EL JUEGO DE LAS DUPLICACIONES EN JUAN VICENTE MELO

                                                                                             
Je suis un autre.
                                                                                              (Arthur Rimbaud)
 
 
En su prematura Autobiografía (1966), Juan Vicente Melo escribió que creía en los signos. Nació el primer día de marzo de 1932 bajo el signo de Piscis, configuración astral marcada por la duplicidad. Dos peces se abrazan en sentido inverso: la cabeza de uno corresponde a la cola del otro y viceversa. Creamos o no en los signos zodiacales, el caso es que su obra narrativa ha llevado el juego de las duplicaciones, los reflejos y los intercambios de identidades hasta sus últimas consecuencias.
El otro yo (el Doppelgänger) en la literatura es un descubrimiento relativamente reciente: ocurre en el romanticismo y, concretamente, en el romanticismo alemán.1 Es un descubrimiento que viene acompañado de otros rasgos, sin los cuales quizá no se hubiera dado: la rebeldía, el sentimiento de la naturaleza, la reivindicación de la soledad, la inmersión en la noche profunda, la reivindicación de la pasión y el desorden y, sobre todo, la exacerbación del individualismo. E.T.A. Hoffmann reconoció una realidad más profunda que lo llevó a captar, uno de los primeros, la vida del inconsciente y del desdoblamiento psíquico, y fue tal su influencia, que incluso es perceptible en escritores de vocación realista como Guy de Maupassant (“Le horla”, por ejemplo). Edgar Allan Poe se cuenta entre sus discípulos directos. En el ámbito ruso, sobresale Dostoyevski con su segunda novela, El doble, de 1845. Pero es en la literatura inglesa –tan dotada para la literatura fantástica- donde el tema de la escisión del yo ha tenido más cultivadores: Stevenson con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Joseph Conrad con “The secret Sharer” (El cómplice secreto). Fue un tema privilegiado en la narrativa borgiana: “El otro”, “Borges y yo”.
Se trata de un género fronterizo entre el psicológico y la literatura fantástica. Del primero comparte la escisión del yo, la visión esquizofrénica del yo; de la segunda, el resquebrajamiento del mundo supuestamente real para ingresar a otra realidad, insólita y fantástica. 
No me he encontrado en mis lecturas de teoría literaria con una tipología de las narraciones que tratan el tema del otro yo. Sólo a partir de mi amplia experiencia como lector ensayaré, por tanto a continuación y bajo el riesgo de cometer errores, esta tipología que puede parecer algo desordenada, imprecisa y arbitraria, debido en parte a su carácter pionero:
1. El desdoblamiento de una personalidad esquizoide, escindida en dos polos antagónicos o simplemente diferentes. Antes de dar el ejemplo literario, mencionaré el caso del gran compositor alemán Robert Schumann (a Melo, gran melómano, le habría gustado el ejemplo), quien se desdobló en dos: Florestan y Eusebius. Florestan reflejaba el lado exuberante de su naturaleza, y Eusebius, su lado reflexivo. Si todo ser humano es virtualmente esquizoide, podemos añadir ese gran tema favorito de la literatura alemana, el de los dos individuos diferentes pero complementarios, que encarnan aspectos básicos pero diferentes de la persona: el racional y el instintivo, el razonable y el emotivo, el clásico y el romántico, el científico y el artista, el político y el poeta, Dios y el Diablo: Narciso y Goldmundo en la novela de Hesse del mismo nombre; Naphta y Settembrini en La montaña mágica de Mann; Virgilio y Augusto en La muerte de Virgilio de Broch; Fausto y Mefistófeles en Goethe; Adrian Leverkühn y el Diablo en Doktor Faustus de Mann. Son los dos interlocutores que en sus largos y densos diálogos reflejan las dos caras distintas pero complementarias de una sola unidad humana y, más específicamente, de la manera alemana de ser humano.
Otro buen ejemplo es “El doble” de Dostoyevski, donde el señor Goliadkin, un modesto empleado, en plena manía persecutoria, llega a ver desdoblada su personalidad en figura de otro compañero de oficina, exactamente igual a él, hasta con el mismo apellido, que acaba suplantándolo en su empleo.
2. Derivada de la forma anterior está la identificación paulatina y morbosa de una persona con otra, ya muerta. Ahí está la esquizofrénica identificación del nuevo inquilino con Simone Shoule, la suicida y anterior inquilina del departamento, en “El inquilino”, la aterradora película de Polanski. Desde una óptica fantástica más que psicológica, se trata también de un caso de posesión, como en la genial novela The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca) de Henry James, donde, con magistral ambigüedad, dos inocentes niños son poseídos por perversos fantasmas a fin de revivir en ellos el amor de los vivos.
3. La existencia de rasgos afines en dos desconocidos, coincidencia que provoca conductas y acciones insólitas, como el intercambio de roles sociales: El príncipe y el mendigo de Mark Twain. Muy semejante, pero mejor desarrollado, es el tema de Kagemusha, la sombra del guerrero, el film de Akira Kurosawa, como también de El general de la Rovere de Rossellini. En los dos films, un hombre de la calle se ve forzado, por razones políticas, a representar el papel de un poderoso ya desaparecido y termina encarnando a ese otro, suplantándolo.
4. Derivada de la forma anterior está la relación de dos personalidades a quienes los acontecimientos empujan, no sólo a solidarizarse (“esto que te ocurre me ocurre también a mí”) sino también a identificarse a tal punto que se viven mutuamente como el otro yo, el alter ego, y la decisión que tome uno de ellos afectará al futuro inmediato del otro. La diferencia con la forma anterior -donde se opera una sustitución total de personalidades- consiste en que en este caso los dos individuos conservan su individualidad. Ejemplo: “The secret Sharer” (El cómplice secreto) de Joseph Conrad.          
5. El otro yo es la encarnación de la indeseable conciencia de culpa del protagonista y, por ello mismo, la encarnación, para él, del mal: “William Wilson” de Edgar Allan Poe.
6. El otro yo es un fantasma, una posibilidad que no se realizó. En términos cibernéticos, es una imagen virtual del yo: un otro yo posible que ejecuta lo que el yo real nunca ejecutó: “The Jolly Corner” de Henry James.
7. El otro yo es el resultado de un experimento de laboratorio, de la ingestión de un proteico brebaje: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. Los dos individuos no pueden coexistir: mientras el uno está en acción, el otro espera que el primero le ceda su lugar en el mundo.
8. Derivada de la anterior, menciono esa abominación narrativa en que se ha convertido el tema de los androids (replicantes), producto del desarrollo de la medicina genómica, y que la ciencia ficción ha tratado en la novela y el cine hasta el abuso, después de haber empezado bien con films como Blade Runner o el primer Terminator. Esta narrativa exige un clon satírico que, como hizo el Quijote con las novelas de caballería, o acabe con tanto disparate o le devuelva la frescura original.
9. En el dominio de lo insólito, el yo y el otro yo son dos hermanos siameses cuyas individualidades el relato pone en cuestión, a pesar de que las investigaciones médicas y psicológicas demuestran que cada uno de los siameses posee identidad y carácter personal y distintivo. En “La doble y única mujer”, el ecuatoriano Pablo Palacio pone en cuestión el yo narrativo al confundir los dos sujetos, yo-primera y yo-segunda.
10. En el campo de la literatura fantástica, el yo y el otro pertenecen a tiempos y espacios totalmente diferentes, y al convocarlos el narrador en la misma historia, con el sueño como mediador, dan incluso lugar a imaginarias figuras geométricamente inversas: “Las ruinas circulares” de Borges, “La noche bocarriba” de Cortázar.
11. El otro yo responde al deseo de ser otro. En consecuencia, se da una impostura, una usurpación de la identidad social de otro por el deseo de ser ese otro: The talented Mr. Ripley (A pleno sol) de Patricia Highsmith.
12. Muy próxima a la forma anterior, está la relación de dominación del amo y el sirviente, según la cual el uno y el otro intercambian roles sociales por una incapacidad del amo de conservar su papel dominante en la sociedad frente al embate del otro, aparentemente más débil. Uno de los mejores ejemplos está en la película “El sirviente” (según Harold Pinter) de Joseph Losey, en donde asistimos a una casi diabólica usurpación del rol del amo por el sirviente.   
13. Si toda repetición de actos anula de algún modo el tiempo lineal en favor de un tiempo cíclico o ritual, entonces toda duplicación, todo alter ego contribuye a hacer posible esta anulación: “Las ruinas circulares” y “El otro” de Borges, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo.
En el caso de Melo, una de las claves para la interpretación de su novela La obediencia nocturna (1969) es la confusión de identidades y la función, no distinguidora, sino generalizadora, del nombre propio. “Todos somos los mismos”, dice un personaje. “Todos somos demasiados. Yo soy Rosalinda, Adriana, Aurora. Tú eres Enrique-Marcos. Pero, a la vez y contradictoriamente, nadie es el otro”2. El punto de partida de  esta deliberada confusión de identidades es la identificación del yo con el otro, la afirmación paladina del principio rimbaudiano de que yo soy otro o mejor, yo soy el otro, como en un espejo. Este juego de las identidades, estas metamorfosis de los personajes en otros (Beatriz en la madre anciana; Pixie la cantante en Beatriz; Tula la sirvienta en la madre; el narrador en Esteban; Enrique en el narrador) tienen por objeto facilitar el cumplimiento de un rito, apresurar la conversión del tiempo astronómico en un tiempo ritual, del tiempo lineal en un tiempo cíclico. La abolición de la psicología y del estudio de caracteres en favor de la combinatoria de elementos en el texto nos habla, por otra parte, de la influencia notable del estructuralismo en esta novela.
También en algunos de sus cuentos asistimos a esos intercambios de identidad, cambios súbitos de punto de vista, movimientos hacia lo inexplicable y lo absurdo, que rigen la obra literaria de Melo. Examinar en los cuentos de Fin de semana3 (1964) cómo se configura el yo frente al otro es el propósito de las siguientes páginas.
Tres son los días del fin de semana en esta breve colección: viernes, sábado y domingo, a cada uno de los cuales corresponde una historia diferente.
“Viernes: La hora inmóvil” es la sombría historia de un mandato de venganza y cómo se cumple ese mandato. Llega Roberto Gálvez al pueblo tropical de su infancia con una misión: cumplir el deseo de su abuelo muerto, Gabriel Gálvez, de recuperar el honor y la propiedad –que es también un linaje y un destino- presuntamente mancillado y usurpado por su padre, el mulato Crescencio, criado que cometió, según algunas versiones, una múltiple villanía: mató al abuelo, se quedó con la casa y el dinero y sedujo a Maricel, la madre de Roberto, y la enloqueció. No importa tanto saber si estos crímenes fueron realmente cometidos por Crescencio, como seguir los pasos que Roberto sigue para ejecutar la venganza, y cómo esos pasos dan lugar a una serie de duplicaciones. En un pueblo sin ley, sin policía, sin administradores de una justicia objetiva, la venganza se convierte en acto justiciero. 
Dos muertos, Gabriel y Crescencio, son las grandes presencias ausentes de esta historia. Todo gira en torno a las presuntas villanías de Crescencio –digo presuntas porque todas aparecen vistas desde Roberto, es decir, desde el legado de odio de Gabriel-, y en torno al racismo del abuelo, a su enfermizo paternalismo, su desprecio a la mujer –por no ser transmisora del apellido a la descendencia-, terribles prejuicios que abonaron el terreno para que las villanías del criado se desplegaran. Es una historia en la que se enfrentan dos concepciones irreductibles de la vida.
En este denso y magistral cuento podemos apreciar las siguientes duplicaciones:
a) Gabriel Gálvez, el abuelo, ansiaba duplicarse, para perpetuarse, en un hijo varón que llevara su apellido, pero le nació una mujer, Maricel, quien se convirtió -horror de horrores- en amante del mulato Crescencio y murió al dar a luz a Roberto. 
b) Roberto Gálvez (doblemente huérfano) es el heredero del odio del abuelo por el usurpador, su padre, el mulato Crescencio. Roberto ha aprendido a odiarlo a tal punto de renunciar a su parentesco. Al recibir esa herencia de odio, aceptarla, vivirla, se convierte de algún modo en el abuelo, quien a su vez perdura en el nieto y perpetúa en él su odio por el usurpador. Todo legado, toda herencia, hace pervivir al testador en el legatario. Por el legado del odio, el ya finado Gabriel se duplica (o resucita) en Roberto, y Roberto se convierte a su vez en legatario y duplicación del abuelo.
c) Existen dos hijos de Crescencio. El mayor, Roberto, ha escapado, niño aún, sin resolverse a ejecutar la venganza. Ausente Roberto, a Crescencio le ha nacido otro hijo al que también ha llamado Roberto, en un abominable acto de suplantación, una negación total de la existencia del hijo mayor. La duplicación por el nombre enfrenta a los dos hijos y revive en ese enfrentamiento el pasado de odio. Crescencio acaba de morir, y el recién llegado Roberto habrá de ejercer la venganza en el otro Roberto, su hermano menor.  
d) El narrador subraya la duplicación física por los parecidos entre los vivos y los muertos. La narración subraya el enorme parecido físico entre el recién llegado Roberto y el finado Gabriel Gálvez, como entre el muchacho (el segundo Roberto) y el recién sepultado Crescencio.
e) La escena de las seis campanadas de la tarde entre Roberto el mayor y Roberto el menor –nos ilustra el narrador- ya ocurrió hace veinticinco años. El tiempo es, pues, cíclico y duplica los acontecimientos como en un espejo. Pero esta repetición –como otras- constituye algo más que un detalle musical que indica los procedimientos narrativos de Melo.
f) Se trata de algo más que detalles musicales. Los muertos viven en los vivos: el encuentro final entre Roberto y el muchacho se convierte en una resurrección de tiempos, una repetición del encuentro final entre Crescencio y Gabriel Gálvez, quien caerá, no asesinado sino víctima de una hemorragia cerebral. Escribe el narrador:
 
