“Mirar tu cuerpo sin más luz que la tuya”
(Vicente Aleixandre)
Un bus me
rescató de la muchedumbre de aquel sábado por la tarde. Conseguí un lugar junto
a la ventanilla. Por un buen rato no supe quién estaba a mi lado. A la altura
de Santo Domingo miré el reloj y pretendí comparar esas seis de la tarde del
reloj con las seis de la tarde de los rostros. Entonces, inopinadamente, te vi,
a mi lado, casi una niña. Usabas medias blancas de colegiala; tu cabello negro
chorreaba hacia atrás disciplinándose en un lazo también negro, severo y
sencillo. En tus ojos oscuros brillaban a la vez la inocencia y la sensualidad.
Tu nariz, respingada, hacía resaltar tus labios y ese encantador surco
subnasal. Miraste hacia mi lado, y ya no supe si te fijaste en la calle o te
habías distraído con la cicatriz de mi sien derecha y seguías el surco como
quien sigue la ruta de un juguete de cuerda, o si a través de mi cara me
buscabas. Empecé a ensayar un código de señales que, lo presentía, te inquietó.
Ahora me incorporaba para presionar y bajar el vidrio; luego movía mis brazos
con algún pretexto –bajar el cierre del chaleco o retirar un botón del ojal- y
así llamar tu atención sobre mí y aproximar mi brazo a tu cuerpo. Te alarmaste,
creo, porque en cuanto nos dejó el tercero del asiento, te apartaste hacia el
filo y ese blanco entre los dos fue tu primera huida.
Ya no me daba igual bajarme dondequiera. En el vértigo del atardecer, el
autobús se hundía calle abajo hacia donde la ciudad se estrecha por última vez
en una garganta para luego diseminarse en el campo, y yo empecé a experimentar
también una sensación de caída que no me desagradaba. Descendiste del bus y te
seguí. ¿Sabías que te seguiría?: ninguna sorpresa te delató. Te pregunté por el
nombre de alguna calle y lo que sentí cuando te dirigiste a mí fue algo
semejante a la vergüenza y al temor: ya resonó en mi mente un grosero
comentario de los otros sobre ti y se multiplicaron las burlas de mis conocidos
por conocerte. Allí, en el vértice de la esquina amarilla donde nos miramos por
primera vez, empezaron a surgir esas oleadas de extrañamiento. Al atarme a tu
mirada sentí también que el barrio me era ajeno. Cruzaste la calle y te
sumergiste conmigo en ese retorcido callejón ciego donde los niños suspendían
el juego para mirarme. Me defendí de ellos fingiendo conocerte hace ya tiempo.
Te pregunté dónde vivías, te dije que yo al norte, pero que no era rico, y esos
niños me acosaban con sus miradas. Lo más curioso es que a ese extrañamiento se
unía ahora, de un modo tan intenso que habría de determinar mi conducta
ulterior, un sentimiento de vergüenza. ¿Qué falta había cometido? ¿Cómo habría
de expiarla? Averiguarlo sería parte esencial de mi aventura contigo. Los niños
reiniciaron el griterío: “¡A mí me toca! ¡A mí me toca!”, a mis espaldas y fue
como atravesar el fuego. Ante un grupo de adultos no me habría sobresaltado
tanto. Te detuviste ante el letrero que decía “Se recibe toda clase de bordados
y costura”. Miré el ojo de buey que daba hacia la calle y luego el primer piso
que se alzaba como un vigía sobre las dos quebradas. El callejón era como una
calzada entre los dos abismos. Entonces consulté con tu mirada, vencido a
medias el temor: era una mirada interrogante, la mirada de la desconocida que
dice qué quiere al desconocido.
