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MARÍA ANGELINA, ÉL, ELLA

                                              (HISTORIA DE AMOR AÑEJO)
                                                                          a la Ondina
 
- No hay para mí cosa más triste –suspiró la solterona- que ver la marchitación de las flores.
Meneó la cabeza diciendo para sí no, no, no. Esa gente dominguera asintió, burlona, el no de la solterona y siguió arrojando piedrecillas a la lisa superficie del agua. No cayó en la cuenta de que, en efecto, esa orquídea se había marchitado con el fuerte sol del verano. Ese curioso aspecto: zapatos negros de grueso tacón alto, falda de seda negra con un cinto en el talle delgado, rematada espumosamente por encajes en las muñecas y en el pecho, sombrero indecorosamente echado hacia un lado, con un velo que festoneaba su frente, era menos llamativo que ese aire de libertad, ese abandono de toda salvaguardia que a la vez sugería independencia y desamparo, fuerza y debilidad, libertad y soledad. Todos la sabían loca, sí, pero no de remate, de modo que los suspiros esos y extravagancias no pasaban de ser tomados con cierta burlona benevolencia. Nadie corría tras ella con piedrecillas o silbidos, nadie le embromaba abiertamente, nadie le encaraba su locura. De algún modo, también, infundía respeto, porque nadie sabía cómo iría a reaccionar . Se cuenta, por ejemplo, que cuando un conocido petimetre y burlador la persiguió, recibió de ella esta respuesta: “Vaya, joven, a sus diablillos de trastienda, que yo soy María Angelina, una mujer respetable”, y fulminado por esa mirada, el pobre hombre tuvo en adelante que guardar su distancia y pedir a los demás que también la mantuvieran. Un cerco la protegía de una eventual invasión del mundo. Era ella, en cambio, quien asaltaba a la gente con alguna pregunta, alguna observación, porque a ella le gustaba elegir sus interlocutores. De vez en cuando aceptaba en una acera, en una banca, una compañía, pero era elegida por ella, lograda por ella. “Oiga, a usted lo conozco”, decía al desconocido, “¿No fue en una corrida de toros en Pastocalle, hace tres años?” Y ante la perplejidad del asaltado: “Usted se rompió una pierna cuando quiso saltar a la barrera por lo perseguido que fue de un toro castaño. Sí, sí, sí, hace tres años, en Pastocalle. Tengo buena memoria…” Y entonces no había nada qué hacer: el desconocido, con toda una historia encima, venía a ser por fuerza un conocido más de María Angelina. Mientras miraba con un ojo hacia sí misma, con el otro acechaba, por el rabillo,  al próximo amigo, al siguiente cómplice de su rebeldía. Y se aproximaba, entonces, a una persona sorprendente: “¡Qué caso, joven, usted, con barbas blancas en su barba! ¡Habráse visto, usted es un niño todavía!” Y he aquí que ganaba otro amigo ocasional. Como al verla callada en una procesión de la Virgen de los Dolores una conocida suya le hiciera ostentación de su cantar, se le acercó y le dijo: “Dios oye mejor los requiebros de una carta que los avemarías de una voz patoja. Y como mi voz se parece a la suya, mejor me callo. La voz cojea, la carta vuela”.
Dentro de su casa, de semicolumnas jónicas, dinteles y cornisas dieciochescas, flotantes y opresoras cortinas, se respiraba un aire antiguo, un olor de algo que ya no es. Situada en la calle Sucre, era visitada por conocidos o curiosos que de alguna manera pretendían abolir el enigma de la vida íntima de la loquita. Pero ni ellas, ni siquiera la sirvienta de la loquita eran capaces de hallar algo más que quehaceres domésticos de una solterona que vivía holgadamente de una herencia.
Como esta ciudad andina se encontraba tercamente empeñada en adoptar exquisiteces europeas y disponía de habilidosos de buen gusto que aquí ponían en orden los cristales de una araña, allá reparaban alfombras, acullá remendaban tapices, pronto encontró en María Angelina una notable bordadora y tejedora de encajes. Tejía cuadros míticos, inventaba con el hilo historias de amor, casi siempre resumidas en una sola escena. El buen gusto de las gentes –semejante al de quien ostenta un diente de oro- les llevó a exhibir esos encajes y esos bordados por todas partes, y a darles los usos más extravagantes, como limpiarse la nariz con los senos de Briseida devuelta a Aquiles, o aplastar con una taza de arroz con leche a una mujer bajo la luna, plañidera por la ausencia del amado.
Pero en esa mañana deslumbrante de domingo ella estaba gestando un tejido distinto con un hilo distinto. La orquídea marchita se estremeció al roce de la mano crispada de María Angelina, el aleteo del día pareció cesar y los muchachos dejaron de arrojar piedrecillas al estanque. Anduvo al azar (pareció) entre los descuidados jardines, los acuciosos fotógrafos de cámara fija, los bancos de indolentes parroquianos, los campesinos vendedores de fruta, granos y carne. Al cruzar el arco del puente, se detuvo. Lo vio venir. Vaciló, fingió mirar las canoas a remo y trató de refugiarse en la inmóvil superficie del agua. Respiraba agitadamente. Quiso pensar, recordar y olvidar a la vez, explicarse, inventar una historia, el pretexto, cualquier cosa, y sólo pudo constatar en silencio el aproximarse del bello joven que no iba a cambiar su ruta, que fatalmente cruzaría el arco del puente y se fijaría en ella y a lo mejor reconocería en su cara (momentáneamente) los rasgos descritos en el libro que venía leyendo. O, peor, sólo vería en ella un estúpido asombro, una perplejidad implorante, un desfallecimiento, y entonces estaría perdida. Casi mecánicamente volvió a andar, y al llegar sobre el arco del puente, se detuvo frente a él, y allí se detuvo él también. Escudriñó las facciones del joven (o tal pareció hacer), como quien contempla un paisaje olvidado que trata de asomar por un momento y devolverla los días felices; esbozó una leve sonrisa, y como si de ello dependiese su vida, arriesgó la pregunta, temblorosa:
-         Yo a usted lo conocí… hace mucho… mucho tiempo. Usted era estudiante, ¿no?
-         Yo… soy estudiante…
Ella se cruzó la mano sobre el rostro como quien despeja una telaraña y luego atrapa al vuelo una imagen, un recuerdo feliz que amenaza irse para siempre. Sintió, consoladoramente, que el día, entre ellos, sobre ella, volvía a levantar sus alas; percibió de nuevo el chapoteo de las piedrecillas sobre el agua; volvió a oír los pregones de las mujeres robustas. Miró hacia atrás para asegurarse de que no era mentira, de que todo era real y seguía siendo como antes, como cuando observó la flor. Aprovechó ese gesto: como quien señala a alguien en esa soñolienta muchedumbre, o fuera de ella, o más allá de ella, pero perteneciente a ella, le dijo al joven:
- Hay una muchacha, una linda muchachita interesada en usted. Tal vez ella lo quiere, y usted no lo sabe. Ahora, por lo menos lo sabe. Ella viene los domingos a este parque, y hoy, no sé por qué, ha faltado, aunque en buena hora le contaré, porque sus padres, bueno usted sabe… lo prefijan todo. No pregunte todavía: hay que ir despacio en camino pedregoso. Ella lo conoce de vista, pero ansía saber cómo se llama… Le diré algo en su nombre. No hable más, Alvaro, estudie esta semana, y nos veremos el próximo domingo en este mismo sitio y a esta misma hora. Siga, siga, siga su camino. Hasta el domingo, entonces.
Y como si ese domingo la esperara al final de la Alameda con la muchacha en brazos, se echó a andar, presurosa, sin ver atrás. Se había salvado. Pero también se había comprometido.    
Azorada, que no cabía en sí de nerviosismo, de inquietud, se pasó esa tarde frotándose las dos manos, trasladándose de un cuarto a otro, haciendo a medias lo que antes hacía del todo y con rigor. Sólo el atardecer le devolvió la paz. Estaba por asomarse al balcón cuando oyó el repique de las campanas de la iglesia. Se encaminó al peinador con paso firme y casi viril, se cubrió la cabeza con la mantilla, no con el sombrero, se reconoció en el espejo de frente y de perfil, se dijo adiós y salió.
En la procesión se sintió mejor: segura, protegida, de algún modo multiplicada en decenas de voces que, aunque desacompasadas y desiguales, cantaban la misma cosa. Esa Virgen llevada en parihuelas, ese olor a incienso y a rosas frescas, ese multitudinario cantar desfilando, le hicieron olvidar, casi del todo, el episodio de la Alameda y hasta decidir, en algún momento de euforia, sin recordar todas las circunstancias ni pretender recordarlas, antes bien, con alguna inconsciente pero firme voluntad de olvido, que no había pasado nada, que no se había comprometido con nada ni con nadie y que no iría a ninguna cita de domingo, y que ya vería aquel que pretendiese recordárselo. Todo había sido ilusión y embeleco, y nadie tenía derecho de recordarle cosas que ella había decidido olvidar. “Soy María Angelina y no necesito más”, se oyó decir cuando el cortejo dobló una esquina. Volvió atrás la mirada y con ella dominó a la muchedumbre, como si alguien la hubiese llamado. Desafiante fue la mirada, sí, pero en ese momento le vino un nuevo sobresalto. Se detuvo. Empujada por el cortejo, siempre tendió a volverse atrás porque de nuevo se sintió atada a algo placentero que la hacía infeliz. Atrás, cubierta la rubia cabeza con una mantilla blanca, iluminándosele el rostro con la vela llevada en la mano y las velas vecinas, avanzaba la muchacha, de esplendente belleza y atacable soledad. Desparramó la vista como buscando a alguien o algo que acudiese a completar la visión y le infundiese seguridad. Reconoció dentro de sí el mismo desfallecimiento de la mañana sobre el arco del puente y, abriéndose paso en ese bosque de antorchas, buscó la proximidad, a contracorriente, de la hermosa muchacha que fatalmente iba a doblar la esquina donde ella, María Angelina, se había detenido al azar. Sorprendida, azorada, la muchacha también se detuvo ante ella y la miró. Se produjo entre las dos miradas una tensión que ni la muchedumbre, febril, arrolladora, pudo romper. De un modo secreto, las dos parecieron entenderse y depender la una de la otra, la más joven quizá por ser más joven y estar a merced de alguien adulto y extraño (su mirada, su mirada, su mirada), que algo iba a decirle, y la menos joven, quizá por ser menos joven y buscar en la otra, como en un cofre escondido, su identidad, o la juventud, o algún perdido momento de la juventud. La corriente del tiempo pareció suspenderse en esa brusca mirada de entendimiento. María Angelina presintió el paso que la otra iba a dar, el permiso que iba a pedir, y con una mirada acariciadora, ternísima, la cubrió con las palabras de amor del joven con quien debería verse en la Alameda el próximo domingo a las once de la mañana.
Al arrodillarse para la bendición del cura, oró con toda su alma por Alvaro y Margarita.
El domingo siguiente, sobre el arco del puente, Alvaro Quiñónez recibió de manos de María Angelina una carta que decía lo siguiente:
 
