Una frase
de los anales de Islandia y unos cuantos epitafios de colonos normandos en
piedras rúnicas desparramadas por esa tierra que dieron en llamar Vinlandia dan
testimonio de un hecho que fue como si no hubiera sido: el inocente
descubrimiento de América ocurrido alrededor de 1121.
Pero las
crónicas nos hablan también de un segundo descubrimiento, más secreto aún que
el primero, pero menos inútil; un descubrimiento menos sorprendente por sus
consecuencias históricas que por el curioso destino de quien lo realizó.
Vizcaíno
que comerciaba en Inglaterra y Francia según algunos; andaluz que contrataba en
Canarias y en Madeira, según la mayoría; portugués que iba y venía de la India , según los inventores
de supersticiosas asociaciones entre los hechos y los nombres, este piloto ha
perdido en los años su nombre y su cara.
Su nombre
es sólo su oficio y un hecho secreto; su cara, sólo una sombra ocultada por el
semblante del almirante Cristóbal Colón. El 12 de Octubre de 1492 arroja una
luz frontal y deslumbrante sobre el rostro de Colón, pero una extraña sombra le
rodea la cabeza: el contorno sombrío del piloto anónimo.
Podemos
decir, de acuerdo a unas versiones, que toda su historia se resuelve en un
curioso azar, que no por serlo carece de forma. Y la forma siguiente:
Volvía su
carabela a España, desde el suroeste; a la altura del cabo de San Vicente o de
Rabat la sorprendió un fuerte viento del Levante, haciéndola retroceder y
adentrarse en el mar desconocido; como el soplo le diera de frente, el barco no
pasó por las Azores: las superó más o menos en dos grados al norte y
agónicamente navegó hasta avistar la
Bermuda y detenerse en ella para apertrecharse. Sin perder la
ruta, pudo avista el continente desconocido. Pero el piloto tenía otros planes
y se regresó por la misma ruta. El sol,
el trópico, el cansancio, trabajaron sobre la tripulación hasta enfermarla.
Muchos murieron. Sólo el piloto y cuatro marineros pudieron llegar a la costa
ibérica. Pero allí los gérmenes acabaron con todos. El piloto relató su viaje a
un navegante genovés y murió sin saber
lo que había hallado.
Podemos
decir también, de acuerdo a otras versiones, que nada fue fortuito en su
empresa: que después del soplo de Levante, el hombre fue tentado por la
ambición y el orgullo, y la
Fortuna , celosa del piloto que de modo tan imprevisto y
casual avistaba un nuevo mundo, trabajó para cegarlo. Le trajo las
enfermedades, la calma chicha del océano y la flaqueza de las velas, que
demoraron el arribo de su barco a la costa. (Desde el puerto los españoles lo
vieron navegar solo, al garete y casi vacío: así vieron el castigo y se
asustaron). Pero había dispuesto la
Fortuna que fuera Cristóbal Colón –es decir, la voluntad, el
esfuerzo y no el azar, quien se llevara las glorias. Quiso la Fortuna que el piloto
sobreviviera para revelar al Almirante lo que había hecho y lo que había visto
y la ruta que había seguido. De este modo, en el fondo estaba un combate entre la Providencia y el Azar,
del cual la Providencia
saldría victoriosa bajo la forma del castigo a un piloto audaz y desconocido.
Y, por fin,
podemos decir que en el fondo de todo estaba la usurpación del almirante Colón.
La voluntad lo devoró todo y él era esa voluntad. Todo fue planeado y soñado
por él desde un comienzo: idea y representación suya, el piloto silencioso y su
buque fantasma partieron hacia las Indias porque el Almirante quería matar un
temor, destruir la idea del fracaso que llevaba adentro, esa idea que le hacía
verse a sí mismo sacrificándose al acometer la exploración que tanto había
acariciado. Cuestión de elemental conveniencia, envió al piloto para que le
ilustrara la ruta a su regreso y, para mantener su secreto, borró él mismo las
letras de su nombre.
Colón fue,
de este modo, la Voluntad ,
el usurpador, el descubridor y el olvido.
Quito,
noviembre de 1972
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