Roberto era don Gabriel Gálvez. Un hermoso, inolvidable espectáculo: la resurrección. Roberto y el muchacho ya no se acordaban de ellos mismos, ya no importaban. Ser los otros. Repetir los actos de los otros, parecerse a ellos, ser ellos, inmortalizarlos, revivirlos.
 
g) Concomitante al anterior, está el papel duplicador de la memoria: Roberto se recuerda a sí mismo veinticinco años atrás y ese yo del que se acuerda es también otro.
h) El narrador (que a menudo cuenta en primera persona, involucrándose en la acción) es también una duplicación. Está omnipresente: es un espejo que refleja todas las acciones significativas, aun las más nimias, del recién llegado Roberto. En un episodio, este narrador, este espejo, se esconde en la recámara para poder seguir de cerca a Roberto, ser su testigo, su cronista. “¿Está usted ahí?”, pregunta Roberto al narrador y es como si quisiera asegurarse de que el espejo está aún presente para que siga reflejando con palabras sus acciones, su existencia.
Gran lector de Faulkner, Melo recibió su influencia. No sólo se la advierte en cierto retorcimiento estilístico -eficaz, por cierto-, sino sobre todo en sus atmósferas, en el ambiente lúgubre y sombrío que se respira en ellas y, desde luego, en el tema reiterado de la decadencia y destrucción de una familia. Las acciones ocurren casi todas en la noche o en interiores oscuros, subrayándose de este modo la lobreguez y nocturnidad de los personajes y de las acciones. La densidad estilística es palpable en esos periodos largos cargados de información secundaria; en esas abundantes oraciones explicativas o incidentales; en el uso incesante de los paréntesis y los guiones, empleo que también responde, como él mismo confiesa en su Autobiografía, a la necesidad de protegerse.
En “Sábado: El verano de la mariposa”, otro cuento magistral, seguramente el mejor de Melo y uno de los cuentos antológicos de la literatura mexicana, asistimos al apasionado deseo de una solterona que no ha vivido nada importante, de convertirse en otra; asistimos a la metamorfosis de una oruga en radiante mariposa.
El cuento consiste, formalmente, en la descripción de los momentos o movimientos de esa metamorfosis.
Ocurren las acciones en un pueblo atontado por el calor, a las tres de una tarde de siesta, en medio de “una casi audible quietud de las cosas, el sol aplastante”. Sola, la costurera Titina contempla el pueblo soñoliento, el vestido de la señora Lola a punto de terminarse en sus manos, oyendo en el radio “no puedo ser feliz, no te puedo olvidar”, aunque ella no tiene nada de qué olvidarse. Ese “quedarse para vestir santos” puede muy bien adjudicarse a Titina, quien cose el vestido -frente a la imagen de Santa Teresita del Niño Jesús- de una mujer que va a celebrar veinticinco años de matrimonio. 
Melo describe, en un primer momento de esta metamorfosis, indirecta y bellamente, el deseo de Titina por sentirse libre de las ataduras, puesto el énfasis de la narración en la marcada diferencia que existe entre el cielo y la tierra, que es lo que ella ve.
El segundo movimiento de su alma consiste en decir no, no a la vida presente: “deseos de hablar con alguien y ya nunca más con ella misma frente al espejo”: decir que no a su soledad: urgencia de otredad, de que haya otro en su vida. Piensa entonces en la única otredad ahora presente en su vida: lo que tiene en sus manos, el vestido de la señora Lola que en ese día cumple y celebra un aniversario de bodas. 
En el tercer momento asistimos a una apropiación externa del otro. Titina se pone el vestido de la señora Lola. Del desprecio de sí misma, de su soledad, nace el deseo de transformarse en otra, en la mujer que cumplirá años de unión con un hombre. Desprecio de sí misma significa verse tonta, fea, miope, vieja, cursi y llorona como esas solteronas que salen en las películas que le dan tanta tristeza.
El cuarto movimiento consiste en salir de la casa, en exhibir socialmente ese otro yo en que se va transformando a partir de la apropiación del vestido ajeno. No se está transformando en la señora Lola, sino en una dimensión desconocida y trascendental de sí misma. Al principio las calles están vacías, sólo habitadas por el rumor de los ventiladores en las casas y no hay a quién pregonar su transformación. Pero se dirige hacia el río, donde las miradas de los pescadores la persiguen.
El quinto movimiento es la sacralización, la investidura ritual de su nuevo yo. Sumerge su cuerpo en las aguas del río: es un bautizo. Acompaña esta audaz acción con plegarias que reclaman la felicidad. Son las palabras de su propio bautizo. El ritual del bautismo la vuelve fuerte, “igual a Dios, dueña de la otra orilla, sabedora del secreto”, “Titina, ella, la que lava pecados, la que redime”.
El sexto movimiento consiste en el regreso a la soledad. Se sabe sola, pero de vuelta de la redención, de la dignificación por un fuego que no respeta nada ni a nadie: es una soledad trascendente: a partir de sí misma, se ha convertido en otra mujer que es ella misma.
Séptimo movimiento: Ella se encuentra en el origen de las cosas porque ha empezado de nuevo. Sabiéndose el primer ser humano sobre la tierra, empieza su tarea de nombramiento de las cosas o, más bien, de renombramiento. Todas las cosas deben llamarse Titina. Esto es ya una forma de la felicidad. Se ve a sí misma como Dios en el sexto día, recreadora del mundo. Y ve que todo es bueno.
El octavo movimiento consiste en el primer contacto con un extraño, un turista desconocido, “el enemigo”, el otro real y objetivo a quien conoce en la calle en medio del torrencial aguacero nocturno, el diluvio que todo lo purifica. En estos momentos, las acciones, curiosamente, son narradas con verbos en abstracto, en infinitivo, como si ella hubiese perdido una identidad personal. La aventura erótica estaba a las puertas, pero no se dio. Y Melo no podía tampoco terminar su cuento de manera tan complaciente. Titina ya vivió su gran momento de felicidad interior, ya fue la oruga transformada en radiante mariposa, de modo que el tiempo rutinario volverá a atraparla con su mortal alfiler. El cuento deja latente, entre otras interrogantes, la que sigue: ¿qué hará Titina con esa libertad y alegría ganadas por un momento? Pregunta que late, como alas de mariposa, al final de esta pequeña obra maestra. 
Con más evidencia que en el cuento anterior, es decir, de una manera menos rica y compleja y más esquemática, el deseo por ser otro, por ser el otro, permea el cuento “Domingo: El día de reposo”. Antonio desea ser como su amigo Ricardo, el afortunado con las mujeres y el dinero. El asco de sí mismo y la envidia lo conducen –desde su imagen de pobre diablo, de oscuro oficinista atosigado por una vida mediocre- a envidiar a Ricardo, a desear ser él, a desearlo. El móvil es semejante al de la novela de Patricia Highsmith antes mencionada, es decir, la suplantación, la impostura. La gran diferencia radica en que la brillante novela de la Highsmith nos enfrenta a un minucioso proceso de suplantación real y total de otra persona, mientras que en el cuento de Melo la suplantación ocurre inexplicablemente y de modo efímero. Melo pierde rigor en este relato que pudo haber sido una magnífica muestra de impostura. Es un cuento fallido, un fracaso literario: la suplantación se da, en la práctica, por el fácil y arbitrario expediente de nombrar “Ricardo” allí donde debía decir “Antonio”. Por otra parte, no deja de molestar la vulgaridad de la aspiración de Antonio. Difiere de “El verano de la mariposa” en que mientras aquí la mujer opera una sutil transformación desde sí misma en otra posible que estaba latente en sí misma, en “El día del reposo” existe objetivamente un otro ajeno a Antonio en el cual éste quiere convertirse. El tema del deseo del otro está insuficientemente desarrollado: no llega hasta sus últimas consecuencias, como en la Highsmith. Se trata, por tanto, de una usurpación psicológica, subjetiva. Por el expediente de la usurpación, en efecto, Antonio logra ser Ricardo, pero sólo por un día, el domingo del reposo. “Se puede”, escribe Alfredo Pavón, “adoptar un momento la vida e identidad de otro, pero no suplantarlo ni serlo a perpetuidad”. Por ello, prosigue, “y porque en el día del reposo la tragedia sería un contrasentido, configura a un personaje cuya ambición pasajera es cambiar de personalidad, simulando ser otro, más precisamente, ser el otro, aunque sin perder las dimensiones, es decir, consciente de la transitoriedad y del espejismo implícitos en el juego enmascarante”4.
De la lectura de estos cuentos podemos concluir que el otro yo es casi siempre un espejismo, un juego enmascarante que realiza el yo, sea para protegerse del mundo, sea para protegerse de sí mismo. El yo es la fuente de todos estos desdoblamientos y duplicidades, y el miedo los procrea, los pone en acción y movimiento. Por otra parte, el carácter efímero de las apropiaciones del otro indican, en fin de cuentas, que no podemos librarnos de nosotros mismos sino con la muerte. 
 