Señor
Alvaro Quiñónez
Ciudad
 
No sé en verdad, no me atrevo a elegir un encabezamiento justo para dirigirme a usted en términos tales que a la vez me hagan digna de su respeto y expresen sin ambages lo que siento por usted. Una mujer, esa mujer a la que sin duda conocerá, María Angelina, me ha hablado de usted. Es una mujer del todo digna de mi confianza. Por eso he preferido que los primeros pasos en nuestras relaciones se den a través de ella.
Lo que me ha inducido a romper mi silencio es, en primer lugar, el descubrimiento que he hecho de la bondad de esa mujer, por lo cual le pido, le encarezco, comparta conmigo este descubrimiento y se confíe íntegramente a ella. En segundo lugar -y esto es algo que no puedo callar por más tiempo ni puedo decirlo sin rubor ni escrúpulo-, quería decirle que a usted lo conozco, que lo he visto, desde mi ventana, encaminarse a la Universidad todos los días, y he oído hablar de usted, y sólo porque sé quién es y cómo es, me he atrevido a confesárselo, aun rompiendo mis principios y mis temores –--que casi siempre, no sé por qué, suelen ir juntos-: me interesa sobremanera conocerlo en persona, Alvaro, y hablar con usted.
Mis padres, mi familia, que son muy ricos, pesan sobre mis actos de una manera decisiva, y por ello he debido buscar un medio clandestino para llegar a usted. La verdad es que mis padres se han fijado en un novio para mí a la altura de su cuenta bancaria, y aunque no me disgusta del todo, tampoco puedo asegurar que allí me espera la felicidad que ansío. La familia, Alvaro, es un mal necesario. Nos exige a toda costa parecernos a ella, y a veces, Alvaro, créamelo, resultamos muy, pero muy diferentes.
Y por ahora no digo más. Confíese enteramente –como yo lo he hecho- a María Angelina, que por ahora dirige nuestros movimientos, y escuche lo que debe hacer.
 
