Je suis un autre.
(Arthur
Rimbaud)
En su prematura Autobiografía
(1966), Juan Vicente Melo escribió que creía en los signos. Nació el primer día
de marzo de 1932 bajo el signo de Piscis, configuración astral marcada por la
duplicidad. Dos peces se abrazan en sentido inverso: la cabeza de uno
corresponde a la cola del otro y viceversa. Creamos o no en los signos
zodiacales, el caso es que su obra narrativa ha llevado el juego de las
duplicaciones, los reflejos y los intercambios de identidades hasta sus últimas
consecuencias.
El otro yo (el Doppelgänger) en
la literatura es un descubrimiento relativamente reciente: ocurre en el
romanticismo y, concretamente, en el romanticismo alemán.1 Es un
descubrimiento que viene acompañado de otros rasgos, sin los cuales quizá no se
hubiera dado: la rebeldía, el sentimiento de la naturaleza, la reivindicación
de la soledad, la inmersión en la noche profunda, la reivindicación de la
pasión y el desorden y, sobre todo, la exacerbación del individualismo. E.T.A.
Hoffmann reconoció una realidad más profunda que lo llevó a captar, uno de los
primeros, la vida del inconsciente y del desdoblamiento psíquico, y fue tal su
influencia, que incluso es perceptible en escritores de vocación realista como
Guy de Maupassant (“Le horla”, por ejemplo). Edgar Allan Poe se cuenta entre
sus discípulos directos. En el ámbito ruso, sobresale Dostoyevski con su
segunda novela, El doble, de 1845.
Pero es en la literatura inglesa –tan dotada para la literatura fantástica-
donde el tema de la escisión del yo ha tenido más cultivadores: Stevenson con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde,
Joseph Conrad con “The secret Sharer” (El cómplice secreto). Fue un tema
privilegiado en la narrativa borgiana: “El otro”, “Borges y yo”.
Se trata de un género fronterizo entre el psicológico y la literatura
fantástica. Del primero comparte la escisión del yo, la visión esquizofrénica
del yo; de la segunda, el resquebrajamiento del mundo supuestamente real para
ingresar a otra realidad, insólita y fantástica.
No me he encontrado en mis lecturas de teoría literaria con una tipología
de las narraciones que tratan el tema del otro yo. Sólo a partir de mi amplia
experiencia como lector ensayaré, por tanto a continuación y bajo el riesgo de
cometer errores, esta tipología que puede parecer algo desordenada, imprecisa y
arbitraria, debido en parte a su carácter pionero:
1. El desdoblamiento de una personalidad esquizoide, escindida en dos polos
antagónicos o simplemente diferentes. Antes de dar el ejemplo literario,
mencionaré el caso del gran compositor alemán Robert Schumann (a Melo, gran
melómano, le habría gustado el ejemplo), quien se desdobló en dos: Florestan y
Eusebius. Florestan reflejaba el lado exuberante de su naturaleza, y Eusebius,
su lado reflexivo. Si todo ser humano es virtualmente esquizoide, podemos
añadir ese gran tema favorito de la literatura alemana, el de los dos
individuos diferentes pero complementarios, que encarnan aspectos básicos pero
diferentes de la persona: el racional y el instintivo, el razonable y el
emotivo, el clásico y el romántico, el científico y el artista, el político y
el poeta, Dios y el Diablo: Narciso y Goldmundo en la novela de Hesse del mismo
nombre; Naphta y Settembrini en La
montaña mágica de Mann; Virgilio y Augusto en La muerte de Virgilio de Broch; Fausto y Mefistófeles en Goethe;
Adrian Leverkühn y el Diablo en Doktor
Faustus de Mann. Son los dos interlocutores que en sus largos y densos
diálogos reflejan las dos caras distintas pero complementarias de una sola
unidad humana y, más específicamente, de la manera alemana de ser humano.
Otro buen ejemplo es “El doble” de
Dostoyevski, donde el señor Goliadkin, un modesto empleado, en plena manía
persecutoria, llega a ver desdoblada su personalidad en figura de otro
compañero de oficina, exactamente igual a él, hasta con el mismo apellido, que
acaba suplantándolo en su empleo.
