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DOSTOYEVSKI: DEL CHISME AL CARNAVAL


En el verano de 1981 leí Demonios, una de las últimas y grandes novelas de Dostoyevski. Antes de hundirme en la placentera tiniebla de sus páginas centrales, hube de atravesar el enorme vestíbulo de su primera parte: más de un centenar de páginas que parecían oscilar entre la charlatanería y el sinsentido. Esta extraña parte inicial, que tanto atrajo a Borges por su humorismo, como alejó a Nabokov por falta de él, consiste en un inagotable comadreo y mutuo espionaje verbal de los personajes.
El escenario es un apequeña ciudad rusa, un espacio reducido, con personas localmente conocidas y localmente condicionadas. Los personajes son casi todos ociosos rentistas: el librepensador Stepán Verjovenski, un viejo débil e histérico, conminado por la astuta y orgullosa, absorbente y detestable Varvara Petrovna a casarse con una muchacha con el fin de que el viejo se redima de ciertas culpas cometidas en Suiza. No importa que ignoremos cuáles: todo acto en Dostoyevski supone una culpa y un castigo, o mejor, una culpa y una penitencia. Todo acto corrige a uno anterior, y el hombre vive, por tanto, en el error y el pecado. Pero sigamos: los demás personajes son los “demonios”: estudiantes ocupados en preparar, sobre la ortodoxa y tradicional santa madre Rusia, un imperio del terror que cuarenta años más tarde había de cumplirse. Todo este gran pórtico de la novela parece estar estructurado con base en encuentros fortuitos y visitas obligatorias, alternativamente. Estamos en la ciudad moderna, escenario y fuente, desde La Celestina, de la novela. El capitalismo, y en particular su forma concreta, la ciudad industrial, como antaño Sócrates el “alcahuete” en el mercado de Atenas, hace que se confronten los hombres y las ideas. Demonios, como las últimas novelas de Dostoyevski, sustenta sus acciones en rumores, chismes, visitas, cartas, en suma, en complejos procesos dialógicas de codificación y decodificación de mensajes. La visita es un motivo recurrente y motor de la acción en las novelas del escritor ruso. Las diferentes conciencias se ponen así en contacto, se rozan y chocan unas con otras en un movimiento perpetuo que nada tiene que ver con la armonía del rumbo de los planetas.  El intercambio de mensajes epistolares y mensajes verbales directos e indirectos, de personas que empiezan hablando de sí mismas y terminan haciéndolo de una tercera ausente para luego volver al yo, es una constante de la obra. Cada diálogo es una suerte de espejo deformante de los otros. En cada parlamento están inevitablemente los otros. Es significativo que un periódico petersburgués de la época –el encargado de difundir en Rusia el parricidio- se llamara Los rumores. Todas las angustias, vergüenzas, humillaciones, pequeñas y grandes venganzas, toda la acción en fin, de esta parte de la novela, gira en torno de un tercero, un centro ausente, un personaje que no está todavía en la acción sino en las palabras ajenas: Stavroguin, hijo de Varvara Petrovna, un joven aristócrata, un dandy ruso que revelará poseer una capacidad verbal para el crimen sólo comparable con su capacidad real para transgredir las normas sociales. Alguien pregunta en el libro: “Pero ¿no le notó usted, digo, en el transcurso de los años, algo así como extravío de ideas o un giro especial de pensamiento, o algo, por decirlo así, de locura?” Es una pregunta que ya incluye una malévola respuesta y que sólo espera ser confirmada por el interlocutor. Los personajes viven aquí pendientes de la rectitud, la sanidad de juicio de los demás, en particular del ausente Stavroguin, de quien se dice está loco. Toda esa sociedad nada cuerda se pone en estado de alerta ante la acechante locura de Stavroguin, denunciada por unos anónimos cuya procedencia se empeña su madre, Varvara Petrovna, en descubrir. La locura amenaza a través de uno de los miembros distinguidos del cuerpo social que -aunque ya abriga en su seno a dementes consagrados como María Timoféyevna Lebiadkin, y aunque todo ese cuerpo social se comporta más que histéricamente- precisa defenderse de una locura armada de inteligencia, la más poderosa arma del hombre. Y en este extraño carrusel se van páginas y páginas: “¿Qué opinión le merece fulano de Tal?” Paranoia y chismografía enorme, Demonios es un desfile de personajes que viven menos por lo que hacen y dicen que por su reflejo en la palabra ajena. Subrayo el carácter aristocrático y refinadamente intelectual de Stavroguin, la víctima del chisme. El chisme –que es la menos respetable de las palabras ajenas- supone, entonces, la existencia de relaciones jerárquicas y todopoderosas en la vida cotidiana: estamentos, jerarquías, rangos, edades, prestigios, fortunas, privilegios. En este orden rígidamente constituido, el chisme apunta a revelar lo excepcional, lo transgresor, lo diferente de la conducta ajena, o a descalabrar prestigios. Documento oral (permítaseme  la paradoja) de una sociedad que inventa porque no sabe (sobre todo porque no sabe de los otros), el chisme es un desahogo de la imaginación en un medio estéril, sin historia, un discurso narrativo que sustituye a la historia y la épica, y una elaborada venganza y sacrificio de un tercero, el ausente, que casi siempre lo es por partida doble: está, en efecto, la víctima del chisme físicamente ausente del comentarista, del maledicente, y también ausente de los valores reconocidos y aceptados por la sociedad en un momento dado: la víctima está ausente por marginal, excéntrica, o simplemente por considerada superior en cualquier sentido. La víctima del chisme es casi siempre lo que Bajtín ha denominado un “hombre en el umbral”: entre la verdad y la mentira, el honor y el deshonor, la razón y la demencia, un estado civil y otro, entre la vida y la muerte. Subrayo también el carácter anónimo de los textos sobre (contra) Stavroguin. Por tratarse de un texto anónimo, el chisme vive aquí la contradicción no resuelta entre anonimato y autoría. El chismoso apuesta al anonimato, a la irresponsabilidad; pretende fundir su voz con las mil voces que le rodean, pero a la vez busca el prestigio de la autoría: quiere ser el primero en enterarse y divulgar una noticia, como el periodista busca la palma de primer informante. El chiste y la burla, la agudeza, son hijos del contraste. El chisme, de la soledad y la invención. Padres de la noticia periodística, el chisme y el rumor quieren tener razón y, por ello anticiparse a los acontecimientos. Son fenómenos discursivos maledicentes: forman parte de ese discurso cotidiano que está lleno de palabras ajenas, con las cuales fundimos nuestras voces olvidando su procedencia: “dicen que…”, “dizque…” o simplemente “que…”, como leemos en los diarios de la tarde: “Que Juan Gabriel se casa”, “Que el PRI reconocerá todos los triunfos electorales de la oposición”, mentiras que, cuanto más voluminosas, con mayor desenfado se dicen.
