En todos los países donde la ópera se cultiva, incluido
México, este espectáculo ha vivido tironeado por dos
fuerzas antagónicas: la frivolidad (el kitsch)
y el arte. Advierto que no voy a entender por kitsch el mal gusto y la
cursilería, noción vulgar que daría lugar a otro ensayo. Hermann Broch define
el kitsch como la ambiciosa y desenfadada decoración en la obra de
arte.1 Yo iré más lejos: es la sustitución de los fines por los
medios. Y esta sustitución será el tema de estas páginas.
El caso de la ópera es particular porque fue un arte impuro desde su
nacimiento, un arte ecléctico, que pretendía fundir artes opuestas –el teatro y
la música- en uno solo y nuevo. Un arte, además, poco natural. Si nos ponemos a
una distancia crítica, brechtiana, de este espectáculo, se antoja muy extraño y
artificial que en una representación de las acciones humanas los personajes
digan cantando lo que sienten, piensan y deciden, y que las acciones, incluidas
aquellas en las cuales está en juego la vida de un personaje, se digan y se
representen cantando. El canto mismo asume en la ópera la menos natural de las
formas del canto: sopranos, contraltos, tenores y bajos parecen estar siempre
al límite de la voz en los momentos dramáticos, de los que, por cierto,
demasiadas partituras abusan. Esta es una de las razones por las que buena
parte del público posible disgusta a
priori de la ópera: le choca como concepto, y no tarda en calificar de
ridículo al espectáculo.
Por otra parte, se ha prestado históricamente –desde los castrati en el barroco- a una
apreciación frívola del espectáculo, a un culto desaprensivo al intérprete: al
divo, a la diva. Las formas han cambiado, pero el fondo ha permanecido casi
inalterable a lo largo de los años, especialmente a través de una de las
tradiciones operísticas más importantes, la italiana.
Durante el barroco musical –entre mediados del siglo XVII y mediados del
XVIII- predominó en la ópera, que era casi exclusivamente italiana, el divismo,
la exhibición casi circense de esos fenómenos vocales que fueron los castrati: cantantes que rivalizaban por
cubrir el rango más extenso del registro, alcanzar las notas más altas posibles
y sostener las frases musicales durante un tiempo casi inverosímil: sesenta
segundos sin detenerse a respirar, por ejemplo. El público, sólo pendiente de
estos y otros despliegues de virtuosismo vocal, se desentendió de la ópera como espectáculo unitario
y total, fusión de música, poesía, teatro, danza y artes plásticas. Desde el
punto de vista argumental, daba lo mismo una historia que otra; desde el de la
representación, el teatro no importaba: los cantantes no actuaban, se limitaban
a cantar, inmóviles; la música podía ser mediocre: era sólo el vehículo para
que las voces espectaculares de los castrati
pudieran hacer malabarismos. Como consecuencia, los divos gozaban de un enorme
prestigio entre los nobles y en las cortes, y percibían salarios mucho más
altos que los compositores, y llamaban más la atención del público que éstos.
Significaban para la vida social tanto como nuestras actuales estrellas de
cine. Por ejemplo, los castrati
Farinelli (1705-1782) y Senesino (1680-1750) –el cantante oficial de las óperas
de Handel (1685-1759)-, ganaban diez veces más que el compositor, prueba del
prestigio de que gozaban. Niños mimados del público, se hicieron millonarios.
También en América (Virreinatos de Nueva
España, del Perú, de Nueva Granada) hubo castrati
en el siglo XVII hasta fines del XVIII: se los llamaba “cantantes capones”. Las
óperas barrocas en un sentido nacieron viciadas. Estaban dedicadas a los castrati, cantantes
superdotados que determinaron la índole misma de la ópera. Si lo único que
interesaba al público era ese canto espectacular, todo lo demás se sometió a su
égida: la coherencia narrativa y teatral de los libretos, la música misma. De
ahí las enormes limitaciones dramáticas de las óperas barrocas, incluso de los
más grandes compositores como Handel, quien, pese a su indiscutible genio y sus ganas de reformar la ópera,
tuvo que someterse a la dictadura del canto de los castrati. No hay dramatismo en estas óperas:
todo es una sucesión de arias, unas bellas, otras no tanto. Es más: una de las
características fundamentales de la ópera barroca fue el aria da capo, es decir, la repetición, al
final, de los versos iniciales para complacer a los castrati, quienes podían y debían hacer ornamentos a
placer para deslumbrar al público. El kitsch ha hecho su aparición en la ópera: el adorno ha sustituido a la línea
musical. Los medios se han impuesto a los fines. El crítico Harold C. Schonberg
del New York Times escribe lo
siguiente sobre la ópera en el período barroco, concretamente en Londres,
teatro de los éxitos y fracasos del gran difusor de la ópera italiana en
Inglaterra, el alemán George Frederick Handel: “Tampoco el público parece haber
demostrado mayor interés por las sutilezas de la música. La sociedad concurría
al teatro para ver y ser vista. Conversaban, jugaban a los naipes, comían y
sólo se interrumpían cuando un cantante favorito entonaba un aria; los
espectadores llegaban tarde y abandonaban la sala temprano. En el foso se
ubicaban los criados, lacayos, jóvenes espadachines y todos hablaban en voz
alta o gritaban durante la función. Ello ocurría en todos los teatros de
Europa, excepto en los teatros de la corte cuando la realeza estaba presente”2.
La gran pregunta es si esta reacción del público era inteligente o no. Es
probable que su irrespeto fuera una protesta ante la inmensa tontería de buena
parte de los argumentos operísticos que, como sabemos, carecían de solidez artística. Por ello se justifica, en parte, el
aserto de Paul Valéry en sus Cahiers:
“En el momento en que se comprende el argumento de
una ópera, el encanto desaparece”. De todos modos, esta manera grosera de
asistir a la ópera duró mucho tiempo, hasta mediados del siglo XIX. Héctor Berlioz
(1803-1869), por ejemplo, fue testigo en mayo de 1832 de una puesta en escena
irrespetuosa y brusca de la efervescente ópera cómica L’elisir d’amore de Donizetti. El público hablaba, comía y jugaba
durante la representación. No creo se haya tratado de una desaprobación del
público porque la ópera es brillante. A lo mejor esa noche la puesta en escena
y la puesta en música no lo fueron tanto. “El ruido de la audiencia era tal que
ningún sonido de la escena lo penetraba, excepto el golpe del timbal”, escribe
en sus Mémoires.3 Al menos
en este sentido hemos ganado mucho. Ahora escuchamos con respeto hasta a los
malos cantantes. Gutiérrez Nájera da cuenta en sus crónicas de una
representación de Lucía di Lamermoor
con un reparto tan infame que la ópera se redujo a una representación coral.4
Las crónicas mexicanas están salpicadas de anécdotas que revelan una enorme
frivolidad del público y también de buena parte de la crítica. Recomiendo para
ello los volúmenes de crítica de Gutiérrez Nájera y La ópera en México de 1924 a 1984 de Carlos Díaz Du-Pond (UNAM,
1986), libro que, pese a su inmenso vacío crítico, al menos da testimonio de la conducta del
público y la crítica en esos años. Este libro mismo es sintomático: constituye
un aburrido catálogo –necesario como tal- de lo que el autor vio y escuchó en
sesenta años. Pero ya volveré sobre este tema.
