DEL TATUAJE EN LA LITERATURA


                                                                                                                                                                Para David Huerta,
                                                        tatuado por Incurable.   
 
 
De las formas de escritura, ninguna tan inquietante como el tatuaje, porque al ser su materia y recipiente la piel humana, se vuelve indispensable y única; desplaza a toda otra superficie, y se trata de una escritura indeleble. El tatuaje no es solamente un icono: tiene función de escritura, una escritura que pretende inscribir algo no nombrado en el cuerpo. Si a eso agregamos el hecho de tratar aquí el tema de los tatuajes en la literatura, obtendremos con este texto una especie de escritura al cuadrado.
El verbo tatuar viene del inglés to tattoo, voz tomada de la palabra tatau, originaria de Tahití, en la Polinesia francesa. Este vocablo, nos ilustra Corominas, en la forma tattow, aparece por primera vez en los Viajes del Capitán Cook (1769), y como tataou en el Viaje alrededor del mundo del francés Bouganville, del mismo año. Significa, según el diccionario de la Academia, "grabar dibujos en la piel humana, introduciendo materias colorantes bajo la epidermis, por las punzadas o picaduras previamente dispuestas".
Esa costumbre remota usada también por los modernos es censurada por Goethe en su Máxima 104: "Eso de pintarse o tatuarse el cuerpo es un retroceso a la animalidad". No es difícil refutar por la lógica y la experiencia este espanto burgués del escritor alemán: los animales ni se han pintado ni tatuado nunca, por una parte, y por otra, el estadio animal del hombre no es susceptible de retroceso: lo acompaña en su vida cotidiana, en el comer, el defecar, agredir y vivir el sexo. Sorprende que un hombre de la curiosidad intelectual de Goethe, en vez de escandalizarse, no se haya preguntado qué lleva a los hombres a marcar su cuerpo con tatuajes. Yo no lo haré tampoco, al menos rigurosamente, pero sí pasaré revista a algunos de los más famosos tatuajes que nos ofrece la literatura, e intentaré algunas reflexiones a propósito de ellos.
Uno de los ejemplos más inquietantes y maravillosos consta en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, en sus capítulos XXVII y XXIX.
Es la historia de dos náufragos españoles, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, capturados por los mayas de la península de Yucatán poco antes de la llegada de Cortés. A pesar de su condición de náufragos, los dos destinos difieren. Al llegar Cortés, Aguilar se escapa de la tribu que había pretendido adoptarlo y se une a las fuerzas de su capitán. Gonzalo Guerrero, en cambio, pese a las súplicas de los emisarios, se niega, pocos años después, a reintegrarse a su ejército. Ya no saldría nunca de la tribu que lo había adoptado porque era irreductiblemente otro: se había casado y había engendrado hijos, acaso los primeros mestizos de América española. Pero, sobre todo, llevaba escrita en la piel su nueva condición. He aquí sus palabras: "Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir desta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra".
Considero que cualquier intento por desarrollar o ampliar este texto en su lacónica maravilla no hará sino perjudicarlo. Pero reflexionemos: ¿qué es lo no nombrado en el cuerpo de Gonzalo Guerrero y que esa escritura pretende inscribir? No se trata de una escritura provisional, sino de la escritura, de la marca según la cual él ha sido inscrito en otra cultura, distinta de la suya. No basta, para apropiarse del otro, la escritura metafórica, es decir, el cambio de peinado, de vestimenta, de modales, ritos de cortesía y hasta de lengua: hace falta una escritura real en el cuerpo: el tatuaje. Y es lo que los mayas de Yucatán hacen con el soldado español.
El tatuaje significa, como ilustra la historia precedente, cambio de cultura en quien lo usa. Puede significar también profunda diferencia cultural de origen. Tal es el caso del hombre tatuado por excelencia: el salvaje Queequeg, el arponero, ese "George Washington con desarrollo de caníbal", de ese libro que es en sí mismo una imagen tatuada del mundo: Moby Dick de Melville. Procedente aristocrático de una isla imaginaria, esta encarnación de la "otredad" salvaje, se aparece en la penumbra a los ojos no tan inocentes del luterano Ismael, el narrador, "como sobreviviente de mil batallas de la guerra de Treinta Años", tan tasajeada se ve su piel. Pero no son heridas sino marcas de una escritura indeleble. La descripción de Melville es muy viva: "El cubrecama", escribe, "era uno de esos formados por retazos, lleno de cuadrados y triángulos abigarrados y multicolores. Y ese brazo tatuado con un interminable laberinto cretense en el cual no había dos partes que tuvieran el mismo matiz (cosa que, imagino, se debía al hecho de haber expuesto el brazo al sol y a la sombra sin método alguno, con la manga de la camisa recogida a diferente altura en cada ocasión), ese brazo, decía, parecía una tira de ese mismo cubrecama hecho de retazos". La suerte hará que el buen salvaje y su contrario terminen compartiendo la cama esa primera noche de Nantucket y que estrechen una amistad que sólo la catástrofe final podrá romper. En el caso de Queequeg coinciden la escritura real y la metafórica: el tatuaje es la escritura, la marca de que él ha sido inscrito desde su nacimiento en una cultura determinada.
El tatuaje de Queequeg lo distingue del hombre civilizado, lo hace "otro" por nacimiento. Usado por un occidental dentro de su cultura puede significar marca de la infamia. La literatura francesa nos ofrece dos ejemplos célebres: la flor de lis en el hombro de Milady, esa mujer fatal, esposa de Athos en Los tres mosqueteros, la adúltera y traidora a Francia descubierta por D'Artagnan en la intimidad y más tarde decapitada por la solidaridad masculina de los mosqueteros. Milady ha sido doblemente desleal: a su esposo y al Estado francés. Al final, un rayo iluminará en la oscuridad nocturna el hacha levantada por el verdugo sobre el cuello de la desdichada.
El otro consta en El padre Goriot de Balzac. Uno de los huéspedes de la burguesa "Maison Vauquer" -escenario central de la novela- es el ex-presidiario Jacques Collin, conocido como "Burla a la muerte", agente y banquero de los presidiarios, pobres y ricos, cuyos dineros coloca, conserva y administra hasta que logren evadirse. Es el delincuente capitalista. Las dos letras blancas sobre fondo rojo en la piel son descubiertas de un golpe por la señorita Michonneau, descubrimiento por el cual ella se gana tres mil francos. Descubrir un tatuaje en el otro es revelar una identidad social infamada por un pasado inconfesable.
La estrecha vinculación entre el tatuaje y la cárcel -y el sexo como evasión- palpita en la literatura mexicana con El apando de José Revueltas. El Albino, escribe Revueltas, "tenía tatuada en el bajo vientre una figura hindú -que en un burdel de cierto puerto indostano, conforme a su relato, le dibujara el eunuco de la casa, perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable, mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio más allá de todos los recuerdos- que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven en los momentos de hacer el amor y sus cuerpos aparecían rodeados, entrelazados, por un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos -el árbol brahamánico del Bien y del Mal- dispuestos de tal modo y con tal sabiduría quinética, que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmo de los músculos, la rítmica oscilación, en espaciado ascenso, de la epidermis, y un sutil, inaprehensible vaivén de las caderas, para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez". Las contorsiones del tatuaje configuraban la danza del vientre, objeto de excitación sexual para sus espectadores, los reclusos de Lecumberri, y medio de seducción de mujeres, en especial de Meche, mujer del Albino. Tal era su prestigio. Pues la incisión, como anota Lacan, tiene precisamente la función de ser para el Otro, de situar en él al sujeto, señalando su puesto en el campo de las relaciones del grupo, entre cada uno y todos los demás. Y, a la vez, tiene de manera evidente una función erótica, percibida por todos los que han abordado su realidad.
Kafka inventó metáforas de intolerable crueldad y nadie como él ha hecho una crítica radical del poder, es más, inventó el antipoder en narraciones como La metamorfosis.  “En la colonia penitenciaria” es una pesadilla, una cruel metáfora acerca del peso del poder sobre el individuo. En la abstracta y genérica penitenciaría del título se ha inventado una máquina de tortura que escribe en la espalda del condenado la disposición que él mismo ha violado y, después de destrozar la carne de la espalda, lo lleva a la muerte en medio de vómitos, dolores sin término y efusiones de sangre. La escritura en el dorso es infamante: el condenado no tiene tiempo ni energía de exhibirla en sociedad porque se la lleva a la tumba, manchado y marcado hasta la muerte por la falta escrita en su piel. Como la ejecución se hace en público, éste llega a enterarse del delito cometido por la víctima. Cuando el investigador pregunta si el condenado –al que no se le ha dado ninguna oportunidad de defenderse- conoce la sentencia, el oficial –que además es juez y verdugo- responde que no, pero que ya la sabrá en carne propia, es decir, en su carne tatuada y lacerada por el poder.
En mi enumeración he querido mostrar sólo algunos ejemplos significativos con sus distintos valores. La novela de aventuras, particularmente la inglesa, nos ofrece muchos ejemplos de personajes tatuados que arrojan un sentido, más que novedoso, reciente, al tatuaje: afirmar, en una época anterior a la fotografía, y que la prefigura, el "yo estuve allí", esto es, en las lejanas tierras donde es costumbre, como Queequeg, marcarse la piel. Pero este tipo de tatuaje, rebajado a mera visión del turista, no entraña  mayor riesgo ni compromiso.
En Las mil y una noches Sheherazada distrae las noches del rey Schahriar contándole cuentos para que no mate a su hermana. Los cuentos de Boccacio surgen durante una peste. Los de Chaucer, durante una peregrinación a Canterbury. Fiel a esta tradición, Ray Bradbury inventa en el prólogo de El hombre ilustrado un personaje de cuya piel emergen los cuentos del libro. Tal hombre hace honor al título: trae escritas en la piel diez y ocho historias maravillosas en colores sulfurosos como los del Greco, prados amarillos y ríos azules, montañas, estrellas, soles y planetas, voces y gestos, los de las historias que conforman el libro. Bradbury subraya en el prólogo la distinción entre el tatuaje y la ilustración, y el hombre de Wisconsin que muestra su cuerpo al narrador-personaje es efectivamente un hombre ilustrado, un museo ambulante. Con el hombre de Wisconsin el escritor norteamericano ha llevado el tatuaje literario a un plano en que la escritura metafórica y la real se confunden en una sola unidad. Ese hombre es, en suma, un texto, o mejor, una serie de textos: no se llama siquiera Gonzalo Guerrero, ni Queequeg, ni el Albino, ni Milady, ni Collin (o Vautrin), sino El hombre Ilustrado, esto es, el Hombre Tatuado, el Hombre Texto. ¿No es acaso esta la meta suprema de la literatura: inventarse un hombre que sea el personaje a la vez que el texto, un texto de textos? ¿No fue ésa acaso la aventura espiritual de Cervantes al inventar a ese Alonso Quijano que habló con la voz de Amadís, de Tirant lo Blanc, de Orlando Furioso, de Palmerín de Inglaterra, de los Caballeros de la Mesa Redonda, que habló, sí, con la voz de ellos pero para superarlos, para trascenderlos?

