creatividad de los
músicos y demás intérpretes.
La crítica del crítico es una opinión. Cualquier
espectador puede opinar. Pero la del crítico es, se supone, una opinión
educada, docta, si se me permite la pedantesca expresión. Emite una palabra
que, si es inepta, carecerá de toda significación, pero si es inteligente y
culta, puede ser dicha para la posteridad. Ser crítico –en un nivel primario-
no es sólo emitir un fallo subjetivo y sancionador. Ser crítico es, ante todo,
describir las características, los aciertos y errores intrínsecos de una ópera
o una puesta en escena y una puesta en música; es examinar un fenómeno
artístico y situarlo adecuadamente en sus variables contextuales: fuentes,
escuelas, tendencias, influencias, originalidad, posibles repercusiones en las
obras futuras, etc., y orientar el gusto del escaso público que lo lee. Pero no
existe la crítica objetiva. Al ser intérprete, traductor, el crítico puede ser
también un distorsionador.
La crítica –aunque nos pese- es un ejercicio derivado.
El crítico de música y ópera escribe sobre la obra de otro, que ni siquiera está
escrita en el mismo código. Puede ser, en el mejor de los casos, el intérprete
de una obra destinada al puro goce; intérprete racional o sentimental, pero
desde un código diferente. La crítica es un ejercicio dependiente de la
actividad creadora de los artistas -el compositor y el libretista, el director
musical y de escena, la orquesta, los cantantes, etc.-, ejercicio que debe
procurar ser también creativo. Decía Octavio Paz que la crítica, para ser
necesaria, debe constituirse también en una creación. Sus propios textos
críticos así lo demuestran.
En los casos de Paz, Eliot, Montale, Camus, Borges,
Reyes y tantos otros escritores, el lenguaje de sus ensayos es un metalenguaje
literario, literatura sobre la literatura, es decir, textos críticos que utilizan
el lenguaje articulado: el mismo código de aquello sobre lo cual escriben. Por
eso la crítica literaria puede llegar a competir de igual a igual con aquello
que critica. Los textos críticos de algunos grandes escritores pueden superar
con frecuencia su obra propiamente literaria, como ocurre con Paz, por ejemplo.
En cambio, la crítica de música y de ópera es por naturaleza menesterosa: se
sirve de un lenguaje inadecuado, que sólo por analogía describe aquello que
pretende criticar, de un repertorio de adjetivos –explícitos o enmascarados-
que sólo por aproximación al mundo espacial describe las peculiaridades de un
arte esencialmente temporal. El crítico debe contar con un arsenal de adjetivos
que resultan siempre insuficientes para expresar las características de la
música escuchada. No deja de sorprenderme y divertirme, por ejemplo, la
tendencia de los críticos a describir las voces de los cantantes con epítetos
tales como “sedosa”, “aterciopelada”. La calidad del sonido aparece descrita
por su analogía con el mundo táctil. Nos escapamos por unos instantes de la
cadena temporal de la música e ingresamos a un mundo fenomenológico, objetual,
de las percepciones físicas que no se realizan mediante el oído, al que tenemos
que pedir vocablos en préstamo para aplicarlos con la mayor exactitud posible a
un fenómeno rigurosamente temporal. Si afirmamos que Leontyne Price tiene una
voz “aterciopelada”, ¿cómo diablos la distinguimos de Jessye Norman, de quien
se antoja afirmar lo mismo? ¿Cómo fijamos con palabras su especificidad? ¿Cómo
describir con palabras una interpretación de las suites para cello de Bach?
