- No hay
para mí cosa más triste –suspiró la solterona- que ver la marchitación de las
flores.
Meneó la
cabeza diciendo para sí no, no, no. Esa gente dominguera asintió, burlona, el
no de la solterona y siguió arrojando piedrecillas a la lisa superficie del
agua. No cayó en la cuenta de que, en efecto, esa orquídea se había marchitado
con el fuerte sol del verano. Ese curioso aspecto: zapatos negros de grueso tacón
alto, falda de seda negra con un cinto en el talle delgado, rematada
espumosamente por encajes en las muñecas y en el pecho, sombrero
indecorosamente echado hacia un lado, con un velo que festoneaba su frente, era
menos llamativo que ese aire de libertad, ese abandono de toda salvaguardia que
a la vez sugería independencia y desamparo, fuerza y debilidad, libertad y
soledad. Todos la sabían loca, sí, pero no de remate, de modo que los suspiros
esos y extravagancias no pasaban de ser tomados con cierta burlona
benevolencia. Nadie corría tras ella con piedrecillas o silbidos, nadie le
embromaba abiertamente, nadie le encaraba su locura. De algún modo, también,
infundía respeto, porque nadie sabía cómo iría a reaccionar . Se cuenta, por
ejemplo, que cuando un conocido petimetre y burlador la persiguió, recibió de
ella esta respuesta: “Vaya, joven, a sus diablillos de trastienda, que yo soy
María Angelina, una mujer respetable”, y fulminado por esa mirada, el pobre
hombre tuvo en adelante que guardar su distancia y pedir a los demás que
también la mantuvieran. Un cerco la protegía de una eventual invasión del
mundo. Era ella, en cambio, quien asaltaba a la gente con alguna pregunta,
alguna observación, porque a ella le gustaba elegir sus interlocutores. De vez
en cuando aceptaba en una acera, en una banca, una compañía, pero era elegida
por ella, lograda por ella. “Oiga, a usted lo conozco”, decía al desconocido,
“¿No fue en una corrida de toros en Pastocalle, hace tres años?” Y ante la
perplejidad del asaltado: “Usted se rompió una pierna cuando quiso saltar a la
barrera por lo perseguido que fue de un toro castaño. Sí, sí, sí, hace tres
años, en Pastocalle. Tengo buena memoria…” Y entonces no había nada qué hacer:
el desconocido, con toda una historia encima, venía a ser por fuerza un
conocido más de María Angelina. Mientras miraba con un ojo hacia sí misma, con
el otro acechaba, por el rabillo, al
próximo amigo, al siguiente cómplice de su rebeldía. Y se aproximaba, entonces,
a una persona sorprendente: “¡Qué caso, joven, usted, con barbas blancas en su
barba! ¡Habráse visto, usted es un niño todavía!” Y he aquí que ganaba otro
amigo ocasional. Como al verla callada en una procesión de la Virgen de los
Dolores una conocida suya le hiciera ostentación de su cantar, se le acercó y
le dijo: “Dios oye mejor los requiebros de una carta que los avemarías de una
voz patoja. Y como mi voz se parece a la suya, mejor me callo. La voz cojea, la
carta vuela”.
Dentro de su casa, de semicolumnas jónicas, dinteles y
cornisas dieciochescas, flotantes y opresoras cortinas, se respiraba un aire
antiguo, un olor de algo que ya no es. Situada en la calle Sucre, era visitada
por conocidos o curiosos que de alguna manera pretendían abolir el enigma de la
vida íntima de la loquita. Pero ni ellas, ni siquiera la sirvienta de la
loquita eran capaces de hallar algo más que quehaceres domésticos de una
solterona que vivía holgadamente de una herencia.
Como esta
ciudad andina se encontraba tercamente empeñada en adoptar exquisiteces europeas
y disponía de habilidosos de buen gusto que aquí ponían en orden los cristales
de una araña, allá reparaban alfombras, acullá remendaban tapices, pronto
encontró en María Angelina una notable bordadora y tejedora de encajes. Tejía
cuadros míticos, inventaba con el hilo historias de amor, casi siempre
resumidas en una sola escena. El buen gusto de las gentes –semejante al de
quien ostenta un diente de oro- les llevó a exhibir esos encajes y esos
bordados por todas partes, y a darles los usos más extravagantes, como
limpiarse la nariz con los senos de Briseida devuelta a Aquiles, o aplastar con
una taza de arroz con leche a una mujer bajo la luna, plañidera por la ausencia
del amado.