Suya, sinceramente,
Margarita.   
-         Y bien, ¿qué debo hacer? –preguntó Alvaro, incrédulo, perplejo, obediente. (Había llovido la víspera y ahora el sol brillaba. Se esparcía por el aire un fragante olor a eucalipto y a flores y a hierba húmeda).
-         Esto no me basta –siguió Alvaro-. ¿Puedo verla en verdad? (También se percibía un suave rumor de insectos y de brisa).
-         Haga cuenta que ella le está oyendo –dijo María Angelina, sonriendo.
-         Sí, lo sé, pero ¿cuándo?, ¿dónde? –y dobló la carta para encerrarla en el sobre. (Los paseantes empezaron a invadir el puente).
-         Ella vendrá al parque de un momento a otro con su amigo, el prometido.
(Dos niños corrieron junto a ellos, persiguiéndose).
-         ¿Y qué debo hacer yo? –preguntó él con ansiedad- ¿Espiarla?
-         Sí, ella vendrá, yo le aseguro que va a cumplir porque la conozco y sé lo que siente
por usted. Por ahora lo único que le está permitido hacer es espiarla. Ella tenderá siempre a mirar hacia acá. Usted, por tanto, apártese, refúgiese en un quiosco, aquel, por ejemplo, que tiene música. Procure no revelarse ante ella. Si lo hace, todo estará perdido. Recuerde: ella no debe verlo, usted sí. Y ahora, separémonos. 
María Angelina –zapatos negros de grueso tacón alto, falda negra ceñida en el talle por un cinturón, rematada por olas de encaje blanco en el pecho y en los brazos, sombrero inclinado hacia un lado con su red de punto de hilo- se puso a observar cómo la lisa superficie del agua se estremecía con los golpes de las piedrecillas. En vano buscó con la mirada la memoria de un domingo no olvidado: la orquídea había sido aplastada o tronchada, qué sé yo. Del gramófono del quiosco se escapaba un pasillo:
 
         “La juventud es breve como rosa temprana…”
 
Pensó de nuevo en el joven que adentro esperaba con ansiedad. Pensó si no se habría equivocado. No. Se trataba de un muchacho recién llegado a la Universidad desde alguna remota provincia, y que aún no conocía a nadie ni era conocido de nadie, salvo de ella, María Angelina, sí, a quien le convenía aprovechar esos días que Dios le había otorgado: si dejaba pasar más tiempo, todo estaría perdido. Hasta el amor se iría como rosa temprana. Había que realizarlo, y pronto, y ya y -también loca, también impaciente-, respiraba agitada, miraba aquí, allá, giraba sobre su propio cuerpo y le daban ganas también de echar piedrecillas allá abajo, pero no –se dijo-, ella vendrá y como me habré descuidado no sabré a qué hora llegó ni dónde estuvo ni qué hizo él ni qué hizo ella y María Angelina se quedará como ese 7 de ahí con los brazos abiertos como un espantapájaros, crucificada, atravesada y ridícula, como lo estuvo alguna vez por enamorarse estúpidamente de un estúpido. No, no, no –y meneó la cabeza- él la quiere, como yo le quise y por tanto ella, ella, ella, no deberá saberlo nunca.
Y ella apareció, de pronto, deslumbrante, de entre los árboles, del brazo de su prometido, como la criada de la casa le había anunciado. Apareció sonriendo pudorosamente con el desconocido y volviendo a hacer ostentación de sí misma y de su pareja en su sonrisa presuntuosa que se negaba a aparecer del todo ante los sedientos parroquianos. Se pavoneaba entre ellos como si fuese la cabeza de un cortejo largo, larguísimo, con cola y todo, una cola a la que había que cuidar, porque si no, se atascaba por allí o se quedaba enroscada en el cuello de algún durmiente. No había nada qué hacer: Margarita era bella como la Venus emergente de su concha marítima, demasiado bella para ser de alguien.
Pero ella le había escrito la carta. Oculto en el quiosco y entre los árboles, Alvaro vio que María Angelina lo vigilaba discretamente. Como asegurándose de no ser vista, chasqueó los dedos: la señal. Se situó ella misma en escena y dirigió los movimientos de la pareja, de tal modo que la bella pudiera volcarse a los ojos sedientos de Alvaro. Pero imposible escuchar su conversación. Todos parecían conocerse ya: María Angelina, él, ella.
Al fin de la conversación, al fin del paseo, al fin de la mañana, al fin de todo, María Angelina enfrentó al extasiado Alvaro:
-         Tienes suerte, muchacho, una suerte más loca que María Angelina. ¿Y bien, Alvaro?-. Observó la carta ajada por el nerviosismo de sus manos.
-         ¡Quiero hablarle, María Angelina! ¿Dónde vive? ¡Seguro, es una casa con portón y ventanas enrejadas la suya! ¡Sólo dígame dónde vive!
-         Alto, alto, alto y paciencia, muchacho. No conviene que sepas ahora más de lo que sabes. Estás inflamado y lo entiendo. Pero es mejor para ambos que no sepas más. Yo sé por qué te digo.
-         ¿Cuánto debo esperar?
-         Una semana.
-         ¿Y después?
-          Tal vez otra semana… tal vez…¡Debo irme! –y había en su voz un
sordo dolor-. Hasta el domingo, Alvaro, aquí…-añadió con oscura resignación-.
Omitamos la crónica de sus llantos, dudas, arrepentimientos, cavilaciones, infusiones de valor y, por fin, decisión última de no volverse atrás. El domingo siguiente, en medio de un torbellino devastador de viento y polvo, María Angelina entregó una carta al muchacho, que inútilmente intentó percibir el maravilloso olor de antaño. La carta, sucinta, decía, en letra atormentada, lo siguiente:
 
Querido Alvaro:
 
He dicho a María Angelina que voy a salir de Quito por una semana. Yo tampoco puedo más. Lo que antes era inquietud, impaciencia, ahora es dolor de todo mi ser. Necesito sacarme del alma una espina, Alvaro mío, y he decidido romper con mi familia. Lo veré el sábado próximo a las once de la mañana en la iglesia de El Belén. Por Dios, no falte. No sabe cuán importante es para mí esta cita.
 