* Escritor ecuatoriano. Profesor investigador en el Departamento de Humanidades, UAM-Azcapotzalco, desde 1974.
 
                                                                      
 
NOTAS
 
1. En la mitología griega y romana aparecen ya numerosos casos de metamorfosis de dioses en otros seres a los cuales duplican, como la de Mercurio en Sosia en la comedia Anfitrión de Plauto. De ahí que la palabra “sosia” o “sosías” ha pasado a la lengua española como sinónimo de doble, de otro yo. Sin embargo, la duplicación (que no desdoblamiento del yo) en la Antigüedad y en la mitología no aparece como problema central de la existencia, como en el romanticismo alemán, sino como mero recurso para engañar o vencer a otro en una lid, bélica o amorosa.
2. Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna. México, Era-Secretaría de Educación Pública (col. Lecturas Mexicanas), 1987, p. 111.
3. Juan Vicente Melo. “Fin de semana”, en Cuentos completos. Prólogo de Alfredo Pavón. Veracruz, CONACULTA-Gobierno del Estado de Veracruz-Fondo Estatal para la Cultura y las Artes-Instituto Veracruzano de Cultura, 1997.   583 pp.
4. Alfredo Pavón. Prólogo a Cuentos completos de Juan Vicente Melo, p. 47.
 