2. Derivada de la forma anterior está la
identificación paulatina y morbosa de una persona con otra, ya muerta. Ahí está
la esquizofrénica identificación del nuevo inquilino con Simone Shoule, la
suicida y anterior inquilina del departamento, en “El inquilino”, la aterradora
película de Polanski. Desde una óptica fantástica más que psicológica, se trata
también de un caso de posesión, como en la genial novela The Turn of the Screw (Otra
vuelta de tuerca) de Henry James, donde, con magistral ambigüedad, dos
inocentes niños son poseídos por perversos fantasmas a fin de revivir en ellos
el amor de los vivos.
3. La existencia de rasgos afines en dos
desconocidos, coincidencia que provoca conductas y acciones insólitas, como el
intercambio de roles sociales: El
príncipe y el mendigo de Mark Twain. Muy semejante, pero mejor
desarrollado, es el tema de Kagemusha, la
sombra del guerrero, el film de Akira Kurosawa, como también de El general de la Rovere de Rossellini.
En los dos films, un hombre de la calle se ve forzado, por razones políticas, a
representar el papel de un poderoso ya desaparecido y termina encarnando a ese
otro, suplantándolo.
4. Derivada de la forma anterior está la
relación de dos personalidades a quienes los acontecimientos empujan, no sólo a
solidarizarse (“esto que te ocurre me ocurre también a mí”) sino también a
identificarse a tal punto que se viven mutuamente como el otro yo, el alter
ego, y la decisión que tome uno de ellos afectará al futuro inmediato del otro.
La diferencia con la forma anterior -donde se opera una sustitución total de personalidades-
consiste en que en este caso los dos individuos conservan su individualidad.
Ejemplo: “The secret Sharer” (El cómplice secreto) de Joseph Conrad.
5. El otro yo es la encarnación de la indeseable conciencia de culpa del protagonista y, por ello mismo, la encarnación, para él, del mal: “William Wilson” de Edgar Allan Poe.
5. El otro yo es la encarnación de la indeseable conciencia de culpa del protagonista y, por ello mismo, la encarnación, para él, del mal: “William Wilson” de Edgar Allan Poe.
6. El otro yo es un fantasma, una
posibilidad que no se realizó. En términos cibernéticos, es una imagen virtual
del yo: un otro yo posible que ejecuta lo que el yo real nunca ejecutó: “The
Jolly Corner” de Henry James.
7. El otro yo es el resultado de un experimento de laboratorio, de la
ingestión de un proteico brebaje: El
extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. Los dos individuos no
pueden coexistir: mientras el uno está en acción, el otro espera que el primero
le ceda su lugar en el mundo.
8. Derivada de la anterior, menciono esa abominación narrativa en que se ha
convertido el tema de los androids
(replicantes), producto del desarrollo de la medicina genómica, y que la
ciencia ficción ha tratado en la novela y el cine hasta el abuso, después de
haber empezado bien con films como Blade
Runner o el primer Terminator.
Esta narrativa exige un clon satírico que, como hizo el Quijote con las novelas de caballería, o acabe con tanto disparate
o le devuelva la frescura original.
9. En el dominio de lo insólito, el yo y el otro yo son dos hermanos
siameses cuyas individualidades el relato pone en cuestión, a pesar de que las
investigaciones médicas y psicológicas demuestran que cada uno de los siameses
posee identidad y carácter personal y distintivo. En “La doble y única mujer”,
el ecuatoriano Pablo Palacio pone en cuestión el yo narrativo al confundir los
dos sujetos, yo-primera y yo-segunda.
10. En el campo de la literatura fantástica, el yo y el otro pertenecen a
tiempos y espacios totalmente diferentes, y al convocarlos el narrador en la
misma historia, con el sueño como mediador, dan incluso lugar a imaginarias
figuras geométricamente inversas: “Las ruinas circulares” de Borges, “La noche
bocarriba” de Cortázar.
11. El otro yo responde al deseo de ser otro. En consecuencia, se da una
impostura, una usurpación de la identidad social de otro por el deseo de ser
ese otro: The talented Mr. Ripley (A pleno sol) de Patricia Highsmith.
12. Muy próxima a la forma anterior, está la relación de dominación del amo
y el sirviente, según la cual el uno y el otro intercambian roles sociales por
una incapacidad del amo de conservar su papel dominante en la sociedad frente
al embate del otro, aparentemente más débil. Uno de los mejores ejemplos está
en la película “El sirviente” (según Harold Pinter) de Joseph Losey, en donde
asistimos a una casi diabólica usurpación del rol del amo por el sirviente.
