Conocí en
una de las cárceles de Toledo a un antropófago del siglo XVI. Nadie sabe su
nombre de pila, aunque lo llaman Juan de Cardenia por haber sido vasallo del
convento carmelita de ese nombre. Ponía, al hablar, su enorme lengua entre los
dientes, y era por eso muy difícil entenderle. Había cumplido apenas diez años
en prisión cuando supe la razón de su condena: al llegar un verano, el campo de
remolachas empezó a secarse y él, a padecer necesidad. A tanto llegó que,
muerto de hambre, mató a tres frailes y se los comió, uno por uno,
deleitosamente. Al fin del verano, y cuando las remolachas volvieron a brotar,
le hicieron advertir el mal que había hecho, y como buscara el perdón de su
pecado, se comió otros tres, pero con repugnancia.
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