Pero en esa
mañana deslumbrante de domingo ella estaba gestando un tejido distinto con un
hilo distinto. La orquídea marchita se estremeció al roce de la mano crispada
de María Angelina, el aleteo del día pareció cesar y los muchachos dejaron de
arrojar piedrecillas al estanque. Anduvo al azar (pareció) entre los
descuidados jardines, los acuciosos fotógrafos de cámara fija, los bancos de
indolentes parroquianos, los campesinos vendedores de fruta, granos y carne. Al
cruzar el arco del puente, se detuvo. Lo vio venir. Vaciló, fingió mirar las
canoas a remo y trató de refugiarse en la inmóvil superficie del agua.
Respiraba agitadamente. Quiso pensar, recordar y olvidar a la vez, explicarse,
inventar una historia, el pretexto, cualquier cosa, y sólo pudo constatar en
silencio el aproximarse del bello joven que no iba a cambiar su ruta, que
fatalmente cruzaría el arco del puente y se fijaría en ella y a lo mejor
reconocería en su cara (momentáneamente) los rasgos descritos en el libro que
venía leyendo. O, peor, sólo vería en ella un estúpido asombro, una perplejidad
implorante, un desfallecimiento, y entonces estaría perdida. Casi mecánicamente
volvió a andar, y al llegar sobre el arco del puente, se detuvo frente a él, y
allí se detuvo él también. Escudriñó las facciones del joven (o tal pareció
hacer), como quien contempla un paisaje olvidado que trata de asomar por un
momento y devolverla los días felices; esbozó una leve sonrisa, y como si de
ello dependiese su vida, arriesgó la pregunta, temblorosa:
-
Yo a usted lo conocí… hace mucho…
mucho tiempo. Usted era estudiante, ¿no?
-
Yo… soy estudiante…
Ella se
cruzó la mano sobre el rostro como quien despeja una telaraña y luego atrapa al
vuelo una imagen, un recuerdo feliz que amenaza irse para siempre. Sintió,
consoladoramente, que el día, entre ellos, sobre ella, volvía a levantar sus alas;
percibió de nuevo el chapoteo de las piedrecillas sobre el agua; volvió a oír
los pregones de las mujeres robustas. Miró hacia atrás para asegurarse de que
no era mentira, de que todo era real y seguía siendo como antes, como cuando
observó la flor. Aprovechó ese gesto: como quien señala a alguien en esa
soñolienta muchedumbre, o fuera de ella, o más allá de ella, pero perteneciente
a ella, le dijo al joven:
- Hay una
muchacha, una linda muchachita interesada en usted. Tal vez ella lo quiere, y
usted no lo sabe. Ahora, por lo menos lo sabe. Ella viene los domingos a este
parque, y hoy, no sé por qué, ha faltado, aunque en buena hora le contaré,
porque sus padres, bueno usted sabe… lo prefijan todo. No pregunte todavía: hay
que ir despacio en camino pedregoso. Ella lo conoce de vista, pero ansía saber
cómo se llama… Le diré algo en su nombre. No hable más, Alvaro, estudie esta
semana, y nos veremos el próximo domingo en este mismo sitio y a esta misma
hora. Siga, siga, siga su camino. Hasta el domingo, entonces.
Y como si
ese domingo la esperara al final de la Alameda con la muchacha en brazos, se
echó a andar, presurosa, sin ver atrás. Se había salvado. Pero también se había
comprometido.
Azorada,
que no cabía en sí de nerviosismo, de inquietud, se pasó esa tarde frotándose
las dos manos, trasladándose de un cuarto a otro, haciendo a medias lo que
antes hacía del todo y con rigor. Sólo el atardecer le devolvió la paz. Estaba
por asomarse al balcón cuando oyó el repique de las campanas de la iglesia. Se
encaminó al peinador con paso firme y casi viril, se cubrió la cabeza con la
mantilla, no con el sombrero, se reconoció en el espejo de frente y de perfil,
se dijo adiós y salió.
