MOZART, K. 1-5


    A Erika Kubacseck
 
 
Usted, señor Salme, nos ha pedido que contemos la historia de nuestro primer amor. Muchos ni saben todavía lo que es eso. Yo no estoy seguro de saberlo, tampoco, pero he de decir que me gustan los fantasmas, y porque me gustan los veo. No quiero decir que mi primera novia fuera un fantasma, pero por el temor que infundía sobre mi timidez y por el modo como se esfumó, claro, era un fantasma.
Se llamaba Alicia Rosero o Romero o algo así. Ahorita es su nombre lo primero que me viene a la memoria porque entonces, hace tantísimo tiempo, hace tres años, no me importaba siquiera que lo tuviese o no. Ahora quisiera olvidarlo pero no se deja.
A falta de Kindergarten –que apenas ahora ha llegado a la ciudad, como llegan los circos- había una escuela de monjas que hacía sus veces. Allí asistíamos niños y niñas por igual, y la entrada era a horario de monjas, es decir, de gallos. Había que levantarse antes de que cantaran para llegar a tiempo. Y yo era muy dormilón y distraído. Todavía lo soy, pero ya me siento incapaz de hacer lo que entonces hacía en esa escuela. Y tampoco permitiría que me castiguen como entonces hacían las madres de la caridad.
El primer día allí estuve aturdido, soñoliento y sólo pendiente de si las monjas eran lindas o no. Buscaba una monja que se pareciera a mi mamá. Imposible: no había monjas tan lindas. Y cuando me daban las espaldas, me quedaba embobado, atento a esas tocas inmensas y blancas que aleteaban al caminar y que parecían estar a punto de levantarlas por los aires y hacerlas volar sobre el patio, sobre la ciudad entera, como una bandada de palomas. ¿Se imagina usted una bandada de monjas volando? Yo, sí. Sólo al volverme me di cuenta de que en el patio era yo el objeto de las miradas de cuatro niñas que se reían de mis pies. Cuando me los miré ya no quise levantar la cabeza de la pura vergüenza. Me había calzado un zapato negro y otro café. Era como haber ido desnudo a la escuela. Sin embargo, odié más que a mi propio descuido, a las cuatro niñas que se reían de mí.
Hubo una sola en el grupo que no se rió. No pareció reprocharme mi descuido, ni sentir conmiseración; tampoco le daba igual, indiferente a mí. Más bien pareció solidarizarse conmigo con una preciosa cara que no puedo describir. Sentí que en ese momento de infortunio ella estaba de mi parte. Estaba conmigo, pero sin mi vergüenza, cosa que me ayudó a aceptar mi humillación como una victoria. De este modo, lo que faltaba de la mañana para irme a mi casa se me hizo soportable, aunque ya no jugué más con nadie ni fui capaz de acercarme a ella porque preferí contemplarlo todo. No sólo entonces, sino durante muchos y largos días tuve la sensación de estar en deuda con ella y de no saber cómo pagársela.
Al día siguiente del episodio de los zapatos, la vi muy temprano con su nana, encaminándose a la escuela. Su sola mirada jugosa, su boca grande y rosada, su actitud de la víspera conmigo, bastaron para hacerme enrojecer. Y, como ocurre con las carambolas del billar, mi timidez dio con la vergüenza, y ésta con la vergüenza de mi propia timidez. Quería ocultarme, desaparecer. Había contraído una enorme deuda con ella y no sabía aún cómo pagársela. Como he visto hacer a los deudores, traté de esconderme o de huir, esconderme de ella y de mí mismo detrás de un seto, detrás de un árbol o salir corriendo en la dirección más imprevisible, y si no lo hice fue sólo por miedo a pasar una nueva vergüenza. Imagínese lo ridículo que ella me habría visto emprendiendo de pronto una loca carrera. Lo que hice fue ir a mi paso, más lento y desganado que el suyo. Lo más terrible era que ella me gustaba, no mucho, sino muchísimo, demasiado. Me inquietaba su lunar junto a la boca. Cuando la vi desde atrás, cuando vi su cabellera color miel chorreando sobre sus espaldas y cuando pensé en lo que había sido capaz la víspera de hacer por mí, me convencí de que estaba enamorado. Hace tres años ni conocía esa palabra.