Al decaer los castrati en el primer
cuarto del siglo XIX, sus herederos legítimos fueron los intérpretes de la
escuela llamada bel canto (canto
bello). Tres fueron los grandes compositores del bel canto: Rossini, Bellini y Donizetti. Los cantantes, hombres y
mujeres, pero especialmente las mujeres, tomaron como pretexto la música de
estos compositores para su lucimiento personal. A esta época pertenecen algunas
de las más grandes cantantes de la historia: Giuditta Pasta, Maria Malibran,
Henrietta Sontag, Giulia Grisi y, más tarde, Adelina Patti. El ya retirado
Rossini se quejaba, con humor, de la Patti, quien al cantar su famosa aria Una voce poco fa de El barbero de Sevilla la había vuelto irreconocible. Había
incluido, para lucirse, un exceso de adornos musicales que no constaban en la
partitura. El culto al adorno y a la diva había renacido de las cenizas de los castrati. Continuó a lo largo de todo
el siglo XIX, aunque atenuado, en las óperas de Verdi. La revolución wagneriana
vino a limitar los poderes del cantante al convertirlo en un elemento más del
conjunto, que era lo importante. Pero también aparecieron los divos
wagnerianos, esas voces enormes que debían competir con la orquesta: Lauritz
Melchior, Lotte Lehmann, Max Lorenz, Kirsten Flagstad, Ludwig Suthaus, Birgit Nilsson, Jon Vickers, Ben Heppner, provocando
la irreprimible curiosidad del público por oírlos. Aún hoy es bastante
generalizada la tendencia del oyente a interesarse por el intérprete de un
determinado fragmento de una obra vocal más que por el compositor o la obra
misma. Clásica forma de la frivolidad y del kitsch: la conversión del medio en fin. El divismo no existiría sin un público
que lo hace posible. Aun en nuestro tiempo y desde hace muchas décadas, el
público ha ido a la ópera para escuchar a María Callas o Renata Tebaldi, a Elisabeth Schwarzkopf o Leontyne Price, a Jessye Norman o Kathleen Battle, más que para oír a Bellini,
Verdi, Mozart o Richard Strauss; no tanto para asistir a La bohème, Carmen, Turandot, Idomeneo o
Werther; como para escuchar a Giuseppe di Stefano
o Pavarotti, a Plácido Domingo o José Carreras,
a Francisco Araiza Ramón Vargas o Diego
Flórez; no para seguir la música ni juzgar
una nueva propuesta escénica, sino para disfrutar sin mayor esfuerzo
intelectual de la indiscutible belleza del canto de sus intérpretes favoritos.
Obviamente no es lo mismo escuchar una obra de Donizetti con un tenor deficiente o inadecuado que con Pavarotti o Ramón
Vargas, no es lo mismo escuchar a Purcell, Handel, Gluck o ciclos de lieder con una contralto del montón que con
Kathleen Ferrier o Janet Baker. Obvio: es indispensable un criterio de excelencia en el
vehículo de la música, en este caso de la voz humana, para que esa música se
manifieste en todo su esplendor. Hay casos en que la grandeza de un intérprete
ha modificado la apreciación de la obra misma, estableciendo patrones que
difícilmente pueden tener parangón ni competencia. Son intérpretes que han
hecho de sus personajes una verdadera creación. Maria Callas, por ejemplo, se
ha constituido en un modelo, una referencia en la interpretación del bel canto italiano (Rossini, Bellini, Donizetti) y de ciertas obras de Verdi, particularmente La Traviata. Está
Plácido Domingo con su imprescindible Otelo. Leontyne Price con sus incomparables
Aída y Leonora del Trovatore. Del genial
bajo Boris Christoff podemos decir lo mismo: nadie –con la excepción quizá de Chaliapin- ha interpretado la música
rusa como él: Boris Christoff es Boris Godunov. Todos ellos, y muchos más, son
admirables. En muchos casos las óperas poseen libretos tan tontos, que no
importa mucho no tomarlas en serio, porque el canto de los intérpretes las
redime. Ahí están, por ejemplo, I Puritani de Bellini, verdadera
incoherencia argumental redimida por la prodigiosa voz de María Callas, o La Favorita de Donizetti, digna de salvarse por las voces de Joan
Sutherland y Pavarotti, o, en fin, La
Gioconda de Ponchielli -también con la Callas- con incomprensible libreto
del en otros libretos admirable Arrigo Boïto. Son
casos –tres entre cientos- en que los cantantes superan con creces a los
libretos y que justifican la ironía de Valéry arriba mencionada. Pero en términos generales, el público ha desplazado
a los compositores y a sus obras por los intérpretes. (Ha ocurrido también con
los virtuosos de otros instrumentos, como el violín o el piano. La noción misma
de virtuoso es más que sospechosa: forjado en la vanidad que se deriva del
dominio instrumental, el virtuoso ha desplazado a la música misma. Casi toda la
música virtuosa es de segundo orden: todo Paganini, buena parte de
Liszt). El público tiene una necesidad
irreprimible de aplaudir al virtuoso, aunque sea a destiempo. Le encanta
ofrecer ovaciones; desea que el cantante en turno le ofrezca un espectáculo
vocal que lo ponga fuera de sí, lo conduzca a estados frenéticos, lo haga
gritar estentóreos vivas y bravos hasta enronquecer, lo convierta en ménade, lo
haga ponerse de pie y arrojar flores, prendas, al escenario, como al torero en
la plaza después de una gran faena. Supongo que en el divo o la diva el espectador
proyecta, desde su condición de hombre común, su propia, secreta y frustrada y
legítima aspiración a triunfar, a ser un artista, un hombre superior.
Así, el público podría dividirse en dos: los aficionados a la ópera y
los amantes de la música. Los primeros, grupo mayoritario, asisten a los
teatros para oír a sus estrellas, a sus divas y, en el más deplorable de los
casos, a ver y ser visto: a lucir en sociedad, desde el más ofensivo desinterés
por la música, sus joyas, pieles, trajes y perfumes; los segundos, grupo
minoritario, para escuchar la música misma y enterarse del sistema de valores o
la imagen del mundo que la música escénica le propone. El primero es un público
burgués, autosuficiente, impermeable a los nuevos valores posibles que un espectáculo
le pueda proponer, así que prefiere quedarse en la superficie de las cosas, no
atreverse a tocar el temido fondo. El intérprete ha desplazado al compositor,
el adorno a la música, el detalle a la estructura, el fragmento al todo; no
importan tanto la belleza o profundidad de la música como la capacidad del
intérprete para hacer piruetas con su voz. Con frecuencia la voz y el canto
pueden ser deplorables, pero el público aplaudirá a rabiar si el o la cantante
alcanzan el mal llamado do de pecho o el mi bemol agudo. Así es como se han
erigido falsos valores del canto, como Mario del Mónaco, cuyo enorme volumen de
voz le impedía reproducir las sutilezas y bellezas de la música. La ópera se ha
convertido en circo. ¿Pero se ha
convertido efectivamente o fue siempre así?