Suya,
Margarita.    
 
Y María Angelina se alejó, sombría, presurosa, del arco del puente, mientras Alvaro, loco, feliz, iba a medir las dimensiones de la iglesia donde Margarita estaría esperándolo después de sus clases.
Después de sus clases, Alvaro fue al cuarto de baño, se lavó de nuevo, se peinó, se miró de frente y de perfil, se dijo adiós y salió. Procuró mantenerse firme y limpio a pesar de la carrera, conservar sus cartas en la mano. Que el viento no le toque el cabello. Varias veces tropezó, otras tantas se le cayeron las cartas. Cuando llegó, jadeando, a la Alameda, soplaba un ventarrón de verano que lo descomponía todo. Allá, al fondo, sin embargo, pudo ver un poblado oasis; la anhelada iglesia, inmóvil, poderosa a pesar de su humildad, cobijando a impacientes, numerosos vehículos y elegantes caballeros. Tenía ya el corazón en la boca y aquello le inquietó. Atrás, en el último asiento, esperó. Buscó a Margarita entre el gentío y ella no estaba. Deseó al menos apoyarse en la buena de María Angelina. La misa se acabó y los novios iniciaron el desfile en medio de las dos columnas de invitados. Cerca de la puerta, por una mirada azarosa entre las dos cabezas de monigote de dos señoras, Alvaro pudo ver a la novia desfilante, Margarita. Al salir de la iglesia por el lado derecho de la escalinata, pudo ver al fin el rostro de la desgracia: allí, al pie de la escalinata, jadeante, estaba María Angelina, pálida, lúcida, desencajada, con la palabra ahogada en la boca, con la cabal comprensión de que, con el trofeo de la venganza, había vuelto a matar sus ilusiones. Y entre Alvaro y María Angelina hubo una mirada de entendimiento.