 

JORGE CARRERA ANDRADE : DEL CATOLICISMO AL PANTEÍSMO



Unas cuantas palabras sobre la historia de un libro. Debo a Octavio Paz, quien mucho gustó de la poesía de Carrera Andrade, el primer estímulo para la elaboración de la Antología poética publicada en 2000 por el Fondo de Cultura Económica de México. Me pidió hace algunos años un artículo sobre el poeta ecuatoriano para la revista “Vuelta”. Leí con rigor y atención la Obra poética completa que entonces acababa de aparecer en 1976, en Quito. Durante la lectura fui haciendo una preselección, sin otro propósito que el de destacar mis preferencias. Redacté el artículo que pronto fue publicado por Paz. Semanas más tarde, tuvo que pedirme otra nota, esta vez necrológica, sobre el poeta ecuatoriano, que había fallecido. “Fue”, me dijo textualmente, “uno de los grandes poetas hispanoamericanos: pocos como él en nuestra lengua supieron ver”. Más tarde, Adolfo Castañón, entonces director de publicaciones del Fondo de Cultura Económica, comprometió mi antología para la colección Tierra Firme. No hice sino revisar puntualmente la que ya había preparado para mí, y el resto del trabajo vino solo.
A pesar de que uno de los grandes placeres de la lectura cronológica de la obra poética de Carrera Andrade, independientemente del valor intrínseco de cada poema, radica en el descubrimiento de la unidad y consistencia de su obra total, advertí que nada se perdía suprimiendo de la edición algunos poemas que en mi opinión desmerecían frente al conjunto. Pensaba, por ejemplo, en “Primavera & Compañía”, cuyos primeros versos empiezan así:
 
         El almendro se compra un vestido
         para hacer la primera comunión…
 
Ya Borges los había reprobado en una irónica nota en “Sur” (No. 102, marzo de 1943). Estos y otros versos me parecieron indignos del gran poeta. Trasuntaban mal gusto y esa suerte de beatería católica que acaso perjudicó a su poesía inicial. Un pudor estético me ordenaba suprimirlos de una selección exigente a la vez que representativa.
El artículo para “Vuelta” se convirtió en la columna vertebral de mi prólogo. Sin embargo, algunas ideas se me quedaron fuera y ahora me gustaría correr el riesgo de al menos enunciarlas.
Por ejemplo, una reflexión más profunda acerca del uso de la metáfora, figura que he encontrado vinculada, en algunos de los mejores poemas de madurez de Carrera Andrade, a las ciencias naturales y, sin contradicción, a una suerte de personal panteísmo.
Escribe Whitehead que la poesía, expulsada del mundo de los hechos por la ciencia, recurrió a la ambigüedad como modo de expresión. Carrera Andrade no se acogió a la ambigüedad sino a la metáfora que, como sabemos, es el encuentro gozoso de dos cadenas significantes diferentes. La ambigüedad es una incertidumbre semántica que hace posible más de una interpretación simultánea sin que predomine ninguna, de modo que corre a cuenta del lector el privilegiar una de ellas. La metáfora, en cambio, es la interacción semántica de las expresiones que se combinan, apuntando hacia una síntesis, hacia una imagen determinada y precisa. El poeta quiteño no buscaba oscuridades ni ambigüedades como los románticos (o como Dávila Andrade, otro ecuatoriano) sino certezas: quería hacer de la poesía un correlato de la ciencia: era un hombre del siglo XX, era un hombre moderno. Sólo que esa modernidad tuvo su límite en la percepción estética clásica y ordenada del mundo. Jamás encontraremos en Carrera Andrade la dislocación sintáctica o espacio-temporal de vanguardistas como Vallejo o Huidobro. Como Paul Cézanne en sus cuadros, buscó en sus poemas “la armonía paralela a la naturaleza”. De ahí que Pedro Salinas afirmó con razón que la metáfora en Carrera Andrade no era mero ornamento para decir de un modo elegante las cosas, sino un medio de percepción del mundo, un medio de conocimiento. Había estudiado las ciencias naturales para respaldar sus intuiciones poéticas. El mundo ordenado de las cosmologías de los siglos XVIII y XIX dio origen a una cosmología mecánica, a la imagen del mundo como máquina o reloj celestial; hizo poner en marcha en muchos artistas o intelectuales (desde Alexander Pope hasta Neruda o Carrera Andrade) la idea de la “gran cadena del ser”. De ahí que la de Carrera Andrade, en tanto que poesía de las cosas, sea también poesía de la solidaridad entre las cosas. Pero no tanto, aclaro, de las cosas inanimadas, como de las cosas vivientes que interactúan en el ciclo generativo de la vida: el árbol, la flor, la semilla, la abeja, el pájaro, la nube. Todo tiene que ver con todo: un elemento afecta al conjunto del universo de la misma manera en que es afectado por él. Y este fenómeno de interdependencia que existe en la naturaleza se refleja en sus textos en tanto que entidades poéticas. Metros y rimas son en Carrera Andrade correspondencias, ecos, de la armonía universal –Octavio Paz dixit. Quería ante todo ver, ver las maquinarias de la luz, es decir, de la materia, que serían el eje de su poesía. Hay algo muy moderno a la vez que primitivo en ella: el asombro presocrático ante el funcionamiento de la naturaleza. Y entonces nos legó prodigios de síntesis como éste, de “Inventario de mis únicos bienes”:
 