13. Si toda repetición de actos anula de algún modo el tiempo lineal en
favor de un tiempo cíclico o ritual, entonces toda duplicación, todo alter ego
contribuye a hacer posible esta anulación: “Las ruinas circulares” y “El otro”
de Borges, La obediencia nocturna de
Juan Vicente Melo.
En el caso de Melo, una de las claves para la interpretación de su novela La obediencia nocturna (1969) es la
confusión de identidades y la función, no distinguidora, sino generalizadora,
del nombre propio. “Todos somos los mismos”, dice un personaje. “Todos somos
demasiados. Yo soy Rosalinda, Adriana, Aurora. Tú eres Enrique-Marcos. Pero, a
la vez y contradictoriamente, nadie es el otro”2. El punto de
partida de esta deliberada confusión de
identidades es la identificación del yo con el otro, la afirmación paladina del
principio rimbaudiano de que yo soy otro o mejor, yo soy el otro, como en un
espejo. Este juego de las identidades, estas metamorfosis de los personajes en
otros (Beatriz en la madre anciana; Pixie la cantante en Beatriz; Tula la
sirvienta en la madre; el narrador en Esteban; Enrique en el narrador) tienen
por objeto facilitar el cumplimiento de un rito, apresurar la conversión del
tiempo astronómico en un tiempo ritual, del tiempo lineal en un tiempo cíclico.
La abolición de la psicología y del estudio de caracteres en favor de la
combinatoria de elementos en el texto nos habla, por otra parte, de la
influencia notable del estructuralismo en esta novela.
También en algunos de sus cuentos asistimos a esos intercambios de
identidad, cambios súbitos de punto de vista, movimientos hacia lo inexplicable
y lo absurdo, que rigen la obra literaria de Melo. Examinar en los cuentos de Fin de semana3 (1964) cómo se
configura el yo frente al otro es el propósito de las siguientes páginas.
Tres son los días del fin de semana en esta
breve colección: viernes, sábado y domingo, a cada uno de los cuales
corresponde una historia diferente.
“Viernes: La hora inmóvil” es la sombría
historia de un mandato de venganza y cómo se cumple ese mandato. Llega Roberto Gálvez
al pueblo tropical de su infancia con una misión: cumplir el deseo de su abuelo
muerto, Gabriel Gálvez, de recuperar el honor y la propiedad –que es también un
linaje y un destino- presuntamente mancillado y usurpado por su padre, el
mulato Crescencio, criado que cometió, según algunas versiones, una múltiple
villanía: mató al abuelo, se quedó con la casa y el dinero y sedujo a Maricel,
la madre de Roberto, y la enloqueció. No importa tanto saber si estos crímenes
fueron realmente cometidos por Crescencio, como seguir los pasos que Roberto
sigue para ejecutar la venganza, y cómo esos pasos dan lugar a una serie de
duplicaciones. En un pueblo sin ley, sin policía, sin administradores de una
justicia objetiva, la venganza se convierte en acto justiciero.
Dos muertos, Gabriel y Crescencio, son las
grandes presencias ausentes de esta historia. Todo gira en torno a las
presuntas villanías de Crescencio –digo presuntas porque todas aparecen vistas
desde Roberto, es decir, desde el legado de odio de Gabriel-, y en torno al
racismo del abuelo, a su enfermizo paternalismo, su desprecio a la mujer –por
no ser transmisora del apellido a la descendencia-, terribles prejuicios que
abonaron el terreno para que las villanías del criado se desplegaran. Es una
historia en la que se enfrentan dos concepciones irreductibles de la vida.
En este denso y magistral cuento podemos
apreciar las siguientes duplicaciones:
a) Gabriel Gálvez, el abuelo, ansiaba
duplicarse, para perpetuarse, en un hijo varón que llevara su apellido, pero le
nació una mujer, Maricel, quien se convirtió -horror de horrores- en amante del
mulato Crescencio y murió al dar a luz a Roberto.
b) Roberto Gálvez (doblemente huérfano) es
el heredero del odio del abuelo por el usurpador, su padre, el mulato Crescencio.