DOSTOYEVSKI: DEL CHISME AL CARNAVAL


En el verano de 1981 leí Demonios, una de las últimas y grandes novelas de Dostoyevski. Antes de hundirme en la placentera tiniebla de sus páginas centrales, hube de atravesar el enorme vestíbulo de su primera parte: más de un centenar de páginas que parecían oscilar entre la charlatanería y el sinsentido. Esta extraña parte inicial, que tanto atrajo a Borges por su humorismo, como alejó a Nabokov por falta de él, consiste en un inagotable comadreo y mutuo espionaje verbal de los personajes.
El escenario es un apequeña ciudad rusa, un espacio reducido, con personas localmente conocidas y localmente condicionadas. Los personajes son casi todos ociosos rentistas: el librepensador Stepán Verjovenski, un viejo débil e histérico, conminado por la astuta y orgullosa, absorbente y detestable Varvara Petrovna a casarse con una muchacha con el fin de que el viejo se redima de ciertas culpas cometidas en Suiza. No importa que ignoremos cuáles: todo acto en Dostoyevski supone una culpa y un castigo, o mejor, una culpa y una penitencia. Todo acto corrige a uno anterior, y el hombre vive, por tanto, en el error y el pecado. Pero sigamos: los demás personajes son los “demonios”: estudiantes ocupados en preparar, sobre la ortodoxa y tradicional santa madre Rusia, un imperio del terror que cuarenta años más tarde había de cumplirse. Todo este gran pórtico de la novela parece estar estructurado con base en encuentros fortuitos y visitas obligatorias, alternativamente. Estamos en la ciudad moderna, escenario y fuente, desde La Celestina, de la novela. El capitalismo, y en particular su forma concreta, la ciudad industrial, como antaño Sócrates el “alcahuete” en el mercado de Atenas, hace que se confronten los hombres y las ideas. Demonios, como las últimas novelas de Dostoyevski, sustenta sus acciones en rumores, chismes, visitas, cartas, en suma, en complejos procesos dialógicas de codificación y decodificación de mensajes. La visita es un motivo recurrente y motor de la acción en las novelas del escritor ruso. Las diferentes conciencias se ponen así en contacto, se rozan y chocan unas con otras en un movimiento perpetuo que nada tiene que ver con la armonía del rumbo de los planetas.  El intercambio de mensajes epistolares y mensajes verbales directos e indirectos, de personas que empiezan hablando de sí mismas y terminan haciéndolo de una tercera ausente para luego volver al yo, es una constante de la obra. Cada diálogo es una suerte de espejo deformante de los otros. En cada parlamento están inevitablemente los otros. Es significativo que un periódico petersburgués de la época –el encargado de difundir en Rusia el parricidio- se llamara Los rumores. Todas las angustias, vergüenzas, humillaciones, pequeñas y grandes venganzas, toda la acción en fin, de esta parte de la novela, gira en torno de un tercero, un centro ausente, un personaje que no está todavía en la acción sino en las palabras ajenas: Stavroguin, hijo de Varvara Petrovna, un joven aristócrata, un dandy ruso que revelará poseer una capacidad verbal para el crimen sólo comparable con su capacidad real para transgredir las normas sociales. Alguien pregunta en el libro: “Pero ¿no le notó usted, digo, en el transcurso de los años, algo así como extravío de ideas o un giro especial de pensamiento, o algo, por decirlo así, de locura?” Es una pregunta que ya incluye una malévola respuesta y que sólo espera ser confirmada por el interlocutor. Los personajes viven aquí pendientes de la rectitud, la sanidad de juicio de los demás, en particular del ausente Stavroguin, de quien se dice está loco. Toda esa sociedad nada cuerda se pone en estado de alerta ante la acechante locura de Stavroguin, denunciada por unos anónimos cuya procedencia se empeña su madre, Varvara Petrovna, en descubrir. La locura amenaza a través de uno de los miembros distinguidos del cuerpo social que -aunque ya abriga en su seno a dementes consagrados como María Timoféyevna Lebiadkin, y aunque todo ese cuerpo social se comporta más que histéricamente- precisa defenderse de una locura armada de inteligencia, la más poderosa arma del hombre. Y en este extraño carrusel se van páginas y páginas: “¿Qué opinión le merece fulano de Tal?” Paranoia y chismografía enorme, Demonios es un desfile de personajes que viven menos por lo que hacen y dicen que por su reflejo en la palabra ajena. Subrayo el carácter aristocrático y refinadamente intelectual de Stavroguin, la víctima del chisme. El chisme –que es la menos respetable de las palabras ajenas- supone, entonces, la existencia de relaciones jerárquicas y todopoderosas en la vida cotidiana: estamentos, jerarquías, rangos, edades, prestigios, fortunas, privilegios. En este orden rígidamente constituido, el chisme apunta a revelar lo excepcional, lo transgresor, lo diferente de la conducta ajena, o a descalabrar prestigios. Documento oral (permítaseme  la paradoja) de una sociedad que inventa porque no sabe (sobre todo porque no sabe de los otros), el chisme es un desahogo de la imaginación en un medio estéril, sin historia, un discurso narrativo que sustituye a la historia y la épica, y una elaborada venganza y sacrificio de un tercero, el ausente, que casi siempre lo es por partida doble: está, en efecto, la víctima del chisme físicamente ausente del comentarista, del maledicente, y también ausente de los valores reconocidos y aceptados por la sociedad en un momento dado: la víctima está ausente por marginal, excéntrica, o simplemente por considerada superior en cualquier sentido. La víctima del chisme es casi siempre lo que Bajtín ha denominado un “hombre en el umbral”: entre la verdad y la mentira, el honor y el deshonor, la razón y la demencia, un estado civil y otro, entre la vida y la muerte. Subrayo también el carácter anónimo de los textos sobre (contra) Stavroguin. Por tratarse de un texto anónimo, el chisme vive aquí la contradicción no resuelta entre anonimato y autoría. El chismoso apuesta al anonimato, a la irresponsabilidad; pretende fundir su voz con las mil voces que le rodean, pero a la vez busca el prestigio de la autoría: quiere ser el primero en enterarse y divulgar una noticia, como el periodista busca la palma de primer informante. El chiste y la burla, la agudeza, son hijos del contraste. El chisme, de la soledad y la invención. Padres de la noticia periodística, el chisme y el rumor quieren tener razón y, por ello anticiparse a los acontecimientos. Son fenómenos discursivos maledicentes: forman parte de ese discurso cotidiano que está lleno de palabras ajenas, con las cuales fundimos nuestras voces olvidando su procedencia: “dicen que…”, “dizque…” o simplemente “que…”, como leemos en los diarios de la tarde: “Que Juan Gabriel se casa”, “Que el PRI reconocerá todos los triunfos electorales de la oposición”, mentiras que, cuanto más voluminosas, con mayor desenfado se dicen.
Curiosamente, dis-cursus es, originalmente, la acción de correr aquí y allá; son idas y venidas, “andanzas”, “intrigas”. Discursatio: carrera de una parte a otra, idas y venidas. Y, en Demonios, como en algunas novelas más, los personajes no cesan, en efecto, de andar de un lado otro, de visitarse, de intrigar.