LOS PASOS INVISIBLES


                                                                                            A José Vacas
 
Aquella noche volví tarde a casa. A los primeros crescendos de la Fantastique de Berlioz escuché también las primeras recriminaciones, los primeros toquecitos en la pared izquierda. Preví que para los fortísimos, tan abundantes en la sinfonía, aquello se volvería insoportable en las cuatro paredes. Al rato, en efecto, me llegó en los nudillos de sus dedos la censura hundiéndose en las paredes de mi cuarto. Decidí no escuchar la noche de brujas y dormirme.
A la noche siguiente me encerré a escuchar el último movimiento. Eran las diez y media y las recriminaciones de la víspera no se hicieron esperar y alimentaron mi deseo de fulminarlos a todos con un fortísimo de Berlioz al máximo volumen que rompiese con todo de una vez e hiciese acudir desde lejos a la concièrge y asistir a un colosal incidente, único, irrepetible, a un escándalo que se quedara grabado para siempre en la historia de esa casa que parecía no tener ninguna.
Más bien por jugar, opté por la actitud exactamente opuesta, que en nada me distanciaría de mi conducta antisocial, sino que la confirmaría. Comprendí que armar un bochinche en esa casa era una operación similar a la de neutralizarme y espiar a los otros con los oídos.
Tardé en dormir. Fue entonces cuando distinguí los pasos sobre el cielorraso. Primero saltó de la cama, y por un momento imaginé que el techo entero iba a desplomarse sobre mi cuerpo con el de arriba encima; al fin y al cabo, habría sido esa caída un sustituto del fortísimo de Berlioz, del frustrado escándalo, un rompimiento de ese orden celosamente construido y absorto en su propia contemplación. Pero no se desplomó el techo y el hombre siguió caminando hasta un lugar cuya identidad no alcancé a definir. Deduje que era un hombre mayor por la pesadez de sus pasos. Me entretuve en seguir, boca arriba, ante los caprichos de la vaga luz que venía de la calle, la trayectoria de esos pasos y observar en qué momento yo perdía la pista, cuándo y dónde la recuperaba, cuándo y dónde la volvía a perder; en imaginar el destino de esa ruta y así, un poco como en el juego de la gallina ciega o de la piñata empujada por el viento o por la cuerda o por el mismo palo que la persigue. El juego me obligó a reconocer, en primer lugar, mi propia situación en esta pieza del troisième como punto de referencia. Mi cama se encontraba junto a la ventana, la ventana a la derecha de la cama  y el cuarto de baño al fondo, frente a mí. Me pareció que el dormitorio del quatrième era bastante más amplio que el mío, o bien, que el hombre se habría desplazado demasiado lentamente o, quizá también, que ese cuarto no habría respetado el corte arquitectónico del mío, verdadera anomalía en esa vieja casa napoleónica tan respetuosa, con ostentación y todo, de la medida y la simetría. De no ser así, alguna falla se habría dado en mi percepción, atribuible al cansancio y al sueño. Concluí que percibir el sonido independiente del cuerpo que lo provoca determina una incorrecta captación del espacio: este espacio se vuelve más grande de lo que en realidad es: el espacio todo se convierte en sonido. No debo haber olvidado que lo pensé porque al amanecer volví a oírlo. Primero fue su despertador. Sólo al sentir sus pasos caí en la cuenta de que siempre lo había oído, de que siempre había estado en posibilidad de escucharlo. La única presencia era la suya, la de él, arriba, en el quatrième, anunciado por ese despertador que asumía así, de pronto, a las seis y media de la mañana, una presencia ritual.
En esa semana, los hechos fueron encadenándose para dejarme solo y temprano en el troisième. M. Lamont me encargó la traducción de treinta cuartillas extras de los programas. A la luz de la lámpara de las nueve, lo sentí venir, escaleras arriba. Acababa de entrar. Se demoró un poco en la puerta. Restregó sus zapatos en el tapete de la entrada, pasó de inmediato al cuarto de baño donde debe haber sacudido la lluvia del impermeable, debe haberse quitado sus zapatones de caucho para volver a aparecer en su cuarto. De algo debe haberse olvidado, pues regresó al baño. Oí caer el chorro amarillento sobre el agua y luego el desalojo del líquido en torrentes, caño abajo. Se aproximó al sofá y desplegó su periódico. El hombre no debe haber sido dueño de su tiempo en todo el día. Ahora tampoco, ahora que yo escuchaba, secreto, distante, íntimo, en perfecta simbiosis con la profunda quietud de la casa, el nebuloso ronroneo de su televisión. Suspendí por un momento mi tarea y me entregué a un silencio que me arrastrara hasta la percepción de algo más. Me sorprendí en una sensación de horror, de repentina suspensión de toda traza de vida, esto es, de movimiento, de sonido. Pensé que no era posible la existencia de momentos así, en los que nada sucediese, en los que todo pareciera suspenderse y colgar de un hilo invisible, todo depender de nada. Algo debería estar pasando en algún lado. Me asomé al corredor. Nada, sino el ligero rechinar del gozne de mi puerta. Ni un alma, ni un deslizamiento; aquí y allá, estrías de luz al borde de la escalera, y apenas, apenas, el remoto ronroneo de la televisión en el quatrième. Se me vino, de pronto, la palabra exacta para la frase que estaba traduciendo y me volví junto a la lámpara. Palmoteé de gratitud a esa palabra que me había rescatado del corredor. Terminada la primera versión del documento, me puse el abrigo y me deslicé escaleras abajo. En el “Blanche” bebí un vaso de vino y comí un pan con Roquefort.
No sé si fue esa misma noche u otra cuando tropecé con los discos de Miles Davis y Dave Brubeck, ni si fue ese mismo tropezón el que me hizo verlos con temor de escucharlos por la censura que vendría de arriba. Estaba  contemplando unas fotos cuando me vi sorprendido por los pasos invisibles. Salí brutalmente del ensueño, escondí las fotografías y volví a seguir los pasos que me hacían descansar a la vez de mi tarea y de la nostalgia. Me sorprendí a mí mismo literalmente leyendo la ruta de esos pasos. Ya podía presentir adónde se dirigirían, qué estaría haciendo el hombre. Su cama no ocupaba un lugar a la altura de la mía. Pensé que mi espionaje podría ser más exitoso si, además, reproducía, hasta donde fuese posible, su cuarto en el mío. Quité las cobijas y todo peso de mi cama y la arrastré justo hasta donde él tenía la suya. Ahora estaban a la misma altura, es decir, en el centro de la habitación. Algo semejante –no creo que idéntico- pude hacer con la posición de los demás muebles. Pude incluso medir la luz de su cuarto, medir su tiempo. Esos pasos tenían un ritmo preciso: no el caprichoso de los recuerdos ni de las imágenes de la calle, no el de ninguna música conocida ni el de las máquinas. Sólo el de la respiración se le parecía. Esos pasos eran el ritmo y el hombre mismo. Pero debo señalar lo provisional de esta impresión. Había en el carácter de esos pasos algo mucho más concreto y sin embargo inaprehensible de lo que podía imaginar. Empezó a parecerme lógico que en tales celdas, donde la soledad tan prendida estaba, y organizada y compartimentada y reglamentada (“Pas de musique dans la nuit, pas du tout, hein?”), pudiese conocer a un hombre sólo por sus pasos. En esa semana de trabajo junto a mi lámpara supe de sus fatigas, sus discretísimas alegrías, sus insomnios, sus achaques (sus indigestiones, sus largas defecaciones hemorroidales), la rigidez de su horario (reflejo de sus obligaciones burocráticas), el indispensable llamado del despertador a las seis y media de la mañana, su fatiga mental, sus gustos televisivos, su infinita corrección pequeño burguesa, su soledad. En cuanto a mis vecinos, los viejos habitantes de la casa, fueron pasando en mi mente por un curioso proceso de identificación con el hombre de arriba. Sus rostros casi anónimos, vistos de paso en la escalera, sus movimientos, sus sonidos, se habían vuelto casi abstractos ante mí: todos ellos se concentraban, sus pequeñas vidas, en los pasos del hombre del quatrième. Esos pasos eran ellos. 