¿Cómo describir el encanto que emana de las obras de Ravel y distinguirlo del
de Prokofiev? ¿Cómo hacerlo con las sinfonías de Tchaikovsky o Mahler sin caer
en el programa sentimental o metafísico? Son preguntas que nos hablan de la
enorme inexactitud que padece toda crítica musical, y de su irremediable
carácter adjetivo, inesencial. Por ilustre que sea el crítico, vamos a
encontrarnos siempre, cuando lo consultemos, con juicios de valor construidos
con adjetivos. Consultemos, por ejemplo, al azar, la Correspondance de Friedrich Melchior Grimm, uno de los más ilustres
críticos alemanes de la Ilustración, criticando la ópera Le déserteur de Monsigny: “informe e inexpresiva”, sentencia. Es
que toda crítica habla de cómo es una música, una interpretación y, palabras
más, palabras menos, no consiste sino en un repertorio de adjetivos. Los
comentarios paródicos del grupo Les Luthiers cuando fingen hacer crítica musical
quizá no son tan paródicos. Una crítica
musical acaba casi siempre construyendo su propia caricatura. Por ello mi
pregunta va más lejos: ¿es realmente posible la crítica musical?
Aunque toda crítica desemboca en la formulación de
juicios de valor, empieza o atraviesa por una etapa descriptiva. Es más,
describir una pieza musical, analizar su estructura, mostrar el mecanismo de su
funcionamiento, es quizá una labor crítica más importante que pronunciar
juicios de valor, a veces insostenibles por estar basados en el mero gusto. Por
ello me gustaría plantear una adivinanza: ¿qué música describe Barenboim con
estas palabras: “El segundo movimiento acaba en si mayor; la música se detiene
poco a poco y hay un momento mágico en el cual el si queda totalmente sin
armonía y baja medio tono hasta un si bemol, la dominante de mi bemol, la
tonalidad del último movimiento. A continuación hay una lenta premonición del
tema del movimiento, tocada por el piano, acompañado sólo por la trompa que
alarga la nota y los acordes de la cuerda, tocando pizzicato, como si el tema
del último movimiento se presentara de forma embrionaria, vacilando. Después
viene una pausa en lo que es la anacrusa del último movimiento, todo
pianissimo, y entonces se arma la de Dios es Cristo y el piano presenta el tema
del último movimiento fortísimo”. Si el lector no ha adivinado, se trata del
paso del segundo al tercer movimiento del Concierto para piano y orquesta No. 5
en mi bemol mayor op. 73, el “Emperador” de Beethoven. Este ejemplo basta para
advertir el problema central de una crítica musical seria y especializada: de
tan abstracta, se vuelve incomunicable al lector común. Es frecuente también
que, para cumplir con sus propósitos didácticos, el crítico especializado
(expresión redundante) reproduzca en su página fragmentos de partituras, lo
cual significa que sólo un músico podrá leerlas. Si quisiéramos, por ejemplo,
hacer más asequible la lectura, podríamos decir del Concierto No. 5 de
Beethoven que se trata de una obra “poderosa y marcial”. Pero “poderosa y
marcial” es también la Sinfonía No. 3, “Eroica”; “poderosa” es la Grande Messe
des Morts de Berlioz, y, como ellas, muchas más en la historia de la música.
“Jubilosa” se le puede predicar desde al Mesías hasta a la Obertura de un Festival
Académico de Brahms. ¿Dónde radica, entonces, su especificidad? El crítico debe
buscarla y describirla haciendo un despliegue de imaginación verbal, análoga,
hasta el mimetismo, a la obra que pretende criticar. En virtud de este
mimetismo, un comentario crítico bien escrito logrará transmitir al lector la
emoción provocada por la música en el crítico. Y esa emoción no suele provenir
tanto de un encendido lirismo estilístico como de una gran exactitud en las
palabras. Las de Alfred Einstein, por ejemplo, acerca del Quinteto en sol menor
K. 516 de Mozart, poseen una emoción contagiosa. Por otra parte, una
descripción puramente adjetivada de una obra musical será superficial e
insuficiente, pura palabrería, si no se sustenta en el descubrimiento y reflexión
de hallazgos técnicos.
