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CAOS Y GEOMETRÍA (SOBRE EL AGUILA Y LA SERPIENTE DE M.L.GUZMÁN)


EL CAOS Y LA GEOMETRÍA

 

(Acerca de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán)

 

 

A mí el fulgor de sus ojos me reveló de pronto que los hombres no pertenecemos a una especie única, sino a muchas, y que de especie a especie hay, en el género humano, distancias infranqueables, mundos irreductibles a común término, capaces de predecir -si desde uno de ellos se penetra dentro del que se le opone -el vértigo de lo otro.

 

(Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente)

 

¿Cómo explicarse que un hombre de formación tan refinada, con una mente moldeada en las disciplinas filosóficas y matemáticas, en la lectura de los clásicos antiguos y modernos, una mente regida por el espíritu de geometría, espíritu que se hace visible en el rigor clásico y apolíneo de su prosa y en la dignidad de su pensamiento, se haya puesto al servicio de un bandolero como Pancho Villa, hombre al que si bien se deben algunos de los mayores triunfos militares de la revolución contra Díaz y Huerta, tuvo, en cambio, a la arbitrariedad de sus impulsos instintivos como voluntad y al capricho de su pistola como ley? Un intento por resolver el enigma de estas nupcias entre la geometría y el caos es el propósito de este ensayo.

Vasconcelos –tan comprometido políticamente como Guzmán en la lucha revolucionaria- tampoco oculta su perplejidad, que más bien se resuelve en censura: “Tan es cierto”, afirma, “que se compromete, que ha caído en el error de dedicar muchas horas de su talento incomparable a esa especie de rufián que fue Pancho Villa”.[i]

Alguien aducirá que esta contradicción no es nueva ni sorprendente: también Maquiavelo se puso al servicio, con todo su inmenso bagaje cultural y experiencia humana, de las más brutales formas del despotismo entonces conocidas. Pero lo que hace el caso de Guzmán tan dramático, es, además de su proximidad con nosotros, el auténtico primitivismo y barbarie de su caudillo. Nadie podrá negar el carácter ilustrado de las tiranías del Renacimiento. Frente a ellas, sin posibilidad de mecenazgo alguno, analfabeto, prófugo y nómada en los desiertos del norte de México, se contrapone la figura bárbara de Pancho Villa.

 

1

 

La primera respuesta –evidente- a la pregunta inicial de este ensayo radica en la vocación revolucionaria de Martín Luis Guzmán, que lo lleva, una vez asesinado Madero, a unirse a las fuerzas rebeldes del norte. Y es aquí donde empieza El águila y la serpiente. La siguiente gran pregunta –que tiene ya directamente que ver con la dimensión determinista, trágica, del libro- es la siguiente: qué hace que Guzmán-personaje se ponga en manos de Villa.

Hay en el encuentro de estos dos hombres una suerte de fatum, un determinismo, una teleología, que actúan de un modo diferente al destino de La sombra del caudillo, pero actúa, infundiendo también a El águila y la serpiente ese sentido trágico que es preciso reivindicar en la visión de Guzmán.