Como anduve a mi paso lerdo para contemplar su cabellera, me fui demorando en mis cavilaciones. Ya era demasiado tarde cuando me di cuenta de que ella había sido la última en entrar a tiempo a la escuela. Corrí, y en mi carrera de última hora atropellé a la nana, que ya se retiraba. Me demoré más todavía en disculparme. Cuando entré a la escuela era definitivamente tarde, y así di comienzo a la costumbre de ser exhibido delante de los otros niños, al pie de la tarima del enorme escritorio, durante el primer cuarto de hora de actividades en el salón. Ponerlo en evidencia ante los demás era el peor castigo que podía dársele a alguien tímido como yo. No podía el castigo de las monjas ser más cruel. Yo pretendía lo contrario: pasar inadvertido; hacerme humo; mirar, no ser mirado. Pero las monjas se ensañaron conmigo. Pretextos no faltaban: llegar tarde a la escuela era la falta más grave y también la más frecuente. Y luego esa maldita costumbre de confundir los pares. En otra ocasión llegué a la escuela con un calcetín azul y otro café. Las monjas me dijeron que lo hacía adrede, para llamar la atención. Yo, que tenía el trágame tierra en la boca y que sólo quería ver monjas volando sobre la ciudad. ¿No será que las monjas adivinan los pensamientos y por eso te castigan?
Sólo una vez quise de veras llamar la atención, pero sólo de ella. Se trataba de un torneo de cintas en el patio. Las monjas se divertían con nuestros juegos. Cabalgando sobre un palo con freno y todo, debíamos los niños atravesar con un delgado carrizo una de las tantas argollas que colgaban de una larga cuerda horizontal sobre nuestras cabezas y llevarnos la cinta que luego la niña, con su nombre bordado en ella, colocaría en banda sobre el pecho del vencedor. Sobra decir que yo aspiraba a llevarme la cinta de ella, pero cuando supe que todos querían la suya todo me fue muy mal. No sé si fueron mis nervios –aunque no recuerdo haber estado especialmente nervioso en este trance- o la terca mala suerte los que entonces me ganaron. El caso es que no acerté una, por más que en las últimas pruebas casi me detenía bajo la cuerda para introducir el canuto en la argolla. Las niñas veían el espectáculo sentadas en un estrado y daban aliento a sus héroes y aplaudían cuando alguno de nosotros arrancaba una cinta. Cuanto más fallaba yo, más rabia y envidia me provocaba Reinaldo, el niño-estrella, quien le arrancó a la cuerda como cuatro o cinco cintas. Además, gustaba a las niñas. Era el más alto y guapo de la clase, y todas las hazañas y todos los honores y premios eran para él. Su estatura le confería el privilegio de lucir mayor que los demás, de parecer más hombre. La cinta blanca que se llevó en esa mañana de sol era de mi novia secreta. No quise ver su nombre, no quise, y decidí esperar otra oportunidad para conocerlo. Cuando se la cruzó sobre el pecho noté que ya me ignoraba por completo. Pude confirmarlo cuando por primera vez llegué tarde adrede para que me castigaran junto a la tarima, desde donde pude ver que a mi novia yo no le importaba, y se ocupaba de otros asuntos, menos de mirarme. Le importaba Reinaldo. Reinaldo por aquí, Reinaldo por allá.