         La nube en que palpita el vegetal futuro
 
verso que representa todo un ciclo natural. Los secretos mecanismos de la naturaleza regidos por la luz constituyeron el tema rector de algunos de sus mejores poemas de madurez. No la política, no la historia (que aparece tratada retórica y decorativamente en su poesía, por ejemplo, en “Crónica de las Indias”), pocas veces la mujer, casi nunca el amor sexual, no la sociedad, no las inquietudes religiosas, sólo ocasionalmente la desgarrada conciencia individual del hombre del siglo XX; sí, en cambio, el vínculo de las cosas entre sí y del hombre con ellas. Encuentro, por ejemplo, algo maniqueístas algunos poemas de “Hombre planetario” que abordan el tema de la confrontación entre el mundo de antemano poético de las nubes, de la luna, de los pájaros, y el mundo de antemano antipoético de la máquina y el mercantilismo. Si la ciencia busca el conocimiento de la naturaleza, buena parte de la poesía de madurez de Carrera Andrade persigue describir, no sólo las cosas sino las cosas en su interrelación y funcionamiento y, a través de ellas, ofrecer paraísos poéticos, edenes de los que el hombre aún no parece haber sido expulsado: “Las cosas. O sea la vida”, escribió. Las armas de la luz, acaso su mejor poema, es un órgano tubular donde sopla y resuena la música del mundo.
Todo es fresco en su poesía, hasta las imágenes de la guerra, a las que idealizó con las metáforas. Marinetti o D’Annunzio tomaron partido por la guerra y el fascismo, y su poesía fue tan pobre ética como estéticamente. La mayoría de los grandes poetas del siglo XX, como los surrealistas franceses, Eliot o Celan dieron, a propósito de la guerra, el testimonio de un desgarramiento, o bien optaron, como Valéry o Rilke, por una torre de marfil que equivalía a negarse a hacerle el juego al belicismo reinante.
Por su sentido de la naturaleza ya descrito, Carrera Andrade es el más ecológico (si se me permite usar el término) de los poetas hispanoamericanos. Y esta, considero, es la diferencia sustancial con el mexicano Carlos Pellicer, con quien lo he asociado repetidas veces por su sensibilidad visual y alegría de vivir. Cierto, Pellicer era más vital, más abundante, más rico en tesituras, más audaz, pero Carrera Andrade fue menos ornamental, más riguroso y profundo, al menos en su etapa de madurez.
La poesía de Carrera Andrade, producto de un ámbito católico, evolucionó desde el amor franciscano por las cosas sencillas (“Conejo, hermano tímido”, escribió en un poema) y desde cierta estrechez de miras hacia un personal panteísmo que no ignoraba el ámbito científico y tecnológico que en apariencia lo contradecía (ya que si el panteísmo deifica el universo, la ciencia y la tecnología lo exploran y explotan). Su poesía inicial abundaba en una iconografía católica y provinciana -primera comunión, frailes, monjas, campanas, iglesias y conventos- que podríamos considerar más bien un homenaje del poeta a su entorno infantil. Se trataba, sobre todo, de un mundo inactivo, casi inerte, percibido en una contemplación provinciana. Pero, en virtud de los desplazamientos del poeta por la Tierra, esa visión fue progresivamente ampliándose hasta una panteísta y universal, como si el catolicismo hubiese sido una limitación. O, quizá también, como si a su catolicismo le hubieran crecido los brazos hasta el punto de abrazar con espíritu panteísta el planeta entero.
Pero hay que evitar los facilismos. No se trata aquí del panteísmo de los antiguos y del Oriente, según el cual, como señala Hegel (Estética, vol. I), el término todo no significa este o aquel ente particular, sino más bien el todo, es decir, la substancia una, que está presente en lo particular, abstraída de lo singular y de su realidad empírica. Se trata, más bien, en Carrera Andrade, de un panteísmo moderno de acuerdo al cual todo significa todas y cada una de las cosas en su singularidad concreta, por ejemplo esta manzana o esta ventana o esta mesa con todas sus propiedades de color, peso, forma. Y aun así, esta noción de panteísmo es, aplicada al poeta, puramente aproximativa.
El cántico de las criaturas domésticas ha ido transformándose paulatinamente en una celebración cósmica. El poeta sorprende al mundo en acción, es decir, revelando (y escamoteando a la vez) los mecanismos de su movimiento. Celebración en la que Dios y el mundo pueden ser la misma cosa, en la que Dios parece no poseer un ser fundamentalmente distinto del mundo. Ahora bien, como el panteísmo ofrece al menos dos variantes distintas, conviene precisar un poco la aproximada filiación panteísta del poeta. Por un lado, existe el panteísmo “acosmita”, que concibe a Dios como la única realidad verdadera, a la cual se somete el mundo (que sólo sería manifestación, desarrollo, emanación o proceso, de Dios). Por otro lado, existe un panteísmo “ateo”, que concibe al Universo como la única realidad verdadera, a la cual se somete Dios (que sólo sería el factor que le da unidad, el principio -generalmente “orgánico o racional”- de la Naturaleza, el fin de la Naturaleza, la autoconciencia del Mundo, etc.) En ambos casos, el panteísmo excluye la posibilidad de una visión trascendente del mundo y niega la existencia de un Dios personal. Mi lectura de la poesía de madurez de Carrera Andrade me lleva a sospechar que el suyo era más bien un panteísmo ateo. Sus tardías lecturas de Hölderlin y Novalis lo condujeron a afirmar sus creencias panteístas. Esto no quiere decir, sin embargo, que su poesía haya bruscamente cambiado de carácter hasta volverse romántica, con su Weltschmerz (dolor del mundo), con sus sombras y el deseo de absorción en el universo. Su poesía seguirá siendo hasta el final optimista y de una claridad mediterránea, aunque ocasionalmente visite la sombra y nos deje poemas admirables. Cualquier lectura atenta de sus poemas nos conducirá a la concepción del mundo como inmanente. Sin embargo, Carrera Andrade poseía un gran pudor intelectual y moral como para negar a Dios: lo que hizo, en cambio, fue afirmar la certeza del mundo material -con todo y su misterio (léase “Mundo con llave”, otro de sus grandes poemas)- y constatar la condición finita y temporal del hombre en medio de un mundo pletórico de objetos que también nacen, viven, perecen, pero rebrotan, conformando un “ciclo infinito de animales / y semillas, de insectos y de plantas / que comanda la luz, la luz suprema”. El poeta no niega a Dios: lo excluye de su discurso. Cada cosa tiene su Dios y hacia él se dirigen las criaturas: la raíz, las hojas, los pájaros, el lento mineral, el pez. En esta teleología,
 
         El hombre sólo tiene la palabra
         para buscar la luz
         o viajar al país sin ecos de la nada.
 
No está demás precisar que su fe no es tanto religiosa ni filosófica, cuanto una fe poética, más profunda, quizá, que la fe racional. Afirmar su panteísmo es sólo una manera de aproximarse a una cosmovisión personal, que no se agota en esta adjetivación. “Eternidad”, escribe, “te busco en cada cosa”, verso que, en sí mismo, puede dar lugar tanto a una concepción inmanente del universo como a su contraria, una trascendente. Pero, si leemos con atención todo ese poema (“Hombre planetario”, V), nos inclinaremos por la concepción inmanente, es decir, panteísta, del mundo.
De este modo, pues, el niño se ha convertido en adulto y su fe se ha vuelto también más adulta. Entonces escribe los puntos señeros de su obra lírica: sus homenajes a la luz suprema –su gran certeza- que comanda las batallas entre los seres vivos. Estas batallas no se libran entre los hombres, sino entre los elementos naturales, más activos que nunca, esos pequeños seres que al fecundarse, al polinizarse, mueren y resucitan en un ciclo infinito que afirma la eternidad de la materia. Y las metáforas con que el poeta expresa este pensamiento se han vuelto cada vez más justas y precisas, cada vez más necesarias para mostrar un mundo en transformación constante, a pesar de que la metáfora tiende -por su naturaleza sintética, por ser una preciosa acuñación del lenguaje- a inmovilizarlo todo. El mundo poético de Carrera Andrade no es del todo inmune a esta paradoja que se desarrolla en su interior: el contraste entre un mundo objetual, temporal y dinámico que esa poesía se propone mostrar, y el medio que utiliza para mostrarlo: la metáfora, esa apretada síntesis, esa fusión de contrarios, que tiende a detener el movimiento verbal. En este poetizar contra sus propias contradicciones internas reside, en buena parte, el arte singular del gran poeta ecuatoriano.   
Es ya un tópico, un lugar común afirmar que la de Carrera Andrade es poesía del viaje. Lo es, pero no sólo como registro externo del mundo, sino como viaje interior: una poesía que ha ido actuando desde dentro sobre sí misma para responder a una cambiante cosmovisión. A medida que el poeta se desplaza por el mundo, también su sensiblidad y su pensamiento se expanden hacia adentro, desde el catolicismo elemental, icónico, provinciano, hacia ese panteísmo que se deleita en preguntarse, mediante frescas metáforas, acerca de los mecanismos de la naturaleza:
 
         ¿Dónde se encuentra, rosa,
tu máquina secreta
que te forma y enciende, brasa viva
del carbón de la sombra
y te impulsa a lo alto
a expresar en carmín y terciopelo
tu gozo de vivir sobre la tierra?
 
Los versos católicos y provincianos de “Primavera & compañía” quedaron atrás para ceder su lugar a los versos cósmicos y panteístas de “Las armas de la luz”, o de Hombre planetario:
 
         Seres elementales, plantas, piedras,
         animalillos libres y perfectos:
         fragmentos nada más del puro cántico
         total del universo.
 
Si examinamos la suerte de los mayores poetas ecuatorianos del siglo XX, advertiremos una constante: todos fueron poetas viajeros (Escudero o Carrera Andrade, diplomáticos; Adoum, exiliado en Chile y en China, empleado de la UNESCO en París; autoexiliados como Gangotena, César Dávila Andrade o Francisco Tobar García) y, sin el contacto con otras culturas y otros ámbitos, su obra, sin duda, habría sido, no sólo distinta, sino más limitada. En ningún otro poeta este contacto fue tan benéfico como en Carrera Andrade quien, como nadie en Ecuador a tal nivel, supo dar el salto de un catolicismo de provincia a un panteísmo cósmico. Quizá encontremos en la literatura ecuatoriana a un poeta más complejo, inspirado y desbordante, que es César Dávila Andrade, pero ninguno tan disciplinado y seguro en sus recursos y en sus propósitos, ninguno tan fiel al mundo postulado y creado, verso a verso, a lo largo de cincuenta años, como Jorge Carrera Andrade. Viaje, ciencia y panteísmo son, pues, tres cuerdas que en la obra de este gran poeta van indisolublemente anudadas.
 
México, junio de 2002                                                

 

CARTA A CERVANTES


 


 


VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE


 


 


 

