Hoy he visto pasar, por la acera de una calle apartada, al
hombre espejo. Caminaba, lustroso y brillante, recogido e infeliz, en medio de
una faramalla del barrio que, entre curiosa y fascinada, se acercaba a
preguntarle si podía amar. Pedía el hombre de vidrio no acercarse mucho a él
porque podía quebrarse y ellos, cortarse. Tomaba distancia y observaba. Lo vi
desde mi asiento en el bus. Estudié su conducta y esto estaba claro: el hombre
de vidrio, al tomar distancia, se esfumaba, quería desaparecer; ser eso: un
espejo, para que los demás se distrajeran de la pregunta que era una pedrada y
sólo se cuidasen de verse reflejados. Observado de cerca, el hombre de vidrio
era plano y anguloso, filudo, peligroso, una transparencia, una entelequia, que
sólo se cuidaría de ser pasional, temperamental, vital. Descubrir fuego en su
interior sería peligroso: esa fuerza, lanzada hacia afuera, podría también
quebrarlo. Así que mejor era ladear el cuerpo y ofrecer, como respuesta, el
costado en que el cristal fuera espejo, y la luz, imagen de los otros.
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