Para entender mejor el fenómeno me parece que debemos
tomar en cuenta que existen dos grandes corrientes en la historia de la ópera:
la italiana y la alemana. La tradición más antigua, la italiana, basó su
prestigio en el predominio de la voz humana –los castrati- sobre
todos los demás ingredientes del espectáculo. Aquí radican lo positivo y lo
negativo. Lo positivo, porque concede a la voz un papel importante, la base
sobre la cual se va a levantar todo el arte operístico. Lo negativo, porque al
menospreciar los elementos restantes –la música en sí, el teatro, los
argumentos, los diálogos, la puesta en escena, la actuación-, abrió paso al culto y
abuso de la voz, dando lugar al espectáculo circense de puro virtuosismo vocal:
emisión y audición de gorgoritos, de trinos, sucesión espectacular de dinámicas
(forte, piano, pianissimo,
etc.), de ascensos y descensos vertiginosos en la escala, emisión de alturas
récord (que si el tenor alcanzó el do de pecho o la soprano el si bemol). Lo
más deplorable del culto por estas manifestaciones circenses es que ha vuelto a
los oídos del público insensibles a la belleza misma de la voz. De ahí que, por
no ser tan espectacular, el canto exquisito y generoso de una Janet Baker, una Irmgard Seefried, una Régine Crespin, haya
pasado inadvertido para cierta crítica. Toda suplantación de los fines por los
medios es una corrupción, y los medios, que son las voces humanas, han venido a
suplantar a los fines, que son la música y el drama, es decir, al conjunto, al
espectáculo operístico como un todo. Y la música italiana en el siglo del
barroco, el siglo XVIII, se expandió por toda Europa y América, difundiendo sus
vicios y virtudes, como veremos más adelante. No quiero insinuar que se trate
de una tradición deplorable. Ya he afirmado líneas arriba que la voz es la base
de este espectáculo, pero no un fin en sí mismo ni el todo: requiere de la colaboración solidaria de
los demás elementos: la música misma (que es hasta cierto punto inmutable: las
notas están escritas para siempre en la partitura pero sus realizaciones pueden
variar según los intérpretes, en especial los directores de orquesta, últimos
responsables de todo lo que se hace musicalmente en la transmisión de la ópera
al público) y la puesta en escena (que puede ésta sí, variar hasta el infinito,
según las interpretaciones de los directores escénicos). Uno de los más grandes
compositores de ópera, Giuseppe
Verdi (1813-1901), persiguió, obra tras obra, la integración de todas las
fuerzas que participan en el espectáculo y, por una serie de factores que no es
del caso analizar aquí, logró superar con mucho la popularidad de sus
intérpretes.
La otra vertiente, la tradición alemana (desde Gluck y Mozart) concibe la ópera como un Gesamtkunstwerk, es decir, una obra de arte
integral, fusión perfecta de teatro, música y artes plásticas, que Wagner teorizó y practicó en la
segunda mitad del siglo XIX, tanto en sus escritos teóricos como en sus dramas
musicales. Si Martín Lutero fue el reformador en el campo religioso, Christoph Willibald Gluck (1714-1787) lo fue en el
campo de la ópera. Gracias a los libretos de Ranieri da Calzabigi, Gluck condensó la acción, cuyas
partes aspiraban a la mayor unidad dramática, lo cual facilitó la evolución
hacia el drama musical. Con él desapareció el recitativo secco (con acompañamiento de clavecín) y fue sustituido por el recitativo
acompañado por toda la orquesta. Todos los elementos del espectáculo (orquesta,
coros, solistas, ballets) se sometieron a la acción dramática. La obertura adquirió
mayor importancia y se evitó toda ornamentación que no estuviera en función de
la expresividad y de la tensión dramática. Muy poco después, Mozart (1756-1791) encontró también,
sin haberlo buscado tanto, esa síntesis entre historia, teatro y música que
constituye la esencia de la ópera. Es difícil encontrar en la historia de este
arte libretos tan inteligentes como los de Lorenzo da Ponte, que Mozart puso en música en sus óperas bufas. Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte son, no sólo las piezas maestras del género bufo sino algunas de las
mejores manifestaciones de todo el repertorio universal. Le nozze di Figaro permanece para mí como una
suerte de ideal artístico, un paradigma de la unidad perfecta entre música y
teatro. La unidad y la fragmentación conviven en perfecta armonía. Me adhiero
al ideal wagneriano del Gesamtkunstwerk, de la constitución del drama musical, pero estoy convencido de que fue Mozart y no Wagner quien
primero lo consiguió. Lo mismo que de Le nozze puedo afirmar de La flauta mágica,
maravillosa mezcla de cuento de hadas, rito de iniciación masónica y parábola
filosófica. En todas ellas la voz humana es sólo un elemento, importante, sí,
del espectáculo. Pero los demás elementos importan mucho también: la historia,
las palabras que se dicen, la solidez psicológica de los personajes, la
escenografía, la luz y el vestuario que esas historias exigen. Importa, sobre
todo, el discurso musical en sí, tanto el puesto en boca de los cantantes como
el puesto en los instrumentos de la orquesta: la orquestación no sólo acompaña,
sino comenta, amplía o contrapuntea a la parte vocal. En La flauta mágica, como en tantas otras óperas, hay que aprender a
dejarse llevar por la gran belleza de la música puesta en boca de los
cantantes, más que por sus voces, que son sólo vehículos. En Mozart y en Wagner y en el
Verdi maduro la orquestación es vital: no es mero acompañamiento del solista
como en la tradición del bel canto
italiano, sino soporte y comentarista de los personajes y de su interacción.
Más aún: no es una grosera simplificación afirmar que mientras la tradición
italiana se basa en el canto, la alemana es sinfónica. Las óperas alemanas son,
en términos generales, sinfonías con voces. Ahí está el Fidelio de Beethoven para
demostrarlo. Está toda la obra operística de Weber, de Wagner, de Strauss. Fue Wagner quien
logró la más grande especificidad de la ópera, como una forma de arte diferente
y distintiva: no un drama en música
como concebía Monteverdi ni un drama con música, sino
un drama a través de la música, según
el cual los pensamientos y las emociones de los personajes son presentados y
explicados o comentados por las notas musicales. Con su ingeniosa técnica del leitmotiv -un tema musical que designa a un
personaje, un objeto, una idea, una pasión, tema que evoluciona en variaciones
o se combina con otros temas- devuelve a la ópera continuidad musical y
narrativa e impide al público extraviarse en una música que podría ser
insoportable y enmarañada. Como resultado de esta interacción entre las fuerzas
que conforman el espectáculo, al cantante se le deberá exigir actuación, de la
que la tradición lírica italiana se había dado el lujo de prescindir. Weber también buscó integrar música
y teatro, pese a los tontos argumentos de sus óperas. Beethoven en su Fidelio, verdadera obra maestra posmozartiana, hizo de la ópera un documento humano de gran significación, un grito de
libertad y un canto a la lealtad femenina y a los ideales de la Ilustración
europea.