México, 10 de diciembre de 2004

 
Querido amigo Cervantes:
Vengo de leer un libro sobre usted escrito en 1912 y publicado en 1913 por un investigador inglés llamado James Fitzmaurice-Kelly. Ignoro si es el quinto o el décimo intento del futuro por seguir, en vano, paso a paso, los de su escabrosa existencia terrestre. Ignoro también qué opinión le merecían a usted los impíos ingleses, aunque debo afirmar que usted, que tuvo la oportunidad de odiarlos aunque sea de lejos, como todo su pueblo, supo dar, por el contrario, en una época de cucuruchos infamantes y de fuego inquisitorial, una lección de tolerancia escribiendo esa deliciosa novela ejemplar que es “La española inglesa”. Dicen por ahí que usted los ignoraba, usted, que admiraba a Ariosto y estuvo francamente enamorado de las letras italianas. Usted amaba también las leyendas artúricas, de las cuales, siendo normandas, se han prácticamente apropiado los corsarios de Inglaterra. (Antes de seguir, me disculpo por haberlas llamado “leyendas”, pues usted sabía mejor que yo que la historia de los caballeros de la Mesa Redonda no era vana invención sino historia verdadera y modelo ejemplar). Ignoro, una vez más, si llegó usted a enterarse de que el inglés fue el primer idioma extranjero al cual se tradujo su Quijote. Así son de inescrutables los designios de la Providencia. Lo hizo en vida de usted un tal Thomas Shelton, en 1612, y es sabido que el poeta y dramaturgo William Shakespeare quiso llevar al teatro su novela del Curioso impertinente. No alcanzó a hacerlo porque, si bien retirado ya de la escena, movido seguramente por el juego de almas que su novela proponía, vivió con esa intención hasta que la muerte lo alcanzó en la misma fecha que a usted, aunque no en el mismo día, porque los ingleses, tan torpes en asuntos de fe, no habían adoptado aún el calendario gregoriano. Todo esto pasaba mientras usted se debatía por conseguir la protección de algún noble que por fin le ofreciera la holgura económica que nunca tuvo.
Usted, que nos acostumbró a referir unas historias a otras (intertextualidad llaman a este arte fríamente ahora), que nos enseñó a leer en unas vidas la suerte de otras vidas, a entender que la conducta humana es con demasiada frecuencia imitación de una vida imaginaria, si no mero reflejo de aquel platónico arquetipo, usted, digo, ha encontrado en James Fitzmaurice-Kelly a un sabio historiador en quien se cruzan, como buen inglés, el positivismo sabueso de un detective y la afición, forzada, en este caso, por las historias de fantasmas. (Le aclaro que en nuestros también aciagos tiempos llamamos detective al sabio inquisidor que rastrea las huellas que uno deja en las cosas para saber a dónde lo llevan o para averiguar quién fue el autor de un delito; el positivismo es, más que una doctrina filosófica sobre la verdad por el camino de la observación, una manera de ser: usted, Cervantes, lo entendería muy bien: un positivista arrancaría toda la cólera de don Quijote y hasta la de Sancho, y exasperaría toda, toda su paciencia, queridísimo amigo). Con todo esto quiero decir que el profesor inglés no escribió sino lo que de usted estrictamente se sabía en 1912 y podía demostrarse con documentos. No hay emoción en el libro –Reseña documentada de su vida, la subtitulan-. La emoción está en nosotros, Cervantes, no sólo porque deducimos de ese libro lo infortunada que fue su vida, y cómo fue a parar el héroe de Lepanto y el preso de Argel solidario con sus compañeros de infortunio, en el hombre oscuro agobiado por la pobreza de los últimos años, en el duro veterano dado a soñar para hacer vivible una vida invivible. No sólo por esto, digo, sino porque su verdadera biografía, que es su obra completa, y en particular su Quijote, nos remite a alguna desdicha de su existencia y viceversa. Quizá no necesito decirlo, pero usted sabía muy bien que su condición de humanidad subalterna sería compensada con creces por su entrañable creación literaria. Y digo también que su verdadera biografía es su propia obra porque el libro del inglés deja dos impresiones sobre el lector: primera, la calidad fantasmal del biografiado: usted aparece y desaparece en las páginas y en la mente del lector según lo dicte la palabra del documento que le da presencia física y moral. Por eso abundan expresiones como éstas: “Luego sabemos de él que está en Italia”, “Se desvanece enseguida hasta el 15 de octubre, día en que lo vemos, y eso por un momento”, “En 1592 apareció en Burgos”, “No vuelven a hacerse visibles sus huellas hasta el 2 de mayo de 1600”, “Se hace visible de nuevo por estos días en Madrid”, et sic de caeteris. Usted, querido Cervantes, podía darse el lujo de escamotear a la Historia el curso de sus pasos porque ya sabía misteriosamente que otro hombre estaba viviendo y creciendo en usted, ese hidalgo que, en tres jornadas, emprendió desde la literatura un viaje en pos de la literatura, ese caballero que, como el Mesías, velaba mientras los demás dormían, y que adoptó el oficio de cargar sobre sus hombros la responsabilidad de todo un mundo que no sé hasta qué punto merecía su sacrificio.
Segundo, más una evidencia que una impresión: a medida que sus años transcurren, Cervantes, más hay qué decir de usted, porque su imagen se ha convertido poco a poco, en virtud de su obra literaria y de la magnitud de sus desdichas domésticas, en una imagen pública. Su infancia y su adolescencia no parecen haber tenido, como en muchos otro artistas, una dimensión historiable. De hecho, usted es un escritor de la madurez del hombre y acaso también de su vejez. De ahí la nostalgia que se respira en sus páginas, colmadas de una indescriptible, inanalizable sabiduría de la vida.
No sé qué opinaría usted de este libro. Quiero confesarle que a menudo me he sorprendido a mí mismo jugando a ser usted que lo lee, fingiendo que yo soy usted que lee y sonríe, como tantas veces lo he sorprendido en su Quijote, con una humana, demasiado humana sonrisa indulgente. Para empezar, imagino que pese a la conciencia que usted tenía del valor de su obra, le sorprendería cuánto llegó usted a importar a la posteridad, sin embargo de que el sabio erudito inglés omite por principio todo juicio crítico acerca de su obra. Le molestaría sin duda que se hayan publicado una vez más los rumores acerca de la vida privada de las cinco mujeres que vivieron con usted en Valladolid cuando la corte se estableció en ella. Cuánto estuvo usted a merced de la pobreza nos lo dice cada página del libro. Abundan en su vida, al igual que en la de un escritor ruso que mucho lo amó y admiró, llamado Dostoyevski, los acreedores y deudas, la ronda de fiadores: “El 3 de noviembre, año de 1590, tuvo necesidad de tela ordinaria para cubrir su desnudez, y la obtuvo de Miguel de Caviedes y Compañía, en Sevilla, no empero, antes de que su amigo Gutiérrez lo fiase por el precio (diez ducados) y no sin que Gutiérrez hubiera firmado la escritura de fianza ante cuatro notarios, formalidades suficientes para garantizar el pago de la deuda nacional”. No sé qué importancia dio usted a las palabras del censor Márquez Torres, que preceden a su segunda parte del Quijote y que en este libro sobre usted son subrayadas: según ellas era conveniente mantenerlo a usted en la pobreza para que enriqueciera a España y a la literatura. Quizá usted acató esta sentencia como un elogio, como el reconocimiento de una virtud, emparentada a la voluntad de sacrificio del soldado y del caballero andante. A mí, queridísimo amigo, me ha dado mucho qué pensar. Esta injusticia –porque me parece una injusticia más- nos convierte entonces a nosotros, los beneficiarios de su obra, en deudores de una deuda  impagable y eterna, y en verdugos por principio de todos los artistas del presente y del porvenir. No se trata de adularlos tampoco: yo, como usted, considero la adulación uno de los mayores vicios humanos; se trata simplemente de evitar toda forma de evitar toda forma de servilismo y de tortura y represión. Usted tuvo que disfrazarse mucho para decir las verdades: por eso quiso tanto a los locos y se expresó a través de ellos. Y yo quiero confesarle una, amigo mío: que yo reconozca la injusticia detrás de las palabras del censor Márquez Torres no significa que haya resuelto mi problema de una vez y para siempre en esto de la relación entre sufrimiento del artista y calidad del producto artístico, relación que daría lugar a toda una sesuda reflexión acerca de lo que pedantemente he dado en llamar “economía política de la escritura”. No la he resuelto porque encuentro algo de razón en las palabras condenatorias del censor. Yo leo y releo y disfruto de su gran libro y sé para mí que sin esa suma de miserias de su vida habría sido quizá más difícil para usted llegar a una transformación que fuera –como llegó a ser en efecto- una más alta forma de existencia. Esté usted tranquilo, amigo mío, que por méritos propios, su “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno” es para la posteridad el seguro fiador de su gloria.
Lo abrazo con la amistad que supo darme,
 
Vladimiro.
 

 

 

EL LEGADO DE CARLOS FUENTES


 

Muerto un escritor, su obra cumplida, empieza a examinarse su legado. Digo que sólo empieza, porque cuando se trata de una obra tan vasta y diversa como la de Carlos Fuentes (1928-2012), esta valoración –que irá modificándose con el tiempo- tardará años en hacerse. Por esta razón, invito al lector a adjudicar a mis palabras el valor meramente provisional que merecen.

Quizá lo más llamativo de la obra de Fuentes eran su don verbal, cosmopolitismo y una ambición que no siempre alcanzaba sus objetivos. Autor prolífico, desmesurado, dejó más de sesenta libros que conforman una obra desigual, con grandes aciertos en sus comienzos y grandes falencias en sus últimos años, cuando se dedicó a publicar uno o dos libros por año con una ansiedad balzaciana que le impedía corregir y pulir adecuadamente sus escritos.

Cuando pregunto a mis amigos mexicanos, escritores y profesores, qué libro salvarían de Carlos Fuentes, hay unanimidad en la respuesta: La muerte de Artemio Cruz, de 1962. Es una novela experimental a la vez que madura, quizá el más maduro de sus libros. La historia se narra desde múltiples puntos de vista: desde el yo, el tú y el él y con una técnica de entrecruzamiento de los tiempos muy bien aprendida de Faulkner. Muchos de sus libros han envejecido prematuramente, incluido su mural de la Ciudad de México y obra más famosa, La región más transparente, de 1958. Sus novelas son ensayos sobre la identidad mexicana a través de los mitos del pasado en su doble vertiente, azteca y española. Esa búsqueda obsesiva de la identidad posee también un trasfondo autobiográfico: hijo de un diplomático, nació por accidente en Panamá y se educó en París, Suiza y Estados Unidos. Estuvo, itinerante, en Montevideo, Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago de Chile y Quito. Pero siempre quiso ser mexicano. Aprendió a leer, dijo una vez, sentado en las piernas de Alfonso Reyes, diplomático como su padre. Estudiante en Washington, siempre viajero y dueño de una sofisticación europea, tuvo que reaprender la mexicanidad. Desarraigado, turista en su propia tierra, a ella volvía para escuchar y recuperar el habla mexicana y medir su tiempo, tomarle el pulso a la sociedad y cultura de su patria. Pero, ante todo, la búsqueda de Fuentes fue la del intelectual latinoamericano que sale de la adolescencia y busca qué ser, cómo ser, en la vida adulta, en el banquete de la cultura occidental, al que ha llegado tarde. Y su voracidad intelectual era ilimitada: como Octavio Paz, bebió de todas las fuentes y nunca dejó de escribir como un advenedizo de la cultura de Occidente. De ahí su permanente vaivén entre nacionalismo y cosmopolitismo.