Roberto ha aprendido a odiarlo a tal punto de renunciar a su parentesco. Al
recibir esa herencia de odio, aceptarla, vivirla, se convierte de algún modo en
el abuelo, quien a su vez perdura en el nieto y perpetúa en él su odio por el
usurpador. Todo legado, toda herencia, hace pervivir al testador en el
legatario. Por el legado del odio, el ya finado Gabriel se duplica (o resucita)
en Roberto, y Roberto se convierte a su vez en legatario y duplicación del
abuelo.
c) Existen dos hijos de Crescencio. El
mayor, Roberto, ha escapado, niño aún, sin resolverse a ejecutar la venganza.
Ausente Roberto, a Crescencio le ha nacido otro hijo al que también ha llamado
Roberto, en un abominable acto de suplantación, una negación total de la
existencia del hijo mayor. La duplicación por el nombre enfrenta a los dos
hijos y revive en ese enfrentamiento el pasado de odio. Crescencio acaba de
morir, y el recién llegado Roberto habrá de ejercer la venganza en el otro
Roberto, su hermano menor.
d) El narrador subraya la duplicación física
por los parecidos entre los vivos y los muertos. La narración subraya el enorme
parecido físico entre el recién llegado Roberto y el finado Gabriel Gálvez,
como entre el muchacho (el segundo Roberto) y el recién sepultado Crescencio.
e) La escena de las seis campanadas de la
tarde entre Roberto el mayor y Roberto el menor –nos ilustra el narrador- ya
ocurrió hace veinticinco años. El tiempo es, pues, cíclico y duplica los
acontecimientos como en un espejo. Pero esta repetición –como otras- constituye
algo más que un detalle musical que indica los procedimientos narrativos de
Melo.
f) Se trata de algo más que detalles
musicales. Los muertos viven en los vivos: el encuentro final entre Roberto y
el muchacho se convierte en una resurrección de tiempos, una repetición del
encuentro final entre Crescencio y Gabriel Gálvez, quien caerá, no asesinado
sino víctima de una hemorragia cerebral. Escribe el narrador:
Roberto era don
Gabriel Gálvez. Un hermoso, inolvidable espectáculo: la resurrección. Roberto y
el muchacho ya no se acordaban de ellos mismos, ya no importaban. Ser los
otros. Repetir los actos de los otros, parecerse a ellos, ser ellos,
inmortalizarlos, revivirlos.
g) Concomitante al anterior, está el papel
duplicador de la memoria: Roberto se recuerda a sí mismo veinticinco años atrás
y ese yo del que se acuerda es también otro.
h) El narrador (que a menudo cuenta en
primera persona, involucrándose en la acción) es también una duplicación. Está
omnipresente: es un espejo que refleja todas las acciones significativas, aun
las más nimias, del recién llegado Roberto. En un episodio, este narrador, este
espejo, se esconde en la recámara para poder seguir de cerca a Roberto, ser su
testigo, su cronista. “¿Está usted ahí?”, pregunta Roberto al narrador y es
como si quisiera asegurarse de que el espejo está aún presente para que siga
reflejando con palabras sus acciones, su existencia.
Gran lector de Faulkner, Melo recibió su
influencia. No sólo se la advierte en cierto retorcimiento estilístico -eficaz,
por cierto-, sino sobre todo en sus atmósferas, en el ambiente lúgubre y
sombrío que se respira en ellas y, desde luego, en el tema reiterado de la
decadencia y destrucción de una familia. Las acciones ocurren casi todas en la
noche o en interiores oscuros, subrayándose de este modo la lobreguez y
nocturnidad de los personajes y de las acciones. La densidad estilística es
palpable en esos periodos largos cargados de información secundaria; en esas
abundantes oraciones explicativas o incidentales; en el uso incesante de los
paréntesis y los guiones, empleo que también responde, como él mismo confiesa
en su Autobiografía, a la necesidad
de protegerse.
En “Sábado: El verano de la mariposa”, otro
cuento magistral, seguramente el mejor de Melo y uno de los cuentos antológicos
de la literatura mexicana, asistimos al apasionado deseo de una solterona que
no ha vivido nada importante, de convertirse en otra; asistimos a la
metamorfosis de una oruga en radiante mariposa.