El problema que estoy denunciando aquí no se explica
solamente por los abusos de una tradición operística concreta, la italiana,
sino también por la índole contradictoria del vínculo entre las palabras y la
música en el arte lírico.
La cuestión del estatuto de la palabra en la música vocal y
en particular en la ópera ha preocupado con frecuencia a la Estética. Esta
cuestión conduce de
manera inmediata a otra cuestión, más fundamental: la del
sentido mismo de la música. No es mi tarea ocuparme de un asunto tan profundo,
que por ahora excede mis conocimientos, pero sí me gustaría dejar constancia
del problema para examinarlo en algún futuro con más detenimiento. Así que
veamos brevemente cómo vivieron los padres de la ópera el problema del vínculo
entre música y palabras, cómo enfrentaron las contradicciones internas del arte
operístico
La ópera, como sabemos, nació en Florencia –centro del
Renacimiento italiano- a fines del siglo XVI y comienzos del XVII. Desde 1580 un grupo de músicos y poetas se reunieron alrededor de un
noble esteta de Florencia, Giovanni di
Bardi, y fundaron la Camerata florentina, con el propósito de infundirle
nueva vida al teatro clásico griego y romano. Se trataba pues, del Renacimiento
–un poco tardío respecto de las demás artes- en la música, con una característica
similar a la de las demás artes: el regreso a la tradición clásica grecolatina.
Eran hombres cultos, lectores de traducciones (malas, al parecer) de Ptolomeo, Aristóxenes y Aristóteles5, de los
trágicos griegos y de la comedia latina, de Dante, Boccacio, Petrarca, Ariosto y Tasso. Pero ninguno de los padres
de la ópera era un verdadero compositor: eran un noble mecenas (Bardi), el poeta Ottavio Rinuccini (1562-1621), los
cantantes Jacopo Peri (1561-1633) y Giulio Caccini (1550-1618), el compositor
aficionado Emilio de Cavalieri (1550-1602), su amiga la poeta Laura Guidiccioni
y un diletante culto y estrafalario, Vincenzo Galilei (1520-1591), padre del
gran astrónomo. Galilei definía la música en primer término como arte de las
palabras, luego, como el ritmo que esas palabras tienen al ser pronunciadas
normalmente y sólo al fin como el sonido de las notas musicales que acompañan a
las palabras. El ideal de la Camerata consistía en una voz que declamara
poesía con una entonación musical, aproximada a la del lenguaje articulado, es
decir, un recitativo monódico.
Recitativo, porque las palabras se dirían casi con la naturalidad de la
conversación; monodia, porque sería una música
monofónica, caracterizada por un solo de voz acompañado por el bajo
continuo, en reacción contra la polifonía dominante en el siglo XVI. De hecho,
con esta recuperación de la monodia –tan
característica del canto gregoriano- se pretendía hacer perfectamente
inteligible para el público las acciones puestas en escena. Debía haber una voz
narrativa, además de la voz de los personajes. Es lo que hizo de modo genial Monteverdi en Il
combatimento de Tancredi e Clorinda. En otras palabras, en sus orígenes
florentinos, la ópera fue quizá más teatro que música. Galilei solía declamar
versos de Homero y Esquilo acompañándose de un instrumento.6 Todo
esto significa que -como sus
predecesores, los maestros italianos y flamencos de la polifonía contrapuntística- los miembros de la Camerata cultivaron también la música vocal, sólo que, en abierta
rebelión contra ellos, buscaron que el texto no fuera anulado por el complejo
juego de las superposiciones de las líneas melódicas, contrapuntísticas. Las palabras debían ser perfectamente inteligibles
para que el drama se transmitiera al público.
Pero todas las disquisiciones del grupo partían de la
intención de fundir artes diferentes y hasta opuestas, como son la palabra y la
música. Opuestas, porque mientras la palabra transporta una idea, un
significado, la música prescinde del significado (“Todas las artes”, escribió Walter Pater, “aspiran
a la condición de la música, que es pura forma”). He ahí la contradicción
interna con la cual nace el arte de la ópera, y con la que tendrá que cargar
como una enfermedad durante siglos. Podría afirmar que el desarrollo de la
ópera consiste en las diversas aportaciones que los compositores han hecho para
resolver esta contradicción fundamental. Wagner dio al
canto el papel de un colaborador en una empresa sinfónica. Sus dramas musicales
persiguen la “melodía infinita” y la voz humana se funde con la orquesta como
un instrumento más. El arioso, ese
recitativo de calidad lírica y expresiva, es la base del canto wagneriano. Los serialistas de la escuela vienesa (Schoenberg, Webern y Berg) van más allá: hunden el arioso en la masa orquestal. Y
están también las meta-óperas, con
referencias a su propio código. Wagner, por
ejemplo, hace de su personaje Walther en Los
maestros cantores de Nuremberg un trasunto de sí mismo en tanto que artista
renovador e incomprendido, de su Beckmesser una caricatura del crítico
antiwagneriano, y de toda su ópera una tribuna de discusión acerca
del arte lírico alemán. En Ariadne auf
Naxos (1913), con ingeniosísimo libreto del poeta Hugo
von Hofmannsthal, Richard Strauss aborda el tema de la oposición
entre ópera bufa y ópera seria y acaba por mezclarlas en una sola
representación. El mismo Strauss compuso años más tarde una ópera autorreferencial, una meta-ópera con
libreto de Clemens Krauss sobre el
tema de la contradicción entre palabra y música: Capriccio (1942).