La opción más socorrida, por fácil, es la de quedarse
afuera de la obra musical y hablar de ella desde su exterioridad, es decir,
ofrecer a los lectores mera información biográfica y anecdótica del compositor
y la obra, las circunstancias de la composición, su suerte con el público, la
crítica y la posteridad, etc. Esto, más que crítica, es crónica. Y es preciso
distinguir aquí la crítica de los gacetilleros –crónica regida por los límites
del periodismo: comentario breve y circunstancial, de carácter efímero-, de la
crítica que sólo es posible en publicaciones especializadas o en libros, donde
sí cabe otra crítica, la filosófica, por ejemplo. No hay que olvidar que los
primeros críticos de la música fueron los filósofos: Platón, Aristóteles, para
no hablar de Parménides. Esta crítica distingue la música de la mera sucesión
de estímulos sensoriales, como reclaman los Musikalische Schriften de Theodor
Adorno, donde el filósofo de la Escuela
de Francfort afirma que “la crítica no penetra desde fuera en la expresión
estética, sino que le es inmanente. Captar una obra de arte como complejo de
verdad es llevarla a su relación con su falta de verdad... Una estética que no
esté orientada hacia la verdad, se ha olvidado de su cometido y será casi
siempre una estética de cocina. La verdad es esencial a las obras de arte”[1]. De esta afirmación se desprende
–idea de Walter Benjamin- que toda obra de arte es incompleta hasta que la
crítica filosófica la ilumina. Y se desprende también la idea de que “la
interpretación musical es la ejecución... y de que [la idea de] la
interpretación pertenece a la música misma y no le es accidental”[2]. De esta manera, la crítica
deviene creación, incluso desde su vertiente, no de ejecución musical, sino de
comentario. En tanto que comentario, la crítica musical se legitima “al
detectar las potencialidades que hay en las obras de arte: al captar, en
aquello que son, lo que podrían ser”[3].
De acuerdo con esta afirmación de Adorno, un buen
crítico tiene una visión de futuro: puede advertir las posibilidades de
desarrollo futuro de la música escuchada.
En suma, que haya ejemplos ilustres de críticos de
ópera y de música en general significa que la crítica es posible. El crítico
describe lo que está sucediendo internamente en la música, y la transmisión de
esos avatares constituye un gran desafío, pues debe decir las cosas más
difíciles con sencillez, a fin de que su lectura de la música, su
interpretación, sea inteligible para el público lector. Es muy difícil hacerlo
bien, y por ello es un reto.
En lo que a la ópera se refiere, está claro que
atraviesa en el mundo entero por un periodo de crisis que ya dura mucho (no es
un secreto para nadie que el siglo XIX fue en Europa el siglo de la burguesía,
de la ópera y de la novela, géneros que ahora están en una decadencia que
empezó hace más de un siglo), y si la crítica es un género subsidiario,
dependiente, es lógico que acompañe, en su decadencia y muy de cerca, al género
del que depende. La ópera ha dejado de ser creadora y se ha vuelto repetidora y
repetitiva. En México lo es de una manera extrema y vergonzosa. Los siglos
pasados -particularmente el XIX- siguen invadiendo con mil rostros diferentes
los contados escenarios operísticos de México, sin que el XX –ya no digamos el
XXI- se atrevan a mostrar la cara. Pero también en el resto del mundo, las
nuevas óperas, obras maestras como Le Grand Macabre de György Ligeti o The Mask
of Orpheus del inglés Harrison Birtwistle, por ejemplo, son francamente
impopulares.
Criticar una ópera es un ejercicio muy complejo: el
crítico debe conocer previamente muchas cosas y estar atento a quizá demasiadas
cosas: la historia de la música en general y de la ópera; el compositor y su
entorno; la ópera específica que
pretende comentar; las peculiaridades de la música en sí, de su escritura para
la orquesta y los cantantes; la realización de esa música en la escena y en el
podio (considerar aspectos como la línea, el fraseo, el balance, el timbre); la
puesta en escena de esa música con todos sus componentes: escenografía,
vestuario, iluminación, movimientos escénicos, tanto de los cantantes solistas
como del coro. No me extraña que muchas crónicas de ópera atiendan, en estos
tiempos decadentes, más que a otra cosa, a la puesta en escena, es decir, a lo
visible del espectáculo musical. El crítico debe poseer también una cultura
vasta y profunda, para explicar, por ejemplo, por qué es una incongruencia y
una tontería que la acción de Un ballo in maschera se desarrolle en la puritana
y democrática Boston de fines del siglo XVIII y no en la corte del rey Gustavo
III de Suecia, como originalmente habían concebido el libretista Antonio Somma,
basado en Scribe, y el compositor Verdi. Liszt sugería que debía someterse a un
examen previo a quienes pretendían dedicarse a la crítica, y Honegger
consideraba poco honorables los laureles de aquellos que los conseguían
afirmando que Beethoven, Wagner y otros tenían escaso mérito.
