LOS PASOS INVISIBLES


                                                                                            A José Vacas
 
Aquella noche volví tarde a casa. A los primeros crescendos de la Fantastique de Berlioz escuché también las primeras recriminaciones, los primeros toquecitos en la pared izquierda. Preví que para los fortísimos, tan abundantes en la sinfonía, aquello se volvería insoportable en las cuatro paredes. Al rato, en efecto, me llegó en los nudillos de sus dedos la censura hundiéndose en las paredes de mi cuarto. Decidí no escuchar la noche de brujas y dormirme.
A la noche siguiente me encerré a escuchar el último movimiento. Eran las diez y media y las recriminaciones de la víspera no se hicieron esperar y alimentaron mi deseo de fulminarlos a todos con un fortísimo de Berlioz al máximo volumen que rompiese con todo de una vez e hiciese acudir desde lejos a la concièrge y asistir a un colosal incidente, único, irrepetible, a un escándalo que se quedara grabado para siempre en la historia de esa casa que parecía no tener ninguna.
Más bien por jugar, opté por la actitud exactamente opuesta, que en nada me distanciaría de mi conducta antisocial, sino que la confirmaría. Comprendí que armar un bochinche en esa casa era una operación similar a la de neutralizarme y espiar a los otros con los oídos.
Tardé en dormir. Fue entonces cuando distinguí los pasos sobre el cielorraso. Primero saltó de la cama, y por un momento imaginé que el techo entero iba a desplomarse sobre mi cuerpo con el de arriba encima; al fin y al cabo, habría sido esa caída un sustituto del fortísimo de Berlioz, del frustrado escándalo, un rompimiento de ese orden celosamente construido y absorto en su propia contemplación. Pero no se desplomó el techo y el hombre siguió caminando hasta un lugar cuya identidad no alcancé a definir. Deduje que era un hombre mayor por la pesadez de sus pasos. Me entretuve en seguir, boca arriba, ante los caprichos de la vaga luz que venía de la calle, la trayectoria de esos pasos y observar en qué momento yo perdía la pista, cuándo y dónde la recuperaba, cuándo y dónde la volvía a perder; en imaginar el destino de esa ruta y así, un poco como en el juego de la gallina ciega o de la piñata empujada por el viento o por la cuerda o por el mismo palo que la persigue. El juego me obligó a reconocer, en primer lugar, mi propia situación en esta pieza del troisième como punto de referencia. Mi cama se encontraba junto a la ventana, la ventana a la derecha de la cama  y el cuarto de baño al fondo, frente a mí. Me pareció que el dormitorio del quatrième era bastante más amplio que el mío, o bien, que el hombre se habría desplazado demasiado lentamente o, quizá también, que ese cuarto no habría respetado el corte arquitectónico del mío, verdadera anomalía en esa vieja casa napoleónica tan respetuosa, con ostentación y todo, de la medida y la simetría. De no ser así, alguna falla se habría dado en mi percepción, atribuible al cansancio y al sueño. Concluí que percibir el sonido independiente del cuerpo que lo provoca determina una incorrecta captación del espacio: este espacio se vuelve más grande de lo que en realidad es: el espacio todo se convierte en sonido. No debo haber olvidado que lo pensé porque al amanecer volví a oírlo. Primero fue su despertador. Sólo al sentir sus pasos caí en la cuenta de que siempre lo había oído, de que siempre había estado en posibilidad de escucharlo. La única presencia era la suya, la de él, arriba, en el quatrième, anunciado por ese despertador que asumía así, de pronto, a las seis y media de la mañana, una presencia ritual.
En esa semana, los hechos fueron encadenándose para dejarme solo y temprano en el troisième. M. Lamont me encargó la traducción de treinta cuartillas extras de los programas. A la luz de la lámpara de las nueve, lo sentí venir, escaleras arriba. Acababa de entrar. Se demoró un poco en la puerta. Restregó sus zapatos en el tapete de la entrada, pasó de inmediato al cuarto de baño donde debe haber sacudido la lluvia del impermeable, debe haberse quitado sus zapatones de caucho para volver a aparecer en su cuarto. De algo debe haberse olvidado, pues regresó al baño. Oí caer el chorro amarillento sobre el agua y luego el desalojo del líquido en torrentes, caño abajo. Se aproximó al sofá y desplegó su periódico. El hombre no debe haber sido dueño de su tiempo en todo el día. Ahora tampoco, ahora que yo escuchaba, secreto, distante, íntimo, en perfecta simbiosis con la profunda quietud de la casa, el nebuloso ronroneo de su televisión. Suspendí por un momento mi tarea y me entregué a un silencio que me arrastrara hasta la percepción de algo más. Me sorprendí en una sensación de horror, de repentina suspensión de toda traza de vida, esto es, de movimiento, de sonido. Pensé que no era posible la existencia de momentos así, en los que nada sucediese, en los que todo pareciera suspenderse y colgar de un hilo invisible, todo depender de nada. Algo debería estar pasando en algún lado. Me asomé al corredor. Nada, sino el ligero rechinar del gozne de mi puerta. Ni un alma, ni un deslizamiento; aquí y allá, estrías de luz al borde de la escalera, y apenas, apenas, el remoto ronroneo de la televisión en el quatrième. Se me vino, de pronto, la palabra exacta para la frase que estaba traduciendo y me volví junto a la lámpara. Palmoteé de gratitud a esa palabra que me había rescatado del corredor. Terminada la primera versión del documento, me puse el abrigo y me deslicé escaleras abajo. En el “Blanche” bebí un vaso de vino y comí un pan con Roquefort.
