EL PRISIONERO


   A Fausto Vargas
 
Cada preso tiene una versión distinta. No es que no haya a quien creer sino que cada cual aporta lo suyo a la historia original. En Azabache hay desdén: don Manuel es todo un macho, un machazo, pura sangre fría. En el Cachago y la Ballena Varada hay escepticismo: don Manuel exagera la nota. Yo daré la mía, que sólo pretende eliminar los pormenores que han suscitado el desdén, la admiración o el escepticismo. Algún interno estará de acuerdo conmigo.
Don Manuel Morales Morocho es el más antiguo en esta casa. Ustedes podrán visitarlo en el quiosco, esa mediagua que ha instalado en el patio adyacente, justo frente al comedor, para vender sus platitos a los reclusos asqueados de la comida de cana. Ha estado aquí ya treinta años y ha cumplido dos condenas por dieciséis años cada una. La segunda le bajaron a diez por buena conducta, eso que tuvo otra por cinco años. El año entrante saldrá de aquí, para no volver, espero; para volver, supongo. Y no es que me adelante ni me las dé de adivino, hechos al canto:
Venía de una familia de matapuercos y desde pequeño ya sabía el oficio. Algo de esto lo hizo, fíjense: no se puede nomás pasarse matando chanchos desde pequeño sin volverse indiferente a los chorros de sangre. Tenía diecisiete años cuando se prendó de una chamita de apellido Sosa, ahí por el 41. El padre comerciaba granos y desde el principio se opuso a las relaciones de su hija con el runa Manuel. Loco, quería casarse con ese culo soberbio. El padre del chamo –Cuchillo Morales le mentaban- le aconsejó esperar a que tuviera la edad. Tozudo, el Manuel pidió a escondidas la mano de la jeba. El Sosa se la negó como siempre, encarándole su condición de indio matapuercos, que un moreno como él no tenía por qué meterse en un hogar de blancos y que no, que basta, que no hay nada más que decir. Así le jodieron al don Morales y le abrieron la jaula. Sin embargo esperó a los dieciocho años porque quería ser bien legal en todo, y antes de que pudiera proponerse nada, le contaron que el Sosa había entregado a su hija a otro. Mordiéndose el alma se encerró un día a chupar y a llorarles a los amigos de la ocasión. Cómo estaría de prendido de la chama. Libó hasta que los tragos lo trabajaron y, revólver enchalecado, fue a la casa del Sosa. Bailando estaban, encerrados los tres, festejando el noviazgo. (Cuando don Morales llega acá, representa el baile que vio, el ritmo que oyó hace tantos años y por una vez la frialdad con que cuenta se esfuma, el caso se vuelve vivo, impresionante, para qué les cuento: se abstrae, se ausenta, imagina una pareja de humo y baila quedito, en rara mezcla de autocomplacencia y odio). El humillado Morales llamó a la jeba. Desde el umbral, recuerda don Morales, pensó que nada grave podía pasar: podía hablarse, discutirse, insultarse, echársele la puerta en la cara y punto final. Pero ella iba a hablar, boquiabierta estaba, cuando el padre se lanza a cubrir con su cuerpo el de su hija. Que se discuta, se lo insulte, se lo golpee, se lo desarme, no habría importado. Pero que se la proteja de él, no podía ser. En ese instante le soltaron la fiera adentro. Disparó al Sosa en la sien, matándolo en el acto. Desesperó la chama, arrojó una hachuela a la frente del asesino. Este le incrustó cuatro balas sañudas en el cuerpo. Con la última eliminó al novio. Salió en brisa, se enlistó de despecho en el ejército contra el Perú. Cerca de Machala vio morir en el campo como a doscientos hombres. Vio morir, dije, porque en ese campo no disparó un solo tiro. Ni por pensamiento. A la vuelta lo prendieron. Lo condenaron a dieciséis años de reclusión mayor. Aquí hizo lo que todos: medir con pasos el patio de una pared a otra porque entonces aún no había talleres. Un domingo le enviaron una fuente de fritada para él solo. Al hospital fue a parar en ambulancia y se salvó de milagro el muy diablo. Con la carne envenenada afiló las garras: a la jeba le sobrevivían cuatro hermanos, tres machos y una