Era más niño
aún cuando empezaron a hablarle de la abuela. Tanto, que ya no se acuerda de la
primera vez ni de por qué ni cómo. Ella existe, pero no la ve. Es como el sol,
que en esas mañanas verdes y azules, y cuando se tiende bocarriba junto al agua
corriente, no se deja ver porque la luz es tanta, es tanta, que no puede abrir los ojos. Ese poniente que lo
espera es el mismo que ilumina a la abuela, en pleno mediodía. Un tropezón, una
caída, un golpe en el lomo de una oveja, y él acecha, pequeño espía, en el
aire, a ver si la abuela desciende. La abuela: esa paloma irradiante, o virgen
hermoseada de exvotos, o rosado y mofletudo arcángel alado que blande la espada
sobre él.
Una mañana, en
la escuela, se atreve a preguntar qué son los tíos. La maestra ignora la
situación familiar del niño y como éste no puede todavía trazar mapas
imaginarios de parentescos precisos, sólo comprende que los tíos no son los
padres. Esa mañana no habla ni juega más. Vuelve con las ovejas junto al río y
mientras el viento le sopla en la cara, vaga la vista sobre las montañas. Echa
a correr ciegamente y aparece, perrito sediento, ante el fornido labrador que
le grita y lo devuelve con las ovejas. Avergonzado, perrito golpeado, hunde los
pies en el agua y se revuelca en el potrero, se ríe al arrancar las hierbas con
las manos y sepultar la cara en ellas.
Por la noche lo
reciben un gran vacío y una cena frugal. Pero otra vez le cuentan de la abuela
y sólo entonces los tíos, la pitanza, aquel techo, aquella cama, aquellas voces
ásperas, tienen un sentido. ¿Pero cuándo abuela, pero cuándo?, y ve a los
angelotes revoloteando en torno a una virgen rosada, de ojos inmóviles, linda,
lindísima, procesional, que suave, eternamente extiende sus manos hacia él. Y
en la misma noche renace el murmullo al otro lado del biombo. Entre el runrún
de alguna mosca extraviada, distingue el susurro ondulante de los tíos. No se
levanta, no va hacia ellos, no hace falta. Escucha, espera, arrebujado. Están
tomando decisiones. Sólo porque es de él y de la abuela de quienes hablan. Ella
dice que si se va, no habrá ya quién cuide del hato; él, que hay que llevarlo.
- Para qué he
hablado tanto -dice- sino para que sepa
del mundo; si eso no le enseña la maestra, entonces lo haré yo.
- No es bueno
lo que vas a hacer –dice ella, y luego de un roce de cobijas y crujir de ramas
de estera, todo vuelve al silencio.
Al otro día es
el quítate esto y ponte aquello, el toma lo uno y deja lo otro, el corre por
aquí y por allá, el pedir ayuda y dejar la casa en encargo, hacer la mochila y
despedirse. A nadie dice adiós sino a las ovejas, con una limpia mirada. Habría
preferido que le ahorrasen la caminata hasta la carretera a fin de conservarse
limpio y lanzarse mejor a los brazos de la abuela. Pero no tiene más que hacer
y, en la carretera, toma el bus sobrecargado de vecinos y naturales de las
alturas y de fardos sobre los cuales revolotean las moscas. Le molesta que la
polvareda del camino le eche a perder el saco limpio y que los ocupantes se
demoren en abandonar una ventana. Por esa ventana huye la mirada:
Le asombra la
fuerza del vehículo, traqueteante a los pies de esas lomas enormes, peladas,
ventosas, de miedo. Poco a poco el verde se pierde, lo ríos se vuelven
riachuelos, profundos, cavernosos; las aguas corren sin ruido; el viento sopla
sin que nada se agite sino su propio ulular; la tierra va quedándose atrás y se
repite; la vegetación, los trigales y cebadales se tornan maleza y la maleza
hierba raquítica y la tierra como nunca se hace piedra y hasta la piedra se
deshace en polvo. El carro sube y sube mientras el mundo se esfuma poco a poco.
Los naturales parecen adormecidos todos, como al conjuro de una hipnótica
fuerza terrestre; los vecinos parecen mudos de asombro, de pasmo, de religiosa
sorpresa. Y nadie pide a gritos que el carro se detenga para contener a la
tierra que se les va. ¿Es forzoso pasar por esto para ver a la abuela? Ve al
paso una laguna muerta, un asno devorado por el viento, los curiquingues, por
última vez, el primer cóndor, y para entonces, todo es desolación y viento.