Creo que fue al quinto día, el deseo de café ante el azucarero vacío, y casi a las diez y media, cuando decidí subir por azúcar al quatrième. Había trabajado febrilmente esa noche y no recuerdo haber seguido sus pasos. Se estaban conjugando dos coincidencias: mi necesidad de azúcar para el café y el silencio de sus pasos, del que sólo tomé conciencia al escuchar los míos en el rechinante graderío en espiral hacia el quatrième. Estuve a punto de regresarme al cuarto ante la sospecha de que sería mal recibido o de alguna manera censurado. Todo me hizo pensar en ello: mi culpable necesidad, las paredes de la casa, el silencio, la hora, las ausencias. Tomé nuevo impulso en el camino y me atreví a tocar a su puerta, tan tímidamente que no debo haber sido escuchado. Pero cómo pude haberlo olvidado. Su horario. Tras el ronroneo de la televisión pude escuchar el ronquido del hombre. Al margen de cualquier urgencia (el azúcar, por ejemplo) apareció en mí otra necesidad: la de ver su rostro, oír su voz, constatar que era igual a la mía, que era igual a la de todos los de esa casa, que era igual a todas las de la rue Mansart, que era igual a todas las de París. De nuevo en mi pieza, escuché. Despertó el hombre y en sus pasos pude advertir, por fin, iluminado yo mismo por mi máquina de escribir y mi breve incursión al corredor, aquello que me había estado inquietando hasta entonces y arrastrando sin que me diera cuenta cabal. En primer lugar, esos pasos eran despiadadamente indiferentes, me ignoraban a plenitud, lo que confirmó mi calidad de extranjero en esas casa; en segundo lugar, había en esos pasos un vago rumor burocrático; su ritmo era ése: el ritmo de las infinitas oficinas que ahora vivían en él y poblaban la casa bajo la forma de una rutina.
Aunque aliviado a medias y con la vaga alegría que sucede a la comprensión de lo antes desconocido, en la mañana siguiente espié como nunca. Primero fue el despertador y, sucesivamente, el descorrer de su cortina, las gárgaras en el baño, los confusos movimientos de una gimnasia matinal, los carraspeos, la tos, todo ello a intervalos precisos en el silencio de la casa. Podría decirle en la escalera que la noche pasada había subido a pedirle azúcar pero que ya se había dormido. Podía iniciar una conversación. Atender a sus movimientos me hizo descuidar los míos. El tiempo había transcurrido sin que me diera cuenta y tuve que hacerlo todo de prisa y desmañadamente. Ni siquiera me afeité. Ordenaba mis papeles cuando lo oí descender por la escalera. Sus pasos eran rápidos, urgentes. No lo alcancé, pero lo adiviné de espaldas, hundiéndose en la espiral de la escalera. Lo seguí, mis pasos eco de los suyos. Cómo maldije en el patio a la concièrge cuando precisamente entonces me abordó con un paquete en la mano. Era de M. Lamont. Cincuenta hojas para traducir. Quise preguntar a la arpía por el hombre que se me iba, pero al ver en ella al Cancerbero, frío guardián implacable y espía, y dueña del silencio de la casa, no encontré ningún pretexto razonable para justificar una pregunta que sólo haría sentirme culpable, inquisidor como ella.
Habían bastado cinco días para que el despertar a las seis y media con la alarma de su reloj se me hiciera una costumbre. Al sexto me desperté antes de hora. Estaba aún muy oscuro. Eran los pasos, ahora convertidos en un lento, penoso arrastrarse de chancletas alrededor de su cama, esto es, alrededor de la mía. Iban y venían en torno a mí en semicírculo. Se abrían a los lados de la cama y luego se cerraban como pinzas en los dos extremos de mi cabecera. La circunferencia que aquel sombrío ras ras había trazado era casi perfecta: el diámetro empezaba a trazarse en mi cabeza y terminaba a la altura de la lámpara central, donde aquello se detenía por un momento a contemplarme. Me incorporé de inmediato, prendí la lámpara del velador  y me esforcé por ver los pasos invisibles. Pero cuanto más hacía por verlos, menos se movían. La inmovilidad, precisamente, los había vuelto invisibles. Apagué de nuevo la lámpara y entonces vi que se dirigían al baño. La volví a encender y lo seguí. Prendí la luz del baño. Miré en el espejo los párpados hinchados, las bolsas de cansancio debajo de los ojos. Tomé un vaso de agua, hice gárgaras y escuché correr esa agua caño abajo. A esa hora el silencio era tan profundo que aun la respiración producía eco. Apagó la luz y volvió a la cama, donde todavía lo esperaba la luz de la lámpara de mesa. La apagó y no debe haber tardado en dormirse.
Desperté de nuevo pasadas las seis y media. Me distrajo de lo ocurrido horas antes el intento por verbalizar mi sueño acerca de un doble encierro: yo era un caracol metido en una concha en espiral al que una enorme fuerza había encerrado en una caja de fósforos. Empujaba con mi cabeza hasta abrirla pero una manos enormes volvían a cerrarla. Quise revisar las hojas por traducir pero estaba agotado. Las dejé sobre el escritorio. De arriba no venía nada. Sólo el silencio. No había sonado el despertador. Me calcé las chancletas y me sumergí en el albornoz. Di unas vueltos en torno de la cama y a lo mejor se descompuso el reloj y el hombre se quedó dormido, qué sé yo, y a lo mejor lo multan o lo echan del puesto o recibe del jefe una reprobación que lo dejará hundido el día entero, humillado y tan irremediablemente astado a una condición que sólo lo llevará a despreciarse. Debo haber tropezado con dos vecinos que, baguette à la main, condescendieron con una sonrisa equívoca. Se limitaron a saludarme con un raro temor y, fríamente extrañados, volver a sus cuartos. No sé cuántos más habrán salido a verme subir. Toqué vigorosa, insistentemente, a la puerta del quatrième –no tenía número ni letra ni nombre alguno que la identificase- y cuando pude interiorizar ese sonido, seco y perentorio, cuando me sorprendí tocando a la puerta como ellos hicieron antes para pedirme silencio, comprendí que ahora, ahora sí había roto el orden de la casa, como al pretender escuchar la Fantastique, y que si seguía haciéndolo, el hombre habría de quejarse a la concièrge o sería capaz de humillarme con una burla, una sonrisa arpía, un alud de preguntas. Pero era demasiado tarde: ya habían llamado a la concièrge. Le pedí que por favor despertara al hombre del quatrième. Me miró compasivamente, como se mira a un loco, y estalló en una horrenda carcajada. El vecino de la pared izquierda acudió con una sonrisa que más bien era una mueca para decirme, tomándome de un brazo, que haría bien en tranquilizarme y regresar a mi cuarto y esperar allí un momento, porque en el quatrième no vivía nadie. 