La crítica musical es
difícil porque, como oyente agudo, el crítico tiene que estar capacitado para
percibir el carácter polifónico de la música y, de ser posible, desmontar ese
aparato, esa relación entre lo horizontal y lo vertical, donde lo horizontal
son las distintas líneas de la melodía, y lo vertical, las armonías, la
polifonía. Una crítica que sólo se fije en la posición geográfica de las notas,
en los accidentes del terreno de la partitura, y no en la expresión de esos
signos y esos accidentes, es tan letra muerta como la descripción topográfica
de un territorio. Afirmar, por ejemplo, que Casals dio más importancia a la
afinación expresiva del cello que a la afinación bien temperada, o que se
preocupó por la articulación de las notas más breves en cualquier frase
musical, no agota el fenómeno Casals.
Existe, a propósito de la lectura
polifónica, una relación de analogía entre la polifonía y el lenguaje
significativo. El lenguaje se desarrolla, se mueve, a través de dos ejes: el
sintagmático y el paradigmático, es decir, el eje de las combinaciones de
fonemas o letras para formar palabras, frases u oraciones, y el eje vertical,
invisible, de los paradigmas, de las asociaciones, que no por invisible es
menos importante ni está menos presente en el discurso: la poesía, por ejemplo,
es posible gracias a él. La existencia de estos ejes que se cruzan constituye
una evidencia de que sólo por analogía se pueden corresponder el lenguaje
musical (que, strictu sensu, no es lenguaje) y el lenguaje significativo. Que
la articulación de las frases musicales, por ejemplo, equivalgan a la puntuación
en el lenguaje, es una afirmación que nos sitúa, una vez más, en el plano de la
analogía. Quizá el punto mayor de desencuentro entre la música y el lenguaje
radica en que la música prescinde de los conceptos. Un compositor ha escrito
notas en un cuaderno pautado, signos claramente perceptibles que deben
significar algo, puesto que son signos. Pero la gran paradoja es que esos
signos carecen de significado: esos signos no señalan un concepto. En sentido
estricto, no significan nada. Sin embargo, el lector de esos signos, el
intérprete, traduce esos signos a sonidos. Esos signos empiezan a moverse y
tener vida en el medio para el que fueron escritos: el aire y el tiempo. Vibran
en el espacio y provocan ondas sonoras que con su diversidad de longitud adquieren
vida en el tiempo, pero que no significan conceptualmente nada. Como dijo
Walter Pater, en la música el fondo es la forma. En cambio, en el lenguaje, el
signo une un sonido y un concepto, un significante y un significado, una imagen
acústica y una imagen conceptual. Por cierto, sigue pareciéndome asombroso que
los signos de la notación musical puedan leerse, traducirse a sonidos musicales
y ser ejecutados como música (“ejecutados”, en su doble acepción de “tocados” y
“ajusticiados”), y que exijan una precisión matemática para ello. Increíble y
maravilloso.
Si en la música el fondo es
la forma, entonces la música es autorreferencial e intraducible. Cuando Adorno
analiza la Octava Sinfonía de Mahler, cuyo primer movimiento es una invocación
mística al Espíritu Creador (“Veni, Creator Spiritus”), menciona un cruel y
divertido comentario de Hans Pfitzner luego del estreno: “Y ¿qué ocurre si no
viene?” La ocurrencia de Pfitzner es pertinente: ¿a quién se dirige el músico
cuando invoca en la obra de arte? No existe en esa invocación un movimiento
trascendente sino inmanente: la invocación regresa como un boomerang a la voz
que invoca: todo significado se desenvuelve y agota dentro de los límites
sonoros de la obra misma. “La invocación”, escribe Adorno, “se refiere, de
acuerdo con su sentido formal objetivo, a la música misma. Implorar que venga
el espíritu significa implorar que la composición sea inspirada”[4]. La Sinfonía de los Mil,
entonces, se venera a sí misma, se adora a sí misma.