Afirmó el autor que consideraba a El águila y la serpiente (1928) una novela, “la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias al pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario”[ii].  Pero ceñirse a las declaraciones de Guzmán es acaso empobrecer las dimensiones trágicas de su propio libro, porque hay en él algo más que crónica y testimonio: se trata de un desborde épico y ético, de la crónica de una gran decepción –del entusiasmo inicial al asco final, conclusión que ya latía en La querella de México-.  En efecto, Guzmán juzga a la Revolución como un alto ideal degradado a bandidaje, mentira y crimen. Esta ética patricia, esta aristocracia del espíritu lo condujeron a la mirada severa, casi intransigente sobre su tiempo, mirada que no se entiende sino a través del proceso que el propio Guzmán-personaje sigue a lo largo de de las páginas del libro. Encuentro aquí los siguientes pasos, de carácter ineluctable: Primero, la búsqueda, en la Revolución, de un honesto liberalismo republicano a través del ideario de Madero. Pero asesinan a Madero, lo que da la medida de la barbarie del país y el momento en que vive el personaje. Segundo: la búsqueda, en Carranza, del portaestandarte de los ideales de Madero, pero Carranza representa -por la atmósfera de chismorreo, adulación y alcahuetería políticos, mezquindad y robo que lo rodean-  deshonestidad y autocracia. En suma, degeneración de los ideales revolucionarios. Tercero: la búsqueda de Obregón –más hábil que Carranza y habitante de una atmósfera política de mayor claridad- es una solución imposible, porque está al servicio del Primer Jefe de la Revolución. Cuarto: sin otra alternativa, presionado por la autocracia de Carranza y una orden de aprehensión en su contra, Guzmán se pone en manos de Villa, a quien, por lo que tiene de ingenuo, pretende utilizar, “domesticar”, en beneficio de la Revolución. Pero Villa es un bárbaro con ideas propias. Y lo que veremos en El águila y la serpiente es, en fin de cuentas, la lucha tenaz que estos dos hombres tan distintos libran hasta entenderse y sacar de ese entendimiento un provecho recíproco: el guerrillero se sirve del otro para legitimar la violencia que le sale de adentro: pretende, como confiesa al final, hacer de Martín Luis Guzmán su secretario. El intelectual, en cambio, pretende “civilizar” a Pancho Villa, sostenerlo como el brazo armado de la noble causa de la Revolución, “domesticarlo” para bien de ella, y, finalmente, usarlo como materia literaria.

Desde el punto de vista de Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente es la crónica de un fracaso: el fracaso de los empeños de un intelectual por “civilizar” la Revolución. Civilizarla en dos sentidos, al menos: en primer lugar, despojarla un poco, con su participación, de brutalidad y crimen; en segundo, conceder al civil, al combatiente civil, un papel más activo y decisorio en un campo prácticamente tomado por los militares, cuyas armas, salvo honrosas excepciones, fueron las balas más que la inteligencia y la negociación política. Escribe:

 

Yo tenía entonces ideas demasiado optimistas  -y, en consecuencia, absurdas- sobre la posibilidad de ennoblecer la política de México. Creía aún que a los ministerios podían y debían ir hombres de grandes dotes intelectuales y morales, y hasta consideraba deber de los buenos revolucionarios el eximirnos de los altos puestos para ponerlos en manos de lo más apto posible y de lo más ilustre.[iii]

 

En El águila y la serpiente -libro que el autor prefería entre todos los suyos-, Guzmán parece ir buscando confirmaciones, paso a paso, de aquella idea ya sustentada por él acerca del deterioro de la espiritualidad, que es su obsesión desde La querella de México (1915). Por ello, ficción y ensayo se hermanan, se vuelven géneros complementarios en Martín Luis Guzmán: el primero ilustra con acciones lo que el segundo enuncia y formula con ideas.

Pero ¿qué debe entenderse por deterioro de la espiritualidad? Ante todo, el caos: lo informe, la anarquía, la ausencia de ley, la improvisación, el desorden, no necesariamente la quiebra de un orden, que puede ser injusto. En su discurso “Federales y revolucionarios”, Guzmán defiende la guerra justa, inevitable y necesaria como signo de un estado alto e intenso del espíritu social, de una energía que se despliega para echar por tierra lo desorganizado y vicioso. Hay otro breve texto escrito en París que se llama Orden y armonía, donde el escritor reclama para México una ruta a la cual reintegrarse, esto es, una tradición, opuesta al desorden:

 

Un volumen nacional de naciones y valores que cada generación transmite a la que le sigue, y el cual supone orden y disciplina en los espíritus, enseñanza, clasicismo.[iv]

 

Pues bien, este hombre que aprendió a pensar con claridad en la Escuela Nacional Preparatoria de la Ciudad de México, que aprendió a leer y escribir con los clásicos (ha declarado a Tácito y Plutarco entre sus autores preferidos, a Cervantes, Granada, Quevedo y Gracián, y, en lengua inglesa, a William Hazlitt), que formó parte, si no como directivo, del grupo del Ateneo de la Juventud, habrá de enfrentarse al caos revolucionario, en un momento en que ninguna ley  garantizaba su vida ni la de los demás, puesto que el derecho, como todo en el Universo, es mutuo, recíproco, correlativo. Tomó partido por las causas perdidas: el villismo, la convención de Aguascalientes y el rechazo al constitucionalismo representado por Carranza.