Las primeras óperas que se conocen provenían de miembros de
la Camerata, y constituyeron un espectáculo clasista y elitista:
sólo los nobles florentinos las veían. La primera de que se tiene noticia, la Dafne de Peri se estrenó en Florencia en
1597 y lamentablemente se ha perdido. La Euridice
(1600) de Peri y La rappresentazione di
anima e di corpo (1600) de Cavalieri son las más antiguas que se conservan,
y la segunda es fiel, en tema y espíritu, a las obras didáctico-religiosas de
la Edad Media (autos sacramentales, misterios, dramas litúrgicos). Su tema es
la resistencia del alma, sometida a múltiples tentaciones, y refleja el
espíritu de la Contrarreforma. Por muchas razones, entre las que sobresale el
interés de Roma por usar la ópera como vehículo de evangelización, el centro de
actividades se desplazó de Florencia a Roma. Pero pronto empezaron los artistas
a resentir el excesivo control de la Iglesia sobre sus voluntades y el centro
se mudó a Venecia, donde se levantó el primer teatro de ópera de la historia y
este arte se convirtió en espectáculo popular. No deja de llamar la atención la
coincidencia de que tanto en las artes plásticas como en la ópera, el
Renacimiento tuviera su cuna en Florencia y culminara en Venecia. El hecho de
que Venecia fuera una república favoreció tanto la libertad de creación como la
popularización de un espectáculo que había nacido elitista. De Venecia irradió
la ópera en distintas direcciones: Mantua en el
norte, Nápoles en el sur. Poco más tarde, la ópera napolitana (Scarlatti,
Pergolesi) se convertirá en la ópera italiana por excelencia. Las primeras
grandes óperas no provinieron de miembros de la Camerata, sino de un compositor genial: el madrigalista cremonés
Claudio Monteverdi (1567-1643), verdadero
padre de la ópera, cuyo Orfeo (el
mítico padre de la música), estrenado en Mantua en 1607, puede considerarse la
primera gran ópera de la historia. Aunque desafortunadamente se perdieron
muchas partituras suyas durante la invasión austríaca a Mantua en 1628, le
sobreviven dos grandes óperas más, Il Ritorno d’Ulisse in patria (1641) y L’incoronazione di Poppea
(1642) y fragmentos de otras óperas, como el bellísimo Lamento d’Arianna (1608), modelo de todos los lamentos que en la
ópera han sido, o la no menos bella cantata dramática Il combattimento di Tancredi e Clorinda, basada en la Jerusalén libertada de Tasso.
La ópera italiana se expandió por toda Europa: por la insular
y anglicana Inglaterra, por la católica España, por la jansenista Francia, por la luterana Alemania y aun por la ortodoxa
Rusia. Sentó sus reales en Inglaterra, a través del alemán Handel; en Portugal
y España, a través de Domenico Scarlatti; en
Francia, a través de las óperas bufas de Pergolesi (1710-1736), en especial La serva padrona (1733) que, al ser
estrenada en París (1752), desató la famosa querelle
de bouffons (guerra de los bufones),
pugna ítalo-francesa que se repetiría en 1776 entre el napolitano Piccini y el
franco-alemán Gluck; en Alemania y Austria a través del italianizante Johann
Adolf Hasse (1699-1783), y, más tarde, de Antonio Salieri, Haydn y el Mozart de
las óperas italianas. El caso de la querelle
de bouffons es muy interesante porque no fue solamente una guerra entre la
ópera bufa napolitana y la ópera seria francesa, sino una lucha política. En la
guerre
de bouffons se enfrentaron dos tradiciones operísticas distintas: la
italiana y la francesa. Pero había un fuerte trasfondo político. Los
enciclopedistas, que habían publicado en 1751 el primer tomo de la Enciclopedia,
participaron activamente en esta guerra para abolir el absolutismo real dentro
de la cultura, pues los reyes defendían la aristocrática música francesa de Lully y Rameau, llena de dioses, semidioses, héroes
griegos y romanos, frente al espíritu festivo, popular, de la ópera napolitana.
De ahí que Rousseau en la Lettre sur la musique francaise (1753)
exalte –en apoyo a la tradición italiana e italianizante- la melodía vocal como la fuente de toda la música y
subordine la armonía y la música instrumental a la posición de simples adjuntos
o acompañantes expresivos de la canción. Declara que la homofonía (la melodía
con un acompañamiento simple) es el único estilo natural y correcto y que la
polifonía y los recursos contrapuntísticos son
inútiles y artificiosos.7 En suma, Rousseau reclama para la ópera una forma fácil, natural dentro del
artificio que es todo arte, susceptible de comprensión para el pueblo,
coincidiendo en al menos un sentido con la manera frívola de concebir y
escuchar la ópera que ya he denunciado líneas arriba. “En Italia”, escribe el
historiador de la ópera Ethan Mordden, “y en
todos aquellos lugares en los que la ópera italiana tuvo éxito, la música era
el motor de la expresión dramática. Para los franceses, que miraban con frialdad
estas óperas importadas, la música era un estorbo (…) La ópera italiana era dramma in
musica; las óperas de Lully eran teatro
francés y además música”8. Al pensador ginebrino se le
podría responder que el ser humano posee capacidad para entender y disfrutar de
espectáculos más complejos. De paso, creo que la histórica reticencia de los
franceses por aventurarse en un tipo de ópera más comprometido con la voz
humana se explica por su tradición
jansenista y la histórica sobriedad de su gusto. Mi conjetura va más
lejos: la relativa escasez de grandes cantantes franceses (que son casi tan
mediterráneos como los italianos y los españoles) quizá se entiende por esa
doble característica del espíritu galo. Me explico: cantar significa, desde
cierto punto de vista, enfrentar el ridículo y superarlo, más aún cuando ese
canto roza los límites de la voz. El francés, de espíritu sobrio y jansenista, contenido y de buen gusto, rehuye
esos desafíos. De ahí que la música vocal francesa haya sido tradicionalmente
suave, melodiosa, poco exigente y exhibicionista en el uso de la voz humana. En
cambio, la italiana ha exhibido casi con descaro la voz cantada. En cuanto a
los argumentos, la ópera bufa italiana representaba, no tragedias ni héroes ni
dioses como en la ópera seria, sino
comedias con personajes que eran seres humanos susceptibles de caer en el
ridículo y provocar la risa.
¿Qué hizo posible esta expansión cultural, una de las mayores
que recuerda la historia? En primer lugar, la fascinación que el Renacimiento
había ejercido en toda Europa. Con un poco de retraso, la ópera venía a
significar una continuación de ese vasto, profundo y subyugante fenómeno cultural del que toda Europa, de un modo u otro, se
había hecho eco. En segundo lugar, el claro dominio cultural de la lengua
italiana. Los humanistas y poetas prerrenacentistas y renacentistas (Dante,
Petrarca, Boccacio, Ficino, Bembo, Guarini, Ariosto, Tasso) fueron los más
leídos de Europa y muchos de sus poemas fueron puestos en música en madrigales y otros
géneros vocales anteriores o contemporáneos a la ópera. En tercer lugar, las
peculiaridades fonéticas y prosódicas de la lengua italiana, la más vocálica de
las lenguas occidentales, es decir, la más cantable. Hasta muy entrado el siglo
XVIII, pensadores como Rousseau –como ya
vimos líneas arriba- defendieron las virtualidades
de la prosodia italiana frente incluso a la francesa, lengua madre del
ginebrino. “La lengua italiana”, escribe, “como la francesa, no es por
sí misma una lengua musical. La diferencia es sólo que la una se presta a la
música y la otra no se presta”.9 Es, sin duda, una afirmación
exagerada y casi temeraria, rebatida por la experiencia. Pero, como toda
exageración, oculta una dosis de verdad que es preciso tomar en cuenta, no
tanto por las virtualidades que niega
a la lengua francesa, como por las que afirma de la italiana.