Me dediqué los días subsiguientes a explorar los distintos lugares de la escuela. El patio y el salón de clases me eran más que familiares. La capilla también. Pero no la escalera que conducía a su torre. En un recreo, aprovechando que la habían abierto para hacer limpieza, me colé allí, a escondidas de la barrendera y subí las escaleras hasta el coro, primero, y luego hasta la torre. Desde ahí miré los tejados de mi ciudad y me senté a reflexionar. Si no hacía algo pronto perdería a mi novia. Es más, ni siquiera le daría la oportunidad de enterarse de nada y mi secreto moriría conmigo, y las cosas que mueren se descomponen, se pudren. Vi en esa mañana una luna redonda y grande, hacia el oriente y, aunque usted no me crea, estuve a punto de aullarle o ladrarle, como he visto hacer a los perros. Y lo habría hecho, de no ser por una música que venía de no sé dónde, acaso de una sala desconocida que daba al patio. Era una música que no se parecía a nada de cuanto había escuchado hasta entonces. Cómo decirlo: era una música seria pero de juguete, o una música de juguete pero seria. Era una música con precisión de relojería, y pensé por eso que provenía de una de esas cajitas de música con bailarinas de juguete. Bajé corriendo las escaleras y entré al salón de actos de la escuela, que por primera vez visitaba. Allí, en la media luz, un señor joven tocaba un piano, que desde arriba me había parecido una caja de música. Pero qué otra cosa es, al fin y al cabo, el piano sino una caja de música. Tardé en acostumbrarme a la poca luz del salón. Allí había un escenario vacío donde me pareció que esa música podía bailarse. Y me atrevo a decirlo porque esa música que quiero contar no la puedo contar sino bailándola, ni siquiera tarareándola o silbándola. El pianista, al advertirme, sonrió y siguió tocando. Me acerqué y vi que estaba leyendo la música que tocaba (cosa que me pareció desde entonces incomprensible y maravillosa). Vi en el papel cinco líneas horizontales con muchas cintas con argollas colgadas de ellas o muchos pajaritos cantores trepados ahí como en los alambres de luz. Primero sonaba, muy punteada y graciosa, la parte derecha del piano. Luego de una repetición, sonaba más la parte izquierda y entonces el sonido era grave y solemne (¿así se dice?), pero sin nunca perder la gracia. Yo me esforzaba por leer lo escrito allí y el señor, adivinando que yo no podría hacerlo, interrumpió para mostrarme con el dedo: Mozart, K. 1-5. Son cinco minuetos, me dijo, las primeras obras escritas por un niño austríaco llamado Mozart hace doscientos años. La sorprendente información del maestro de música coincidió con mi darme cuenta de que si nadie más había en el salón, era porque ya todos estaban en el aula de clase. Pero ni el nuevo castigo pudo quitarme la sensación de felicidad que me había embargado entre la torre y el salón de actos. Yo seguía oyendo esa música y tarareándola mentalmente
Todo pareció mejorar cuando una monja apareció en la clase con el maestro de música y nos explicó que para el cumpleaños de la superiora bailaríamos cinco minuetos en el salón de actos con vestidos de época y que debíamos empezar a ensayar. La monja castigadora me escogió de mala gana para el baile y sólo al último, porque no había remedio: una de las niñas estaba sin pareja y yo era el último varón.
Ún, dos, tres, ún, dos, tres, con acento en la u, así empezaron los ensayos en el escenario. Ella era la más bonita de todas y quedó claro para todos que era yo, pese a mi timidez, quien mejor bailaba. Tengo gratitud con mi madre por haberme enseñado. Por eso me escogieron para mi novia secreta. Ún, dos, tres, yún, dos tres, ún, y le decía en susurro que esa música la había compuesto un niño austríaco de seis años en el siglo XVIII. Yún, dos, tres, ún, dos, tres, y tú como lo sabes, ún, dos, tres, ún, el maestro es mi amigo y me lo dijo, ún, dos, tres, ún, y este baile se llama minueto, yún, dos, tres, ún, y esta música se puede leer, yún, dos, tres, y para leerla hay que estudiar, yún, dos, tres, ún, la venia, yún, dos tres, la mano izquierda atrás, yún dos, Alicia no pierdas el paso, alto, va de nuevo, Alicia no te distraigas.
Me las fui arreglando para que ella se acostumbrara a oírme en los ensayos sin perder el paso. No perdía la oportunidad de decirle alguna cosa para luego esconderme en el movimiento del baile, como la abeja que luego de picar da media vuelta y se oculta en su propio vuelo.
Hasta que llegó la hora del sastre.