 

 

 

 

 

LA ABUELA


 
Era más niño aún cuando empezaron a hablarle de la abuela. Tanto, que ya no se acuerda de la primera vez ni de por qué ni cómo. Ella existe, pero no la ve. Es como el sol, que en esas mañanas verdes y azules, y cuando se tiende bocarriba junto al agua corriente, no se deja ver porque la luz es tanta, es tanta, que no  puede abrir los ojos. Ese poniente que lo espera es el mismo que ilumina a la abuela, en pleno mediodía. Un tropezón, una caída, un golpe en el lomo de una oveja, y él acecha, pequeño espía, en el aire, a ver si la abuela desciende. La abuela: esa paloma irradiante, o virgen hermoseada de exvotos, o rosado y mofletudo arcángel alado que blande la espada sobre él.
Una mañana, en la escuela, se atreve a preguntar qué son los tíos. La maestra ignora la situación familiar del niño y como éste no puede todavía trazar mapas imaginarios de parentescos precisos, sólo comprende que los tíos no son los padres. Esa mañana no habla ni juega más. Vuelve con las ovejas junto al río y mientras el viento le sopla en la cara, vaga la vista sobre las montañas. Echa a correr ciegamente y aparece, perrito sediento, ante el fornido labrador que le grita y lo devuelve con las ovejas. Avergonzado, perrito golpeado, hunde los pies en el agua y se revuelca en el potrero, se ríe al arrancar las hierbas con las manos y sepultar la cara en ellas.
Por la noche lo reciben un gran vacío y una cena frugal. Pero otra vez le cuentan de la abuela y sólo entonces los tíos, la pitanza, aquel techo, aquella cama, aquellas voces ásperas, tienen un sentido. ¿Pero cuándo abuela, pero cuándo?, y ve a los angelotes revoloteando en torno a una virgen rosada, de ojos inmóviles, linda, lindísima, procesional, que suave, eternamente extiende sus manos hacia él. Y en la misma noche renace el murmullo al otro lado del biombo. Entre el runrún de alguna mosca extraviada, distingue el susurro ondulante de los tíos. No se levanta, no va hacia ellos, no hace falta. Escucha, espera, arrebujado. Están tomando decisiones. Sólo porque es de él y de la abuela de quienes hablan. Ella dice que si se va, no habrá ya quién cuide del hato; él, que hay que llevarlo.
- Para qué he hablado tanto  -dice- sino para que sepa del mundo; si eso no le enseña la maestra, entonces lo haré yo.
- No es bueno lo que vas a hacer –dice ella, y luego de un roce de cobijas y crujir de ramas de estera, todo vuelve al silencio.
Al otro día es el quítate esto y ponte aquello, el toma lo uno y deja lo otro, el corre por aquí y por allá, el pedir ayuda y dejar la casa en encargo, hacer la mochila y despedirse. A nadie dice adiós sino a las ovejas, con una limpia mirada. Habría preferido que le ahorrasen la caminata hasta la carretera a fin de conservarse limpio y lanzarse mejor a los brazos de la abuela. Pero no tiene más que hacer y, en la carretera, toma el bus sobrecargado de vecinos y naturales de las alturas y de fardos sobre los cuales revolotean las moscas. Le molesta que la polvareda del camino le eche a perder el saco limpio y que los ocupantes se demoren en abandonar una ventana. Por esa ventana huye la mirada:
Le asombra la fuerza del vehículo, traqueteante a los pies de esas lomas enormes, peladas, ventosas, de miedo. Poco a poco el verde se pierde, lo ríos se vuelven riachuelos, profundos, cavernosos; las aguas corren sin ruido; el viento sopla sin que nada se agite sino su propio ulular; la tierra va quedándose atrás y se repite; la vegetación, los trigales y cebadales se tornan maleza y la maleza hierba raquítica y la tierra como nunca se hace piedra y hasta la piedra se deshace en polvo. El carro sube y sube mientras el mundo se esfuma poco a poco. Los naturales parecen adormecidos todos, como al conjuro de una hipnótica fuerza terrestre; los vecinos parecen mudos de asombro, de pasmo, de religiosa sorpresa. Y nadie pide a gritos que el carro se detenga para contener a la tierra que se les va. ¿Es forzoso pasar por esto para ver a la abuela? Ve al paso una laguna muerta, un asno devorado por el viento, los curiquingues, por última vez, el primer cóndor, y para entonces, todo es desolación y viento.
Asombra que habiendo tantas nubes y tan bajas, no llueva para verdecer la tierra. ¡Quién soporta un frío tal en esta altura! Se da calor con el poncho del vecino y piensa que ya está en lo alto de las montañas azules, y que para ver a la abuela el vehículo debe descender de nuevo. Pero hay por todas partes niebla y nubes y curvas y más curvas y el auto no desciende. Está cansado pero no duerme, alerta al cambio que lo rescate, al momento en que deba franquear las puertas del pueblo de la abuela. Parece que el bus desciende, pero es descenso es apenas perceptible. El suelo sigue siendo áspero, desnudo. Presiente la proximidad del pueblo y aún no hay verdor. Él va contando los árboles: hasta se podrían contar sus ramas y aun las de los arbustos, como de esos flacos enfermos de quienes dice el doctor que puede contar los huesos. En una curva el descenso es más perceptible y ya se divisan los tejados. El pueblo no está más lejos, lástima, el suelo ya no tiene tiempo de verdecer. Las casas son blancas y muertas, como de cementerio, de áspera piedra pómez y ahora el sol empieza a arder. A la sombra hace frío, pero al sol uno se quema. Qué solo y pobre se ve el pueblo, que hasta parece sin habitantes, que todos lo han abandonado. Entre el polvo que levantan las ruedas traseras, piensa una vez más, acaso la última, en el bello rostro, impregnado de colorete, rodeado de arcángeles, que tantas veces se detuvo, en una esquina de la tarde, a mirarle y llamarle. Pero ahora, cosa extraña, no lo siente próximo: más bien remoto, desfigurado, se aleja –o se alejó con la marcha del bus-, y ahora es irreconocible. Algo le ha pasado a su memoria, no a la abuela, y desciende.
Al paso, el cacareo de una gallina y se consuela. Eso es bueno. Poco más allá le sale al paso un pavo, un inmenso pavo real coqueteándole con su abanico multicolor sobre la calle polvorienta. El niño quiere jugar, reír, pero la aparición es una mueca. Desconfía. Un pavo real allí es un arco iris donde nunca ha llovido. Se desprende de la mano del tío y corre hacia el pavo, que también echa a correr con zancadas ridículas, haciendo eses sobre esa senda polvorienta como un nubarrón. Se detiene, la aparición hace un respingo, da un grito y se esconde tras una casa esquinera. Allá corre el niño pero el pavo se le ha escapado. Explora entre los arbustos, los flacos árboles y las cercas, pero ha desaparecido. El tío lo llama. Va y camina junto a él, recordando que vio un pavo real y que no pudo alcanzarlo.
El cercado tiene el color de la tierra y es sólo su prolongación. Al otro lado, junto al portón de madera se destaca la copa de un chamburo con las bayas secas y polvorientas. Hay telarañas y hierba mala en el dintel y las jambas del rústico portón. Durante años ¿habrá entrado o salido alguien? Con esfuerzo, el tío abre una de las hojas y pasa al otro lado. El niño descubre que esa puerta es inútil: al frente hay una alambrada y otra puerta pequeña, manejable. Y ahí está la fachada de la casa, sólida, de piedra pómez, blanca, con gruesas columnas de madera roída. Pero cuánta hierba mala la rodea y cuánto polvo la recubre. Una puerta está abierta y sólo se ve un hueco negro. Con esfuerzo distingue el pie de una cama. La abuela no está ahí. Se dirige hacia la esquina de la casa. Hay polvo y el viento sacude las ramas del chamburo susurrante. Un rosal seco, casi muerto, unas cuantas flores marchitas, dos senderillos torpemente trazados por el paso; al fondo, otro chamburo seco, aunque menos que el del portón y, a la sombra de su copa, una figura blanca, blanquísima, sentada como un fantasma, inmóvil, una mano sobre la otra en el regazo, esperando. Avanza hacia ella y poco a poco descubre una vieja cuyo rostro es un nido de arrugas, una mujer vieja, viejísima, de cuento, de sueño, la increíble, de ojos abiertos y penetrantes, que llegan hasta el alma y que a uno le dejan desnudo. Es lo único que vive en ella. Lo demás, los brazos, su vestido, sus manos, son impersonales, son cosas o son aire. Blanca y encorvada, increíblemente pequeña, asusta que siendo tan vieja sea tan pequeña. Y bajo el sol que cae a plomo sobre el árbol que la cobija, resplandece. Él quiere correr, volverse atrás, pero sabe que está pisando una cuerda invisible sujeta en un extremo por el tío que lo espera bajo el chamburo del jardín y en el otro por la abuela. Muy lentamente avanza hacia ella y su repulsión y su miedo crecen a su paso. Es una figura, una mancha blanca con ojos que desnudan el alma y que ven las huellas y los pasos. No hay escape. No desafía a esos ojos y avanza cabizbajo hacia ella, y cuando está todavía arrodillándose, alcanza a ver por última vez un fugitivo pavo real que, burlón, se le va de las manos para siempre. 