Adiviné tu pregunta y, de veras, no supe qué contestar. Experimenté la
sensación desagradable de estar a la vez en el norte y en el sur, y de que no
me conocía. Adiviné tu pregunta y sólo pude contestarme que empezaba a
habitarme un desconocido. No eran tú, ni la calle, ni la hora, ni los niños, ni
la casa-vigía, los desconocidos. Todo ello eran espejos que reflejaban lo
extraño que era yo para mí mismo. Esperabas, supongo, una respuesta que te
permitiera saber a qué atenerte. No creo habértela dado del todo. Balbuceé que
yo no era del barrio, que me había extraviado, y que sólo había venido para
conocerlo. Un turista en mi ciudad. Esa turbación me dio ventaja: vi que tus
ojos me examinaban: comparabas al hombre audaz y seguro de sí que estuvo junto
a ti en el asiento del bus con este otro que no conseguía ni balbucear sus
propósitos. Así, disminuido, vulnerable, creí haber contestado. Pero tú,
juguetona, como todas las chiquillas de tu edad, insististe en la pregunta. Las
chicas como tú son cada vez más jóvenes y los hombres como yo, cada vez más
viejos y ridículos. “Sólo una pequeña emergencia”, dije, forzando la voz en el
esfuerzo por arrancar el botón inferior del saco. “Tengo después un compromiso
y se me ha desprendido un botón. ¿Podrían pegármelo ustedes?” “¿Sólo eso?”,
dijiste, sonriendo, y yo sonreí también. “Bueno, venga”, y casi te golpeé con
la mano que arrancó ese botón. Con qué cuidado y sigilo abriste y volviste a
cerrar ese portón. “Chit, la señora”, me dijiste llevándote el índice a los
labios y te deslizaste casi en puntillas hacia el fondo de ese corredor oscuro.
Al fondo me acechaba un espejo y al verlo –o ser visto por él- un escalofrío me
corrió hasta la nuca.
En esa penumbra, de la que era víctima y cómplice, percibí que algo
desconocido hasta entonces bullía en mi interior. El miedo a lo desconocido, el
miedo a secas, parecía querer estallar
bajo la forma de un afán por poseerlo. ¿Quién eras tú, entonces, Eulalia,
Mélida, Malena? ¿Qué era esa casa extraña, con olor a encierro, oscura, arriba
poblada de murmullos? ¿Quién era yo? ¿Sólo un hombre que, oprimido por el
norte, vivía la aventura de descender a un rincón de abajo, de pretender
arrancar una flor de ese rincón y mostrársela, ufano, a los del norte,
satisfechos y despectivos? Ese espejo acechándome en la oscuridad hizo dar un
giro a esta aventura que había empezado tan gratuita y sin propósito y que yo
había decidido mantenerla así hasta el fin. Me consolé con la idea de que esta
lucha interna no era sino una prolongación de la sufrida afuera, sólo que ahora
a oscuras. Pero la penumbra me revelaba un rasgo de mi situación y de mi
carácter que hacían necesarios el ataque, la fuerza, el dominio, la posesión.
Caminé casi de puntillas hasta la sala. En el centro de ese ámbito oscuro
resplandecía una redoma de cristal, una pecera. Dos peces dorados se deslizaban
de un lado a otro del agua centelleante. Todo parecía dormir en esa casa, menos
los dos habitantes de la pecera. Se buscaban, se cruzaban, se encontraban, se
repelían, se atraían, se alejaban, ascendían, bajaban en picada, mientras a un
lado bullía el agua del termostato. Te oí bajar los escalones, oí tus pasos
suaves en ese corredor resonante y oscuro. En la mitad del corredor ya tenías
tu brazo extendido para recibir el saco. Yo, en tanto, me prendía de tus labios
carnosos. No sé qué adivinaste en mi mirada que pronto bajaste tu brazo y, sin
más, me hiciste sentir poderoso pero infeliz. Volviste a pedirme el saco. Te lo
di. Y sin hacerme pasar a ninguna parte, te lo llevaste como un trofeo entre
los brazos, escaleras arriba.
Subir esas escaleras. Alcanzarte. Verte otra vez como te vi en el bus.
Recuperarte. Para colmo, alguien a un lado del corredor dormía y roncaba en
algún sofá. Casi fuera de mi campo visual, las escaleras estaban coronadas de
una leve aureola luminosa que atacaba de costado al espejo que me reflejaba.
Fue entonces, al verte de perfil sobre las escaleras y presentir tus senos minúsculos
bajo tu blusa blanca, cuando empezó aquello. Casi ingrávida, sin peso, alada,
subías las escaleras hacia la luz que te esperaba arriba y que de algún modo
era tu propia atmósfera. Con esa luz tuya se derramaba hacia abajo el ruido
taladrante de una máquina de coser. Fue entonces cuando me abalancé hacia el
pie de la escalinata y te pregunté si podía seguirte. Me habían brotado garras.