Puedo reconocer en este libro al menos cuatro formas del caos:

1.La guerra misma, acto o conjunto de actos de violencia desordenada, homicida, indiscriminada y arbitraria, que alcanzan su máxima expresión en los fusilamientos sumarios que pueblan el libro. Claro, la guerra estalla cuando se han acabado los argumentos para evitarla: toda guerra es una capitulación de la razón y por ello, ya una forma del caos. Si a esto añadimos la índole bárbara del conflicto bélico, donde el crimen gratuito es historia cotidiana, estamos entonces asistiendo a una suerte de caos elevado al cuadrado, si se me permite graduar el caos. Abundan las escenas terribles: el famosísimo episodio llamado “La fiesta de las balas”, por ejemplo, en el que Rodolfo Fierro, lugarteniente de villa, realiza él solo una ejecución masiva de trescientos prisioneros huertistas de Chihuahua; o el de “La araña homicida”: un militar rebelde que se dedica por las noches de Culiacán a tirar a matar desde un misterioso automóvil a los desprotegidos y solitarios peatones nocturnos, serie de crímenes gratuitos que no tienen otra explicación que la mera existencia provocadora del arma, como aquel cuchillo de Borges que no hace sino esperar a que alguien lo use. Escribe:

 

No se dispersaba aún la convención, cuando ya la guerra había vuelto a encenderse. Es decir, que los intereses conciliadores fracasaban en el orden práctico antes que en el teórico. Y fracasaban, en fin de cuentas, porque eso era lo que en su mayor parte querían unos y otros. Si había ejércitos y se tenían a la mano, ¿cómo resistir la urgencia tentadora de ponerlos a pelear?[v]

 

No importaba, pues, la causa, el motivo: si existía el arma, había que usarla; si existía un ejército, igual había que echar mano de él. Las balas abundan en este libro como los automóviles en La sombra del caudillo. ¿Cómo olvidar ese memorable capítulo que se llama “En el hospital”, donde Guzmán describe, con pulso maestro, las travesuras de las balas en el cuerpo del hombre? Tanto “La araña homicida”, “La fiesta de las balas”, como “En el hospital”, son parientes cercanos del caos villista: nos anuncian su mundo, se mueven en su órbita. No menos significativo que los capítulos mencionados, y supremamente bien escrito, es el denominado “La pistola de Villa”.

2.La arbitrariedad es otra de las formas del caos: los jueces rebeldes ejecutan sentencias sumarísimas por delitos que ellos mismos habían cometido, como fabricarse una moneda para sus usos personales. Se trata, en fin de cuentas, de juicios sumarios para disfrazar asesinatos. “¿Sería –se pregunta el narrador- en efecto, una ley de Dios o de la Naturaleza, o de la Historia, que la revolución nuestra estuviese movida por espíritus asesinos o cómplices de asesinos?”[vi]

Quisiera disipar, de paso, la sospecha de que Guzmán fue un beato del espíritu, un “señorito” enfrentado al México bronco, como alguna vez aseveró infortunadamente Héctor Aguilar Camín, y que Fernando Curiel se encargó de negar. ¿Qué por qué va Guzmán a sumarse a las fuerzas rebeldes del norte?:

Parte, marcha, se aleja, defecciona, simplemente por la constatación de una hipótesis histórica y antropológica –antropología histórica-: la inmoralidad profunda, raigal, de la clase dirigente mexicana.[vii]

Escuchemos al escritor, entrevistado por Carballo:

 