El cuento consiste, formalmente, en la
descripción de los momentos o movimientos de esa metamorfosis.
Ocurren las acciones en un pueblo atontado
por el calor, a las tres de una tarde de siesta, en medio de “una casi audible
quietud de las cosas, el sol aplastante”. Sola, la costurera Titina contempla
el pueblo soñoliento, el vestido de la señora Lola a punto de terminarse en sus
manos, oyendo en el radio “no puedo ser feliz, no te puedo olvidar”, aunque
ella no tiene nada de qué olvidarse. Ese “quedarse para vestir santos” puede
muy bien adjudicarse a Titina, quien cose el vestido -frente a la imagen de
Santa Teresita del Niño Jesús- de una mujer que va a celebrar veinticinco años
de matrimonio.
Melo describe, en un primer momento de esta
metamorfosis, indirecta y bellamente, el deseo de Titina por sentirse libre de
las ataduras, puesto el énfasis de la narración en la marcada diferencia que
existe entre el cielo y la tierra, que es lo que ella ve.
El segundo movimiento de su alma consiste en
decir no, no a la vida presente: “deseos de hablar con alguien y ya nunca más
con ella misma frente al espejo”: decir que no a su soledad: urgencia de
otredad, de que haya otro en su vida.
Piensa entonces en la única otredad ahora presente en su vida: lo que tiene en
sus manos, el vestido de la señora Lola que en ese día cumple y celebra un
aniversario de bodas.
En el tercer momento asistimos a una
apropiación externa del otro. Titina se pone el vestido de la señora Lola. Del
desprecio de sí misma, de su soledad, nace el deseo de transformarse en otra,
en la mujer que cumplirá años de unión con un hombre. Desprecio de sí misma
significa verse tonta, fea, miope, vieja, cursi y llorona como esas solteronas
que salen en las películas que le dan tanta tristeza.
El cuarto movimiento consiste en salir de la
casa, en exhibir socialmente ese otro yo en que se va transformando a partir de
la apropiación del vestido ajeno. No se está transformando en la señora Lola,
sino en una dimensión desconocida y trascendental de sí misma. Al principio las
calles están vacías, sólo habitadas por el rumor de los ventiladores en las
casas y no hay a quién pregonar su transformación. Pero se dirige hacia el río,
donde las miradas de los pescadores la persiguen.
El quinto movimiento es la sacralización, la
investidura ritual de su nuevo yo. Sumerge su cuerpo en las aguas del río: es
un bautizo. Acompaña esta audaz acción con plegarias que reclaman la felicidad.
Son las palabras de su propio bautizo. El ritual del bautismo la vuelve fuerte,
“igual a Dios, dueña de la otra orilla, sabedora del secreto”, “Titina, ella,
la que lava pecados, la que redime”.
El sexto movimiento consiste en el regreso a
la soledad. Se sabe sola, pero de vuelta de la redención, de la dignificación
por un fuego que no respeta nada ni a nadie: es una soledad trascendente: a
partir de sí misma, se ha convertido en otra mujer que es ella misma.
Séptimo movimiento: Ella se encuentra en el
origen de las cosas porque ha empezado de nuevo. Sabiéndose el primer ser
humano sobre la tierra, empieza su tarea de nombramiento de las cosas o, más
bien, de renombramiento. Todas las cosas deben llamarse Titina. Esto es ya una
forma de la felicidad. Se ve a sí misma como Dios en el sexto día, recreadora
del mundo. Y ve que todo es bueno.
El octavo movimiento consiste en el primer
contacto con un extraño, un turista desconocido, “el enemigo”, el otro real y objetivo a quien conoce en
la calle en medio del torrencial aguacero nocturno, el diluvio que todo lo
purifica. En estos momentos, las acciones, curiosamente, son narradas con
verbos en abstracto, en infinitivo, como si ella hubiese perdido una identidad
personal. La aventura erótica estaba a las puertas, pero no se dio. Y Melo no
podía tampoco terminar su cuento de manera tan complaciente. Titina ya vivió su
gran momento de felicidad interior, ya fue la oruga transformada en radiante
mariposa, de modo que el tiempo rutinario volverá a atraparla con su mortal
alfiler. El cuento deja latente, entre otras interrogantes, la que sigue: ¿qué
hará Titina con esa libertad y alegría ganadas por un momento? Pregunta que
late, como alas de mariposa, al final de esta pequeña obra maestra.