Un crítico debe, además, ser
capaz de comprender el dualismo que existe en todo compositor serio, una suerte
de doble autoría: una que se expresa a través de los signos de la partitura, y
otra invisible, que se expresa en lo no dicho en esa escritura, pero que esa
escritura deja ver entre líneas. Esto es lo que podríamos llamar el pensamiento
musical. Es lo que con tanta agudeza Adorno ha sabido leer en las partituras de
Wagner y Mahler. O Hanslick –pese a Wagner- en la música de Brahms. Son los
cimientos de toda escritura musical. Si un crítico no alcanza a ver esos
cimientos, es entonces un corto de vista o, mejor, de oído, un crítico sordo.
El buen crítico acentúa y revela el carácter enigmático de la obra musical.
Muestra que toda gran obra encierra un misterio y una estructura compleja, las
relaciones entre cuyos elementos está
obligado a analizar. Capta algo que el oyente común no percibe: las relaciones
e interdependencia entre las partes de la estructura musical y su relación con
el todo. Este desmontar y analizar la estructura exige del crítico, no sólo un
profundo conocimiento de la música sino una gran habilidad estilística para
hacer comunicable, amena y graciosa la transmisión al lector –de preferencia no
especializado- de esa experiencia. Pero todo esto a sabiendas de que aunque en
la música se pueden explicar muchas cosas, hay algunas que son inexplicables:
la intensidad y la musicalidad, por ejemplo. Si afirmo que el coro inicial de
la Pasión según San Mateo de Bach es la música más intensa escrita en el
barroco, ¿cómo demuestro mi afirmación? Es que la intensidad reside, en buena
parte, en mi percepción subjetiva de la obra, y no es inmanente a los signos de
la partitura.
Si la lectura de una obra es
siempre subjetiva, las tareas del crítico frente al pasado arrancarán de dos
actitudes en apariencia contrapuestas pero complementarias: por una parte,
respeto a la tradición, pues las formas y los grandes compositores e
intérpretes han llegado hasta el presente venciendo la prueba del tiempo:
varias generaciones de hombres los han aprobado e incluso venerado. La
tradición, afirmaba Boulez, es una serie de manierismos. Creo que la tradición
es algo más que una serie de manierismos. Son acuñaciones estéticas que el
tiempo va decantando y filtrando, es decir, estilos. Y el estilo de cada época
se manifiesta en la obra de los grandes compositores, esos que el tiempo
consagra. La otra consiste en la revisión constante de ese pasado, sobre todo
del pasado cercano. La grandeza de Wozzeck de Alban Berg, por ejemplo, radica,
en parte, en la revisión y utilización audaz y afortunada de las formas
tradicionales, particularmente barrocas. Revisando al lejano Bach es como Glenn
Gould forjó su tan personal como fascinante manera de interpretarlo. El
cosmopolitismo de la obra de Chávez se explica, en primer lugar, por su
revisión de todo el pasado nacionalista mexicano, incluido el suyo.
Si toda crítica es una
mirada reflexiva al pasado, no existe mejor crítica que la obra misma de
creación. Toda obra de arte contradice o resume a sus precedentes a partir de
un acto de crítica. Un compositor examina, estudia el pasado, lo revisa, lo
corrige (o lo afirma en otros términos) y lo proyecta hacia el futuro en y
desde sus propias creaciones. Las miradas de Bach y Handel al pasado lo
sintetizan, lo abarcan entero, en un abrazo ecuménico. Sin la visión crítica a
Haydn y Mozart, Beethoven no sería Beethoven; sin esa mirada sobre Wagner y
toda la tradición alemana, particularmente del lied, Mahler sería impensable. Y
ni se diga las visiones de Wagner, Debussy o Stravinsky al pasado, estos dos
últimos con una visión ferozmente crítica sobre el romanticismo. En todos estos
casos, la crítica se ejerce desde el mismo código y con los mismos recursos de
lo criticado: desde la música misma y con las partituras y los instrumentos
sonoros.