Curiosamente, dis-cursus es, originalmente, la acción de correr aquí y allá; son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. Discursatio: carrera de una parte a otra, idas y venidas. Y, en Demonios, como en algunas novelas más, los personajes no cesan, en efecto, de andar de un lado otro, de visitarse, de intrigar.
Luego de chismorreos sin término (y quiero que se entienda literalmente el adjetivo), asistiremos, en el capítulo V y final de esta primera parte, a una de esas escenas carnavalescas en que, como ha señalado Bajtín, es pródigo Dostoyevski: a un momento de coronamientos y destronamientos, de escándalos y desenmascaramientos, en que las almas se quedan desnudas como en el infierno, carnaval cuyo origen se remonta según Bajtín a los diálogos socráticos, y florece en el medioevo. Varvara Petrovna reúne con entusiasta excentricidad a sus invitados en su casa: La escena es perfectamente teatral y asume la forma de un tribunal que juzga las diversas conductas. En realidad todos se juzgan mutuamente, se dan explicaciones y justificaciones, casi orgiásticamente, promiscuamente, si se me permite la expresión. Tribunal de domingo, día santo del ocio. Se descubre al perverso autor de los anónimos en presencia del recién llegado Stavroguin; participa la demente cojita María Timoféyevna Lebiadkin –con quien se casará Stavroguin- y se entromete su hermano; Verjovenski rompe su compromiso matrimonial con la joven Daria Pávlovna y es expulsado del salón; irrumpe Piotr, hijo de Verjovenski, joven en quien Dostoyevski va a concentrar toda la maldad que era capaz de concebir; Schátov -el estudiante que será asesinado por sus propios compañeros como en El Salvador Roque Dalton por los suyos- da un puñetazo a Stavroguin; la amazona Lizaveta Nikoláyevna cae al suelo presa de convulsiones epilépticas. El procedimiento es frecuente en Dostoyevski: el chisme se convierte en palabra ajena reflejada en la conciencia de la víctima; la suma de chismes conforma un tribunal; el tribunal estalla en escenas de violencia histérica y surge, triunfante, el carnaval. En el capitalismo, el salón de alta sociedad ha sustituido a la plaza pública del medioevo.
La palabra ajena se ha erigido en tribunal, en juez y correctivo social. La palabra ajena sustituye a los campos de Siberia en su función correccional. El chisme, nuevo infierno, nueva prisión: L’enfer, c’est les autres, escribirá Sartre. Si el elemento correctivo de la avidez de gloria y fama y del individualismo extremos ha sido, desde el Renacimiento, la burla y el sarcasmo (recordemos al temible, implacable Pietro Aretino), el chisme lo es de la privacidad de la vida individual. Atenta contra la vida privada, erige al chismoso en policía social y en periodista, en alguien que nada ignora acerca de los demás. En tal sentido, el discurso del chisme revela dos cosas: soledad y ansia de poder. Luego ¿es el chisme un signo? Si vamos a entender por signo una señal visible de algo que no está, claro que lo es, pero en el plano del discurso: el chisme es resultado, no del razonamiento e interacción de conciencias en juego, sino de una etapa anterior: el anuncio de ese enfrentamiento, por una parte, y por otra, la búsqueda de un yo solitario a un que oficia de médium para invocar al tercero ausente y victimarlo.
No me extraña que Bajtín, en su libro sobre la poética de Dostoyevski,[1] haya pasado insensiblemente en su discurso crítico, de la palabra ajena proferida sobre un héroe, al tribunal, esto es, al examen crítico de la “psicología judicial”, cuya validez moral Dostoyevski niega enérgicamente. Y la niega haciéndola estallar en un carnaval. En Los hermanos Karamázov veremos a Dimitri progresivamente humillado en los interrogatorios policiales y civiles, que no en vano se llaman “Purgatorios”. Dostoyevski muestra esos interrogatorios –que ahora son cosa cotidiana y tomada como normal- como una violación a la conciencia. Nadie puede ni debe forzar las conciencias, reclama el novelista. Recordemos que Raskólnikov se entrega voluntariamente a la policía, así también Rogochin en El idiota. Stavroguin se confiesa con el monte Tijón, en un terrible y laberíntico capítulo expurgado por la censura zarista y ahora publicado como anexo en cualquier buena edición de Demonios.  Esta confesión es reveladora de los límites abismales a que pueden llegar los personajes dostoyevskianos: buen ejemplo de sado-masoquista cristiano, Stavroguin atenta (peca) contra la humanidad para hacerse digno del perdón, para someter a sus jueces a la prueba de la piedad. Es un doble desafío: personal (para ver hasta dónde es capaz de pecar) y colectivo (para ver hasta dónde la humanidad es capaz de perdonar): de cómo hasta los mayores criminales dostoyevskianos tienen algo de mesiánicos: se sacrifican por los demás a través del delito. Son santos reflejados en un espejo convexo. Como ilustran muchos ejemplos, Dostoyevski atribuye autoridad penal a la conciencia: ahí está la insólita declaración de Iván Karamázov. En nuestro autor cuentan las intenciones y las aptitudes para el delito, no tanto los hechos mismos. En consecuencia, será irreductible la oposición entre la conciencia y los hechos, entre lo ético y lo policial: Dostoyevski vs. Wilkie Collins. “Acepto el castigo, dirá Dimitri Karamázov, no por haber matado a mi padre, sino por haberlo querido matar y sido capaz de hacerlo”. “La verdad acerca de un hombre”, escribe Bajtín, “dicha por unos labios ajenos y que no le esté dirigida dialógicamente, es decir, una verdad determinada en su ausencia, llega a ser una mentira mortífera que humilla al hombre, en el caso de tocar lo más sagrado de él, su ‘hombre en el hombre’”.[2] Por ello, los grandes héroes de Dostoyevski, seres pronosticados por la palabra ajena, aspiran siempre a romper el marco verbal conclusivo y asfixiante en que han sido apresados, aspiración que se convierte en lucha, y este combate, en el motivo importante y trágico de sus vidas, como en el caso de Nastasia Filíppovna en El idiota o el de Stavroguin, que con su llegada a la carnavalesca reunión dominical en casa de su madre, inicia la ruptura del cerco de palabras en que lo habían encerrado. Dice Stavroguin estas severas palabras al monje Tijón, en su famosa confesión: “Oiga usted, a mí no me gustan los espías ni los psicólogos, por lo menos los que husmean en mi interior”. La respuesta clásica de una personalidad fuerte a las habladurías ha sido siempre el desdén. Y así, desdeñoso, arrogante, aparece Stavroguin, desafiando a la sociedad.
Sin embargo, en su confesión, a pesar del cínico desentendimiento de la palabra ajena,  ésta asoma densamente entretejida a la suya propia, lo cual elimina cualquier posibilidad de discurso monológico, que es el que se desentiende de la palabra ajena.[3]
Una última observación: la función social del chisme: pone a prueba la verdad. Es una instancia provocadora que, como la acción de ciertos ácidos sobre ciertos metales y piedras, puede sacar a relucir la verdad ajena, ya por confirmación del chisme, ya por negación. Es la semilla del escándalo que, como lo ejemplifica Demonios, es un fruto que la sociedad en cuyo seno nace, se encarga de alimentar y exhibir como una de sus señas de identidad.
 