Y como las revoluciones no se hacen con los miembros honorables de las asociaciones de padres de familia (personas morigeradas que se acuestan a las ocho de la noche y están de nuevo en pie a las seis de la mañana del día siguiente), entraron a escena hombres que conciben el desorden como instrumento creador, hombres que no olvidaron aquella afirmación de la Biblia: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. Sólo en el desorden es posible separar las tinieblas de la luz.[viii]

 

Esto declara en 1958, y no estoy seguro de haber encontrado, sin embargo, una sola página en El águila y la serpiente que diga lo mismo literalmente. Literalmente, no, pero como ilustración narrativa, sí. Basta y sobra un ejemplo: su adhesión a Villa, uno de esos hombres que concibieron el desorden como instrumento creador, lo que levanta la sospecha de que la oposición era dialéctica entre los dos hombres: ni tan puro el uno en su barbarie, ni tan puro el otro en su civilidad. En los dos hombres latía una gran pasión.

Estrechamente vinculada a la violencia, está otra forma del caos: la confusión ideológica en la lucha. Escribe Guzmán:

 

En el fondo todo se reducía a la disputa, eterna entre mexicanos, de grupos plurales dispuestos a adueñarse del poder, que es singular: predominio, en unos y otros, de las ambiciones inmediatas y egoístas sobre las grandes aspiraciones desinteresadas; equivocación del impulso mediocre que lleva a buscar el premio de una obra, con el impulso noble de la obra misma. Pero como la disputa no podía evitarse, se inventó la tesis que la justificara: los más próximos a don Venustiano –que fue, con su maquiavélico concepto pueblerino del arte de gobernar, el principal cultivador de la cizaña- reivindicaron para sí el verdadero espíritu de la Revolución, se declararon radicales, y lanzaron sobre todos los otros, sobre todos los que no los reconocían a ellos como casta de semidioses, el anatema de conservadores y aun de reaccionarios. Y así nacieron en Sonora dos partidos-tan ayuno de ideas el un bando como el otro, pero ambos obligados, de allí en adelante, a simular el criterio que se atribuían o se les atribuía-. Esos dos bandos, como plaga de discordia, habrían de extenderse después desde Sonora hasta Sinaloa, luego a Chihuahua, y luego a toda la República con el convencionalismo, el villismo y el carrancismo.[ix]

 

Registraré, finalmente, otra forma del caos: la improvisación mexicana, el providencialismo y la temeridad, características de clara raíz hispánica. Ese capítulo que, como tantos otros, es, por la vitalidad de su estilo, digno del mejor Hemingway, llamado “La carrera en las sombras”, donde Guzmán demuestra sus grandes dotes para narrar el movimiento,  nos muestra también una prueba de este providencialismo y temeridad que no mide las consecuencias de sus acciones. El narrador, un militar y un maquinista hacen por la noche, sin luces, un viaje de doscientos kilómetros por línea férrea en una mezquina máquina, confiando en que lo que se ande se andará.

Recordemos a los “Genios esporádicos” ya denunciados en La querella de México, a los dilettani, buenos para todo y para nada que, sin preparación ninguna, se declaran capaces de gobernar a los demás.  Guzmán los supo ver entre las fuerzas carrancistas y de ellos huyó y los denunció con un valor no exento de saña y ferocidad. El mismo jefe Máximo de la Revolución, Venustiano Carranza, es calificado de mezquino, ambicioso, vulgar, marrullero, carente de generosidad constructiva y toda especie de ideales. Un ídolo de barro, aunque acabará por ser reivindicado en Muertes históricas con la tesis de que hay ciertos hombres que alcanzan la grandeza sólo en la muerte.

 

2

 

He sostenido en el punto anterior que la primera explicación de este contacto entre dos categorías mentales tan distintas entre sí, entre dos mundos tan abismalmente diferentes que acaban entendiéndose radica, en primer término, en el fenómeno social que lo hizo posible: la explosión revolucionaria misma; en segundo lugar, en la vocación política y literaria de Martín Luis Guzmán; y, finalmente, en la fatalidad, esa serie encadenada de causas y efectos que empujaron al narrador sucesivamente hacia Madero, hacia Carranza, hacia Obregón, hacia la Convención de Aguascalientes, fatalidad que puso al escritor finalmente en manos del Centauro del Norte.