No sé si fue esa misma noche u otra cuando tropecé con los discos de Miles Davis y Dave Brubeck, ni si fue ese mismo tropezón el que me hizo verlos con temor de escucharlos por la censura que vendría de arriba. Estaba  contemplando unas fotos cuando me vi sorprendido por los pasos invisibles. Salí brutalmente del ensueño, escondí las fotografías y volví a seguir los pasos que me hacían descansar a la vez de mi tarea y de la nostalgia. Me sorprendí a mí mismo literalmente leyendo la ruta de esos pasos. Ya podía presentir adónde se dirigirían, qué estaría haciendo el hombre. Su cama no ocupaba un lugar a la altura de la mía. Pensé que mi espionaje podría ser más exitoso si, además, reproducía, hasta donde fuese posible, su cuarto en el mío. Quité las cobijas y todo peso de mi cama y la arrastré justo hasta donde él tenía la suya. Ahora estaban a la misma altura, es decir, en el centro de la habitación. Algo semejante –no creo que idéntico- pude hacer con la posición de los demás muebles. Pude incluso medir la luz de su cuarto, medir su tiempo. Esos pasos tenían un ritmo preciso: no el caprichoso de los recuerdos ni de las imágenes de la calle, no el de ninguna música conocida ni el de las máquinas. Sólo el de la respiración se le parecía. Esos pasos eran el ritmo y el hombre mismo. Pero debo señalar lo provisional de esta impresión. Había en el carácter de esos pasos algo mucho más concreto y sin embargo inaprehensible de lo que podía imaginar. Empezó a parecerme lógico que en tales celdas, donde la soledad tan prendida estaba, y organizada y compartimentada y reglamentada (“Pas de musique dans la nuit, pas du tout, hein?”), pudiese conocer a un hombre sólo por sus pasos. En esa semana de trabajo junto a mi lámpara supe de sus fatigas, sus discretísimas alegrías, sus insomnios, sus achaques (sus indigestiones, sus largas defecaciones hemorroidales), la rigidez de su horario (reflejo de sus obligaciones burocráticas), el indispensable llamado del despertador a las seis y media de la mañana, su fatiga mental, sus gustos televisivos, su infinita corrección pequeño burguesa, su soledad. En cuanto a mis vecinos, los viejos habitantes de la casa, fueron pasando en mi mente por un curioso proceso de identificación con el hombre de arriba. Sus rostros casi anónimos, vistos de paso en la escalera, sus movimientos, sus sonidos, se habían vuelto casi abstractos ante mí: todos ellos se concentraban, sus pequeñas vidas, en los pasos del hombre del quatrième. Esos pasos eran ellos. 
Creo que fue al quinto día, el deseo de café ante el azucarero vacío, y casi a las diez y media, cuando decidí subir por azúcar al quatrième. Había trabajado febrilmente esa noche y no recuerdo haber seguido sus pasos. Se estaban conjugando dos coincidencias: mi necesidad de azúcar para el café y el silencio de sus pasos, del que sólo tomé conciencia al escuchar los míos en el rechinante graderío en espiral hacia el quatrième. Estuve a punto de regresarme al cuarto ante la sospecha de que sería mal recibido o de alguna manera censurado. Todo me hizo pensar en ello: mi culpable necesidad, las paredes de la casa, el silencio, la hora, las ausencias. Tomé nuevo impulso en el camino y me atreví a tocar a su puerta, tan tímidamente que no debo haber sido escuchado. Pero cómo pude haberlo olvidado. Su horario. Tras el ronroneo de la televisión pude escuchar el ronquido del hombre. Al margen de cualquier urgencia (el azúcar, por ejemplo) apareció en mí otra necesidad: la de ver su rostro, oír su voz, constatar que era igual a la mía, que era igual a la de todos los de esa casa, que era igual a todas las de la rue Mansart, que era igual a todas las de París. De nuevo en mi pieza, escuché. Despertó el hombre y en sus pasos pude advertir, por fin, iluminado yo mismo por mi máquina de escribir y mi breve incursión al corredor, aquello que me había estado inquietando hasta entonces y arrastrando sin que me diera cuenta cabal. En primer lugar, esos pasos eran despiadadamente indiferentes, me ignoraban a plenitud, lo que confirmó mi calidad de extranjero en esas casa; en segundo lugar, había en esos pasos un vago rumor burocrático; su ritmo era ése: el ritmo de las infinitas oficinas que ahora vivían en él y poblaban la casa bajo la forma de una rutina.