Como novelista y cuentista, lo que más convence son sus páginas de narración pura: sus cuentos de Cantar de ciegos y de Agua quemada, su novela corta Aura; desde luego La muerte de Artemio Cruz, o esa linda novela tradicional, decimonónica, que es Una familia lejana, casi perfecta en su género. En esta novela, como también en Las buenas conciencias, Fuentes se acepta como un narrador eficaz, escrupuloso y realista sin pretensiones de trascendencia mítica. Y entonces encuentra un tono justo. Se trata de narraciones muy cuidadas y rigurosas, formalmente perfectas. Sus libros monumentales, los más ambiciosos, como Cambio de piel, Cristóbal Nonato y sobre todo Terra Nostra, son, en cambio, profesionalmente barrocos, desmesurados y de una desmesurada banalidad. Carentes de frescura narrativa, exploran, ensayísticamente, la presencia de lo hispano y lo azteca en la cultura mexicana, o la suerte futura del país. Pero hay demasiadas palabras, una locuacidad innecesaria. Terra Nostra es la gran reflexión sobre el destino de la España medieval y renacentista que dio origen a nuestro ser americano. Es demasiado extensa e innecesariamente complicada –no compleja- para leerla sin la ayuda de un largo tiempo libre, como un año sabático. Novela barroca, a menudo insustancial, posee, sin embargo, fragmentos memorables. De entre tanta paja en sus ochocientas páginas, cabe rescatar, por ejemplo, las apasionadas y casi alucinantes que narran el vagabundeo de Juana la Loca con el cadáver de Felipe el Hermoso por los campos de España. En su excelente ensayo Cervantes o la crítica de la lectura, suerte de síntesis de  La realidad histórica de España de Américo Castro, están contenidas las ideas que desarrollará novelísticamente –pero con demasiadas palabras- en Terra Nostra.  

Su narrativa está siempre plagada de signos y referencias culturales, que la convierten en una forzada y obsesiva metaliteratura. Es un teatro de signos. Nadie ni nada quiere permanecer en su ser. A ningún personaje le basta con ser un personaje. Necesita ser también una referencia histórica o mítica. Si un personaje se llama Emiliano, encarnará de alguna manera el destino de Emiliano Zapata. Si dos personajes hacen amistad en un vuelo internacional, se las arreglarán para encarnar a dos héroes griegos o troyanos en viaje hacia Troya o Italia. Si dos personajes se abrazan, fingirán representar el abrazo de Acatempan entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero. Nunca faltará en su novelística una encarnación (o reencarnación) simbólica del joven Cuauhtémoc o de Hernán Cortés, o una situación en la que un adulto y un menor encarnen a Ulises y Telémaco. Se trata de esa “logomanía mitologizante” de la que José Joaquín Blanco acusaba a Terra Nostra. Hay en sus procedimientos narrativos una suerte de repetición paródica y hasta indigestión de los utilizados por Joyce en su Ulysses, en el que un grupo compacto de personajes reviven en el Dublín del siglo XX la Odisea homérica.    

Las novelas de Fuentes son, de una manera u otra, históricas. Y poseen más los defectos que las virtudes de las novelas históricas. En vez de reconstruir el pasado, a la manera, por ejemplo, de Ivanhoe o La guerra y la paz, lo recrean a partir del presente, desde el presente, en el que se encarna el pasado, lo cual no es un error. En virtud de esta recreación, historia y mito se encuentran en el presente. O, como en Cristóbal Nonato, el futuro está en el presente, a través de una narración predictiva. Es, si se quiere, la historia del porvenir. El problema es que nunca hay naturalidad en ese encuentro de tiempos, sino siempre algo forzado y obligatorio. Esta obligatoriedad infunde, incluso a sus libros más afortunados como Aura, de algo que nos conduce a la incredulidad. Nunca, en Fuentes, la incredulidad del lector se suspende. Siempre estamos dudando de él. De Borges, por ejemplo, de Rulfo, Vargas Llosa o García Márquez, no dudamos nunca o casi nunca. El problema, como lo he afirmado ya, es que los personajes de Fuentes posan ante el lector para ser leídos como mitos y símbolos, es decir, como algo más de lo que son.

Además de la presencia española en la cultura mexicana, al escritor le ocupó otra situación fundacional: la Revolución mexicana, movimiento que parió al México moderno. Y en su narrativa se mostró como un crítico de la Revolución y, particularmente, de esa burguesía que, después de la fase bélica, se adueñó de los destinos de la nación. Es, a su manera, un novelista de la Revolución, un narrador que cierra la cadena Mariano Azuela – Martín Luis Guzmán – Agustín Yáñez - Carlos Fuentes. En esta línea es donde hay que destacar la aportación de La muerte de Artemio Cruz, novela postrevolucionaria en la cual la experimentación, la densidad intelectual y humana alcanzan un punto de equilibrio y expresividad.

Como cuentista, Fuentes es tan desigual como en sus novelas. Tiene cuentos antológicos como “La muñeca reina” o “Las mañanitas” pero también intolerables como “El prisionero de las lomas”. Su verbosidad, su falta de rigor y contención le llevan a cometer errores elementales, que conspiran contra la verosimilitud de sus relatos. Tomemos como ejemplo Agua quemada, que, pese a todo, es un buen cuarteto de cuentos, con la Ciudad de México como telón de fondo, tema y personaje. El primero de la colección se llama “El día de las madres”, y muestra a tres generaciones de hombres: el abuelo, un general retirado de la Revolución; el hijo, un profesionista tan divorciado del padre como del hijo; y el nieto, un junior, capaz de escuchar las nostalgias revolucionarias del abuelo, a quien saca de su mansión de las Lomas del Pedregal y lo lleva a una noche de bohemia, prostitutas incluidas. Todo iba bien hasta que se le ocurre a Fuentes poner en boca del frívolo muchacho, con estilo sentencioso y ensayístico, sus propias y muy sesudas ideas acerca de la Ciudad y el país entero. No se trata de esa estrecha colaboración que suele darse entre el narrador y el personaje para que ambas voces sean expuestas en el texto con verosimilitud. Se trata de un atentado contra el punto de vista: la voz del escritor desplaza al personaje, lo borra por un buen tiempo del texto.

Fuentes pecó de locuaz y verboso: hablaba y escribía demasiado, haciendo caer con arrogancia y ostentación sobre el lector todo el peso de su escritura. Hay una inocultable soberbia en sus páginas. En sus antípodas están la humildad y la discreción de un Kafka o un Rulfo, cuyos silencios y reticencias eran tan musicales como sus breves palabras. Se siente en ellos el pudor y la vergüenza de escribir, el dolor y la culpa de escribir. En Fuentes hay todo lo contrario: soberbia, arrogancia, verbosidad. Sus novelas últimas se vendían como pan caliente pero ya nadie las soportaba. Es casi unánime la experiencia en México de haber empezado a leerlas y abandonarlas a las primeras páginas. Me ocurrió, por ejemplo, con Los años con Laura Díaz, de una banalidad lingüística alarmante. No hay una idea que nos enriquezca, un adjetivo o una frase que nos sorprenda, un giro lingüístico que nos atrape. Se percibe muy pronto el peso de la rutina Sus juegos de palabras son predecibles. Fuentes prefería ser abundante y caudaloso a cuidadoso y pulcro.  Apenas corregía y pulía sus textos.

Estupendo ensayista, su inteligencia brilla, no sólo en sus ensayos literarios y políticos, sino en sus mejores páginas narrativas –cuando esas páginas adquieren también densidad teórica y no sólo narrativa-, y en las reflexiones de sus novelas –cuando esas reflexiones ocupan el discreto y justo lugar que les corresponde dentro de la narración-.

En suma, Carlos Fuentes deja una obra vastísima, desigual, barroca, caudalosa pero descuidada, interesante en sus primeros veinte años, pero hinchada, repetitiva y fatigada en sus últimos treinta. De cualquier manera, constituye un documento narrativo y ensayístico importante sobre el desarrollo de la cultura mexicana en el siglo XX. Narrador poco sutil, abusó de su don verbal, usó el lenguaje como una fuerza ostentosa para imponerse al lector, siempre con la pretensión de convertir en mitos –aunque sea por asociación- las humildes contingencias de la vida.