Ni Rusia ni los países eslavos escaparon a la influencia
italiana. Hasta la aparición de Mijail Glinka
(1804-1857), la vida musical rusa estuvo dominada
por los italianos. Compositores del siglo XVIII como Manfredini, Galuppi,
Paisiello y Cimarosa habían trabajado en Rusia, particularmente en la corte de
Catalina II la Grande. La ópera de Moscú y de San Petersburgo -y de otras
ciudades de Europa Central, como Praga, donde Mozart estrenó su Don Giovanni- era la
ópera italiana. La ópera nacional rusa se desarrolló desde mediados del siglo
XIX en dos vertientes fundamentales: la del cuento fantástico de raíz popular,
legendario, folklórico, por una parte y, por otra, la tradición épica basada en
la historia de Rusia y, más concretamente, en la épica política, cuyos
personajes son las grandes masas corales –el pueblo ruso- y los grandes líderes
en lucha por el poder. Con base en la música popular, el grupo de los cinco (Mijail I.Glinka, Mili Balakirev, Alexander
Borodin, Modesto Mussorgsky y Nicolai Rimski-Korsakov) reinventaron la ópera,
la nacionalizaron. La vida por el zar
y Ruslan y Ludmila de Glinka y sobre
todo Boris Godunov de Mussorgsky
constituyeron gritos triunfales de independencia respecto de la música
italiana.
La música rusa buscó una ópera propia –por saturación y
hartazgo de la italiana- volcándose hacia sus raíces populares y folkóricas, búsqueda que coincidió, en
términos generales, con la de otras culturas tan dotadas para la música como la
alemana o la francesa. El resto de Europa halló su identidad musical y
operística en las danzas y canciones de sus propios pueblos. Así, el suave melodismo francés es inconfundible: no puede confundirse con el
estilo italiano de canto que había predominado en tantos países y durante tanto
tiempo. Muestra de ello son las obras de Berlioz (que, aunque estrepitoso en la
orquestación, posee una frecuente escritura vocal suave y melodiosa, incluso en
sus episodios paródicos, como los de La
condenación de Fausto), Bizet, Gounod,
Saint-Saëns, Massenet, Debussy, Ravel, Poulenc. En Alemania y Austria
tenemos la tradición romántica de Beethoven,
Weber, Wagner y Strauss, de los serialistas Schoenberg y Berg. En todos
ellos vamos a encontrar rasgos profundamente alemanes, tanto en el manejo de la
orquesta como de la voz. Como en el caso de la música rusa o francesa, las
peculiaridades de las lenguas nativas en las que las óperas se escribieron
determinaron, también, el carácter de la ópera nacional en su conjunto.
El caso de Inglaterra es dramático:
Handel llevó a Londres la ópera napolitana,
a la que imprimió su sello personal. Antes de él hubo sólo un gran compositor,
probablemente el más grande de la historia de la isla: Henry Purcell (1659-1695). Lamentablemente
murió muy joven y no vivió la llegada de Handel a su país. Una vida más larga habría dado lugar a un fructífero
encuentro y competencia con el compositor alemán. Pero nunca se conocieron. El
caso es que la presencia musical de Handel en Inglaterra fue devastadora: enfermó de muerte a la música inglesa,
que habría de esperar siglos para encontrar otro genuino compositor de óperas:
Benjamin Britten, ya en el siglo XX.
En resumen: las diversas óperas nacionales surgieron en
Europa a contrapelo de la hegemónica italiana. Todas nacieron como gritos de
liberación de la ópera italiana. En el siglo XIX, edad de oro de la ópera (como
edad de oro de la burguesía, conformación de las nacionalidades y exaltación de
los nacionalismos), la ópera italiana alcanzó una nueva etapa de gloria, aunque
para entonces la competencia con otras escuelas era evidente: la alemana, la
francesa, la rusa.
México no fue la excepción. El Virreinato de Nueva España dependía
culturalmente de la política cultural de la metrópoli. La ópera en España era
pobre, prácticamente inexistente, en primer término, porque allí se creó un
género absolutamente nacional y popular de representación musical: la zarzuela.
La más antigua que se conoce es la égloga La selva sin amor, de Lope de Vega, de 1629. El compositor más
antiguo de zarzuelas de que se tiene memoria es Juan Hidalgo, cuya obra Los celos hacen estrellas (1644), con texto de Vélez de Guevara emplea recitativos así como
coros en estilo de madrigal. La ópera napolitana, que había sentado sus reales
en España con Domenico Scarlatti -hay que
recordar que el reino de Nápoles perteneció a la corona española desde 1503
hasta 1707 en calidad de Virreinato-, contribuyó, con obras como las de José de Nebra, a la decadencia de la zarzuela
española. En segundo término, porque la Inquisición impidió que la ópera
napolitana se convirtiera en espectáculo popular. Es de presumir que esas
óperas picarescas, como La Serva padrona -obra de Pergolesi en que una sirvienta acaba
convirtiéndose en ama en virtud del amañado matrimonio con su señor-, detenidas por la Inquisición,
nunca llegaron en la Colonia a tierras americanas. Sin embargo hay curiosas
excepciones: en el Virreinato del Perú encontramos la ópera más antigua escrita
en el continente americano: La púrpura de
la rosa (Lima, 1701), de Tomás de Torrejón y Velasco (1644-1728), con texto castellano presumiblemente de Juan Hidalgo
sobre la obra del mismo título de Calderón de la Barca. Sus personajes son:
Venus, Adonis, Marte, Amor, Belona, Dragón, Celfa y
Chato. Llama la atención que la metrópoli, tan empeñada en la evangelización de
estas tierras, haya echado mano de un argumento mitológico y no apologético.
También de comienzos del siglo XVIII (creada entre 1717 y 1726) es San Ignacio, la ópera de las Misiones
del Paraguay, obra del jesuita toscano
Domenico Zipoli (1688-1726), revisada por el también jesuita Martin Schmid (1694-1772) con texto castellano de un jesuita español desconocido.
Descubierta a comienzos de la última década del siglo XX, en ella se glosan las
dudas religiosas de San Ignacio de Loyola y su separación de San Francisco Javier. Se encontraron dos copias de
la obra, una en los archivos de Chiquitos (Santa Cruz, Bolivia), otra en la
Misión de San Ignacio en la provincia de Moxos
(Bolivia). La partitura ha sido restaurada por el musicólogo Bernardo Illari.
De Domenico Zipoli se han ido descubriendo partituras
que revelan, no sólo a un compositor de primer orden, sino la muestra más
elocuente del mestizaje musical, del cruce entre el barroco italiano y la
música de los indígenas del Paraguay.