En la
procesión se sintió mejor: segura, protegida, de algún modo multiplicada en
decenas de voces que, aunque desacompasadas y desiguales, cantaban la misma
cosa. Esa Virgen llevada en parihuelas, ese olor a incienso y a rosas frescas,
ese multitudinario cantar desfilando, le hicieron olvidar, casi del todo, el
episodio de la Alameda y hasta decidir, en algún momento de euforia, sin
recordar todas las circunstancias ni pretender recordarlas, antes bien, con
alguna inconsciente pero firme voluntad de olvido, que no había pasado nada,
que no se había comprometido con nada ni con nadie y que no iría a ninguna cita
de domingo, y que ya vería aquel que pretendiese recordárselo. Todo había sido
ilusión y embeleco, y nadie tenía derecho de recordarle cosas que ella había
decidido olvidar. “Soy María Angelina y no necesito más”, se oyó decir cuando
el cortejo dobló una esquina. Volvió atrás la mirada y con ella dominó a la
muchedumbre, como si alguien la hubiese llamado. Desafiante fue la mirada, sí,
pero en ese momento le vino un nuevo sobresalto. Se detuvo. Empujada por el
cortejo, siempre tendió a volverse atrás porque de nuevo se sintió atada a algo
placentero que la hacía infeliz. Atrás, cubierta la rubia cabeza con una
mantilla blanca, iluminándosele el rostro con la vela llevada en la mano y las
velas vecinas, avanzaba la muchacha, de esplendente belleza y atacable soledad.
Desparramó la vista como buscando a alguien o algo que acudiese a completar la
visión y le infundiese seguridad. Reconoció dentro de sí el mismo
desfallecimiento de la mañana sobre el arco del puente y, abriéndose paso en
ese bosque de antorchas, buscó la proximidad, a contracorriente, de la hermosa
muchacha que fatalmente iba a doblar la esquina donde ella, María Angelina, se
había detenido al azar. Sorprendida, azorada, la muchacha también se detuvo
ante ella y la miró. Se produjo entre las dos miradas una tensión que ni la
muchedumbre, febril, arrolladora, pudo romper. De un modo secreto, las dos
parecieron entenderse y depender la una de la otra, la más joven quizá por ser
más joven y estar a merced de alguien adulto y extraño (su mirada, su mirada,
su mirada), que algo iba a decirle, y la menos joven, quizá por ser menos joven
y buscar en la otra, como en un cofre escondido, su identidad, o la juventud, o
algún perdido momento de la juventud. La corriente del tiempo pareció
suspenderse en esa brusca mirada de entendimiento. María Angelina presintió el
paso que la otra iba a dar, el permiso que iba a pedir, y con una mirada
acariciadora, ternísima, la cubrió con las palabras de amor del joven con quien
debería verse en la Alameda el próximo domingo a las once de la mañana.
Al
arrodillarse para la bendición del cura, oró con toda su alma por Alvaro y
Margarita.
El domingo
siguiente, sobre el arco del puente, Alvaro Quiñónez recibió de manos de María
Angelina una carta que decía lo siguiente:
Señor
Alvaro Quiñónez
Ciudad
No sé en verdad, no me atrevo a
elegir un encabezamiento justo para dirigirme a usted en términos tales que a
la vez me hagan digna de su respeto y expresen sin ambages lo que siento por
usted. Una mujer, esa mujer a la que sin duda conocerá, María Angelina, me ha
hablado de usted. Es una mujer del todo digna de mi confianza. Por eso he
preferido que los primeros pasos en nuestras relaciones se den a través de
ella.
Lo que me ha inducido a romper mi
silencio es, en primer lugar, el descubrimiento que he hecho de la bondad de
esa mujer, por lo cual le pido, le encarezco, comparta conmigo este
descubrimiento y se confíe íntegramente a ella. En segundo lugar -y esto es
algo que no puedo callar por más tiempo ni puedo decirlo sin rubor ni
escrúpulo-, quería decirle que a usted lo conozco, que lo he visto, desde mi
ventana, encaminarse a la Universidad todos los días, y he oído hablar de
usted, y sólo porque sé quién es y cómo es, me he atrevido a confesárselo, aun
rompiendo mis principios y mis temores –--que casi siempre, no sé por qué,
suelen ir juntos-: me interesa sobremanera conocerlo en persona, Alvaro, y
hablar con usted.