BENITO CERENO de HERMAN MELVILLE: UN CASO DE SOBREINTERPRETACIÓN


Herman Melville publicó su relato Benito Cereno por primera vez, anónimamente y por entregas, en el Putnam’s Monthly Magazine de Nueva York, en los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1855, es decir, cuatro años después de la aparición de Moby Dick, su obra magna. Lo publicó nuevamente en 1856 como parte integrante de su breve colección de relatos The Piazza Tales (Cuentos de la plazoleta), libro que incluye, entre cuatro textos más, a “Las encantadas” y “Bartleby”, dos incursiones en el mundo hispánico, y ambas, declaraciones de un pesimismo y nihilismo radicales. La primera es una descripción animada de las islas Galápagos, que consiste en atribuir rasgos morales a una naturaleza descrita con melancólica complacencia. La segunda, una fantasía de la conducta, la historia de un joven burócrata de Nueva York que, con impávida monotonía, rehusa cumplir las tareas que se le asignan, contestando secamente: “Preferiría no hacerlo”, frase emblemática que convierte a este relato en una parodia de la libre elección, pilar de la democracia norteamericana.
Melville encontró el germen de la historia de Benito Cereno en el capítulo XVIII de A Narrative of Voyages and Travels in the Northern and Southern Hemispheres, crónica de viajes publicada en Boston, en 1817, por el capitán norteamericano Amasa Delano (1763-1823). Pero no sólo es un germen. Respetó hasta el nombre del capitán Delano para asignarlo a uno de sus protagonistas. Melville reprodujo la anécdota casi literalmente, y sólo cambió detalles de la crónica, y aportó lo que es personal e intransferible en un escritor de genio: el estilo y el modo narrativo, entendiendo por modo no sólo el estilo sino el tono (la peculiar musicalidad de un texto), y el conjunto de recursos, observaciones, imágenes, que hacen que en un texto exista una mirada personal, es decir, algo más que crónica: que haya literatura.
Benito Cereno es una singular historia de piratería. La anécdota es la siguiente: en 1799, un barco ballenero norteamericano, el Bachelor’s Delight (Delicia del soltero), al mando del capitán Amasa Delano, anclado en la bahía de una isla en la costa de Chile, se encuentra con el San Dominick, un velero desconocido que no muestra pabellón alguno, y que, invadido por la suciedad y el descuido, y recubierto por una suerte de lama, ofrece un aspecto fantasmagórico. El enigmático mascarón de proa está cubierto por un toldo. Debajo de ese toldo hay una extraña frase castellana: Seguid vuestro jefe. (Obsérvese la ausencia de la preposición a, que debería preceder al objeto directo). Resulta ser un barco mercante español cargado de esclavos negros de Senegal en una travesía de Buenos Aires a Lima. El capitán Delano se aproxima al velero con la intención de ayudar, porque sospecha que los españoles están en apuros. Lo recibe el capitán español Benito Cereno -un hombre también joven, pero enfermizo, débil, hipocondríaco, sombrío y extraño-, de quien jamás se despega Babo, su joven esclavo. Víctimas del escorbuto y otras enfermedades, muchos negros y españoles han muerto a la altura del Cabo de Hornos. Inmovilizado por una larga ausencia de vientos, el velero se ha quedado anclado en la rada, sin agua ni alimentos. El capitán Delano ofrece ayuda a su colega español, cuya conducta es extraña: habla muy poco, sufre de desmayos intermitentes. Delano observa un ambiente enrarecido y hechos inquietantes: el enorme descuido del barco; lo extraño de sus maniobras; la misteriosa frase imperativa en la proa debajo de esa manta que oculta algo; los negros, que, en la superficie, afilan hachas; un grumete español atacado con cuchillo por un esclavo; la tiranía que ejerce don Benito sobre el fuerte y majestuoso negro Atufal, “como si un niño llevara a un toro del Nilo por un anillo atravesado en la nariz”; un marinero pisoteado por dos negros sin que merezcan siquiera una reprimenda; la aduladora sumisión a su amo por parte de todos los subordinados del barco, sobre todo los negros. Con gran técnica narrativa, Melville mantiene el interés del lector administrando a cuentagotas la revelación de la verdad de los hechos. Hasta muy avanzado el relato, ignoramos lo que está sucediendo realmente en ese barco.
En la primera parte de la historia, la narración, en tercera persona, acompaña siempre al capitán Delano, identificándose con él, con su percepción de las cosas y su punto de vista. Los hechos tienen existencia en la medida en que él los percibe, estratagema literaria que hace de Benito Cereno una narración colmada de reticencias, una obra maestra de ambigüedad y suspenso. No se sabe exactamente lo que ocurre porque tampoco el capitán Delano lo sabe.
En la segunda, los hechos se precipitan: la mascarada se desenmascara, la verdad se revela: resulta que el capitán Benito Cereno era un rehén de los esclavos negros, quienes se han amotinado y tomado el barco, ese “fantasmal barco pirata”, y han exigido a los españoles emprender el regreso a Senegal. Babo ha dirigido el levantamiento y luego se ha fingido esclavo personal y sirviente del capitán. Debajo de la manta, como mascarón de proa, se descubre el esqueleto colgante de don Alejandro Arana, el segundo de a bordo y amigo íntimo de Benito Cereno, ejecutado por los negros amotinados. Pende de la madera de la proa como Cristo de la cruz. Cuando, después de la larga visita, Delano se retira a su barco, el Bachelor’s Delight, Cereno salta, seguido de los pocos tripulantes españoles que le quedan, al bote que ha de conducir a su colega a la nave, desde la cual ataca al San Dominick y somete a los negros y los conduce hasta Lima para ser juzgados. Allí Babo es condenado a muerte.
En la tercera, a través de la confesión notarial de Benito Cereno en Lima, se sienta en actas su interpretación de los hechos, con todos los antecedentes y detalles novedosos. Sin embargo, hay algo insuficiente en su relato: hecho en primera persona, sólo transmite lo que sabe, la punta del iceberg, por lo cual el misterio perdura. Al final podemos seguir preguntándonos qué ocurrió realmente en ese barco.
Más allá de una fascinante historia de piratería, el texto confronta a dos capitanes de muy distinta índole, al español católico, monárquico, sombrío, enfermizo, hipocondríaco, solipsista; y al norteamericano protestante, demócrata, abierto, realista, emprendedor, generoso. Confronta a dos mundos diferentes, el anglosajón y el hispánico, pero tampoco se queda ahí. Tengo para mí que, ante todo, trata de la profunda huella que la esclavitud deja en la conciencia del personaje epónimo, Benito Cereno.
El propósito de este artículo es discutir la pertinencia de una interpretación que, a mi juicio, es un modelo de sobreinterpretación. Cierto, los libros de Herman Melville son de una enorme riqueza connotativa y poética, particularidad que los hace susceptibles de múltiples interpretaciones. Moby Dick es un libro de tal abundancia de alusiones y referencias, que, anotado escrupulosamente, podría ampliar casi al doble su extensión. Joseph Conrad afirmó que en Melville no había encontrado una sola línea sincera[1]. Lo que ocurre es que Melville decía una cosa aludiendo a otra, escribía algo pensando en algo más y aun en otra cosa. Vivía a la vez fascinado y torturado por este mundo, orbe poblado de signos y símbolos. Todo significa, todo quiere significar. De ahí que sus libros se hayan prestado de maravilla a la interpretación y aun a la sobreinterpretación. Discutir los límites entre una y otra es también uno de los objetivos de este ensayo.
El profesor Harold Beaver, editor de Billy Budd, Sailor and Other Stories afirma, en sus notas a Benito Cereno, que los pocos cambios de detalle y estructura del relato de Melville con respecto de la crónica de Amasa Delano, pudieron deberse a la lectura que el escritor hizo, durante la escritura del relato, del libro de William Stirling The Cloister Life of the Emperor Charles the Fifth[2]. Como sabemos, el rey Carlos I de España (emperador Carlos V del Imperio Romano Germánico), se retiró en 1556 al monasterio de Yuste. Beaver agrega que H. Bruce Franklin (The Wake of the Gods, chapter 5) equipara al poder negro del barco con la Iglesia, por medio de metáforas y referencias a la historia de Stirling y a la Biblia: se trata de un poder mundial, representado por el Emperador Carlos V, disminuido por la sombra de la Iglesia; casi cada rasgo de Cereno, añade, es un rasgo de Carlos. “En esta alegoría”, concluye, “la Iglesia Católica se encarna en los esclavos salvajes; los esclavos ponen como mascarón de proa un esqueleto del líder de su mundo porque el líder de su mundo –que es como el líder aparente del Sacro Imperio Romano Germánico- se compromete con una piadosa impostura crística”.