Por otra parte, es preciso
considerar el enorme valor testimonial de la crítica, que sirve para historiar
la recepción de la obra de arte musical. Gracias a ella, el presente y el
futuro pueden contar con testimonios de las diferentes recepciones, de las
diversas lecturas que se han hecho de una obra, pruebas de que un crítico no
sólo escribe para el presente sino para el futuro. La Lettre sur la musique
francaise (1753) de Rousseau, por ejemplo, constituye un documento precioso
acerca de la querelle des bouffons, que no fue sólo una guerra entre la ópera
bufa napolitana y la ópera seria francesa, sino una lucha política. Los
enciclopedistas, que habían publicado en 1751 el primer tomo de la
Enciclopedia, participaron activamente en esta guerra para abolir el
absolutismo real dentro de la cultura, pues los reyes defendían la
aristocrática música francesa de Lully y Rameau, poblada de dioses, semidioses,
héroes griegos y romanos, en oposición al espíritu festivo, popular, de la ópera
napolitana. De ahí que Rousseau exalte –en apoyo a la tradición italiana e
italianizante- la melodía vocal como la fuente de toda la música y exija que a
ella se subordinen la armonía y la música instrumental, como simples adjuntos o
acompañantes de la canción. Otro ejemplo, otro documento crítico de enorme
valor es la obra de Eduard Hanslick, arena de la pugna entre wagnerianos y
brahmsianos, visión inteligente pero reaccionaria de la obra de Wagner y sus
geniales secuaces Bruckner y Wolf, y
consagración crítica de la obra de Brahms.
¿De dónde salen los
conocimientos que el crítico va a poner en acción para ejercer la crítica?
Podemos empezar planteando la posibilidad de los lugares donde se aprenden las
cosas, las escuelas. Hasta donde sé, no hay en México escuelas de crítica
musical, como sí las hay en escuelas y conservatorios de música de otras
latitudes. El crítico Luis Gutiérrez Ruvalcaba, por ejemplo, ha estudiado una
maestría a distancia en “Estudios operísticos” (Opera Studies) en el Rose
Bruford College de la Universidad de Manchester. Existen en México escuelas de
cine y de teatro, pero no de crítica de cine o de teatro. Hay talleres, como en
la Sogem, que dan breves cursos para ejercer la crítica de espectáculos. Sólo
que, por el carácter dependiente de esta actividad, es indispensable que estos
talleristas conozcan previamente las intimidades del espectáculo que pretenden
criticar: es deseable que alguien que ejerza la crítica de cine haya pisado
alguna vez un estudio cinematográfico o asistido a una filmación. José de la
Colina, por ejemplo, el hombre que mejor ha escrito sobre cine en México, ha
pisado esos terrenos.
Si no hay escuelas de
crítica, queda una explicación: el crítico se forma solo, se hace a sí mismo:
es un autodidacta, se forma con la experiencia. Sólo la experiencia le puede
enseñar dónde está lo bueno, lo menos bueno y lo malo de una ópera. En virtud
de esa experiencia (ese ver y oír óperas constantemente), se va formando,
sedimentando, en el crítico, un imaginario de la perfección, y a ese canon
refiere todas sus experiencias con la ópera. Se produce entonces una recíproca
alimentación: por un lado, todo lo que oye y ve el crítico va conformando en él
una idea de cómo deben ser las cosas, de cómo debe ser un acierto estético y,
por otro, esta idea del acierto, este canon, va constituyéndose en el referente
obligado al que se someterán sus nuevas experiencias como espectador y crítico.