Con más evidencia que en el cuento anterior,
es decir, de una manera menos rica y compleja y más esquemática, el deseo por
ser otro, por ser el otro, permea el cuento “Domingo: El día de reposo”.
Antonio desea ser como su amigo
Ricardo, el afortunado con las mujeres y el dinero. El asco de sí mismo y la
envidia lo conducen –desde su imagen de pobre diablo, de oscuro oficinista
atosigado por una vida mediocre- a envidiar a Ricardo, a desear ser él, a
desearlo. El móvil es semejante al de la novela de Patricia Highsmith antes
mencionada, es decir, la suplantación, la impostura. La gran diferencia radica
en que la brillante novela de la Highsmith nos enfrenta a un minucioso proceso
de suplantación real y total de otra persona, mientras que en el cuento de Melo
la suplantación ocurre inexplicablemente y de modo efímero. Melo pierde rigor
en este relato que pudo haber sido una magnífica muestra de impostura. Es un
cuento fallido, un fracaso literario: la suplantación se da, en la práctica,
por el fácil y arbitrario expediente de nombrar “Ricardo” allí donde debía
decir “Antonio”. Por otra parte, no deja de molestar la vulgaridad de la
aspiración de Antonio. Difiere de “El verano de la mariposa” en que mientras
aquí la mujer opera una sutil transformación desde sí misma en otra posible que
estaba latente en sí misma, en “El día del reposo” existe objetivamente un otro ajeno a Antonio en el cual éste
quiere convertirse. El tema del deseo del otro está insuficientemente
desarrollado: no llega hasta sus últimas consecuencias, como en la Highsmith.
Se trata, por tanto, de una usurpación psicológica, subjetiva. Por el
expediente de la usurpación, en efecto, Antonio logra ser Ricardo, pero sólo
por un día, el domingo del reposo. “Se puede”, escribe Alfredo Pavón, “adoptar
un momento la vida e identidad de otro, pero no suplantarlo ni serlo a
perpetuidad”. Por ello, prosigue, “y porque en el día del reposo la tragedia
sería un contrasentido, configura a un personaje cuya ambición pasajera es
cambiar de personalidad, simulando ser otro, más precisamente, ser el otro,
aunque sin perder las dimensiones, es decir, consciente de la transitoriedad y
del espejismo implícitos en el juego enmascarante”4.
De la lectura de estos cuentos podemos concluir que el otro yo es casi
siempre un espejismo, un juego enmascarante que realiza el yo, sea para
protegerse del mundo, sea para protegerse de sí mismo. El yo es la fuente de
todos estos desdoblamientos y duplicidades, y el miedo los procrea, los pone en
acción y movimiento. Por otra parte, el carácter efímero de las apropiaciones
del otro indican, en fin de cuentas, que no podemos librarnos de nosotros
mismos sino con la muerte.
* Escritor ecuatoriano. Profesor investigador en el Departamento de
Humanidades, UAM-Azcapotzalco, desde 1974.
NOTAS
1. En la mitología griega y romana aparecen ya numerosos casos de
metamorfosis de dioses en otros seres a los cuales duplican, como la de
Mercurio en Sosia en la comedia Anfitrión
de Plauto. De ahí que la palabra “sosia” o “sosías” ha pasado a la lengua
española como sinónimo de doble, de otro yo. Sin embargo, la duplicación (que
no desdoblamiento del yo) en la Antigüedad y en la mitología no aparece como
problema central de la existencia, como en el romanticismo alemán, sino como
mero recurso para engañar o vencer a otro en una lid, bélica o amorosa.
2. Juan Vicente Melo. La obediencia
nocturna. México, Era-Secretaría de Educación Pública (col. Lecturas
Mexicanas), 1987, p. 111.
3. Juan Vicente Melo. “Fin de semana”, en Cuentos completos. Prólogo de Alfredo Pavón. Veracruz,
CONACULTA-Gobierno del Estado de Veracruz-Fondo Estatal para la Cultura y las
Artes-Instituto Veracruzano de Cultura, 1997.
583 pp.
4. Alfredo Pavón. Prólogo a Cuentos
completos de Juan Vicente Melo, p. 47.