 
                                                           México, agosto de 1989.


[1] Mijail Bajtín. Problemas de la poética de Dostoyevski. Trad. Tatiana Bubnova, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
[2] Op. cit., p. 88.
[3] Op. cit., pp. 341-346.

DISCURSO EN EL HOMENAJE DE LA CASA DE LA CULTURA DE LATACUNGA

 

Queridos paisanos y amigos:


 

Cuando hace unas semanas recibí de los directivos de la Casa de la Cultura de Latacunga la


noticia de que, aprovechando mi corta visita a Ecuador, me ofrecerían un homenaje, mi  primera ocurrencia -y en estos términos les contesté- fue que yo no había hecho nada para merecerlo, que no había hecho nada, que yo era inocente. Sin embargo, me resigné a este homenaje, que al fin decidí aceptar con inmensa gratitud. Nunca imaginé que un día regresaría de mi exilio voluntario en México a mi tierra natal para ser homenajeado por ella.

Este homenaje me ha hecho volcarme sobre mí mismo como ente de cultura. Puedo decir que a la cultura he dedicado mi existencia, a ella he dedicado lo mejor de mí, pues, con el paso del tiempo, he ido adquiriendo la dolorosa conciencia de que todo es efímero y transitorio, pero también la convicción jubilosa de que sólo la cultura da sentido a la existencia. La cultura, es decir, ese conjunto de valores y creaciones de toda índole que a los hombres nos identifican con una historia, una raíz de la cual arrancamos y que, por su carácter permanente, nos sostiene en el tiempo y sobre el olvido.

Sin embargo, debo reconocer de modo autocrítico, que, aunque he publicado nueve libros y numerosos artículos y he editado textos de otros, y he hecho traducciones, no veo en la mía propiamente una obra. A pesar de los elogios de mis críticos, veo libros publicados, aquí y allá. Pero no acabo de ver una obra suficientemente unitaria y consistente. Quizá por eso tengo razón al afirmar que no he hecho nada y que, en realidad, estoy siempre empezando. Debo añadir, sin embargo, que eso de estar siempre empezando, no es tan mala señal. Significa que mi actitud frente a la creación literaria está marcada todavía por un entusiasmo casi juvenil. Y es verdad, ese entusiasmo me ha permitido seguir explorando caminos en la literatura, escribir cuentos cada vez más sinceros y armarme del valor suficiente, por ejemplo, para destruir, a mi edad, una novela en la que trabajé varios años y que me pareció fallida, insatisfactoria. Pero nadie me quita lo bailado: disfruté mucho escribiéndola, lo pasé bomba, aunque al final decidiera no publicarla. Es que, en el fondo, escribo para divertirme, para pasarla bien. Amo las palabras como a mí mismo y he vivido para jugar con ellas, organizarlas y ponerlas a significar.

Tuve la suerte de haber nacido en la casa de mis padres, no en un hospital, en una época en que la salud no era un objeto de negocio como lo es ahora. Atendió a mi madre, según me contó ella, el muy conocido Dr. Lanas, quien también se ocupó de mis males de infancia. Nací el 5 de junio de 1944, día histórico por varias razones; primero, porque ese fue el día D, el día del desembarco de las fuerzas aliadas en las playas de Normandía, gesta que inició el derrumbe de Alemania, de modo que vine a este mundo en paracaídas; segundo, por ser un aniversario más de la Revolución Liberal ecuatoriana –circunstancia que definió en parte  mi vocación laica y que siempre fue motivo de orgullo mío y de mi padre, quien se atrevió a llamarme Vladimiro en homenaje a Lenin, en una ciudad marcada por una beatería garciana-; tercero, porque es el día universal del Medio Ambiente, circunstancia que también marcó mi vocación ecologista; y cuarto, lo digo sin ironía, porque ese día nací yo.

La raíz cultural que he mencionado posee una doble dimensión: la histórico-geográfica, por una parte, y la literaria, por otra. La primera estaba allí, de un modo fatal, inevitable, rodeándome: en el aire andino que respiraba; en las paredes de piedra pómez que me encerraban; en los alimentos terrestres que me nutrían; en el olor a incienso de las iglesias que inundaron mis primeros años de miedo a la vida y a la muerte; en este espacio desmesurado que invitaba a la contemplación quietista; en esta tierra fría y sísmica en que vivía, rodeada de montañas, de nevados resplandecientes que yo veía las mañanas luminosas de camino a la escuela. De esta naturaleza benéfica me apropiaba bañándome en los ríos, trepando a los árboles y robando sus frutos, montando en burro, saltando las acequias. Pero estaba también, rozándome, tocándome, penetrándome, la geografía humana, esto es, el habla y la cultura quichua, por una parte –esos tiernos y entrañables quichuismos que vertí en algunos de mis textos, “taiticu”, por ejemplo- y estaba, por otra, una cultura mestiza que habría de marcarme de por vida, dejándome la difícil tarea de hacerme cargo de sus casi insuperables contradicciones. Fui testigo de una lacerante desigualdad social y, siendo beneficiario por nacimiento de esta desigualdad -pues provenía de dos familias patricias, los Rivas y los Iturralde- acabé también convirtiéndome en su víctima. Pertenezco a una minoría de acomodados que no puede ni debe cerrar los ojos a las contradicciones de su clase social, sino que debe procurar enfrentarlas con lucidez. ¿De qué maneras? Primero, reconociendo, con los sentidos bien abiertos, su lugar en una sociedad injusta. Segundo, poniéndose al servicio de las clases menesterosas y oprimidas, es decir, traicionando a su propia clase social. Y esta es una tarea revolucionaria. Sin vocación para tal tarea, me he limitado, como tantos otros, a mirar con simpatía los movimientos políticos y los proyectos de nación que intentan cambiar el orden de cosas. En México llamamos a este grupo la cofradía de los ojalateros: “Ojalá caigan los caciques de provincia”, “Ojalá el pueblo se levante contra las injusticias”, “Ojalá se terminen las desigualdades sociales”.  