Mis padres, mi familia, que son muy
ricos, pesan sobre mis actos de una manera decisiva, y por ello he debido
buscar un medio clandestino para llegar a usted. La verdad es que mis padres se
han fijado en un novio para mí a la altura de su cuenta bancaria, y aunque no
me disgusta del todo, tampoco puedo asegurar que allí me espera la felicidad
que ansío. La familia, Alvaro, es un mal necesario. Nos exige a toda costa
parecernos a ella, y a veces, Alvaro, créamelo, resultamos muy, pero muy
diferentes.
Y por ahora no digo más. Confíese
enteramente –como yo lo he hecho- a María Angelina, que por ahora dirige
nuestros movimientos, y escuche lo que debe hacer.
Suya, sinceramente,
Margarita.
-
Y bien, ¿qué debo hacer? –preguntó
Alvaro, incrédulo, perplejo, obediente. (Había llovido la víspera y ahora el
sol brillaba. Se esparcía por el aire un fragante olor a eucalipto y a flores y
a hierba húmeda).
-
Esto no me basta –siguió Alvaro-.
¿Puedo verla en verdad? (También se percibía un suave rumor de insectos y de
brisa).
-
Haga cuenta que ella le está oyendo
–dijo María Angelina, sonriendo.
-
Sí, lo sé, pero ¿cuándo?, ¿dónde?
–y dobló la carta para encerrarla en el sobre. (Los paseantes empezaron a
invadir el puente).
-
Ella vendrá al parque de un momento
a otro con su amigo, el prometido.
(Dos niños
corrieron junto a ellos, persiguiéndose).
-
¿Y qué debo hacer yo? –preguntó él
con ansiedad- ¿Espiarla?
-
Sí, ella vendrá, yo le aseguro que
va a cumplir porque la conozco y sé lo que siente
por usted.
Por ahora lo único que le está permitido hacer es espiarla. Ella tenderá
siempre a mirar hacia acá. Usted, por tanto, apártese, refúgiese en un quiosco,
aquel, por ejemplo, que tiene música. Procure no revelarse ante ella. Si lo
hace, todo estará perdido. Recuerde: ella no debe verlo, usted sí. Y ahora,
separémonos.
María
Angelina –zapatos negros de grueso tacón alto, falda negra ceñida en el talle
por un cinturón, rematada por olas de encaje blanco en el pecho y en los
brazos, sombrero inclinado hacia un lado con su red de punto de hilo- se puso a
observar cómo la lisa superficie del agua se estremecía con los golpes de las
piedrecillas. En vano buscó con la mirada la memoria de un domingo no olvidado:
la orquídea había sido aplastada o tronchada, qué sé yo. Del gramófono del
quiosco se escapaba un pasillo:
“La juventud es breve como rosa
temprana…”
Pensó de
nuevo en el joven que adentro esperaba con ansiedad. Pensó si no se habría
equivocado. No. Se trataba de un muchacho recién llegado a la Universidad desde
alguna remota provincia, y que aún no conocía a nadie ni era conocido de nadie,
salvo de ella, María Angelina, sí, a quien le convenía aprovechar esos días que
Dios le había otorgado: si dejaba pasar más tiempo, todo estaría perdido. Hasta
el amor se iría como rosa temprana. Había que realizarlo, y pronto, y ya y
-también loca, también impaciente-, respiraba agitada, miraba aquí, allá,
giraba sobre su propio cuerpo y le daban ganas también de echar piedrecillas
allá abajo, pero no –se dijo-, ella vendrá y como me habré descuidado no sabré
a qué hora llegó ni dónde estuvo ni qué hizo él ni qué hizo ella y María
Angelina se quedará como ese 7 de ahí con los brazos abiertos como un
espantapájaros, crucificada, atravesada y ridícula, como lo estuvo alguna vez
por enamorarse estúpidamente de un estúpido. No, no, no –y meneó la cabeza- él
la quiere, como yo le quise y por tanto ella, ella, ella, no deberá saberlo
nunca.
Y ella
apareció, de pronto, deslumbrante, de entre los árboles, del brazo de su
prometido, como la criada de la casa le había anunciado. Apareció sonriendo
pudorosamente con el desconocido y volviendo a hacer ostentación de sí misma y
de su pareja en su sonrisa presuntuosa que se negaba a aparecer del todo ante
los sedientos parroquianos. Se pavoneaba entre ellos como si fuese la cabeza de
un cortejo largo, larguísimo, con cola y todo, una cola a la que había que
cuidar, porque si no, se atascaba por allí o se quedaba enroscada en el cuello
de algún durmiente. No había nada qué hacer: Margarita era bella como la Venus
emergente de su concha marítima, demasiado bella para ser de alguien.