Asombra que
habiendo tantas nubes y tan bajas, no llueva para verdecer la tierra. ¡Quién
soporta un frío tal en esta altura! Se da calor con el poncho del vecino y
piensa que ya está en lo alto de las montañas azules, y que para ver a la
abuela el vehículo debe descender de nuevo. Pero hay por todas partes niebla y
nubes y curvas y más curvas y el auto no desciende. Está cansado pero no
duerme, alerta al cambio que lo rescate, al momento en que deba franquear las
puertas del pueblo de la abuela. Parece que el bus desciende, pero es descenso
es apenas perceptible. El suelo sigue siendo áspero, desnudo. Presiente la
proximidad del pueblo y aún no hay verdor. Él va contando los árboles: hasta se
podrían contar sus ramas y aun las de los arbustos, como de esos flacos
enfermos de quienes dice el doctor que puede contar los huesos. En una curva el
descenso es más perceptible y ya se divisan los tejados. El pueblo no está más
lejos, lástima, el suelo ya no tiene tiempo de verdecer. Las casas son blancas
y muertas, como de cementerio, de áspera piedra pómez y ahora el sol empieza a
arder. A la sombra hace frío, pero al sol uno se quema. Qué solo y pobre se ve
el pueblo, que hasta parece sin habitantes, que todos lo han abandonado. Entre
el polvo que levantan las ruedas traseras, piensa una vez más, acaso la última,
en el bello rostro, impregnado de colorete, rodeado de arcángeles, que tantas
veces se detuvo, en una esquina de la tarde, a mirarle y llamarle. Pero ahora,
cosa extraña, no lo siente próximo: más bien remoto, desfigurado, se aleja –o
se alejó con la marcha del bus-, y ahora es irreconocible. Algo le ha pasado a
su memoria, no a la abuela, y desciende.
Al paso, el
cacareo de una gallina y se consuela. Eso es bueno. Poco más allá le sale al
paso un pavo, un inmenso pavo real coqueteándole con su abanico multicolor
sobre la calle polvorienta. El niño quiere jugar, reír, pero la aparición es
una mueca. Desconfía. Un pavo real allí es un arco iris donde nunca ha llovido.
Se desprende de la mano del tío y corre hacia el pavo, que también echa a
correr con zancadas ridículas, haciendo eses sobre esa senda polvorienta como
un nubarrón. Se detiene, la aparición hace un respingo, da un grito y se
esconde tras una casa esquinera. Allá corre el niño pero el pavo se le ha
escapado. Explora entre los arbustos, los flacos árboles y las cercas, pero ha
desaparecido. El tío lo llama. Va y camina junto a él, recordando que vio un
pavo real y que no pudo alcanzarlo.
El cercado
tiene el color de la tierra y es sólo su prolongación. Al otro lado, junto al
portón de madera se destaca la copa de un chamburo con las bayas secas y
polvorientas. Hay telarañas y hierba mala en el dintel y las jambas del rústico
portón. Durante años ¿habrá entrado o salido alguien? Con esfuerzo, el tío abre
una de las hojas y pasa al otro lado. El niño descubre que esa puerta es
inútil: al frente hay una alambrada y otra puerta pequeña, manejable. Y ahí
está la fachada de la casa, sólida, de piedra pómez, blanca, con gruesas
columnas de madera roída. Pero cuánta hierba mala la rodea y cuánto polvo la
recubre. Una puerta está abierta y sólo se ve un hueco negro. Con esfuerzo
distingue el pie de una cama. La abuela no está ahí. Se dirige hacia la esquina
de la casa. Hay polvo y el viento sacude las ramas del chamburo susurrante. Un
rosal seco, casi muerto, unas cuantas flores marchitas, dos senderillos
torpemente trazados por el paso; al fondo, otro chamburo seco, aunque menos que
el del portón y, a la sombra de su copa, una figura blanca, blanquísima,
sentada como un fantasma, inmóvil, una mano sobre la otra en el regazo,
esperando. Avanza hacia ella y poco a poco descubre una vieja cuyo rostro es un
nido de arrugas, una mujer vieja, viejísima, de cuento, de sueño, la increíble,
de ojos abiertos y penetrantes, que llegan hasta el alma y que a uno le dejan
desnudo. Es lo único que vive en ella. Lo demás, los brazos, su vestido, sus
manos, son impersonales, son cosas o son aire. Blanca y encorvada,
increíblemente pequeña, asusta que siendo tan vieja sea tan pequeña. Y bajo el
sol que cae a plomo sobre el árbol que la cobija, resplandece. Él quiere
correr, volverse atrás, pero sabe que está pisando una cuerda invisible sujeta
en un extremo por el tío que lo espera bajo el chamburo del jardín y en el otro
por la abuela. Muy lentamente avanza hacia ella y su repulsión y su miedo
crecen a su paso. Es una figura, una mancha blanca con ojos que desnudan el
alma y que ven las huellas y los pasos. No hay escape. No desafía a esos ojos y
avanza cabizbajo hacia ella, y cuando está todavía arrodillándose, alcanza a
ver por última vez un fugitivo pavo real que, burlón, se le va de las manos
para siempre.
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