Erik Alejandro Pérez, joven ex-colaborador de
investigación de la Basílica de Guadalupe, por un lado, y José Octavio Sosa,
joven investigador de la ópera en México, por otro, me han informado acerca de
las primeras óperas mexicanas: Parténope y El Rodrigo -ambas del novohispano Manuel
de Sumaya (¿1678-1755?), organista y maestro de capilla de la Catedral de
México-, representadas en 1711 en el Palacio Virreinal de la Nueva España. El
libreto de Parténope, en italiano, es
de Silvio Stampiglia.
En el siglo XVIII se construyó el Coliseo, el primer teatro de ópera de
la ciudad de México. Sufrió tres incendios: el teatro se quemó, se perdieron
partituras. Como algunos de los músicos del Coliseo tocaban también en la
Basílica, se han encontrado aquí algunas partituras de arias de óperas, casi
todas en italiano, melodías que luego se adaptaron para el culto católico.10
Pero es en el siglo XIX y a raíz del predominio del bel canto cuando la hegemonía de la ópera italiana y el culto al
intérprete se hacen evidentes en México. La primera ópera europea que se
presentó en México fue, según Olavarría y
Ferrari, El barbero de Sevilla del
napolitano Giovanni Paisiello (1740-1816), en 1803.11 En Dos siglos de ópera en México, Sosa y
Escobedo registran Il Zio e la Zia
como la primera ópera de Rossini representada en México (3 de septiembre de
1823) y luego su Barbiere di Siviglia
(10 de septiembre del mismo año). Este dato ha sido corregido oralmente por él
mismo: con el título acaso apócrifo de Il
fanatico burlato se presentó una ópera de Cimarosa el 23 de octubre de 1804.
Después de casi tres décadas de hegemonía del bel canto italiano, en 1854 se estrena la primera ópera francesa: Le Prophète de Meyerbeer. Hubo que esperar hasta marzo de 1890
para que la primera ópera alemana se exhibiera en México: Lohengrin de Wagner. En aquel
año hubo una avalancha de estrenos alemanes: Tannhauser de Wagner, Der Freischütz de
Weber, Der Fliegende Holländer y Die Walküre de Wagner y Fidelio de
Beethoven.12 Pero ya el daño estaba hecho: un siglo de monopolio italiano definió
el gusto operístico de los mexicanos. Los cronistas del XIX y de tránsito al
XX, como Guillermo Prieto, Luis G. Urbina y
Manuel Gutiérrez Nájera, dan testimonio de este culto,
aunque el Duque Job declara como sus favoritos a los franceses Meyerbeer y Gounod y dará algunas muestras de admiración
por la ópera alemana. Léase, por ejemplo, su apasionado artículo sobre Lohengrin de
Wagner.13 Ninguno de esos cronistas sabía música. La aproximación
del Duque Job a la música es literaria (no podía ser de otro modo), analógica e
imprecisa, con la prosa adjetivada del neorromanticismo y el modernismo, es decir, llena de efusiones líricas, aunque cabe
decir que es una delicia leerlo por su ironía y su inventiva verbal. “Son
registros de un diletante”, dijo de sus crónicas. En otra ocasión me ocuparé de
su obra de crónica operística.
Desde el siglo XIX el repertorio fue predominantemente italiano, aunque,
por razones obvias, durante la invasión francesa, el imperio de Maximiliano y el porfiriato, la
presencia de la ópera francesa se hizo también sentir con fuerza. Abundaron los
Meyerbeer, Offenbach, Gounod, Auber. Uno de los próceres de la Reforma, el escritor, cronista de teatro y
ópera Guillermo Prieto (1818-1897), con el seudónimo de Fidel, registra en 1878
el estreno en México de obras francesas poco conocidas incluso en nuestros
días, como la ópera bufa La duquesa de Gerolstein de Jacques Offenbach, con libreto de Henri Meilhac y
Ludovic Halévy (los corresponsables del
libreto de Carmen), aunque esa nota
está plagada de referencias a óperas italianas ya conocidas en México como Norma, Lucía di Lamermoor, La Traviata y Rigoletto.14
Los compositores mismos, como Melesio
Morales (1838-1908), escribieron sus óperas en italiano. Su Romeo e Giulietta, por ejemplo, fue
estrenada en 1863, sobre el texto que Felice Romani escribió para I Capuleti
e i Montecchi de Bellini. Ildegonda,
muy influida por el joven Verdi, fue escrita y cantada en italiano, con texto
del libretista verdiano Temistocle Solera, y estrenada en el Teatro Imperial de
la Ciudad de México el 27 de enero de 1866, con los auspicios del emperador
Maximiliano y de Manuel Payno. Ambas óperas se presentaron con
éxito también en Florencia. ¿Por qué en italiano? Primero, porque no existía la
tradición operística en español. Segundo, porque la lengua extranjera más
parecida al español era la italiana. Tercero, por la imposibilidad de encontrar
en México libretos ad hoc. Eduardo Lizalde escribe que “ya había el compositor, desde los 18
años, buscado en vano libretos mexicanos originales para una ópera; pero como
no logró encontrarlos, decidió emplear los libretos italianos que le servirían
para su Romeo.”15
Más adelante, y ya durante el modernismo, Luis G. Urbina y sobre todo
Manuel Gutiérrez Nájera dieron cuenta, con un estilo
literario a la usanza que no elude la lucidez, de la presencia dominante de la
ópera italiana en la ciudad de México y en Guadalajara. La visita de grandes
solistas de ópera italiana y aun de compañías enteras estaba a la orden del
día. Pese a la inteligencia de muchas de las crónicas del duque Job, pocas
veces se refieren a las óperas en sí mismas, a los problemas que proponen desde
el punto de vista teatral y musical; casi nunca sabemos de las orquestas y
directores que acompañaban a los solistas que nos visitaban. Eran señales de
que ya habíamos caído presas de un endiosamiento al divo y a la diva, que nos
hizo ignorar, por ejemplo, cómo se constituían las orquestas, quiénes y cómo
las financiaban y dirigían, cuáles eran sus características cuantitativas y
cualitativas, cuál era su repertorio y bajo qué condiciones lo renovaban,
cuáles eran los problemas para la constitución de una compañía nacional de
ópera, cuál era su función cultural, a qué público representaba la ópera como
espectáculo, etc.