Pero más inmediata y próxima, estaba la biblioteca de mi padre, que desde muy temprano me ofreció los primeros anuncios del paraíso. Él era abogado y en cada viaje a Quito regresaba, para dicha nuestra, cargado de libros, aunque no todos los leía. Recibía, por entregas, unos fascículos sobre la Primera Guerra Mundial, cuyas imágenes nos impresionaron vivamente a mí y a mis hermanos. En nuestra precoz sed de viaje,  coleccionábamos mapas, afición que nos hizo despedazar parcialmente esos fascículos al desprender de ellos los mapas para formar nuestros propios álbumes geográficos. Al descubrir el daño, mi padre nos castigó cerrando con llave su biblioteca. Como nos quedáramos temporalmente sin lecturas, nos dedicamos a ahorrar los centavos dominicales para comprar libros. Con una dedicación y lealtad dignas de mejor suerte, dimos en comprar aventuras del oeste norteamericano escritas a vuelapluma por un inescrupuloso comerciante español llamado Marcial Lafuente Estefania. Su lenguaje era divertido: “Apártate, espetó Brown”; imagínense a un vaquero gringo amenazando: “Como sigas jodiendo te doy una hostia, dijo Hoffman”. Mi padre sorprendió nuestras lecturas, hojeó uno de esos libros, nos clavó la mirada y nos dijo, con sabiduría: “Hijos, la vida es demasiado corta para leer pendejadas”, y nos volvió a abrir la biblioteca. Entonces descubrimos, con felicidad, a Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Stevenson, Edgar Allan Poe, Charles Dickens, Mark Twain, Las mil y una noches, Oscar Wilde, Walter Scott, que poco más tarde serían Balzac, Dostoyevski, Tolstoi, Flaubert, Maupassant, la Biblia (en la clásica traducción de Cipriano de Valera). De esas historias derivaron algunos de nuestros juegos infantiles más imaginativos. Con un carpintero de San Felipe, el maestro Rafael, mandábamos a hacer las armas blancas que aparecían descritas en nuestros libros: floretes, sables, cimitarras, alfanjes, fielmente copiadas de los libros. Esas armas, además, nos remontaban a un pasado de tierras remotas, pasado irreal e inventado a partir de las historias que habíamos leído. Como Don Quijote, transformábamos las quintas de nuestros parientes y amigos de Colaiza en las fortalezas que debíamos tomar. Nos apropiábamos de identidades ajenas, suscitándose anécdotas deliciosas en las que se entremezclaban realidad y fantasía: en la guerra de los Rivas contra los Pazmiño y los Izurieta, por ejemplo, cada uno de nosotros ostentaba un grado militar. El mayor de nosotros, mi primo Miguel, era el general Rivas; mi primo Alfonso, el coronel; mi hermano Ramiro, el capitán; yo, el sargento y el menor, Fernán, el cabo. En pleno campo de batalla, a las puertas de nuestra fortaleza casi tomada por los enemigos, muertos casi todos, sólo sobrevivían el general y el capitán. Pero el general se estaba batiendo solo con su espada contra una pléyade de enemigos. Mi primo Miguel, viéndose inexplicablemente solo, preguntó, angustiado, “¿dónde está el capitán Rivas?” “Se fue a tomar la leche”, informó alguien, ante lo cual el general arrojó, enojado, la espada al suelo exclamando: “Carajo, ya perdimos la guerra”. De este modo, el esquema quijotesco funcionaba a la perfección: no sólo habíamos ingresado nosotros en la literatura, sino que la literatura, con sus múltiples espadas, había invadido la realidad.

Mi padre debe haber sido el único en Latacunga, y quizá en toda la república, que se había suscrito a la revista Sur de Buenos Aires. Cuando nos mudamos a Quito, yo tenía trece años. En la nueva casa me encargué de colocar en su lugar los libros de la Biblioteca. Una tarde, ya cerca del crepúsculo, mientras acomodaba cronológicamente la revista Sur en los estantes, abrí al azar el número 92. Me topé con un título deslumbrante: “La muerte y la brújula”. La revista solía poner la firma del autor al final del texto publicado, nunca al comienzo. De modo que, sin saber quién era el autor, empecé a leerlo. Me abismé ante esa historia policial con trasfondo metafísico. Una serie de asesinatos en una Buenos Aires tan real como fantástica trazaba, por los lugares donde se habían cometido, un rombo perfecto, cuyos vértices se correspondían con las cuatro letras del Tetragrámaton, el impronunciable nombre del Dios de los hebreos. Había en esos crímenes seriales tal combinación precisa de geometría, de enigma y desafío al investigador, de trasfondo religioso y metafísico, que caí cautivado. Por otra parte, jamás había leído una prosa semejante. Elegante, precisa, audaz. El autor escribía, por ejemplo: “Un caballo bebía el agua crapulosa de un charco”. Jamás imaginé que podría adjetivarse al agua como “crapulosa”. En fin, faltando poco para terminar de leer el asombroso relato, un apagón me sumió en la oscuridad. Descorrí las cortinas y, de pie sobre una silla, seguí leyendo, aproximando el texto a los últimos rayos del sol, las inquietantes líneas finales. “La última letra del nombre de Dios ha sido articulada”. Estaba firmado por un tal Jorge Luis Borges. La emoción fue tal, que la revista se me cayó de las manos. Sumido ya en la oscuridad, sabría más tarde que había conocido al ciego Borges de una manera borgeana. Entonces me di a la tarea de leer todo lo que del tal Borges había en la colección. Aprendí de él una gran lección de precisión y elegancia estilística y, sobre todo, de libertad frente al lenguaje literario heredado de mis mayores (pienso en Icaza, por ejemplo), lenguaje con el que yo no podía ni quería identificarme. Desde la niñez, entonces, y aquí voy a citar a uno de mis más agudos críticos, el poeta Iván Carvajal, “la vida de Vladimiro Rivas ha estado marcada por la imposible tarea de colocar en su lugar cada libro, uno a continuación de otro, un texto junto a otro. Mas, el primer texto que Rivas debe colocar en su lugar habrá de revelarle el sentido de la lectura y del universo como biblioteca”. Comprendí, es verdad, que el universo es una biblioteca, y que nunca terminaría de leer los libros ni de colocarlos en sus estantes, porque la literatura quiere reflejar el universo y el universo es infinito.

La gran pregunta ha sido, entonces, ¿cómo conciliar una realidad impura, tosca y primitiva -marcada por la injusticia y una desigualdad lacerante, un mundo de barro y piedra pómez, de un dolor tan antiguo que pareciera venir del cretácico- con la exquisitez de un estilo literario que me enseñaba a ver las cosas con una transparencia que acaso ese mundo real espeso, togro –para usar un quichuismo adecuado- no tenía? Ése fue el gran desafío de mi quehacer literario. Y mis búsquedas literarias han estado orientadas a resolver esa contradicción. En ellas encontrarán ustedes mis virtudes y mis defectos. Un hombre es su infancia, dictaminó Sartre, y creo que tiene razón. Mi infancia está en Latacunga, es Latacunga. De ella me he llevado por el mundo una manera de percibir, de ver el mundo, una manera terrígena, telúrica, de ver las cosas. La fascinación por el mundo rural, por el hombre atado a la tierra, hecho uno con ella, está presente aun en mis cuentos más recientes, de ambiente mexicano. En México ya nadie escribe sobre el campo. Todo es allí mundo literario urbano. Juan Rulfo selló con una lápida triste y elocuente el mundo rural. Mis cuentos más recientes, sin embargo, han regresado al campo, a las minas de mármol de México, al desierto de Arizona, a la selva de Esmeraldas. Es que cuando pienso en las minas de México o el desierto de Arizona o el trópico esmeraldeño o de cualquier otro lugar, ahí están presentes los campos y páramos de la provincia de Cotopaxi, que tanto frecuenté en las inspecciones que mi padre realizaba, como abogado, hace ya varias décadas. Borges decía también que nunca salió de la Biblioteca de su padre. Creo que me es lícito afirmar lo mismo. La lectura me ha deparado felicidades innúmeras. Baste decirles que las tres mayores felicidades de mi existencia –una vida colmada de felicidades- han sido el descubrimiento sucesivo del amor; el nacimiento de mi hija Natalia, en el que estuve presente, y esas noches memorables en que leí la Eneida de Virgilio, en la traducción del padre Aurelio Espinosa Pólit.