En consecuencia, este canon no constituye una idea fija, inmóvil, sino
dinámica. Gracias a esa experiencia aprenderá, por ejemplo, que las mejores
óperas son aquellas que logran el máximo efecto con el menor número de notas y
que algunas, como las de Wagner o Strauss son muy buenas a pesar de su excesiva
cantidad de notas. La historia de la
cultura mexicana abunda en críticos autodidactas: Urbina, Nervo, Gutiérrez
Nájera (diletante, decía de sí mismo el Duque Job). Aunque, en sentido
estricto, no fueron críticos sino cronistas. Ninguno de ellos supo leer música,
aunque fueron talentosos escritores. Los hay que han estudiado música, como
Juan Vicente Melo, o los que, como Eduardo Lizalde -uno de los mayores poetas
mexicanos de su tiempo y uno de los mejores cronistas de ópera de México- se
han familiarizado con ella a través de las clases de canto.
Voy a plantear dos
situaciones extremas: una, el crítico de ópera es un músico frustrado, alguien
que, habiéndolo deseado, y por las razones que fueran, no alcanzó a ser músico
y, por tanto, se quedó en el umbral. Pero que, habiéndose quedado afuera, fue
desarrollando la habilidad de contemplar, de ver y escuchar y sobre todo de
comprender en su conjunto aquello que ocurre adentro. Fue cultivando el gusto,
informándose y estudiando. La pregunta es si bastará con frecuentar los teatros
de ópera para volverse un crítico de ópera. Creo que no, y menos en un medio
como el mexicano, víctima de programaciones operísticas infrecuentes,
rutinarias y decimonónicas. Un crítico
debe estudiar la historia de la ópera, las diversas escuelas y tendencias; leer
partituras; escuchar grabaciones, compararlas; distinguir los instrumentos de
la orquesta y sus diversos timbres y expresiones; distinguir las tesituras y
colores vocales; comprender los problemas técnicos de diversa índole que
ocurren y concurren en el canto: el timbre, el color, la emisión, la línea, el
fiato (la respiración y manejo del aire), la expresión de acuerdo al texto, y
un largo etcétera. El italiano Rodolfo Celleti ha sido, en el siglo XX, el gran
conocedor y maestro de la voz humana y a él se le deben juicios memorables
acerca del canto, ya considerado en su generalidad, ya en la particularidad de
estos o aquellos cantantes.
La otra situación es que el
crítico, de una manera accidental o fatal (en el sentido de la inevitabilidad
de la vocación) decide hacer crítica de música y de ópera. Me pregunto, sin
embargo, si el crítico hace crítica de ópera con la urgencia y necesidad que
otros tienen para escribir ficciones o poemas. Evidentemente, no. La situación
del crítico de ópera es muy incómoda, porque depende de los artistas para
existir. Por eso es un pobre diablo. El crítico, si no es creativo, si no hace
de su crítica una creación literaria, si no señala rumbos, caminos, tendencias,
corre el albur de convertirse en lo que sobra de la actividad artística. En vez
de hacer arte, dictamina si esa obra de arte vale la pena y por qué. Y, sobre
todo, va –debe ir- mucho más lejos: conocedor, debe concebir la música como un
medio velado de conocimiento. ¿Cómo descubre esa vocación? Por un amor pertinaz
a la ópera y a la música, y por una sed inaplacable de conocimiento, de la cual
su crítica debe dar testimonio. A través del mundo de los sonidos trata de
llegar a la esencia de las cosas.
Me parece lamentable que los cronistas –al menos en
México- no se refieran a las óperas en sí mismas y se limiten a comentar la
realización que han visto. Entonces, la atención al compositor y la obra –que
son lo más importante- se desvía a los intérpretes, a lo circunstancial. Que si
la soprano Fulana de Tal no dio el si bemol sobreagudo, que si el Tenor Zutano
alcanzó el mal llamado do de pecho. Ocupados en estas frivolidades, descuidan
lo importante: la creación integral del compositor y su presencia en México.