Pero ella
le había escrito la carta. Oculto en el quiosco y entre los árboles, Alvaro vio
que María Angelina lo vigilaba discretamente. Como asegurándose de no ser
vista, chasqueó los dedos: la señal. Se situó ella misma en escena y dirigió
los movimientos de la pareja, de tal modo que la bella pudiera volcarse a los
ojos sedientos de Alvaro. Pero imposible escuchar su conversación. Todos
parecían conocerse ya: María Angelina, él, ella.
Al fin de
la conversación, al fin del paseo, al fin de la mañana, al fin de todo, María
Angelina enfrentó al extasiado Alvaro:
-
Tienes suerte, muchacho, una suerte
más loca que María Angelina. ¿Y bien, Alvaro?-. Observó la carta ajada por el
nerviosismo de sus manos.
-
¡Quiero hablarle, María Angelina!
¿Dónde vive? ¡Seguro, es una casa con portón y ventanas enrejadas la suya!
¡Sólo dígame dónde vive!
-
Alto, alto, alto y paciencia,
muchacho. No conviene que sepas ahora más de lo que sabes. Estás inflamado y lo
entiendo. Pero es mejor para ambos que no sepas más. Yo sé por qué te digo.
-
¿Cuánto debo esperar?
-
Una semana.
-
¿Y después?
-
Tal vez otra semana… tal vez…¡Debo
irme! –y había en su voz un
sordo dolor-. Hasta el domingo, Alvaro,
aquí…-añadió con oscura resignación-.
Omitamos la
crónica de sus llantos, dudas, arrepentimientos, cavilaciones, infusiones de
valor y, por fin, decisión última de no volverse atrás. El domingo siguiente,
en medio de un torbellino devastador de viento y polvo, María Angelina entregó
una carta al muchacho, que inútilmente intentó percibir el maravilloso olor de
antaño. La carta, sucinta, decía, en letra atormentada, lo siguiente:
Querido Alvaro:
He dicho a María Angelina que voy a
salir de Quito por una semana. Yo tampoco puedo más. Lo que antes era
inquietud, impaciencia, ahora es dolor de todo mi ser. Necesito sacarme del
alma una espina, Alvaro mío, y he decidido romper con mi familia. Lo veré el
sábado próximo a las once de la mañana en la iglesia de El Belén. Por Dios, no
falte. No sabe cuán importante es para mí esta cita.
Suya,
Margarita.
Y María Angelina se alejó, sombría, presurosa, del
arco del puente, mientras Alvaro, loco, feliz, iba a medir las dimensiones de
la iglesia donde Margarita estaría esperándolo después de sus clases.
Después de sus clases, Alvaro fue al cuarto de baño,
se lavó de nuevo, se peinó, se miró de frente y de perfil, se dijo adiós y
salió. Procuró mantenerse firme y limpio a pesar de la carrera, conservar sus
cartas en la mano. Que el viento no le toque el cabello. Varias veces tropezó,
otras tantas se le cayeron las cartas. Cuando llegó, jadeando, a la Alameda,
soplaba un ventarrón de verano que lo descomponía todo. Allá, al fondo, sin
embargo, pudo ver un poblado oasis; la anhelada iglesia, inmóvil, poderosa a
pesar de su humildad, cobijando a impacientes, numerosos vehículos y elegantes
caballeros. Tenía ya el corazón en la boca y aquello le inquietó. Atrás, en el
último asiento, esperó. Buscó a Margarita entre el gentío y ella no estaba.
Deseó al menos apoyarse en la buena de María Angelina. La misa se acabó y los
novios iniciaron el desfile en medio de las dos columnas de invitados. Cerca de
la puerta, por una mirada azarosa entre las dos cabezas de monigote de dos
señoras, Alvaro pudo ver a la novia desfilante, Margarita. Al salir de la
iglesia por el lado derecho de la escalinata, pudo ver al fin el rostro de la
desgracia: allí, al pie de la escalinata, jadeante, estaba María Angelina,
pálida, lúcida, desencajada, con la palabra ahogada en la boca, con la cabal
comprensión de que, con el trofeo de la venganza, había vuelto a matar sus
ilusiones. Y entre Alvaro y María Angelina hubo una mirada de entendimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario