EL MUERTO

 


 
El camión bananero había partido hacia la Sierra como a las once de la mañana y lo tripulaban solamente el chofer y un copiloto que gustaba de fumar Full blanco y entretener al conductor con chistes picantes. Él, que me contó la historia entre nubes de humo, recuerda que a eso de las cinco de aquel domingo, antes de empezar el ascenso a la sierra, el camión empezó a disminuir la velocidad. En uno de esos recodos profundos de la carretera, que ya empezaba a trepar los cerros, y después de unos veinte minutos más o menos de marcha regular a treinta kilómetros por hora, se toparon, como después de un parpadeo, con un borracho desarrapado que, como un aparecido, de pie y tambaleándose a un costado de la carretera, los detuvo y les pidió le llevaran arriba. No dijo adónde quería ir. El chofer y su acompañante, luego de la duda de rigor y las mutuas miradas de consulta, instalaron al desconocido en el largo y vacío asiento trasero. Una y otra vez intentaron hablar con el hombre oscuro. En vano: no pasaron en esa conversación de intercambiar gruñidos, monosílabos, chistes picantes que el de atrás celebraba con una mueca desdentada. El hombre eludía toda identificación personal. Se mecía, gruñendo incoherencias, de un lado para otro del asiento, sin encontrar jamás respaldo. Se reían, sin embargo, de buena gana, de los feroces chistes del chofer. El tránsito de camiones y buses aumentaba notablemente en ese atardecer y la niebla caía ya, desflecada, sobre la carretera que, a medida que ascendía, se estrechaba más y más. Los del bananero hacían bromas a propósito de la borrachera del repentino huésped. Era flaco, estevado, tenía las mejillas chupadas, lo cual determinaba una notoria prominencia de los labios sobre ese mentón en punta, sombreado por una barba de cuatro o cinco días. Le faltaban unos cuantos dientes. A lo mejor el tipo llevaba mala vida. Muy pronto llegaría el frío y habría que darle un poncho, ya que sólo vestía una delgada camisa rayada con mangas cortas. Tenía la frente ancha por la calvicie, la cabellera distribuida hacia delante y, en su conjunto, la pequeña cabeza producía la impresión de un trompo: se adelgazaba progresivamente hacia el mentón y el cuello, donde la nuez de Adán resbalaba notoriamente al paso de la saliva y de los incoherentes sonidos. Pero el hombre, con sus ojos legañosos, volvíase, una vez más, sobre la carretera, en incontenible vómito. Al tomar una estrecha recta ascendente, ingresaron a una zona limpia de niebla, lo cual les permitió acelerar. De pronto, cerca de la cumbre, dobló y se les vino encima otro bananero, más veloz todavía, que les obligó a hacer una desesperada maniobra para evitar el choque. Los dos hombres oyeron tras de sí algo como un chasquido o un golpe seco: al volverse, pudieron ver, aterrados, sacudiéndose todavía, como un pez sobre la balandra, el cuerpo decapitado del hombre secreto sobre el asiento.
La inercia, la sorpresa, el miedo, la niebla que ya empezaba a poblar ese espacio, impidieron que el vehículo que se precipitaba cuesta abajo hacia la costa se detuviera para ver las acciones que se quedaron: el chofer arrinconó su camión junto al cerro; con la ayuda de su copiloto, extrajo dificultosamente del asiento trasero el cuerpo del hombre y, procurando no mancharse de sangre –que parecía correr por todas partes- y, sin ocuparse de buscar la cabeza -que se había ido rodando como un trompo tras las huellas del otro camión- y después de sondear en vano los bolsillos por algún documento personal, arrojaron, muertos de miedo, el cuerpo ensangrentado a la violenta espesura de un barranco. Lavaron como pudieron el asiento trasero y limpiaron la sangre que había salpicado a la parte externa del camión. Siguiendo las huellas de sangre de la cabeza decapitada, pudieron constatar su caída al fondo de la cañada. Aunque ya no se la veía, en parte por la niebla cada vez más densa, presumieron que allí descansaba. Pronto la lluvia vendría a lavarlo todo. Después siguieron su camino sin cruzarse palabra. El silencio, súbitamente, se había instalado en sus almas candorosas. Sólo antes de llegar a Quito soltaron la lengua para discutir un plan de acción. Decidieron, primero, callar el acontecimiento, no decírselo a nadie, ni a sus familias, al menos hasta que el hecho hubiese prescrito en sus conciencias. Segundo, buscar en los periódicos, la radio y la televisión, la noticia de un hombre desaparecido para poder decir: éste fue, éste era. Tercero, intercambiarse cualquier información sobre el asunto, y cuarto, localizar, en su próximo viaje, el lugar del accidente.
El copiloto –que me refirió la historia- ya no pudo conciliar el sueño como antes. Tenía pesadillas, incluso despierto. La imagen de la cabeza decapitada lo perseguía. La veía en todos los cuerpos, en todos los hombres, en todas partes: en los restaurantes, en los mercados, en los prostíbulos, en las calles. Todos los hombres se parecían al hombre muerto. Se afeitaba temblando y se lastimaba el cuello. Se sentía culpable, simplemente por estar vivo. El otro, no. Para éste todo había sido una incursión del azar en sus vidas, una mera casualidad, un hecho que nada tenía que ver con la responsabilidad personal. Sin embargo, tampoco podía ahuyentar la terrible imagen del decapitado, grabada ya en un espejo interior, y se planteaba, como consuelo, diversas posibilidades del incidente.