El predominio de la ópera italiana en México dio lugar también a la
superstición de que todo cantante de categoría debía ser italiano. Carlos Díaz Du-Pond refiere una anécdota muy divertida ocurrida en
1942, en la anunciada presentación de Aída
con cantantes del Metropolitan Opera de Nueva York, entre ellos una
mezzosoprano italiana, Bruna Castagna, quien al sentirse mal, pidió ser
relevada por la gran soprano yugoslava Zinka Milanov. Escribe Díaz Du-Pond: “En
eso sale al proscenio Luis López, representante de la Casa Daniel y dice:
‘Respetable público, por indisposición de la señora Bruna Castagna…’ No pudo
continuar, se armó una gritería infernal:
¡bandidos! ¡rateros! ¡estafadores!, etcétera, etcétera… a los pocos momentos
salió, muy bien vestida por cierto, Fanny Anitúa, y con su espléndida voz impostada de
contralto dijo: ‘Un momento’. El público calló y dijo Fanny: ‘Mi colega Bruna
Castagna que se encuentra en el teatro en aquella platea, y señaló, está
afónica y no puede cantar…’ ¡Mentiras!, gritó alguien en las alturas. ‘Yo nunca
he mentido…’ dijo Fanny. Entonces la Castagna envuelta en un magnífico abrigo
de visón se puso de pie y dijo: ‘Sono malata, non posso cantare’ En eso dijo
Fanny: ‘Cantará Zinka Milanov…” y un grito muy mexicano y muy oportuno se oyó
en el tercer piso: ‘Zinka tu madre’. Aquello provocó
hilaridad, alboroto, clamor.”16 Luego se ofreció la devolución de
entradas para los inconformes, y la Milanov,
nerviosa y con el público en contra, tuvo una mala noche. Sin embargo, pocos se
acuerdan ahora de Bruna Castagna, mientras que Zinka Milanov ha pasado a la
historia como una de las grandes sopranos verdianas de mediados del siglo XX.
La frivolidad y la superstición se trenzaron significativamente en esa mexicana
noche de ópera.
Afirmar que la ópera italiana –que ha apostado tradicionalmente a la
exhibición del sentimiento, de las emociones, frente a la alemana, más
reflexiva y analítica- es la responsable de los desfiguros que he denunciado es sólo una verdad a medias. No me extraña que entre los operómanos los Gluck o Mozart resulten
impopulares frente a los Rossini o Donizetti, porque han desarrollado una línea
de canto más sobria y contenida y han procurado que la partitura sirviera más
directamente a la descripción dramática de la acción que al lucimiento del
intérprete vocal. La ópera italiana se ha prestado a
las exageraciones y exhibicionismos. El
verismo, por ejemplo, desinhibido y lacrimógeno, es el equivalente artístico de
la crónica roja de los periódicos. Es una estética que sólo puede definirse por
la elección de los temas, sin que haya ningún rasgo que permita caracterizarla
musicalmente. El verismo es la desnudez impudorosa, desvergonzada, histérica,
de las pasiones humanas, particularmente de los celos, exhibidas en estado
puro. Pero una ópera italiana, incluida una belcantista o una verista, es
también susceptible -como toda obra de arte- de percibirse como un todo orgánico.
El problema, como lo he dicho ya, consiste en la exageración, en el culto al
adorno que ha sustituído a la esencia, en la sustitución de los fines por los
medios o, dicho de otro modo, en haber confundido el vehículo -que es la voz humana- con el fin, que es la obra de arte integral llamada
ópera. Esta sustitución, esta confusión, ha quebrantado la unidad de la obra de
arte, que debe ser percibida como una unidad y un todo estructurado, y no como
un fragmento o serie de fragmentos.
NOTAS
1.
Hermann Broch.
“Algunas consideraciones acerca del kitsch”, en Poesía e investigación. Barcelona, Barral, 1974, pp. 367-383.
2.
Harold C.
Schonberg. Los virtuosos. Buenos
Aires, Javier Vergara, 1986, p. 22.
3.
Héctor
Berlioz. Mémoires. París, Flammarion,
1991, p. 247.
4.
Manuel
Gutiérrez Nájera. “Una Lucía cantada
por coristas”, en Espectáculos. (Selección,
introducción y notas de Elvira López Aparicio). México, UNAM, 1985, pp. 80-82.
5.
René
Leibowitz. Historia de la ópera.
Madrid, Taurus, 1990, p. 26
6.
Leibowitz. op.cit.,
p. 26-27
7.
Jean - Jacques
Rousseau. Lettre sur la musique francaise.
www.osk.3web.ne.jp-nityshr/ecrits/Imf.htm
8.
Ethan Mordden.
El espléndido arte de la ópera.
México, Javier Vergara, 1985, pp. 32-33.
9.
Jean-Jacques
Rousseau. Ensayo sobre el origen de las
lenguas. Madrid, Akal, 1980, p. 54
10.
Información
oral de Erik Alejandro Pérez, ex-colaborador de investigación de los archivos
musicales de la Basílica de Guadalupe.
11.
Enrique
Olavarría y Ferrari, Reseña histórica del
teatro en México, citado por Eduardo Lizalde, en “Presentación” de Dos siglos de ópera en México de Octavio
Sosa y Mónica Escobedo. México, Secretaría de Educación Pública, 1986, pp. 7-8.
12.
José Octavio
Sosa y Mónica Escobedo. (Presentación de Eduardo Lizalde). Dos siglos de música en México. 2 vols. México, Secretaría de
Educación Pública, 1988. Vol. I, pp. 117-120.
13.
Guillermo
Prieto. Crónicas de teatro y variedades
literarias, Obras completas X (comp. y notas de Boris
Rosen Jélomer, prólogo de Leticia Algaba). México, Conaculta, 1994, pp.
223-226.
14.
Eduardo
Lizalde. La ópera ayer, hoy siempre
(Antología de crónicas). México, Conaculta-Escenología, 2003, p. 174.
15.
Gutiérrez
Nájera. “Oyendo a Wagner”, op. cit., pp. 89-93.
16.
Carlos Díaz
Du-Pond. La ópera en México de 1924 a
1984. México, UNAM, 1986, pp. 113-114.
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ResponderEliminarHe comenzado a leer su artículo sobre la ópera y he encontrado esta afirmación: "... Esta es una de las razones por las que buena parte del público posible disgusta a priori de la ópera: le choca como concepto, y no tarda en calificar de ridículo al espectáculo..." La encuentro especialmente sorprendente tras el triunfo la canción pop romántica a plena voz (elíjase, como ejemplo de los muchos temas en los que la cantante grita más que canta, uno cualquiera de W. Houston), o tras la promoción internacional del flamenco, en el que la primera impresión es la de que los intérpretes están siendo apaleados.
ResponderEliminarPor otra parte, está el cine "musical", mucho más artificioso que la ópera en la medida en que una acción más "absorbente" que la del teatro (un buen montaje cinematográfico nos "transporta" como nunca lo había conseguido antes antes otro arte), es detenida para dar paso a un "tema musical" (el equivalente a un aria en la ópera).
Así que lo chocante no parece ser lo expuesto por usted, sino más bien el mero ver lo mismo desde otra circunstancia, en el que está incluido el paso del tiempo.
Un saludo.
Gracias por leer mi artículo. Tardíamente he leído su comentario y respondo. Mi afirmación no tiene un carácter de absoluto, pues no ignora que hay otras ramas de la música en las que el uso de la voz puede resultarle chocante a los oyentes. Es cuestión de gustos y de ámbito cultural. El uso de la voz, por ejemplo, en el teatro Noh japonés o en la ópera china puede resultarle muy extraño a muchos occidentales.
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