No sé qué habrás escuchado en mi voz, que te callaste y te quedaste mirándome,
sorprendida. Creo que por primera vez hubo comunicación entre los dos: nos unió
el pensamiento mortificante de que tu asentimiento o negativa tendrían
incalculables consecuencias para ambos, de que era un momento crucial. Tal vez
sólo entonces caíste en la cuenta de que esa máquina de coser tan escuchada
sonaba ahora diferente. De pronto la advertiste, volviste tu cara hacia el
cuarto de la máquina, se te escapó un chasquido de los labios, y entendí que
debía seguirte. El aire me entraba a borbotones por la nariz y la boca:
respiraba con gratitud. Me habías rescatado una vez más.
Esa duda tuya en pleno vuelo había sido provocada sólo por la tensión del
momento, para poner fin a la tensión de ese momento, no por ningún futuro que
hubieses visto y que te llevabas entre las manos, como esas inmaculadas se
llevan de la tierra flores apretujadas contra su pecho. Fue en cierto modo un
gesto impersonal, intemporal. Y yo te seguí, pareciéndome consolador que no me
preguntases el porqué de mi ruego. En ese espacio invadido por los reflejos de
la pecera luminosa y por la máquina de coser en movimiento, el corazón me dio
un vuelco. Te detuviste en seco. Giraste hacia mí y, con una gracia difícil de
definir, con tu sonrisa de niña en los ojos, te llevaste el índice a los labios
un poco abultados y me pediste más silencio todavía. ¿Habría mayor silencio que
el mío? Por contraste, ¿habría mayor
ruido que el de esa máquina de coser? Esa orden, aparentemente inventada para
mí, en realidad se dirigía a ti misma. ¿Qué escuchabas en tu interior que en
tal forma te pedías silencio? De algún modo, sin darte cuenta quizá, te habías
convertido en mi cómplice.
Al fondo del pequeño corredor resplandecía, de costado, la pieza iluminada
y adiviné, a mano derecha, fuera de mi campo visual, la presencia de la máquina
de coser y su invisible manipulador. Me pregunté si habría otra persona,
alguien lisiado o paralítico que, acurrucado en uno de los vértices del cuarto,
estaría pegando pacientemente el botón de mi saco. Tu índice sobre los labios
fue también un alto. Te apoyaste de espaldas en la pared y allí te quedaste
esperando sin atreverte a mirarme. Me habías arrancado de mi sombra a esa luz
tuya. Alguna broma te hizo reír. Pregunté, en un susurro, aún conteniendo la
risa, si había alguien más en la casa. Que sólo tu madre y tu tía acabando algo
en la máquina antes de empezar con el botón. La vieja inquilina, durmiendo
abajo. Tú y yo: nosotros: los peces. Examiné tu perfil y nada vi en él que me
llamara o me rechazara. Intenté hablar, pero me había pedido silencio. Recordé esa
complicidad que habías creado con tu ademán y decidí tomarla al pie de la
letra: no había otra salida. Descansé apoyando mi espalda contra la pared. La
máquina de coser se detuvo. Oí un carraspeo y el rozamiento de una tela sobre
una mesa. No te moviste. Mi brazo izquierdo se corrió hacia el tuyo y, mientras
mi mano exploraba la tuya, respirabas entrecortada. Con la diestra volteé tu
rostro hacia mí y cerraste los ojos con expresión de temor. Te miré una vez más
y besé tus labios calientes que fueron adquiriendo una fresca humedad y me
dejaban el embriagante perfume de tu juventud. Te ahogabas, quizá, y, niña aún,
corriste hacia el interior del cuarto amarillo. “¿Ya está?”, te oí preguntar y
advertí tal naturalidad en tu voz que ni la más suspicaz de las tías y de las
zorras se habría percatado de nada.
Y como si acabase de despertar, me puse a buscar, inmóvil, los límites de
las cosas que tenía delante. Esas cosas
pendían en el espacio, oscuras, inmóviles, con su propia gravedad. Sólo el agua
de la pecera danzaba sobre nosotros como extrañas luciérnagas. Entendí de
pronto que la núbil a quien había soñado y seguía soñando ya formaba parte
también de ese sistema de fuerzas y de sombras que constituían mi universo
privado. Sentí, una vez despierto, la necesidad urgente de llenar de mí esa
bóveda extraña. Por otra parte, de una manera oscura, invisible, pero cierta y
verdadera, yo había entrado a formar parte de ese juego de sombras, como el
espejo, la pecera, las escaleras, el claroscuro, la máquina de coser, las
puertas del corredor, la bombilla que pendía, apagada, ante mí. Las cosas
habían tejido en torno de mí una impalpable tela de araña y parecían atrapar
placenteramente mi voluntad. Empecé a sospechar que la vieja del ronquido debía
haber estado acompañada por alguien próximo a ella que también se habría dejado
arrastrar por el sortilegio de las cosas, de la hora, del silencio. En esa casa
habitaban dos familias, sin duda, y aunque debe haber sido ya la hora de la
merienda, no percibí por ningún lado el olor de comida. Intuí que las otras dos
piezas del piso alto estaban desocupadas, pues toda la vida de la casa parecía
haberse concentrado en ese cuarto donde las voces zumbaban, ininteligibles, en
torno a la máquina de coser. Toqué con mi derecha la superficie de una puerta a
la que sentí ligeramente pringosa, como si los vapores y grasas del baño o la
cocina se hubieran adherido ahí. Cautelosamente giré la manija de la puerta.