Bruce Franklin afirma que “el tema central de Melville es la caída del poder terrenal, vista a través de la desintegración del Imperio Español, su emperador y su simbólico descendiente, Benito Cereno”[3]. A esta interpretación se ha adherido recientemente con entusiasmo el historiador mexicano Enrique Krauze, quien afirma que “en la cuidadosa lectura paralela de Franklin, la identidad entre Carlos V y el capitán Cereno no sólo se vuelve evidente, se vuelve total. La inexorable extinción de Cereno en aquel barco fantasmal es la del emperador en el monasterio de Yuste, en las montañas de España, hacia 1556. Carlos V se ha apartado del mundo, Cereno vive un ‘retiro de anacoreta’. El barco mismo –que lleva el nombre de la orden de los predicadores, fundadores de la Inquisición- parecía ‘un monasterio blanqueado después de la tormenta’”[4].
El problema mayor de esta interpretación compartida por Franklin y Krauze es que arranca de meras similitudes para afirmar equivalencias e identidades. No me parece legítimo afirmar que porque Melville leyó durante la escritura de Benito Cereno una historia sobre el enclaustramiento del emperador Carlos V, se concluya que su intención en Benito Cereno haya sido mostrar metafóricamente al decadente poder político español en calidad de rehén de la iglesia católica, y deducir, de este encarcelamiento, una crítica a las peculiaridades del sistema monárquico español, en contraste con la democracia protestante encarnada por el capitán norteamericano Amasa Delano. Desde luego que es muy tentador dejarse atrapar por la idea de confrontar las índoles contrapuestas de los dos capitanes, español y norteamericano, y deducir, de sus diferencias individuales, una serie de diferencias colectivas, con mayor razón si se trata de un intelectual como Krauze, muy interesado, desde siempre, en comparar culturalmente a los vecinos distantes. Concedamos que el capitán Cereno es una metonimia del poder monárquico español. En su calidad de capitán del barco San Dominick (nombre híbrido que debió ser, con propiedad, Santo Domingo), representa a ese poder político, puesto que es la máxima autoridad en el navío: es, si se quiere, el Rey en ese barco. Pero el otro término de la ecuación es el grupo de negros esclavos originarios de Senegal que se amotinan y toman de rehén al rey del barco o, si se quiere, al rey en el barco. ¿Qué nos autoriza a identificar a los negros esclavos con la iglesia católica? ¿El color negro de su piel, acaso, semejante al hábito negro de los frailes? Esta simple semejanza es demasiado pobre para que de allí podamos inferir una equivalencia. Queda afuera de esta consideración la condición fundamental, básica, de esclavos. ¿Qué nos autoriza a equiparar a unos esclavos negros con la institución de la iglesia católica? Por otra parte, hay que tomar en cuenta el anacronismo: no nos encontramos, en el relato, en el siglo de Carlos V, el XVI, sino en 1799, vísperas del XIX. Las equivalencias Benito Cereno = Carlos V, y esclavos negros = iglesia católica son, a todas luces, arbitrarias y resultados de una sobreinterpretación. Entendemos, por cierto, que sobreinterpretar un texto es forzarlo más allá de sus propios límites.
Pero vayamos despacio. Lo que está en juego aquí son las posibilidades y límites de toda interpretación. Umberto Eco distingue tres instancias en la interpretación de los textos: la intención del autor, la intención del texto y la intención del lector[5].
Si nos basamos sólo en la intención del autor para interpretar los textos va a ocurrir que nunca podamos concluir adecuadamente nada, por dos razones: primera, porque el autor nunca sabe realmente lo que quiere decir, ya que es el lenguaje el que habla en su lugar. La creación literaria, como el sueño, es una experiencia inconsciente o, a lo mucho, un sueño voluntario, un sueño dirigido, pero sueño al fin. Cervantes declaró que su intención al escribir Don Quijote era “deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías”. Sin embargo, como todos sabemos, la intención se le fue de las manos, y el resultado fue mucho más que una mera invectiva contra los libros de caballerías; segunda, porque el lector casi nunca sabe cuáles son las intenciones del autor al redactar un texto, sobre todo si se trata de un autor al que el lector no tiene ninguna posibilidad de interrogar. Por otra parte, la intención del emisor sólo interesa en la conversación: “¿qué quieres decir?”, solemos preguntar a nuestro interlocutor a fin de obtener una respuesta satisfactoria. A un autor no le preguntamos eso porque no es un interlocutor sino sólo un emisor. Lo más grave de la intención del autor es que es pre-textual, anterior al texto, e ignora el papel, no sólo del texto, sino del lector en la producción del sentido. En Bruce Franklin hay una interpretación de Benito Cereno a partir de una conjetura: la de que el libro de Stirling influyó en la redacción de Benito Cereno. Y aunque esa conjetura fuera una evidencia, no nos dice lo suficiente acerca de la intención del texto. Entre la intención de Cervantes –declarada, evidente- de desmitificar los libros de caballería y la incomparablemente más rica y compleja intención del texto Don Quijote hay mucha distancia.
La intención del texto es la instancia más adecuada. Se alza entre la intención del autor (difícil de descubrir, como hemos visto, e irrelevante a la hora de interpretar el texto) y la intención del lector (que sólo es eso, un intérprete). El texto está ahí, en la página, independiente del autor y del lector, y sólo es conocido por un intérprete a través de la operación lectora. Se ha puesto a circular y ya no le pertenece tanto al autor como al lector. Sin embargo, la intención del texto es la noción más abstracta de las tres, la más necesaria pero la más difícil de definir, pues no todos los textos declaran sus intenciones, en cuyo caso es preciso llegar a ellas mediante el análisis del discurso. Siempre serán descubiertas a través de un lector, de un intérprete. Pero esta intención es el resultado de la transacción entre lo que el texto dice y el lector modelo que ese texto exige (el lector para el que el texto fue escrito). Si, como Eco afirma, la intención del texto no aparece en la superficie textual y hay que decidir “verla”, “sólo es posible hablar de la intención del texto como resultado de una conjetura por parte del lector. La iniciativa del lector consiste básicamente en hacer una conjetura sobre la intención del texto”[6]. En consecuencia, lo que estamos viendo a través de la lectura no es la intención del texto sino la intención del lector que hace conjeturas acerca de la intención del texto. Sin embargo de esta aparente dificultad para definir la intención del texto, éste está allí, inobjetable, transparente incluso, susceptible de ser sometido al análisis del discurso, que revele lo que las palabras esconden. En suma, si la intención del autor es inaccesible y la del lector discutible, la del texto es transparente, aunque no siempre fácil de definir.
Volvamos a Franklin y Krauze. Lo que proponen, en suma, es que Benito Cereno es una metáfora del poder monárquico español de Carlos V, aprehendido por el religioso de la Iglesia Católica. Pero llegan a la propuesta basándose en la lectura -real o supuesta, no importa- que  Melville hizo del libro de Stirling sobre Carlos V, es decir, basándose en la presunta influencia de un texto leído durante la redacción de Benito Cereno. Lo paradójico es que su sobreinterpretación no pretende forzar el texto mismo más allá de sus límites, sino apelar a una presunta intención del autor, es decir, leer la intención del autor (cualquiera que ésta fuere), no del texto. De la lectura que Melville hizo del libro de Stirling acerca del enclaustramiento del emperador Carlos V se deduce, según ellos, que el capitán Benito Cereno es el emperador, que el barco es el claustro de Yuste y que los esclavos negros de Senegal son la Iglesia Católica. Esta última equivalencia es, como he afirmado ya, aventurada, más aún, insostenible. Y si esta equivalencia no funciona, toda la interpretación de Franklin se viene abajo. Como toda  interpretación, ésta constituye un nuevo texto, sólo que conforma un texto paralelo al de Melville, literalmente montado sobre el  original, y sin otra conexión con él que la supuesta lectura que Melville hizo del libro de Stirling. La lectura de Franklin transforma a tal punto el texto original que lo vuelve casi irreconocible.
Examinemos las posibles conexiones entre el texto de Franklin y el de Melville. El nombre del emperador Carlos V aparece citado una sola vez en Melville y sólo como símil de un gesto de Benito Cereno:
           