Durante tres meses estuvieron atentos a la radio, a los matutinos y vespertinos de Quito y Guayaquil hasta agotar las policiales y jamás pudieron encontrar el menor indicio del hombre cuyo destino sólo ellos conocían. Nunca, nadie, nada, ni la menor pista, ni la menor sospecha. Nadie había reclamado por un hombre desaparecido, nadie había denunciado nada a nadie. El hombre no existía para nadie ni parecía haber existido nunca, salvo para estos dos camioneros que sólo lo vieron morir.
El incidente los unió más que nunca: decidieron hacer todos sus  viajes juntos, de modo que siempre pudieron contarse, no las novedades -que no existían- sino cómo estaba sobrellevando cada quien las secuelas del sangriento acontecimiento.
Hasta que un día no muy lejano les tocó hacer el recorrido por la misma carretera, pero en sentido contrario, hacia la costa. Mientras para el chofer ese viaje parecía significar un borramiento definitivo del episodio, para el copiloto era una acentuación de sus miedos y temores, casi una repetición de esa muerte que para él era un asesinato y, como todo asesino, se sentía regresando al lugar del crimen. Cuando iniciaron el descenso hacia la costa y llegaron a la zona de curvas interminables, sintieron que ingresaban a un laberinto unilineal: todas las curvas se parecían, y por más que descendían a la mínima velocidad posible, constataron que cualquiera de esos tramos de carretera podía ser el lugar buscado. Todas las curvas y ninguna podían guardar la memoria del hombre secreto, que ya debería ser una gusanera y un gran hedor. Con frecuencia sacaban la cabeza del camión para tratar de percibirlo por el olfato, pero esa naturaleza exuberante todo lo tragaba y transformaba. Hasta que el chofer le dijo a su copiloto que metiera su cabeza antes de que pasara algo malo, y que era inútil todo intento, y que sobre todo ya para qué, que no tenía sentido. Lo muerto, muerto está.   
¿Quién era el hombre aquel, anónimo, desconocido? ¿Qué misteriosa clave se encerraba en su destino, que sólo consistió en aparecer y desaparecer atrozmente ante dos testigos evidentes que tocaron su evidente cuerpo? ¿Qué o quién lo justifica? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba?
Podemos imaginar una historia cualquiera y, dadas las consecuencias del hecho, veremos que el hombre era aun más anónimo que en este atroz episodio, acaso el más importante de su vida. Podemos imaginar otra diferente y una más y en todas ellas el hombre será igualmente insignificante bajo la luz del hecho que lo borró. Intentemos cualquier cantidad de probabilidades y podremos descubrir, al término de ellas, que la existencia de ese hombre queda anulada por ese lacónico final.
Por ejemplo:
El día era domingo, cinco de la tarde. El hombre, o bien regresaba a su casa después de haber estado bebiendo desde la víspera o desde el viernes, o bien iba donde algún compadre con quien pensaba acabar el fin de semana. Pero lo importante es que no iba solo.
Por el lamentable aspecto físico y el lugar en el que fue encontrado, cabe suponer, sin mucho temor a equivocarse, que fue arrojado del camión en que viajaba. En su borrachera debe haber armado un escándalo, lo cual debe haber provocado un arrebato de ira en los demás, y la consecuente expulsión del vehículo, que no reparó en detalles como el frío de arriba, la falta de ropa suficiente, de documentos personales, la misma borrachera, la peligrosa niebla. Por su vestuario escaso (apenas esa ligera camisa rayada de mangas cortas)  cabe también suponer que el hombre no iba tan lejos. No iba, bajo esa niebla pertinaz, preparado para resistir los fríos de la Sierra. Esto y la absoluta falta de documentos refuerzan la teoría de que el hombre fue arrojado del camión por una ciega explosión de ira. Ese escándalo, esa ira en el camión fueron los que en realidad lo mataron. A la casualidad le gustan las repeticiones, por vanidad. El bananero que más tarde hizo de guillotina consumó lo que el primero dictaminara. Anularlo, borrarlo.
Pero lo más inquietante de todo es ese silencio tenaz después de su muerte, que da lugar a una segunda interpretación del caso. Sin duda él tenía familia, pero nadie lo quería. Nadie denunció nada: en ese camión sólo iban su mujer y dos o tres cómplices que anhelaban su desaparición, no su muerte. El homicidio implica golpe, sangre, responsabilidad; la desaparición es una transferencia, una ilusión, una máscara de inocencia: atribuimos a la suerte o al destino lo que hemos hecho nosotros. Como fue abandonado en plena carretera, donde el hombre tenía muchas probabilidades de salvarse (aunque ellos podían confiar también en un accidente por la borrachera y la niebla), no hay sino que asirse a la idea de que hubo en ellos una actitud incierta, un pretender, por miedo, cometer el homicidio sólo a medias, transfiriendo buena parte de la responsabilidad al azar.
Habrá ya advertido el lector que el silencio que se sumió sobre el cadáver no modifica, sustancialmente, la primera interpretación del caso. Que existiera, de antemano, la idea de expulsarlo del camión, no difiere del hecho de que todo tuviera su origen en un momentáneo y ciego arrebato de ira. No difiere porque el azar recibió, sobre la carretera, en uno y otro caso, exactamente la misma suma. ¿Qué importaba, entonces, que las gentes quisieran más o menos, o que ese hombre quisiera o no a los demás? Que hubieran querido o no eliminarlo, importa un ardite: el azar recibió a ese hombre estevado, borracho, desarrapado, legañoso, desdentado, y lo eliminó; eso es todo. El hombre, entonces, no tenía ningún valor para nadie, salvo para el azar. Por eso todos lo entregaron a quien realmente lo quería: al azar. Que él hiciera lo que quisiera. Y así lo hizo.
Intente el lector otra posibilidad.
 

     

No hay comentarios:

Publicar un comentario