Luego de chismorreos sin término (y quiero que se entienda literalmente el adjetivo), asistiremos, en el capítulo V y final de esta primera parte, a una de esas escenas carnavalescas en que, como ha señalado Bajtín, es pródigo Dostoyevski: a un momento de coronamientos y destronamientos, de escándalos y desenmascaramientos, en que las almas se quedan desnudas como en el infierno, carnaval cuyo origen se remonta según Bajtín a los diálogos socráticos, y florece en el medioevo. Varvara Petrovna reúne con entusiasta excentricidad a sus invitados en su casa: La escena es perfectamente teatral y asume la forma de un tribunal que juzga las diversas conductas. En realidad todos se juzgan mutuamente, se dan explicaciones y justificaciones, casi orgiásticamente, promiscuamente, si se me permite la expresión. Tribunal de domingo, día santo del ocio. Se descubre al perverso autor de los anónimos en presencia del recién llegado Stavroguin; participa la demente cojita María Timoféyevna Lebiadkin –con quien se casará Stavroguin- y se entromete su hermano; Verjovenski rompe su compromiso matrimonial con la joven Daria Pávlovna y es expulsado del salón; irrumpe Piotr, hijo de Verjovenski, joven en quien Dostoyevski va a concentrar toda la maldad que era capaz de concebir; Schátov -el estudiante que será asesinado por sus propios compañeros como en El Salvador Roque Dalton por los suyos- da un puñetazo a Stavroguin; la amazona Lizaveta Nikoláyevna cae al suelo presa de convulsiones epilépticas. El procedimiento es frecuente en Dostoyevski: el chisme se convierte en palabra ajena reflejada en la conciencia de la víctima; la suma de chismes conforma un tribunal; el tribunal estalla en escenas de violencia histérica y surge, triunfante, el carnaval. En el capitalismo, el salón de alta sociedad ha sustituido a la plaza pública del medioevo.
La palabra ajena se ha erigido en tribunal, en juez y correctivo social. La palabra ajena sustituye a los campos de Siberia en su función correccional. El chisme, nuevo infierno, nueva prisión: L’enfer, c’est les autres, escribirá Sartre. Si el elemento correctivo de la avidez de gloria y fama y del individualismo extremos ha sido, desde el Renacimiento, la burla y el sarcasmo (recordemos al temible, implacable Pietro Aretino), el chisme lo es de la privacidad de la vida individual. Atenta contra la vida privada, erige al chismoso en policía social y en periodista, en alguien que nada ignora acerca de los demás. En tal sentido, el discurso del chisme revela dos cosas: soledad y ansia de poder. Luego ¿es el chisme un signo? Si vamos a entender por signo una señal visible de algo que no está, claro que lo es, pero en el plano del discurso: el chisme es resultado, no del razonamiento e interacción de conciencias en juego, sino de una etapa anterior: el anuncio de ese enfrentamiento, por una parte, y por otra, la búsqueda de un yo solitario a un que oficia de médium para invocar al tercero ausente y victimarlo.
No me extraña que Bajtín, en su libro sobre la poética de Dostoyevski,[1] haya pasado insensiblemente en su discurso crítico, de la palabra ajena proferida sobre un héroe, al tribunal, esto es, al examen crítico de la “psicología judicial”, cuya validez moral Dostoyevski niega enérgicamente. Y la niega haciéndola estallar en un carnaval. En Los hermanos Karamázov veremos a Dimitri progresivamente humillado en los interrogatorios policiales y civiles, que no en vano se llaman “Purgatorios”. Dostoyevski muestra esos interrogatorios –que ahora son cosa cotidiana y tomada como normal- como una violación a la conciencia. Nadie puede ni debe forzar las conciencias, reclama el novelista. Recordemos que Raskólnikov se entrega voluntariamente a la policía, así también Rogochin en El idiota. Stavroguin se confiesa con el monte Tijón, en un terrible y laberíntico capítulo expurgado por la censura zarista y ahora publicado como anexo en cualquier buena edición de Demonios.  Esta confesión es reveladora de los límites abismales a que pueden llegar los personajes dostoyevskianos: buen ejemplo de sado-masoquista cristiano, Stavroguin atenta (peca) contra la humanidad para hacerse digno del perdón, para someter a sus jueces a la prueba de la piedad. Es un doble desafío: personal (para ver hasta dónde es capaz de pecar) y colectivo (para ver hasta dónde la humanidad es capaz de perdonar): de cómo hasta los mayores criminales dostoyevskianos tienen algo de mesiánicos: se sacrifican por los demás a través del delito. Son santos reflejados en un espejo convexo. Como ilustran muchos ejemplos, Dostoyevski atribuye autoridad penal a la conciencia: ahí está la insólita declaración de Iván Karamázov. En nuestro autor cuentan las intenciones y las aptitudes para el delito, no tanto los hechos mismos. En consecuencia, será irreductible la oposición entre la conciencia y los hechos, entre lo ético y lo policial: Dostoyevski vs. Wilkie Collins. “Acepto el castigo, dirá Dimitri Karamázov, no por haber matado a mi padre, sino por haberlo querido matar y sido capaz de hacerlo”. “La verdad acerca de un hombre”, escribe Bajtín, “dicha por unos labios ajenos y que no le esté dirigida dialógicamente, es decir, una verdad determinada en su ausencia, llega a ser una mentira mortífera que humilla al hombre, en el caso de tocar lo más sagrado de él, su ‘hombre en el hombre’”.[2] Por ello, los grandes héroes de Dostoyevski, seres pronosticados por la palabra ajena, aspiran siempre a romper el marco verbal conclusivo y asfixiante en que han sido apresados, aspiración que se convierte en lucha, y este combate, en el motivo importante y trágico de sus vidas, como en el caso de Nastasia Filíppovna en El idiota o el de Stavroguin, que con su llegada a la carnavalesca reunión dominical en casa de su madre, inicia la ruptura del cerco de palabras en que lo habían encerrado. Dice Stavroguin estas severas palabras al monje Tijón, en su famosa confesión: “Oiga usted, a mí no me gustan los espías ni los psicólogos, por lo menos los que husmean en mi interior”. La respuesta clásica de una personalidad fuerte a las habladurías ha sido siempre el desdén. Y así, desdeñoso, arrogante, aparece Stavroguin, desafiando a la sociedad.
Sin embargo, en su confesión, a pesar del cínico desentendimiento de la palabra ajena,  ésta asoma densamente entretejida a la suya propia, lo cual elimina cualquier posibilidad de discurso monológico, que es el que se desentiende de la palabra ajena.[3]
Una última observación: la función social del chisme: pone a prueba la verdad. Es una instancia provocadora que, como la acción de ciertos ácidos sobre ciertos metales y piedras, puede sacar a relucir la verdad ajena, ya por confirmación del chisme, ya por negación. Es la semilla del escándalo que, como lo ejemplifica Demonios, es un fruto que la sociedad en cuyo seno nace, se encarga de alimentar y exhibir como una de sus señas de identidad.
 