Y bueno, con el sastre llegaron el saco negro con botones dorados; la cascada de holanes sobre el pecho; la camisa invisible bajo el saco y las mangas blancas rematadas por vuelos en las muñecas; el pantalón oscuro ajustado al cuerpo y sólo hasta las rodillas; las medias blancas, apretadas; los zapatos negros con hebillas doradas; los guantes blancos; la peluca hecha con fibra de cabuya emblanquecida con harina y un lazo negro en la cola, detrás de mi nuca; el polvorete en la cara; la pintura en los labios y hasta un lunar de mentiras sobre el pómulo izquierdo. Ignoraba lo que habrían hecho de mi novia, pero yo no me veía tan mal en el espejo. Hasta me brillaban intensamente los ojos por el contraste con la palidez de la cara. Mamá estaba encantada conmigo. Te ves aristocrático, me decía, pareces un guapísimo noble de la corte de María Antonieta. Yo le contesté con una de esas elegantes reverencias que me habían enseñado, cosa que desató un torrente de exclamaciones y de besos.
El gran día llegó. No el de la superiora sino el mío. Desde las cortinas de la derecha pude ver a mi mamá entre el público y al maestro de música sentándose al piano. Al otro lado del escenario, frente a mí, estaba Alicia, la primera en la fila, esperando, como yo, la entrada a la escena. La vi lindísima en su largo vestido color de luna, abierto como una campana, con sus collares sobre el pecho, su cabello rubio peinado en bucles y una especie de pluma sobre la cabeza. Estaba tan bonita que estuve a punto de no salir a la escena, traicionado de nuevo por la timidez y los nervios. Miré de nuevo al pianista. Me sonrió y levantó el pulgar derecho. Entonces, con esa música ya por dentro, di el primer paso hacia ella y ella el suyo hacia mí, y ún, dos, tres, con mi mano izquierda a la espalda y la derecha extendida hacia ella; nos tocamos, y sostuve con firmeza la suya, delicada y perfumada. Hicimos la venia y luego media vuelta y como todo iba saliendo bien nos olvidamos de los demás niños sin quitarles su espacio. Al acercarme le dije casi al oído que no pensara que yo había ido a la escuela con un zapato negro y otro café, sino con una tecla negra y otra blanca. Se rió muy coqueta y me apretó ligeramente la mano y un, dos, tres, sin nunca perder el paso. Qué a gusto me sentía en el baile y en el disfraz, dueño de la escena, con pasos que se parecían al caminar, con venias, vueltas, orgulloso de mí y de mi pareja. Al cuarto minué, después de incómodos saltitos en el tercero, volvimos a la elegancia de los dos primeros y, en cuanto tuve a Alicia cerca de mi cara le dije sin temblor en la voz que me gustaba, que la quería y que estaba enamorado de ella. Ella hizo una reverencia.
Sí, señor Salme, en ese baile tuve la luna en mis manos, al menos por un ratito. En ese baile viví toda una vida que no he logrado repetir ni creo repetiré. Para ello necesitaría la misma música, el mismo escenario, el mismo baile, los mismos castigos, la misma niña. Necesitaría, sobre todo, comprender lo que después pasó.
Al otro día llegué temprano a la escuela, temprano como nunca. Mis dos zapatos eran negros, mis dos calcetines azules, todo en regla.
No había luna esa mañana y el sol apenas calentaba. Cuando Alicia atravesó la puerta hacia el patio, pasó de largo junto a la columna a la que yo me apoyaba, me dijo hola casi con indiferencia, y se dirigió hacia Reinaldo, que la estaba esperando al fondo del patio. Allí se pusieron a bromear y a reírse, echando de vez en cuando una mirada hacia donde yo estaba. Corrí de inmediato al salón de actos y como lo vi cerrado, dejé resbalar mi espalda a lo largo de la pared hasta quedarme sentado en el suelo junto a la puerta. Créame, señor Salme: no corrí por cobarde, sino porque me interesaba más pensar. Me puse a marcar con los dedos el 3 por 4 de la música sobre mi maletín de cuero, preguntándome qué había sido eso que ahora llaman amor. ¿Algo breve y valiente y bello que ocurre en un baile de máscaras o algo feo y capaz de dejarnos con el corazón estafado? Al fin llegó la barrendera y, mientras los demás niños entraban al aula, yo me colé con ella al salón. Me dijo que ya no llorara, que no había castigo que no sirviese para algo bueno. Abrí el piano y, sin poder hacer otra cosa, me puse a sumir las teclas buscando inútilmente la música que ya tenía para siempre en la cabeza pero que el piano se negaba a reproducir.

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