Aunque aliviado a medias y con la vaga alegría que sucede a la comprensión de lo antes desconocido, en la mañana siguiente espié como nunca. Primero fue el despertador y, sucesivamente, el descorrer de su cortina, las gárgaras en el baño, los confusos movimientos de una gimnasia matinal, los carraspeos, la tos, todo ello a intervalos precisos en el silencio de la casa. Podría decirle en la escalera que la noche pasada había subido a pedirle azúcar pero que ya se había dormido. Podía iniciar una conversación. Atender a sus movimientos me hizo descuidar los míos. El tiempo había transcurrido sin que me diera cuenta y tuve que hacerlo todo de prisa y desmañadamente. Ni siquiera me afeité. Ordenaba mis papeles cuando lo oí descender por la escalera. Sus pasos eran rápidos, urgentes. No lo alcancé, pero lo adiviné de espaldas, hundiéndose en la espiral de la escalera. Lo seguí, mis pasos eco de los suyos. Cómo maldije en el patio a la concièrge cuando precisamente entonces me abordó con un paquete en la mano. Era de M. Lamont. Cincuenta hojas para traducir. Quise preguntar a la arpía por el hombre que se me iba, pero al ver en ella al Cancerbero, frío guardián implacable y espía, y dueña del silencio de la casa, no encontré ningún pretexto razonable para justificar una pregunta que sólo haría sentirme culpable, inquisidor como ella.
Habían bastado cinco días para que el despertar a las seis y media con la alarma de su reloj se me hiciera una costumbre. Al sexto me desperté antes de hora. Estaba aún muy oscuro. Eran los pasos, ahora convertidos en un lento, penoso arrastrarse de chancletas alrededor de su cama, esto es, alrededor de la mía. Iban y venían en torno a mí en semicírculo. Se abrían a los lados de la cama y luego se cerraban como pinzas en los dos extremos de mi cabecera. La circunferencia que aquel sombrío ras ras había trazado era casi perfecta: el diámetro empezaba a trazarse en mi cabeza y terminaba a la altura de la lámpara central, donde aquello se detenía por un momento a contemplarme. Me incorporé de inmediato, prendí la lámpara del velador  y me esforcé por ver los pasos invisibles. Pero cuanto más hacía por verlos, menos se movían. La inmovilidad, precisamente, los había vuelto invisibles. Apagué de nuevo la lámpara y entonces vi que se dirigían al baño. La volví a encender y lo seguí. Prendí la luz del baño. Miré en el espejo los párpados hinchados, las bolsas de cansancio debajo de los ojos. Tomé un vaso de agua, hice gárgaras y escuché correr esa agua caño abajo. A esa hora el silencio era tan profundo que aun la respiración producía eco. Apagó la luz y volvió a la cama, donde todavía lo esperaba la luz de la lámpara de mesa. La apagó y no debe haber tardado en dormirse.
Desperté de nuevo pasadas las seis y media. Me distrajo de lo ocurrido horas antes el intento por verbalizar mi sueño acerca de un doble encierro: yo era un caracol metido en una concha en espiral al que una enorme fuerza había encerrado en una caja de fósforos. Empujaba con mi cabeza hasta abrirla pero una manos enormes volvían a cerrarla. Quise revisar las hojas por traducir pero estaba agotado. Las dejé sobre el escritorio. De arriba no venía nada. Sólo el silencio. No había sonado el despertador. Me calcé las chancletas y me sumergí en el albornoz. Di unas vueltos en torno de la cama y a lo mejor se descompuso el reloj y el hombre se quedó dormido, qué sé yo, y a lo mejor lo multan o lo echan del puesto o recibe del jefe una reprobación que lo dejará hundido el día entero, humillado y tan irremediablemente astado a una condición que sólo lo llevará a despreciarse. Debo haber tropezado con dos vecinos que, baguette à la main, condescendieron con una sonrisa equívoca. Se limitaron a saludarme con un raro temor y, fríamente extrañados, volver a sus cuartos. No sé cuántos más habrán salido a verme subir. Toqué vigorosa, insistentemente, a la puerta del quatrième –no tenía número ni letra ni nombre alguno que la identificase- y cuando pude interiorizar ese sonido, seco y perentorio, cuando me sorprendí tocando a la puerta como ellos hicieron antes para pedirme silencio, comprendí que ahora, ahora sí había roto el orden de la casa, como al pretender escuchar la Fantastique, y que si seguía haciéndolo, el hombre habría de quejarse a la concièrge o sería capaz de humillarme con una burla, una sonrisa arpía, un alud de preguntas. Pero era demasiado tarde: ya habían llamado a la concièrge. Le pedí que por favor despertara al hombre del quatrième. Me miró compasivamente, como se mira a un loco, y estalló en una horrenda carcajada. El vecino de la pared izquierda acudió con una sonrisa que más bien era una mueca para decirme, tomándome de un brazo, que haría bien en tranquilizarme y regresar a mi cuarto y esperar allí un momento, porque en el quatrième no vivía nadie. 

 

 

 

 

 

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