 
                                                           México, agosto de 1989.


[1] Mijail Bajtín. Problemas de la poética de Dostoyevski. Trad. Tatiana Bubnova, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
[2] Op. cit., p. 88.
[3] Op. cit., pp. 341-346.

DISCURSO EN EL HOMENAJE DE LA CASA DE LA CULTURA DE LATACUNGA

 

Queridos paisanos y amigos:


 

Cuando hace unas semanas recibí de los directivos de la Casa de la Cultura de Latacunga la


noticia de que, aprovechando mi corta visita a Ecuador, me ofrecerían un homenaje, mi  primera ocurrencia -y en estos términos les contesté- fue que yo no había hecho nada para merecerlo, que no había hecho nada, que yo era inocente. Sin embargo, me resigné a este homenaje, que al fin decidí aceptar con inmensa gratitud. Nunca imaginé que un día regresaría de mi exilio voluntario en México a mi tierra natal para ser homenajeado por ella.

Este homenaje me ha hecho volcarme sobre mí mismo como ente de cultura. Puedo decir que a la cultura he dedicado mi existencia, a ella he dedicado lo mejor de mí, pues, con el paso del tiempo, he ido adquiriendo la dolorosa conciencia de que todo es efímero y transitorio, pero también la convicción jubilosa de que sólo la cultura da sentido a la existencia. La cultura, es decir, ese conjunto de valores y creaciones de toda índole que a los hombres nos identifican con una historia, una raíz de la cual arrancamos y que, por su carácter permanente, nos sostiene en el tiempo y sobre el olvido.