Siento que me he quedado corto. En una oportunidad como ésta, quisiera decir muchas más cosas sobre mi infancia latacungueña y sobre lo que esta ciudad significa para mí. No quiero abusar de su atención y su paciencia. Amigos de esta Casa, quiero agradecerles por este homenaje, que se ha traducido en una oportunidad para hacer un ejercicio de nostalgia. Gracias por esta caudalosa amistad.

 

VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE 

DEL TATUAJE EN LA LITERATURA


                                                                                                                                                                Para David Huerta,
                                                        tatuado por Incurable.   
 
 
De las formas de escritura, ninguna tan inquietante como el tatuaje, porque al ser su materia y recipiente la piel humana, se vuelve indispensable y única; desplaza a toda otra superficie, y se trata de una escritura indeleble. El tatuaje no es solamente un icono: tiene función de escritura, una escritura que pretende inscribir algo no nombrado en el cuerpo. Si a eso agregamos el hecho de tratar aquí el tema de los tatuajes en la literatura, obtendremos con este texto una especie de escritura al cuadrado.
El verbo tatuar viene del inglés to tattoo, voz tomada de la palabra tatau, originaria de Tahití, en la Polinesia francesa. Este vocablo, nos ilustra Corominas, en la forma tattow, aparece por primera vez en los Viajes del Capitán Cook (1769), y como tataou en el Viaje alrededor del mundo del francés Bouganville, del mismo año. Significa, según el diccionario de la Academia, "grabar dibujos en la piel humana, introduciendo materias colorantes bajo la epidermis, por las punzadas o picaduras previamente dispuestas".
Esa costumbre remota usada también por los modernos es censurada por Goethe en su Máxima 104: "Eso de pintarse o tatuarse el cuerpo es un retroceso a la animalidad". No es difícil refutar por la lógica y la experiencia este espanto burgués del escritor alemán: los animales ni se han pintado ni tatuado nunca, por una parte, y por otra, el estadio animal del hombre no es susceptible de retroceso: lo acompaña en su vida cotidiana, en el comer, el defecar, agredir y vivir el sexo. Sorprende que un hombre de la curiosidad intelectual de Goethe, en vez de escandalizarse, no se haya preguntado qué lleva a los hombres a marcar su cuerpo con tatuajes. Yo no lo haré tampoco, al menos rigurosamente, pero sí pasaré revista a algunos de los más famosos tatuajes que nos ofrece la literatura, e intentaré algunas reflexiones a propósito de ellos.
Uno de los ejemplos más inquietantes y maravillosos consta en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, en sus capítulos XXVII y XXIX.
Es la historia de dos náufragos españoles, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, capturados por los mayas de la península de Yucatán poco antes de la llegada de Cortés. A pesar de su condición de náufragos, los dos destinos difieren. Al llegar Cortés, Aguilar se escapa de la tribu que había pretendido adoptarlo y se une a las fuerzas de su capitán. Gonzalo Guerrero, en cambio, pese a las súplicas de los emisarios, se niega, pocos años después, a reintegrarse a su ejército. Ya no saldría nunca de la tribu que lo había adoptado porque era irreductiblemente otro: se había casado y había engendrado hijos, acaso los primeros mestizos de América española. Pero, sobre todo, llevaba escrita en la piel su nueva condición. He aquí sus palabras: "Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir desta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra".
Considero que cualquier intento por desarrollar o ampliar este texto en su lacónica maravilla no hará sino perjudicarlo. Pero reflexionemos: ¿qué es lo no nombrado en el cuerpo de Gonzalo Guerrero y que esa escritura pretende inscribir? No se trata de una escritura provisional, sino de la escritura, de la marca según la cual él ha sido inscrito en otra cultura, distinta de la suya. No basta, para apropiarse del otro, la escritura metafórica, es decir, el cambio de peinado, de vestimenta, de modales, ritos de cortesía y hasta de lengua: hace falta una escritura real en el cuerpo: el tatuaje. Y es lo que los mayas de Yucatán hacen con el soldado español.
El tatuaje significa, como ilustra la historia precedente, cambio de cultura en quien lo usa. Puede significar también profunda diferencia cultural de origen. Tal es el caso del hombre tatuado por excelencia: el salvaje Queequeg, el arponero, ese "George Washington con desarrollo de caníbal", de ese libro que es en sí mismo una imagen tatuada del mundo: Moby Dick de Melville. Procedente aristocrático de una isla imaginaria, esta encarnación de la "otredad" salvaje, se aparece en la penumbra a los ojos no tan inocentes del luterano Ismael, el narrador, "como sobreviviente de mil batallas de la guerra de Treinta Años", tan tasajeada se ve su piel. Pero no son heridas sino marcas de una escritura indeleble. La descripción de Melville es muy viva: "El cubrecama", escribe, "era uno de esos formados por retazos, lleno de cuadrados y triángulos abigarrados y multicolores. Y ese brazo tatuado con un interminable laberinto cretense en el cual no había dos partes que tuvieran el mismo matiz (cosa que, imagino, se debía al hecho de haber expuesto el brazo al sol y a la sombra sin método alguno, con la manga de la camisa recogida a diferente altura en cada ocasión), ese brazo, decía, parecía una tira de ese mismo cubrecama hecho de retazos". La suerte hará que el buen salvaje y su contrario terminen compartiendo la cama esa primera noche de Nantucket y que estrechen una amistad que sólo la catástrofe final podrá romper. En el caso de Queequeg coinciden la escritura real y la metafórica: el tatuaje es la escritura, la marca de que él ha sido inscrito desde su nacimiento en una cultura determinada.
El tatuaje de Queequeg lo distingue del hombre civilizado, lo hace "otro" por nacimiento. Usado por un occidental dentro de su cultura puede significar marca de la infamia. La literatura francesa nos ofrece dos ejemplos célebres: la flor de lis en el hombro de Milady, esa mujer fatal, esposa de Athos en Los tres mosqueteros, la adúltera y traidora a Francia descubierta por D'Artagnan en la intimidad y más tarde decapitada por la solidaridad masculina de los mosqueteros. Milady ha sido doblemente desleal: a su esposo y al Estado francés. Al final, un rayo iluminará en la oscuridad nocturna el hacha levantada por el verdugo sobre el cuello de la desdichada.
El otro consta en El padre Goriot de Balzac. Uno de los huéspedes de la burguesa "Maison Vauquer" -escenario central de la novela- es el ex-presidiario Jacques Collin, conocido como "Burla a la muerte", agente y banquero de los presidiarios, pobres y ricos, cuyos dineros coloca, conserva y administra hasta que logren evadirse. Es el delincuente capitalista. Las dos letras blancas sobre fondo rojo en la piel son descubiertas de un golpe por la señorita Michonneau, descubrimiento por el cual ella se gana tres mil francos. Descubrir un tatuaje en el otro es revelar una identidad social infamada por un pasado inconfesable.
La estrecha vinculación entre el tatuaje y la cárcel -y el sexo como evasión- palpita en la literatura mexicana con El apando de José Revueltas. El Albino, escribe Revueltas, "tenía tatuada en el bajo vientre una figura hindú -que en un burdel de cierto puerto indostano, conforme a su relato, le dibujara el eunuco de la casa, perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable, mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio más allá de todos los recuerdos- que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven en los momentos de hacer el amor y sus cuerpos aparecían rodeados, entrelazados, por un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos -el árbol brahamánico del Bien y del Mal- dispuestos de tal modo y con tal sabiduría quinética, que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmo de los músculos, la rítmica oscilación, en espaciado ascenso, de la epidermis, y un sutil, inaprehensible vaivén de las caderas, para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez". Las contorsiones del tatuaje configuraban la danza del vientre, objeto de excitación sexual para sus espectadores, los reclusos de Lecumberri, y medio de seducción de mujeres, en especial de Meche, mujer del Albino. Tal era su prestigio. Pues la incisión, como anota Lacan, tiene precisamente la función de ser para el Otro, de situar en él al sujeto, señalando su puesto en el campo de las relaciones del grupo, entre cada uno y todos los demás. Y, a la vez, tiene de manera evidente una función erótica, percibida por todos los que han abordado su realidad.
Kafka inventó metáforas de intolerable crueldad y nadie como él ha hecho una crítica radical del poder, es más, inventó el antipoder en narraciones como La metamorfosis.  “En la colonia penitenciaria” es una pesadilla, una cruel metáfora acerca del peso del poder sobre el individuo. En la abstracta y genérica penitenciaría del título se ha inventado una máquina de tortura que escribe en la espalda del condenado la disposición que él mismo ha violado y, después de destrozar la carne de la espalda, lo lleva a la muerte en medio de vómitos, dolores sin término y efusiones de sangre. La escritura en el dorso es infamante: el condenado no tiene tiempo ni energía de exhibirla en sociedad porque se la lleva a la tumba, manchado y marcado hasta la muerte por la falta escrita en su piel. Como la ejecución se hace en público, éste llega a enterarse del delito cometido por la víctima. Cuando el investigador pregunta si el condenado –al que no se le ha dado ninguna oportunidad de defenderse- conoce la sentencia, el oficial –que además es juez y verdugo- responde que no, pero que ya la sabrá en carne propia, es decir, en su carne tatuada y lacerada por el poder.
En mi enumeración he querido mostrar sólo algunos ejemplos significativos con sus distintos valores. La novela de aventuras, particularmente la inglesa, nos ofrece muchos ejemplos de personajes tatuados que arrojan un sentido, más que novedoso, reciente, al tatuaje: afirmar, en una época anterior a la fotografía, y que la prefigura, el "yo estuve allí", esto es, en las lejanas tierras donde es costumbre, como Queequeg, marcarse la piel. Pero este tipo de tatuaje, rebajado a mera visión del turista, no entraña  mayor riesgo ni compromiso.
En Las mil y una noches Sheherazada distrae las noches del rey Schahriar contándole cuentos para que no mate a su hermana. Los cuentos de Boccacio surgen durante una peste. Los de Chaucer, durante una peregrinación a Canterbury. Fiel a esta tradición, Ray Bradbury inventa en el prólogo de El hombre ilustrado un personaje de cuya piel emergen los cuentos del libro. Tal hombre hace honor al título: trae escritas en la piel diez y ocho historias maravillosas en colores sulfurosos como los del Greco, prados amarillos y ríos azules, montañas, estrellas, soles y planetas, voces y gestos, los de las historias que conforman el libro. Bradbury subraya en el prólogo la distinción entre el tatuaje y la ilustración, y el hombre de Wisconsin que muestra su cuerpo al narrador-personaje es efectivamente un hombre ilustrado, un museo ambulante. Con el hombre de Wisconsin el escritor norteamericano ha llevado el tatuaje literario a un plano en que la escritura metafórica y la real se confunden en una sola unidad. Ese hombre es, en suma, un texto, o mejor, una serie de textos: no se llama siquiera Gonzalo Guerrero, ni Queequeg, ni el Albino, ni Milady, ni Collin (o Vautrin), sino El hombre Ilustrado, esto es, el Hombre Tatuado, el Hombre Texto. ¿No es acaso esta la meta suprema de la literatura: inventarse un hombre que sea el personaje a la vez que el texto, un texto de textos? ¿No fue ésa acaso la aventura espiritual de Cervantes al inventar a ese Alonso Quijano que habló con la voz de Amadís, de Tirant lo Blanc, de Orlando Furioso, de Palmerín de Inglaterra, de los Caballeros de la Mesa Redonda, que habló, sí, con la voz de ellos pero para superarlos, para trascenderlos?