Sin embargo, este encuentro seguiría siendo incomprensible de no haber mediado entre los dos un rasgo que Enrique Krauze ha señalado como dominante de la personalidad de Villa: su dualismo.[x]

De haber sido un hombre de una sola pieza, esto es, simple e irreductiblemente un bárbaro, su alma agreste, inhóspita, habría rechazado a coces la instrusión de Guzmán y de otros hombres, modelos de civilidad, que estuvieron a su servicio. Pero había en el alma del guerrillero una zona hospitalaria por donde Guzmán pudo colarse, y de modo tan profundo, que acabaría por asumir el punto de vista de aquel al redactar sus Memorias en primera persona, en una suerte de juego de máscaras que consistió en contar el narrador la historia de Villa como si él hubiese sido Villa. Para haberlo hecho así, Guzmán aduce propósitos estéticos: “decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad”[xi].  Pero estos móviles tienen un alcance político: “hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos”[xii], y alcances didácticos y satíricos: “poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfiriana, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo a que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo del sistema y de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria”[xiii]

Pero Pancho Villa no era hombre de una sola pieza, aunque tampoco víctima de alguna esquizofrenia. Era más bien un hombre sujeto a dos fuerzas contrarias que luchaban dentro de él y que se resolvían en una síntesis: la palabra justicia.

Dos fuerzas de signos contrarios convivían en tensión en él: el instinto destructor y el espíritu reconstructor. Era un “destructor, iconoclasta de vidas y haciendas. Espíritu reconstructor moral y material: tenía una sed insaciable en pro de la instrucción popular”[xiv]

Por un lado está esa mítica ferocidad que todos sus cronistas han señalado; por otro, la ternura. Fiera, era impulsivo, cruel, iracundo, salvaje, implacable, “incapaz de detener la mano que ha tocado la cacha de la pistola”[xv].  Las descripciones que de Villa hace Martín Luis Guzmán son magistrales:

 

Su postura, sus gestos, su mirada de ojos constantemente en zozobra denotaban un no sé qué de fiera en su cubil; pero de fiera que se defiende, no de fiera que ataca; de fiera que empezase a cobrar confianza sin estar aún muy segura de que otra fiera no la acometiese de pronto queriéndola devorar.[xvi]

 

O también:

 

¿Cómo encontrar, en el orden de los sentimientos, un sincero punto de contacto entre Lucio [Blanco], todo gallardía, generosidad, nobleza, y Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se le colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible? Blanco era tan noble que desperdiciaba hasta la gloria –esa fue su debilidad-; tan humano, que el horror a matar paralizó en gran parte su acción después del primer arrebato contra Huerta. Villa, al revés, no descubría en el horizonte de las tinieblas que lo guiaban más que un punto de referencia preciso: acumular poder a cualquier precio; suprimir, sin sentimentalismo ninguno, los estorbos a su acción vengadora e igualadora.[xvii]

 

“Este hombre no existiría sin su pistola”, piensa el narrador mirando a Villa con su alma hecha forma: el revólver. Atendía a las más primitivas y feroces fuerzas de la destrucción y del crimen. Rodolfo Fierro, el Carnicero, ese asesino fisiológicamente puro, era una de las posibilidades de Villa: su instinto de muerte. Le tenía cariño y siempre habría de perdonarle sus crímenes. Y una vez desaparecido éste, el compadre Urbina, tan criminal como Fierro, ocuparía su lugar.