Sin embargo, debo reconocer de modo autocrítico, que, aunque he publicado nueve libros y numerosos artículos y he editado textos de otros, y he hecho traducciones, no veo en la mía propiamente una obra. A pesar de los elogios de mis críticos, veo libros publicados, aquí y allá. Pero no acabo de ver una obra suficientemente unitaria y consistente. Quizá por eso tengo razón al afirmar que no he hecho nada y que, en realidad, estoy siempre empezando. Debo añadir, sin embargo, que eso de estar siempre empezando, no es tan mala señal. Significa que mi actitud frente a la creación literaria está marcada todavía por un entusiasmo casi juvenil. Y es verdad, ese entusiasmo me ha permitido seguir explorando caminos en la literatura, escribir cuentos cada vez más sinceros y armarme del valor suficiente, por ejemplo, para destruir, a mi edad, una novela en la que trabajé varios años y que me pareció fallida, insatisfactoria. Pero nadie me quita lo bailado: disfruté mucho escribiéndola, lo pasé bomba, aunque al final decidiera no publicarla. Es que, en el fondo, escribo para divertirme, para pasarla bien. Amo las palabras como a mí mismo y he vivido para jugar con ellas, organizarlas y ponerlas a significar.

Tuve la suerte de haber nacido en la casa de mis padres, no en un hospital, en una época en que la salud no era un objeto de negocio como lo es ahora. Atendió a mi madre, según me contó ella, el muy conocido Dr. Lanas, quien también se ocupó de mis males de infancia. Nací el 5 de junio de 1944, día histórico por varias razones; primero, porque ese fue el día D, el día del desembarco de las fuerzas aliadas en las playas de Normandía, gesta que inició el derrumbe de Alemania, de modo que vine a este mundo en paracaídas; segundo, por ser un aniversario más de la Revolución Liberal ecuatoriana –circunstancia que definió en parte  mi vocación laica y que siempre fue motivo de orgullo mío y de mi padre, quien se atrevió a llamarme Vladimiro en homenaje a Lenin, en una ciudad marcada por una beatería garciana-; tercero, porque es el día universal del Medio Ambiente, circunstancia que también marcó mi vocación ecologista; y cuarto, lo digo sin ironía, porque ese día nací yo.

La raíz cultural que he mencionado posee una doble dimensión: la histórico-geográfica, por una parte, y la literaria, por otra. La primera estaba allí, de un modo fatal, inevitable, rodeándome: en el aire andino que respiraba; en las paredes de piedra pómez que me encerraban; en los alimentos terrestres que me nutrían; en el olor a incienso de las iglesias que inundaron mis primeros años de miedo a la vida y a la muerte; en este espacio desmesurado que invitaba a la contemplación quietista; en esta tierra fría y sísmica en que vivía, rodeada de montañas, de nevados resplandecientes que yo veía las mañanas luminosas de camino a la escuela. De esta naturaleza benéfica me apropiaba bañándome en los ríos, trepando a los árboles y robando sus frutos, montando en burro, saltando las acequias. Pero estaba también, rozándome, tocándome, penetrándome, la geografía humana, esto es, el habla y la cultura quichua, por una parte –esos tiernos y entrañables quichuismos que vertí en algunos de mis textos, “taiticu”, por ejemplo- y estaba, por otra, una cultura mestiza que habría de marcarme de por vida, dejándome la difícil tarea de hacerme cargo de sus casi insuperables contradicciones. Fui testigo de una lacerante desigualdad social y, siendo beneficiario por nacimiento de esta desigualdad -pues provenía de dos familias patricias, los Rivas y los Iturralde- acabé también convirtiéndome en su víctima. Pertenezco a una minoría de acomodados que no puede ni debe cerrar los ojos a las contradicciones de su clase social, sino que debe procurar enfrentarlas con lucidez. ¿De qué maneras? Primero, reconociendo, con los sentidos bien abiertos, su lugar en una sociedad injusta. Segundo, poniéndose al servicio de las clases menesterosas y oprimidas, es decir, traicionando a su propia clase social. Y esta es una tarea revolucionaria. Sin vocación para tal tarea, me he limitado, como tantos otros, a mirar con simpatía los movimientos políticos y los proyectos de nación que intentan cambiar el orden de cosas. En México llamamos a este grupo la cofradía de los ojalateros: “Ojalá caigan los caciques de provincia”, “Ojalá el pueblo se levante contra las injusticias”, “Ojalá se terminen las desigualdades sociales”.  

Pero más inmediata y próxima, estaba la biblioteca de mi padre, que desde muy temprano me ofreció los primeros anuncios del paraíso. Él era abogado y en cada viaje a Quito regresaba, para dicha nuestra, cargado de libros, aunque no todos los leía. Recibía, por entregas, unos fascículos sobre la Primera Guerra Mundial, cuyas imágenes nos impresionaron vivamente a mí y a mis hermanos. En nuestra precoz sed de viaje,  coleccionábamos mapas, afición que nos hizo despedazar parcialmente esos fascículos al desprender de ellos los mapas para formar nuestros propios álbumes geográficos. Al descubrir el daño, mi padre nos castigó cerrando con llave su biblioteca. Como nos quedáramos temporalmente sin lecturas, nos dedicamos a ahorrar los centavos dominicales para comprar libros. Con una dedicación y lealtad dignas de mejor suerte, dimos en comprar aventuras del oeste norteamericano escritas a vuelapluma por un inescrupuloso comerciante español llamado Marcial Lafuente Estefania. Su lenguaje era divertido: “Apártate, espetó Brown”; imagínense a un vaquero gringo amenazando: “Como sigas jodiendo te doy una hostia, dijo Hoffman”. Mi padre sorprendió nuestras lecturas, hojeó uno de esos libros, nos clavó la mirada y nos dijo, con sabiduría: “Hijos, la vida es demasiado corta para leer pendejadas”, y nos volvió a abrir la biblioteca. Entonces descubrimos, con felicidad, a Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Stevenson, Edgar Allan Poe, Charles Dickens, Mark Twain, Las mil y una noches, Oscar Wilde, Walter Scott, que poco más tarde serían Balzac, Dostoyevski, Tolstoi, Flaubert, Maupassant, la Biblia (en la clásica traducción de Cipriano de Valera). De esas historias derivaron algunos de nuestros juegos infantiles más imaginativos. Con un carpintero de San Felipe, el maestro Rafael, mandábamos a hacer las armas blancas que aparecían descritas en nuestros libros: floretes, sables, cimitarras, alfanjes, fielmente copiadas de los libros. Esas armas, además, nos remontaban a un pasado de tierras remotas, pasado irreal e inventado a partir de las historias que habíamos leído. Como Don Quijote, transformábamos las quintas de nuestros parientes y amigos de Colaiza en las fortalezas que debíamos tomar. Nos apropiábamos de identidades ajenas, suscitándose anécdotas deliciosas en las que se entremezclaban realidad y fantasía: en la guerra de los Rivas contra los Pazmiño y los Izurieta, por ejemplo, cada uno de nosotros ostentaba un grado militar. El mayor de nosotros, mi primo Miguel, era el general Rivas; mi primo Alfonso, el coronel; mi hermano Ramiro, el capitán; yo, el sargento y el menor, Fernán, el cabo. En pleno campo de batalla, a las puertas de nuestra fortaleza casi tomada por los enemigos, muertos casi todos, sólo sobrevivían el general y el capitán. Pero el general se estaba batiendo solo con su espada contra una pléyade de enemigos. Mi primo Miguel, viéndose inexplicablemente solo, preguntó, angustiado, “¿dónde está el capitán Rivas?” “Se fue a tomar la leche”, informó alguien, ante lo cual el general arrojó, enojado, la espada al suelo exclamando: “Carajo, ya perdimos la guerra”. De este modo, el esquema quijotesco funcionaba a la perfección: no sólo habíamos ingresado nosotros en la literatura, sino que la literatura, con sus múltiples espadas, había invadido la realidad.