 

JORGE CARRERA ANDRADE : DEL CATOLICISMO AL PANTEÍSMO



Unas cuantas palabras sobre la historia de un libro. Debo a Octavio Paz, quien mucho gustó de la poesía de Carrera Andrade, el primer estímulo para la elaboración de la Antología poética publicada en 2000 por el Fondo de Cultura Económica de México. Me pidió hace algunos años un artículo sobre el poeta ecuatoriano para la revista “Vuelta”. Leí con rigor y atención la Obra poética completa que entonces acababa de aparecer en 1976, en Quito. Durante la lectura fui haciendo una preselección, sin otro propósito que el de destacar mis preferencias. Redacté el artículo que pronto fue publicado por Paz. Semanas más tarde, tuvo que pedirme otra nota, esta vez necrológica, sobre el poeta ecuatoriano, que había fallecido. “Fue”, me dijo textualmente, “uno de los grandes poetas hispanoamericanos: pocos como él en nuestra lengua supieron ver”. Más tarde, Adolfo Castañón, entonces director de publicaciones del Fondo de Cultura Económica, comprometió mi antología para la colección Tierra Firme. No hice sino revisar puntualmente la que ya había preparado para mí, y el resto del trabajo vino solo.
A pesar de que uno de los grandes placeres de la lectura cronológica de la obra poética de Carrera Andrade, independientemente del valor intrínseco de cada poema, radica en el descubrimiento de la unidad y consistencia de su obra total, advertí que nada se perdía suprimiendo de la edición algunos poemas que en mi opinión desmerecían frente al conjunto. Pensaba, por ejemplo, en “Primavera & Compañía”, cuyos primeros versos empiezan así:
 