Quizá consideran ocioso recordar, por ejemplo, el papel que desempeñó, no sólo
en el desarrollo de la ópera alemana, sino en el nacionalismo alemán, la
decisión del emperador José II de autorizar a Mozart la composición y
realización en alemán de Die Entfühurung aus dem Serail. Son particularidades
anecdóticas –es más: históricas- que el lector desinformado mucho agradecerá.
Pero ¿qué puede esperarse de un medio que repite hasta el cansancio Lucía,
Carmen, Traviata, Butterfly, repetición que exime al cronista de hablar de las
óperas mismas y lo obliga a referirse exclusivamente a los intérpretes?
En la música, no hay peor público que el público de
ópera. Tradicionalmente han competido en él, como características mayores, su
gusto deplorable y su frivolidad, o sea, la tontería. Es un fenómeno histórico,
desde las óperas de Handel en Londres. Mientras sus óperas se representaban,
los burgueses hablaban de negocios, comían, bebían, y sólo callaban cuando el
virtuoso en turno, el castrati Senesino, por ejemplo, ejecutaba un aria
espectacular. Luego pasó a otra forma de frivolidad, el exhibicionismo
decimonónico: la ópera se convirtió en una vitrina de las burguesías nacionales
para ver y ser vistos. Y tanto ayer como ahora, este público ha estado más
atento a las piruetas vocales de los cantantes que a la música misma. Para
ellos la voz no es un canal de expresión de la música, sino el fin. Esta
suplantación de los fines por los medios es una perversión estética, lo que
Broch denominaba el kitsch. Actualmente, por otra parte, algo grave ocurre para
que los públicos que asisten con regularidad a la ópera –en México como en
muchos lugares más- sigan considerando música contemporánea a las obras de
Richard Strauss, Igor Stravinsky o Béla Bartók, compuestas entre 1905 y
1940. O que se descuide y menosprecie la
ópera barroca y prebarroca. No es que la música haya avanzado poco desde
entonces, sino que el gusto conservador, la molicie de los empresarios y la
pereza mental de las autoridades culturales han triunfado en los teatros de
ópera y en las salas de conciertos. Entonces uno quisiera suscribir el grito de
guerra de Boulez contra los teatros de ópera y destruirlos con el metódico
encarnizamiento de los hermanos Marx en Una noche en la ópera. Yo haría una
salvedad bíblica: sólo contra ciertos teatros de ópera; no, por ejemplo, contra
la Ópera de la Bastille y del Chatelet de París o la de Stuttgart y algunas
más.
Finalmente, el crítico, como en todos los oficios
humanos, aprende de los mayores, de los maestros. Ya señalé que ha habido en la
historia distinguidos críticos de música y de ópera, que se las han arreglado
para hacer posible lo que parecía imposible. En mi enumeración voy a nombrarlos
indistintamente, aunque, como se verá, no todos han sido profesionales de la
crítica y sí, en cambio, escritores, teóricos, compositores o intérpretes:
Rousseau, Berlioz, Schumann, Eduard Hanslick, Romain Rolland, Alfred Einstein,
G.B. Shaw (pese a sus indignantes arbitrariedades), Arnold Schoenberg, Andrew
Porter, Harold C. Schonberg, René Leibowitz, Theodor Adorno, Pierre Boulez, Rodolfo
Celleti, William Mann, Alan Blyth, Alejo Carpentier, Ethan Mordden, Roger
Scruton, Juan Vicente Melo, entre otros, que han ganado respetabilidad para la
crítica musical y operística. Leámoslos y aprendamos de ellos.
En suma, la crítica musical es posible, pero sólo como
analogía y aproximación -desde un mundo espacial y una experiencia
fenomenológica totalmente distinta a la sonora- a un arte puramente temporal.
Por ello, un buen crítico cumplirá tanto más eficazmente su tarea, no sólo en
la medida en que posea los conocimientos arriba enumerados, sino también en la
medida en que ejerza su oficio con honestidad y autocrítica, es decir, con la
conciencia de las enormes limitaciones y posibilidades de su oficio.
México, agosto de 2007
[2] Adorno.
“Música, lenguaje, y su relación en la composición actual”, en Sobre la música, Barcelona, Paidós, p.
27