hembra, dispuestos a meterle la muerte cualquier rato en el cuerpo. No es que quiera ponerme de su lado, pero don Morales hizo bien en andarse con cuidado una vez que lo soltaron. Instaló una zapatería en la Ambato, de cara al Panecillo y alternaba el juego con el cuero con el destripe de puercos. No sé cómo se las arregló para andar bien forrado como andaba. Hasta se casó con una jamona que le dio dos chamitos. Y así le andaba a la vida con los talones de los otros atrás, con pesadillas, ruidos nocturnos, maullidos de gatos que eran almas en pena y ratones que eran pasos furtivos en la oscuridad. Ya había pagado a la justicia y sin embargo vivía como pisado, miren bien. Hasta que un día le invitaron a una fiesta en el Camal. Por ahí le habían advertido que en la fiesta estarían los hermanos de la finada. Dejó al chichesito en la caleta y se fue solo, enfierrado con una 42. Ya se le habían subido las copas cuando uno de los Sosa irrumpió en medio del baile. Se anduvo ladino y con timideces todo el tiempo, esperando en vano que don Morales le buscara pleito o le diera las espaldas, cosa que nunca hizo. Si llegaban a matarlo, quería que fuese de frente y sospechó que lo harían con chuzos, no con truenos. Como nada pasaba y la fiesta se alargaba, exclamó, echándose de espaldas a un biombo y dándole el frente:  “Mátame ya, chucha, dijo, ¿por qué no me matas de una vez?” ¿Ven ustedes que le daba lo mismo matar o morir? Ya era puramente accidental que fuera él el asesino y no la víctima. Parece que oscuramente lo comprendió esa noche y siguió viviendo al acecho, los ojos abiertos, temblando, no de miedo sino de impaciencia, armado hasta los dientes. ¿Lo imaginan ustedes manejando la lezna, el martillo, la lija, el cuchillo de abrir chanchos, pensando día y noche en los tres enemigos? Yo sé que quería olvidarse, olvidar que le tenían venganza, pasar la hoja y ya, capítulo aparte, que nadie sepa más nada. Su caleta daba la espalda a la ciudad; era una guarida frente al Panecillo dispuesta en tal forma que los enemigos pudieran entrar sólo por una puerta, la frontal, por la cual ni Dios podía cogerle desprevenido. Pisado vivía, la impaciencia, y así no se vive, no; cualquier día irían a buscarlo porque el rencor no pasa. Así hay gente que no perdona. Y cuando a la vez son rencorosos y cobardes, no el miedo sino el tiempo inútil el que lo va gastando, como en esta prisión. Si estaba escrito que el muerto no sería él, dedicó sus tardes y sus noches a esperarlos, bien mancado con un chuzo ahí y bien enfierrado con un trueno, el 42 de antaño. Tenía clientela, buen artesano era. Se había habituado a la desconfianza a tal punto que jamás dio las espaldas a sus clientes ni se inclinó ante ellos. Buscaba siempre el frente. Así fue como recibió una tarde de inocentes a cuatro mujeres enmascaradas.
Había cerrado el taller. Oye golpear la puerta. Preguntan si es el taller de don Manuel Morales Morocho. Eran ellos, y le había llegado la hora. Piden zapatos, y por lo menos en dos de ellas se advierten unas tetas así de grandes. Números inverosímiles: 41, 42, no puede ser. Miren, miren, escojan nomás, les va mostrando los zapatos como el guía de los museos, retrocediendo para que miren. Las obliga a escoger algún par y mientras se lo prueban gana, pasito a paso, la puerta. La va cerrando despacio, como quien no quiere la cosa. Había luz de foco eléctrico en la tienda. De pie una de ellas levanta una pierna sobre un banco para calzarse el riel. Nada de chimba, empuñe violento de testículos, un grito, y el chuzo parte en dos el estómago del infeliz. Salta la chispa sobre los otros dos y deja con vida a la chama. Le deja todo su dinero –para que se ayude, nos ha dicho a todos- y se esfuma mientras la sangre corre tienda afuera, calle abajo. No hubo para qué lo sapearan: él mismo se entregó a las seis.
Y aquí está encanado don Manuel Morales Morocho. Diríase que está libre. Yo creo sinceramente que lo está.   

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