         El almendro se compra un vestido
         para hacer la primera comunión…
 
Ya Borges los había reprobado en una irónica nota en “Sur” (No. 102, marzo de 1943). Estos y otros versos me parecieron indignos del gran poeta. Trasuntaban mal gusto y esa suerte de beatería católica que acaso perjudicó a su poesía inicial. Un pudor estético me ordenaba suprimirlos de una selección exigente a la vez que representativa.
El artículo para “Vuelta” se convirtió en la columna vertebral de mi prólogo. Sin embargo, algunas ideas se me quedaron fuera y ahora me gustaría correr el riesgo de al menos enunciarlas.
Por ejemplo, una reflexión más profunda acerca del uso de la metáfora, figura que he encontrado vinculada, en algunos de los mejores poemas de madurez de Carrera Andrade, a las ciencias naturales y, sin contradicción, a una suerte de personal panteísmo.
Escribe Whitehead que la poesía, expulsada del mundo de los hechos por la ciencia, recurrió a la ambigüedad como modo de expresión. Carrera Andrade no se acogió a la ambigüedad sino a la metáfora que, como sabemos, es el encuentro gozoso de dos cadenas significantes diferentes. La ambigüedad es una incertidumbre semántica que hace posible más de una interpretación simultánea sin que predomine ninguna, de modo que corre a cuenta del lector el privilegiar una de ellas. La metáfora, en cambio, es la interacción semántica de las expresiones que se combinan, apuntando hacia una síntesis, hacia una imagen determinada y precisa. El poeta quiteño no buscaba oscuridades ni ambigüedades como los románticos (o como Dávila Andrade, otro ecuatoriano) sino certezas: quería hacer de la poesía un correlato de la ciencia: era un hombre del siglo XX, era un hombre moderno. Sólo que esa modernidad tuvo su límite en la percepción estética clásica y ordenada del mundo. Jamás encontraremos en Carrera Andrade la dislocación sintáctica o espacio-temporal de vanguardistas como Vallejo o Huidobro. Como Paul Cézanne en sus cuadros, buscó en sus poemas “la armonía paralela a la naturaleza”. De ahí que Pedro Salinas afirmó con razón que la metáfora en Carrera Andrade no era mero ornamento para decir de un modo elegante las cosas, sino un medio de percepción del mundo, un medio de conocimiento. Había estudiado las ciencias naturales para respaldar sus intuiciones poéticas. El mundo ordenado de las cosmologías de los siglos XVIII y XIX dio origen a una cosmología mecánica, a la imagen del mundo como máquina o reloj celestial; hizo poner en marcha en muchos artistas o intelectuales (desde Alexander Pope hasta Neruda o Carrera Andrade) la idea de la “gran cadena del ser”. De ahí que la de Carrera Andrade, en tanto que poesía de las cosas, sea también poesía de la solidaridad entre las cosas. Pero no tanto, aclaro, de las cosas inanimadas, como de las cosas vivientes que interactúan en el ciclo generativo de la vida: el árbol, la flor, la semilla, la abeja, el pájaro, la nube. Todo tiene que ver con todo: un elemento afecta al conjunto del universo de la misma manera en que es afectado por él. Y este fenómeno de interdependencia que existe en la naturaleza se refleja en sus textos en tanto que entidades poéticas. Metros y rimas son en Carrera Andrade correspondencias, ecos, de la armonía universal –Octavio Paz dixit. Quería ante todo ver, ver las maquinarias de la luz, es decir, de la materia, que serían el eje de su poesía. Hay algo muy moderno a la vez que primitivo en ella: el asombro presocrático ante el funcionamiento de la naturaleza. Y entonces nos legó prodigios de síntesis como éste, de “Inventario de mis únicos bienes”:
 
         La nube en que palpita el vegetal futuro
 
verso que representa todo un ciclo natural. Los secretos mecanismos de la naturaleza regidos por la luz constituyeron el tema rector de algunos de sus mejores poemas de madurez. No la política, no la historia (que aparece tratada retórica y decorativamente en su poesía, por ejemplo, en “Crónica de las Indias”), pocas veces la mujer, casi nunca el amor sexual, no la sociedad, no las inquietudes religiosas, sólo ocasionalmente la desgarrada conciencia individual del hombre del siglo XX; sí, en cambio, el vínculo de las cosas entre sí y del hombre con ellas. Encuentro, por ejemplo, algo maniqueístas algunos poemas de “Hombre planetario” que abordan el tema de la confrontación entre el mundo de antemano poético de las nubes, de la luna, de los pájaros, y el mundo de antemano antipoético de la máquina y el mercantilismo. Si la ciencia busca el conocimiento de la naturaleza, buena parte de la poesía de madurez de Carrera Andrade persigue describir, no sólo las cosas sino las cosas en su interrelación y funcionamiento y, a través de ellas, ofrecer paraísos poéticos, edenes de los que el hombre aún no parece haber sido expulsado: “Las cosas. O sea la vida”, escribió. Las armas de la luz, acaso su mejor poema, es un órgano tubular donde sopla y resuena la música del mundo.
Todo es fresco en su poesía, hasta las imágenes de la guerra, a las que idealizó con las metáforas. Marinetti o D’Annunzio tomaron partido por la guerra y el fascismo, y su poesía fue tan pobre ética como estéticamente. La mayoría de los grandes poetas del siglo XX, como los surrealistas franceses, Eliot o Celan dieron, a propósito de la guerra, el testimonio de un desgarramiento, o bien optaron, como Valéry o Rilke, por una torre de marfil que equivalía a negarse a hacerle el juego al belicismo reinante.
Por su sentido de la naturaleza ya descrito, Carrera Andrade es el más ecológico (si se me permite usar el término) de los poetas hispanoamericanos. Y esta, considero, es la diferencia sustancial con el mexicano Carlos Pellicer, con quien lo he asociado repetidas veces por su sensibilidad visual y alegría de vivir. Cierto, Pellicer era más vital, más abundante, más rico en tesituras, más audaz, pero Carrera Andrade fue menos ornamental, más riguroso y profundo, al menos en su etapa de madurez.
La poesía de Carrera Andrade, producto de un ámbito católico, evolucionó desde el amor franciscano por las cosas sencillas (“Conejo, hermano tímido”, escribió en un poema) y desde cierta estrechez de miras hacia un personal panteísmo que no ignoraba el ámbito científico y tecnológico que en apariencia lo contradecía (ya que si el panteísmo deifica el universo, la ciencia y la tecnología lo exploran y explotan). Su poesía inicial abundaba en una iconografía católica y provinciana -primera comunión, frailes, monjas, campanas, iglesias y conventos- que podríamos considerar más bien un homenaje del poeta a su entorno infantil. Se trataba, sobre todo, de un mundo inactivo, casi inerte, percibido en una contemplación provinciana. Pero, en virtud de los desplazamientos del poeta por la Tierra, esa visión fue progresivamente ampliándose hasta una panteísta y universal, como si el catolicismo hubiese sido una limitación. O, quizá también, como si a su catolicismo le hubieran crecido los brazos hasta el punto de abrazar con espíritu panteísta el planeta entero.
Pero hay que evitar los facilismos. No se trata aquí del panteísmo de los antiguos y del Oriente, según el cual, como señala Hegel (Estética, vol. I), el término todo no significa este o aquel ente particular, sino más bien el todo, es decir, la substancia una, que está presente en lo particular, abstraída de lo singular y de su realidad empírica. Se trata, más bien, en Carrera Andrade, de un panteísmo moderno de acuerdo al cual todo significa todas y cada una de las cosas en su singularidad concreta, por ejemplo esta manzana o esta ventana o esta mesa con todas sus propiedades de color, peso, forma. Y aun así, esta noción de panteísmo es, aplicada al poeta, puramente aproximativa.
El cántico de las criaturas domésticas ha ido transformándose paulatinamente en una celebración cósmica. El poeta sorprende al mundo en acción, es decir, revelando (y escamoteando a la vez) los mecanismos de su movimiento. Celebración en la que Dios y el mundo pueden ser la misma cosa, en la que Dios parece no poseer un ser fundamentalmente distinto del mundo. Ahora bien, como el panteísmo ofrece al menos dos variantes distintas, conviene precisar un poco la aproximada filiación panteísta del poeta. Por un lado, existe el panteísmo “acosmita”, que concibe a Dios como la única realidad verdadera, a la cual se somete el mundo (que sólo sería manifestación, desarrollo, emanación o proceso, de Dios). Por otro lado, existe un panteísmo “ateo”, que concibe al Universo como la única realidad verdadera, a la cual se somete Dios (que sólo sería el factor que le da unidad, el principio -generalmente “orgánico o racional”- de la Naturaleza, el fin de la Naturaleza, la autoconciencia del Mundo, etc.) En ambos casos, el panteísmo excluye la posibilidad de una visión trascendente del mundo y niega la existencia de un Dios personal. Mi lectura de la poesía de madurez de Carrera Andrade me lleva a sospechar que el suyo era más bien un panteísmo ateo. Sus tardías lecturas de Hölderlin y Novalis lo condujeron a afirmar sus creencias panteístas. Esto no quiere decir, sin embargo, que su poesía haya bruscamente cambiado de carácter hasta volverse romántica, con su Weltschmerz (dolor del mundo), con sus sombras y el deseo de absorción en el universo. Su poesía seguirá siendo hasta el final optimista y de una claridad mediterránea, aunque ocasionalmente visite la sombra y nos deje poemas admirables. Cualquier lectura atenta de sus poemas nos conducirá a la concepción del mundo como inmanente. Sin embargo, Carrera Andrade poseía un gran pudor intelectual y moral como para negar a Dios: lo que hizo, en cambio, fue afirmar la certeza del mundo material -con todo y su misterio (léase “Mundo con llave”, otro de sus grandes poemas)- y constatar la condición finita y temporal del hombre en medio de un mundo pletórico de objetos que también nacen, viven, perecen, pero rebrotan, conformando un “ciclo infinito de animales / y semillas, de insectos y de plantas / que comanda la luz, la luz suprema”. El poeta no niega a Dios: lo excluye de su discurso. Cada cosa tiene su Dios y hacia él se dirigen las criaturas: la raíz, las hojas, los pájaros, el lento mineral, el pez. En esta teleología,
 