Mi padre debe haber sido el único en Latacunga, y quizá en toda la república, que se había suscrito a la revista Sur de Buenos Aires. Cuando nos mudamos a Quito, yo tenía trece años. En la nueva casa me encargué de colocar en su lugar los libros de la Biblioteca. Una tarde, ya cerca del crepúsculo, mientras acomodaba cronológicamente la revista Sur en los estantes, abrí al azar el número 92. Me topé con un título deslumbrante: “La muerte y la brújula”. La revista solía poner la firma del autor al final del texto publicado, nunca al comienzo. De modo que, sin saber quién era el autor, empecé a leerlo. Me abismé ante esa historia policial con trasfondo metafísico. Una serie de asesinatos en una Buenos Aires tan real como fantástica trazaba, por los lugares donde se habían cometido, un rombo perfecto, cuyos vértices se correspondían con las cuatro letras del Tetragrámaton, el impronunciable nombre del Dios de los hebreos. Había en esos crímenes seriales tal combinación precisa de geometría, de enigma y desafío al investigador, de trasfondo religioso y metafísico, que caí cautivado. Por otra parte, jamás había leído una prosa semejante. Elegante, precisa, audaz. El autor escribía, por ejemplo: “Un caballo bebía el agua crapulosa de un charco”. Jamás imaginé que podría adjetivarse al agua como “crapulosa”. En fin, faltando poco para terminar de leer el asombroso relato, un apagón me sumió en la oscuridad. Descorrí las cortinas y, de pie sobre una silla, seguí leyendo, aproximando el texto a los últimos rayos del sol, las inquietantes líneas finales. “La última letra del nombre de Dios ha sido articulada”. Estaba firmado por un tal Jorge Luis Borges. La emoción fue tal, que la revista se me cayó de las manos. Sumido ya en la oscuridad, sabría más tarde que había conocido al ciego Borges de una manera borgeana. Entonces me di a la tarea de leer todo lo que del tal Borges había en la colección. Aprendí de él una gran lección de precisión y elegancia estilística y, sobre todo, de libertad frente al lenguaje literario heredado de mis mayores (pienso en Icaza, por ejemplo), lenguaje con el que yo no podía ni quería identificarme. Desde la niñez, entonces, y aquí voy a citar a uno de mis más agudos críticos, el poeta Iván Carvajal, “la vida de Vladimiro Rivas ha estado marcada por la imposible tarea de colocar en su lugar cada libro, uno a continuación de otro, un texto junto a otro. Mas, el primer texto que Rivas debe colocar en su lugar habrá de revelarle el sentido de la lectura y del universo como biblioteca”. Comprendí, es verdad, que el universo es una biblioteca, y que nunca terminaría de leer los libros ni de colocarlos en sus estantes, porque la literatura quiere reflejar el universo y el universo es infinito.

La gran pregunta ha sido, entonces, ¿cómo conciliar una realidad impura, tosca y primitiva -marcada por la injusticia y una desigualdad lacerante, un mundo de barro y piedra pómez, de un dolor tan antiguo que pareciera venir del cretácico- con la exquisitez de un estilo literario que me enseñaba a ver las cosas con una transparencia que acaso ese mundo real espeso, togro –para usar un quichuismo adecuado- no tenía? Ése fue el gran desafío de mi quehacer literario. Y mis búsquedas literarias han estado orientadas a resolver esa contradicción. En ellas encontrarán ustedes mis virtudes y mis defectos. Un hombre es su infancia, dictaminó Sartre, y creo que tiene razón. Mi infancia está en Latacunga, es Latacunga. De ella me he llevado por el mundo una manera de percibir, de ver el mundo, una manera terrígena, telúrica, de ver las cosas. La fascinación por el mundo rural, por el hombre atado a la tierra, hecho uno con ella, está presente aun en mis cuentos más recientes, de ambiente mexicano. En México ya nadie escribe sobre el campo. Todo es allí mundo literario urbano. Juan Rulfo selló con una lápida triste y elocuente el mundo rural. Mis cuentos más recientes, sin embargo, han regresado al campo, a las minas de mármol de México, al desierto de Arizona, a la selva de Esmeraldas. Es que cuando pienso en las minas de México o el desierto de Arizona o el trópico esmeraldeño o de cualquier otro lugar, ahí están presentes los campos y páramos de la provincia de Cotopaxi, que tanto frecuenté en las inspecciones que mi padre realizaba, como abogado, hace ya varias décadas. Borges decía también que nunca salió de la Biblioteca de su padre. Creo que me es lícito afirmar lo mismo. La lectura me ha deparado felicidades innúmeras. Baste decirles que las tres mayores felicidades de mi existencia –una vida colmada de felicidades- han sido el descubrimiento sucesivo del amor; el nacimiento de mi hija Natalia, en el que estuve presente, y esas noches memorables en que leí la Eneida de Virgilio, en la traducción del padre Aurelio Espinosa Pólit.

Siento que me he quedado corto. En una oportunidad como ésta, quisiera decir muchas más cosas sobre mi infancia latacungueña y sobre lo que esta ciudad significa para mí. No quiero abusar de su atención y su paciencia. Amigos de esta Casa, quiero agradecerles por este homenaje, que se ha traducido en una oportunidad para hacer un ejercicio de nostalgia. Gracias por esta caudalosa amistad.

 

VLADIMIRO RIVAS ITURRALDE