            Aun los informes oficiales que, según el uso marinero, le presentaba {a Cereno}
en los momentos oportunos algún subalterno (fuera blanco, mulato o negro), eran
            objeto de su desdén hostil, que expresaba al recibirlos con claras muestras
            de impaciencia. Su actitud en tales ocasiones era, por su altivez, como la que
            se podría haber supuesto en su imperial compatriota Carlos V antes de renunciar
            al trono para vivir como un anacoreta[7].
 
En el texto de Melville no hay más. Todos los demás vínculos entre el monarca español y el capitán depuesto son meras suposiciones de Franklin. El hecho, por ejemplo, de que Benito Cereno se recluyera en sus últimos días, como Carlos V, en un monasterio de Lima, no es argumento suficiente para demostrar que Benito Cereno es, metafóricamente, Carlos V.  
Me parece que la interpretación de Franklin no nos dice lo que el texto significa, sino que más bien nos habla –si decidimos creer en las equivalencias Benito Cereno = Carlos V / los negros esclavos = iglesia católica- de una etapa en la producción del texto, de un momento, probablemente rico, de su gestación. La lectura del libro de Stirling era reciente; no dudo que haya dejado una huella en el sensible Melville. Pero en el texto, el nombre de Carlos V aparece sólo como una breve alusión, ni siquiera como referente metafórico y menos aún como personaje. De ahí que me parezca inaceptable la afirmación de Krauze según la cual la identidad entre Carlos V y el capitán Cereno se vuelve, no sólo evidente sino total. Creo que el afán de ver el texto desde la perspectiva hispánica le hizo forzarlo.
He procurado mostrar por qué la interpretación de Franklin es inadecuada. No creo conveniente hablar aquí de corrección o incorrección interpretativa sino de pertinencia. Rechazo, por principio, las interpretaciones timoratas, que arriesgan poco o nada, sobre todo porque son poco imaginativas. Líneas arriba califiqué de aventurada la interpretación de Franklin y de Krauze, y creo que, por serlo, resulta provocadora. Tanto, que ha dado lugar a mis reflexiones, que me ha llevado a distinguir nociones teóricas fundamentales como las intenciones del autor, del lector y del texto. Aquella interpretación me ha parecido inadecuada e impertinente. Si no es pertinente, ¿cuál lo es, o, mejor, cuáles lo son? ¿Su no pertinencia garantiza la pertinencia de otras?
Evidentemente, la pertinencia de una interpretación se funda en el examen de la intención del texto.
Frente al dudoso acercamiento de las identidades de Benito Cereno y del emperador Carlos V, permanece, incontrovertible, la afirmación de que Benito Cereno es Benito Cereno, es decir, un capitán español de navío, cuya mente queda oscurecida por la revelación de la maldad –desde su punto de vista- de los negros esclavos. Benito Cereno es un personaje marcadamente melvilleano: secreto, sombrío, introvertido, hipocondríaco, solipsista, melancólico, en conflicto con un mundo que no comprende y al que de antemano considera perverso. Su fe católica parece ser vivida con ese catolicismo sombrío que definió a Felipe II y su época, aunque en el relato ya estamos en 1799. De igual modo que para los puritanos del norte, para él el pecado y el mal constituyen el trasfondo último de la naturaleza humana. Sus desmayos intermitentes ante el capitán Delano y el falso sirviente Babo son tragicómicos, y el comentario final del narrador ante su muerte en Lima es de una ironía cruel: “más allá del puente del Rímac, hacia el monasterio del Monte Agonía, donde, tres meses después de ser licenciado por el Tribunal, Benito Cereno, llevado en un ataúd, siguió, efectivamente, a su verdadero jefe”[8]. “Seguid vuestro jefe”, hay que recordar, es el texto macabro escrito en tiza por los negros en la proa del barco, debajo del esqueleto de Arana, y alude, también irónicamente, a la frase de Jesucristo: “Seguidme”. “Seguid a vuestro jefe”, es decir, seguid al jefe muerto, o seguid a la muerte, y, en otro sentido, “Seguid a Jesucristo”, el crucificado del mascarón de proa.  
El capitán Delano es su contraparte norteamericana: un hombre sano, demócrata y generoso, confiado y algo ingenuo –su confianza e ingenuidad le impiden ver lo que está pasando realmente en el barco. Sin embargo, él y Cereno coinciden en un punto central: ambos son esclavistas y les parece inconcebible que un grupo de esclavos negros se haya amotinado y tomado el barco. Les parece inimaginable y una perversión, una violación del orden natural de las cosas. Aquí la mirada de Melville es ferozmente crítica. Babo, que es ejecutado en Lima y siempre desafió a sus jueces con la mirada, pareció, aun después de muerto, mirar hacia donde estaban enterrados los huesos de Arana y hacia donde estaba el convento al que se retiraría Benito Cereno para morir. Los esclavos, dicho sea de paso, eran originarios del occidente de Africa, donde habitaban cerca de las minas de oro de lo que hoy son Sudán Occidental, Benin, Guinea, Senegal y Costa de Oro, que eran zonas de gran desarrollo metalúrgico. Esta población negra de Africa no sólo era fuerte, sino que poseía ancestrales conocimientos del oro. Fueron traídos a las Indias para reemplazar a los indios en los trabajos en las minas, para los cuales aquéllos eran muy vulnerables.  
Ahora bien, lo que el texto Benito Cereno presenta, de manera cristalina, es la historia de la rebelión a bordo de un grupo de esclavos negros contra sus amos españoles, y la huella que esta rebelión deja, tanto en su amo, el capitán Benito Cereno, como en el capitán norteamericano Amasa Delano. Lo que está en cuestión es el significado que este amotinamiento tiene sobre los dos, la marca que deja el impacto sobre sus conciencias. Ambos la desaprueban y quisieran combatirla, obviamente. Benito Cereno es la víctima, el padre contra quien esos hijos insumisos se han rebelado y al cual incluso han aprehendido. Él nunca podrá encarárseles, salvo al final, cuando hace la confesión notarial en Lima. Y aun allí se limita a referir los hechos como víctima, siempre desde un estado de debilidad y decadencia de las fuerzas físicas y morales. El capitán Delano, más distante del drama –pues sólo es un testigo que estuvo a punto de ser víctima y desde cuyo punto de vista se narra la acción- no pasa de manifestar una amable y generosa solidaridad de clase con el capitán español. Pero las páginas finales del relato atribuyen al negro Babo una gran fuerza, semejante a la de un héroe trágico, como si esas páginas tomaran partido por él, frente a un Benito Cereno cada vez más disminuido física y moralmente.
Así llegamos al gran enigma del relato. En las páginas finales, poco después de recibir un reconocimiento de gratitud de Benito Cereno, el capitán Delano le pregunta qué es lo que ha proyectado tal sombra sobre su espíritu, a lo cual responde aquél, con significativo y enigmático laconismo: “El negro”. El negro es quien ha proyectado tal sombra sobre su espíritu, es decir, quien lo ha vuelto melancólico y lo ha puesto en un conflicto insoluble. ¿Quién es el negro, aquí? ¿Es el individuo Babo o el conjunto plural de esclavos y que podrían ser más o menos? ¿Qué o quién ha dejado una huella tan terrible en el espíritu de Cereno? ¿Acaso la certeza de la maldad de los hombres vista en los negros, o más bien la revelación de la intrínseca injusticia y perversión del sistema de esclavitud, con el agravante de haber sido él, Benito Cereno, uno de sus agentes? ¿Es esta certeza la que lo conduce a recluirse en el convento, para purgar una culpa indecible e insoportable? ¿Cuál es la clave de su enfermedad moral, de su tortura interior? A Melville le gustaba mantener como enigmas las claves de la conducta de sus personajes. Así lo hizo en una narración tan breve como “Bartleby”, así también en un monumento narrativo como Moby Dick. Benito Cereno no es la excepción. Aquí lo no dicho y la ambigüedad confieren al relato una intensidad y significación muy especiales. Esos negros que afilan sus hachas en la cubierta de un barco al que han puesto como mascarón de proa el esqueleto del mejor amigo de un capitán tomado como rehén, constituyen, sin duda, una imagen cruel y amenazadora para los otros, los blancos, los esclavistas. Vista la acción desde los ojos del capitán Amasa Delano, parece natural que esos negros sean esclavos, es más, parece normal el sistema de esclavitud. Y lo anormal, lo escandaloso, es que esos negros se rebelen, se amotinen y tomen el barco exigiendo que el capitán los regrese a su patria, Senegal. “Para el teórico político Benjamin Barber”, escribe Krauze, “Delano encarnaría la opacidad moral de la ‘inocencia americana’, insensible ante la presencia del mal al grado de no tener ojos para la esclavitud, ni para la revuelta contra la esclavitud”[9]. “En el mismo sentido”, prosigue Krauze, “el gran autor negro Ralph Ellison, autor de la estrujante novela El hombre invisible, atribuye a Melville el deseo de revelar ‘la profunda ignorancia del hombre blanco frente al drama de la esclavitud: al silenciar la voz del hombre negro a todo lo largo de la novela, reconoce que la historia toda de la esclavitud en el Nuevo Mundo es, en verdad, inexpresable”[10]. De modo que Melville, con gran sentido crítico, supo revelar el lado de sombra en la conciencia del capitán Benito Cereno, quien sufre intensamente la presencia de Babo, el esclavo. Es una presencia que le resulta intolerable. Aun en las páginas finales, a la hora de la sentencia de muerte que los jueces de Lima pronuncian contra Babo, el capitán español rehusa mirarlo porque no resiste su mirada. ¿Orgullo herido o sentimiento de culpa? Aquí el texto es ambiguo porque también el personaje lo es. El texto es elíptico porque también el personaje es reservado. El texto no sabe más que el personaje del que habla. Es un texto discreto, que no concluye sino sugiere. Quizá a esta ambigüedad, este misterio, esta reserva de Benito Cereno se refiere Borges cuando afirma que “hay quien ha sugerido que Herman Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable, que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable”[11]. Como quiera que sea, el tema de este relato sombrío parece ser, no tanto la esclavitud misma como su repercusión en la conciencia de un esclavista que se avergüenza mortalmente de serlo y que tampoco se atreve a confesar esta vergüenza. Este costado contradictorio, lúgubre y sombrío de la literatura norteamericana volverá a aparecer más tarde en escritores tan ilustres como Ernest Hemingway, Eugene O’Neill, William Faulkner o Tennessee Williams, en quienes, como en Melville y en su Benito Cereno, se agitan oleadas de sentimiento de culpa. 
 
 
 
 

BIBLIOGRAFÍA
 
 
Beaver, Harold. “Introduction and notes to Billy Budd, Sailor & other Stories” by Herman Melville. Harmondsworth (England), Penguin Books, 1975.  pp. 9-55 y  443-455.
_____  “Introduction and notes to Moby Dick by Herman Melville. Harmondsworth (England), Penguin Books, 1972.  pp. 7-65.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente. Buenos Aires, Hyspamérica, 1985.  pp. 9-10.
Eco, Umberto. Interpretación y sobreinterpretación, con colaboraciones de Richard Rorty, Jonathan Culler y Christine Brooke-Rose. Compilación de Stefan Collini. Madrid, Cambridge University Press, 2002.  172 pp.
Krauze, Enrique. “Lecturas de Herman Melville”, en Letras Libres, No. 110, febrero de 2008, pp. 20-24.
Melville, Herman. “Benito Cereno”, en Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente. Buenos Aires, Hyspamérica (Biblioteca personal Jorge Luis Borges), 1985.  pp. 11-120.
Onís, José de. Melville y el mundo hispánico. Barcelona, Editorial Universitaria (Universidad de Puerto Rico), 1974.  143 pp.
Rivas Iturralde, Vladimiro. “‘Bartleby’ y ‘Las encantadas’ de Herman Melville: dos manifestaciones del nihilismo” en Mundo tatuado, Quito, Paradiso, 2003.  pp.15-25.
_____  “Moby Dick: el mundo tatuado”, en Mundo tatuado, Quito, Paradiso, 2003.  pp. 26-58.
Weaver, Raymond. “Introducción a Benito Cereno; Las encantadas; Bartleby, el escribiente, y Billy Budd”. México, Novaro, 1968.  pp. 9-53.


[1] Joseph Conrad. Carta a Sir Humphrey Milford, 15 de enero de 1907, en Harold Beaver. “Introduction” to Moby Dick, p. 20
[2] Harold Beaver. Nota a “Benito Cereno”, en Herman Melville. Billy Budd, Sailor & other Stories.  pp. 450-451
[3] Harold Beaver. loc. cit., p. 455
[4] Enrique Krauze. “Lecturas de Melville” en Letras Libres, No. 110, febrero 2008, p. 22
[5] Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación, pp. 56-79
[6] Umberto Eco, op. cit., p. 76
[7] Herman Melville. Benito Cereno, p. 23
[8] Herman Melville. op.cit. p. 120
[9] Krauze, op.cit., p. 21
[10] Krauze, loc. cit.
[11] Jorge Luis Borges. “Prólogo a Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente”, p. 10