         El hombre sólo tiene la palabra
         para buscar la luz
         o viajar al país sin ecos de la nada.
 
No está demás precisar que su fe no es tanto religiosa ni filosófica, cuanto una fe poética, más profunda, quizá, que la fe racional. Afirmar su panteísmo es sólo una manera de aproximarse a una cosmovisión personal, que no se agota en esta adjetivación. “Eternidad”, escribe, “te busco en cada cosa”, verso que, en sí mismo, puede dar lugar tanto a una concepción inmanente del universo como a su contraria, una trascendente. Pero, si leemos con atención todo ese poema (“Hombre planetario”, V), nos inclinaremos por la concepción inmanente, es decir, panteísta, del mundo.
De este modo, pues, el niño se ha convertido en adulto y su fe se ha vuelto también más adulta. Entonces escribe los puntos señeros de su obra lírica: sus homenajes a la luz suprema –su gran certeza- que comanda las batallas entre los seres vivos. Estas batallas no se libran entre los hombres, sino entre los elementos naturales, más activos que nunca, esos pequeños seres que al fecundarse, al polinizarse, mueren y resucitan en un ciclo infinito que afirma la eternidad de la materia. Y las metáforas con que el poeta expresa este pensamiento se han vuelto cada vez más justas y precisas, cada vez más necesarias para mostrar un mundo en transformación constante, a pesar de que la metáfora tiende -por su naturaleza sintética, por ser una preciosa acuñación del lenguaje- a inmovilizarlo todo. El mundo poético de Carrera Andrade no es del todo inmune a esta paradoja que se desarrolla en su interior: el contraste entre un mundo objetual, temporal y dinámico que esa poesía se propone mostrar, y el medio que utiliza para mostrarlo: la metáfora, esa apretada síntesis, esa fusión de contrarios, que tiende a detener el movimiento verbal. En este poetizar contra sus propias contradicciones internas reside, en buena parte, el arte singular del gran poeta ecuatoriano.   
Es ya un tópico, un lugar común afirmar que la de Carrera Andrade es poesía del viaje. Lo es, pero no sólo como registro externo del mundo, sino como viaje interior: una poesía que ha ido actuando desde dentro sobre sí misma para responder a una cambiante cosmovisión. A medida que el poeta se desplaza por el mundo, también su sensiblidad y su pensamiento se expanden hacia adentro, desde el catolicismo elemental, icónico, provinciano, hacia ese panteísmo que se deleita en preguntarse, mediante frescas metáforas, acerca de los mecanismos de la naturaleza:
 
         ¿Dónde se encuentra, rosa,
tu máquina secreta
que te forma y enciende, brasa viva
del carbón de la sombra
y te impulsa a lo alto
a expresar en carmín y terciopelo
tu gozo de vivir sobre la tierra?
 
Los versos católicos y provincianos de “Primavera & compañía” quedaron atrás para ceder su lugar a los versos cósmicos y panteístas de “Las armas de la luz”, o de Hombre planetario:
 
         Seres elementales, plantas, piedras,
         animalillos libres y perfectos:
         fragmentos nada más del puro cántico
         total del universo.
 
Si examinamos la suerte de los mayores poetas ecuatorianos del siglo XX, advertiremos una constante: todos fueron poetas viajeros (Escudero o Carrera Andrade, diplomáticos; Adoum, exiliado en Chile y en China, empleado de la UNESCO en París; autoexiliados como Gangotena, César Dávila Andrade o Francisco Tobar García) y, sin el contacto con otras culturas y otros ámbitos, su obra, sin duda, habría sido, no sólo distinta, sino más limitada. En ningún otro poeta este contacto fue tan benéfico como en Carrera Andrade quien, como nadie en Ecuador a tal nivel, supo dar el salto de un catolicismo de provincia a un panteísmo cósmico. Quizá encontremos en la literatura ecuatoriana a un poeta más complejo, inspirado y desbordante, que es César Dávila Andrade, pero ninguno tan disciplinado y seguro en sus recursos y en sus propósitos, ninguno tan fiel al mundo postulado y creado, verso a verso, a lo largo de cincuenta años, como Jorge Carrera Andrade. Viaje, ciencia y panteísmo son, pues, tres cuerdas que en la obra de este gran poeta van indisolublemente anudadas.
 
México, junio de 2002