Una débil luz de la calle se filtraba en la pieza y constaté, por el tenaz silencio,
que estaba desocupada. Antes de esconderme tras la puerta, eché un último
vistazo al cuarto de la máquina de coser para cerciorarme de que tú no me
veías. Te imaginé allá, tardíamente ruborizada, gustando el sabor del beso,
mirando el trabajo de la máquina, tratando de establecer una conversación con
las dos o tres mujeres. Al imaginar el desenlace de toda esta aventura adquirí
plena conciencia de que el juego no empezaba ahora. Había empezado hace ya
mucho y más bien estaba por acabarse. No me equivoqué contigo: presentí tus
pasos lentos, suaves, en el corredor. Me buscabas abajo, en la escalera o en el
corredor. Adivinaste la puerta entreabierta casi a tus espaldas y, con una
decisión que me sorprendió, avanzaste hasta el vano de la puerta y advertí el
rozamiento del saco en la pared. Adiviné en la semipenumbra el brillo de tus
labios carnosos, los mismos que vi, desafiándome, en el asiento del bus. Temí
que tu miedo se repitiera y me delatase y te me escaparas otra vez. Con lentos
movimientos, seguro de mí mismo, tomé el saco de tus manos, avancé hacia una de
las camas del cuarto, la de la izquierda, y allí lo dejé. Inesperadamente, el
ruido de la máquina cesó de nuevo. Nos miramos en silencio. Graciosamente
ahogaste la risa que se venía, llevándote las manos a la boca. Te reías, y el
aire se te escapaba por la nariz, a saltos. Cuando saliste de la pieza sin
cerrarme la puerta creí que todo estaba perdido para mí, que en ese pequeño
escenario sería el hazmerreír o sería humillado por las arpías que ya dejaban
el cuarto de la máquina. Te oí caminar hasta ese punto del corredor en que
terminan las escaleras y prender el foco del centro. Apenas sí tuve tiempo para
tomar mi saco y ocultarme con él tras la puerta. Desde la rendija pude espiar
el paso de las dos mujeres, la una de estatura regular y peinado permanente y
una anciana casi alarmantemente pequeña. Las acompañaste hasta abajo, y lo que
oí entonces hizo que el corazón me diera un vuelco. Te dejaban sola en la casa
mientras se iban a cenar en casa de alguien. “Haz tu tarea”, dijo la madre.
Supuse que lo sabías de antemano, Eulalia, Mélida, Malena y fue merced a ese
chasquido cómplice de tus labios como te dejaste llevar por el secreto pacto
entre los dos. Y las dejaste ir, sin despertar en ellas la menor sospecha.
Nunca pude comprender del todo qué hacías para despistarlas… a ellas, las de
afuera. Al golpe en el portón siguió un largo silencio, tenso, envolvente.
Ahora estaba menos seguro que antes de lo que estaba ocurriendo. Salí de mi
escondite ante el pertinaz silencio y me asomé a la baranda del corredor. La
casa era más vulgar de lo que había imaginado. Ese descubrimiento amenazó con
hacer perder todo misterio a la aventura. De pronto, resolví irme. Pero al
bajar sentí el contacto de mis dedos con el botón pegado, y eso fue como
recuperarme, purificarme, volver al principio de todo. Vi, al doblar la
escalera, que me esperabas al fondo del corredor, frente al espejo, como yo te
había esperado antes. Al verme, me recordaste con el índice la presencia de la
vieja de abajo y te apresuraste a cerrarle la puerta. Entonces empecé a
respirar con ansiedad. Te tomé la mano, Eulalia, Mélida, Malena, y
silenciosamente te invité al amor escaleras arriba, aunque supe que desde
entonces ya no serías la misma.
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