Pero esta máquina de matar era capaz de escuchar argumentos razonables para perdonar la vida a sus enemigos y conmutarles la pena, aunque la nueva orden llegara demasiado tarde. Dice Guzmán a Villa:

 

El que se rinde, general, perdona por ese hecho la vida de otro o de otros, puesto que renuncia a morir matando. Y siendo así, el que acepta la rendición queda obligado a no condenar a muerte.[xviii]

 

La caballerosidad de algunos de sus hombres –el propio Guzmán, Felipe Ángeles, Roque González Garza, Díaz Lombardo, Manuel Silva, entre otros- delata que ésta era la otra posibilidad de Villa. Profesaba por Felipe Ángeles –gran estratega militar, académico, hombre con alma de poeta- una admiración casi reverencial. En virtud de esta cara de Villa, los hombres puros que lo rodearon procuraron asimilarlo para la causa revolucionaria, transformar al bandido en héroe. Escribe Guzmán:

 

Porque Villa era inconcebible como bandera de un movimiento purificador o regenerador, y aun como fuerza bruta se acumulaban en él tales defectos, que su contacto suponía mayores dificultades y riesgos que el del más inflamable de los explosivos (…) ¿Sería domeñable Villa, Villa que parecía inconsciente hasta para ambicionar?, ¿subordinaría su fuerza arrolladora a la salvación de principios para él acaso inexistentes o incomprensibles?

Porque tal era el dilema: o Villa se somete, aun no comprendiéndola, a la idea de la Revolución, y entonces él y la verdadera revolución vencen, o Villa no sigue sino sus instintos ciegos, y entonces él y la Revolución fracasan. Y en torno a ese dilema iba a girar el torbellino revolucionario en la hora del triunfo.[xix]

 

Desgraciadamente, dominó lo segundo. Las últimas palabras de Villa en El águila y la serpiente, autoritarias y feroces, quedan resonando como un eco en el muro de la página final:

 

      “Nomás acuérdese que fusilo”

 

En resumen, había en Villa un lado hospitalario, humano, generoso, que permitió la intromisión de aquel hombre diferente, culto y educado, reflexivo, de gran disciplina intelectual, formado en los rigores de la Escuela Nacional Preparatoria y de don Victoriano Salado Álvarez, en el liberalismo dieciochesco y las luces del positivismo porfirista. Este encuentro de dos órdenes de categorías mentales tan ajenas entre sí constituiría uno de los o encuentros más fructíferos que registra la historia de México.

No sólo porque reveló de modo elocuente el orden y el caos que coexistieron en la Revolución de 1910; no sólo porque delató la respuesta que un gran escritor supo dar a ese reto, el vértigo de lo otro: orden y geometría en los principios éticos, claridad apolínea en la escritura; sino también porque mostró que ese contraste entre caos y geometría es una contradicción subyacente en el alma de México.

 

 

 

 

 



[i] Emmanuel Carballo. “José Vasconcelos”, en Protagonistas de la literatura mexicana. México, Secretaría de Educación Pública (Lecturas mexicanas, 48), 1986, p. 30
[ii] Ibid., p. 87.
[iii] Martín Luis Guzmán. El águila y la serpiente. México, Porrúa (Colección de Escritores Mexicanos, 92, 1984, p. 377.
[iv] Idem, “Orden y armonía”, en Obras completas, v. II. México, Fondo de cultura Económica, p. 1205
5 El águila y la serpiente, pp. 391-392.
[vi] Ibid., loc.cit.
[vii] Fernando Curiel. La querella de Martín Luis Guzmán. México, Ediciones Coyoacan-Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 1993,  pp. 42-44.
[viii] Emmanuel Carballo, op. cit., p. 86.
[ix] Ibid., p. 96
[x] Enrique Krauze. Francisco Villa. Entre el ángel y el fierro. Biografía del poder, 4. México, Fondo de cultura Económica, 1987, pp. 45-58
[xi] Martín Luis Guzmán. “Prólogo” a Memorias de Pancho Villa, en Obras completas, v. II, p. 11.
[xii] Ibid., pp. 11-12.
[xiii] Ibid.,p. 12
[xiv] Patrick O’Hea, apud. Enrique Krauze, pp. 48-49.
[xv] Krauze, op. cit., p. 47
[xvi] Guzmán, El águila y la serpiente, p. 49.
[xvii] Ibid., p. 251.
[xviii] Ibid., p. 361.
[xix] Ibid., p. 67