GARRAS Y ALAS


                           
         “Mirar tu cuerpo sin más luz que la tuya”
                                                                                              (Vicente Aleixandre)
 
Un bus me rescató de la muchedumbre de aquel sábado por la tarde. Conseguí un lugar junto a la ventanilla. Por un buen rato no supe quién estaba a mi lado. A la altura de Santo Domingo miré el reloj y pretendí comparar esas seis de la tarde del reloj con las seis de la tarde de los rostros. Entonces, inopinadamente, te vi, a mi lado, casi una niña. Usabas medias blancas de colegiala; tu cabello negro chorreaba hacia atrás disciplinándose en un lazo también negro, severo y sencillo. En tus ojos oscuros brillaban a la vez la inocencia y la sensualidad. Tu nariz, respingada, hacía resaltar tus labios y ese encantador surco subnasal. Miraste hacia mi lado, y ya no supe si te fijaste en la calle o te habías distraído con la cicatriz de mi sien derecha y seguías el surco como quien sigue la ruta de un juguete de cuerda, o si a través de mi cara me buscabas. Empecé a ensayar un código de señales que, lo presentía, te inquietó. Ahora me incorporaba para presionar y bajar el vidrio; luego movía mis brazos con algún pretexto –bajar el cierre del chaleco o retirar un botón del ojal- y así llamar tu atención sobre mí y aproximar mi brazo a tu cuerpo. Te alarmaste, creo, porque en cuanto nos dejó el tercero del asiento, te apartaste hacia el filo y ese blanco entre los dos fue tu primera huida.
Ya no me daba igual bajarme dondequiera. En el vértigo del atardecer, el autobús se hundía calle abajo hacia donde la ciudad se estrecha por última vez en una garganta para luego diseminarse en el campo, y yo empecé a experimentar también una sensación de caída que no me desagradaba. Descendiste del bus y te seguí. ¿Sabías que te seguiría?: ninguna sorpresa te delató. Te pregunté por el nombre de alguna calle y lo que sentí cuando te dirigiste a mí fue algo semejante a la vergüenza y al temor: ya resonó en mi mente un grosero comentario de los otros sobre ti y se multiplicaron las burlas de mis conocidos por conocerte. Allí, en el vértice de la esquina amarilla donde nos miramos por primera vez, empezaron a surgir esas oleadas de extrañamiento. Al atarme a tu mirada sentí también que el barrio me era ajeno. Cruzaste la calle y te sumergiste conmigo en ese retorcido callejón ciego donde los niños suspendían el juego para mirarme. Me defendí de ellos fingiendo conocerte hace ya tiempo. Te pregunté dónde vivías, te dije que yo al norte, pero que no era rico, y esos niños me acosaban con sus miradas. Lo más curioso es que a ese extrañamiento se unía ahora, de un modo tan intenso que habría de determinar mi conducta ulterior, un sentimiento de vergüenza. ¿Qué falta había cometido? ¿Cómo habría de expiarla? Averiguarlo sería parte esencial de mi aventura contigo. Los niños reiniciaron el griterío: “¡A mí me toca! ¡A mí me toca!”, a mis espaldas y fue como atravesar el fuego. Ante un grupo de adultos no me habría sobresaltado tanto. Te detuviste ante el letrero que decía “Se recibe toda clase de bordados y costura”. Miré el ojo de buey que daba hacia la calle y luego el primer piso que se alzaba como un vigía sobre las dos quebradas. El callejón era como una calzada entre los dos abismos. Entonces consulté con tu mirada, vencido a medias el temor: era una mirada interrogante, la mirada de la desconocida que dice qué quiere al desconocido.
Adiviné tu pregunta y, de veras, no supe qué contestar. Experimenté la sensación desagradable de estar a la vez en el norte y en el sur, y de que no me conocía. Adiviné tu pregunta y sólo pude contestarme que empezaba a habitarme un desconocido. No eran tú, ni la calle, ni la hora, ni los niños, ni la casa-vigía, los desconocidos. Todo ello eran espejos que reflejaban lo extraño que era yo para mí mismo. Esperabas, supongo, una respuesta que te permitiera saber a qué atenerte. No creo habértela dado del todo. Balbuceé que yo no era del barrio, que me había extraviado, y que sólo había venido para conocerlo. Un turista en mi ciudad. Esa turbación me dio ventaja: vi que tus ojos me examinaban: comparabas al hombre audaz y seguro de sí que estuvo junto a ti en el asiento del bus con este otro que no conseguía ni balbucear sus propósitos. Así, disminuido, vulnerable, creí haber contestado. Pero tú, juguetona, como todas las chiquillas de tu edad, insististe en la pregunta. Las chicas como tú son cada vez más jóvenes y los hombres como yo, cada vez más viejos y ridículos. “Sólo una pequeña emergencia”, dije, forzando la voz en el esfuerzo por arrancar el botón inferior del saco. “Tengo después un compromiso y se me ha desprendido un botón. ¿Podrían pegármelo ustedes?” “¿Sólo eso?”, dijiste, sonriendo, y yo sonreí también. “Bueno, venga”, y casi te golpeé con la mano que arrancó ese botón. Con qué cuidado y sigilo abriste y volviste a cerrar ese portón. “Chit, la señora”, me dijiste llevándote el índice a los labios y te deslizaste casi en puntillas hacia el fondo de ese corredor oscuro. Al fondo me acechaba un espejo y al verlo –o ser visto por él- un escalofrío me corrió hasta la nuca.
En esa penumbra, de la que era víctima y cómplice, percibí que algo desconocido hasta entonces bullía en mi interior. El miedo a lo desconocido, el miedo a secas,  parecía querer estallar bajo la forma de un afán por poseerlo. ¿Quién eras tú, entonces, Eulalia, Mélida, Malena? ¿Qué era esa casa extraña, con olor a encierro, oscura, arriba poblada de murmullos? ¿Quién era yo? ¿Sólo un hombre que, oprimido por el norte, vivía la aventura de descender a un rincón de abajo, de pretender arrancar una flor de ese rincón y mostrársela, ufano, a los del norte, satisfechos y despectivos? Ese espejo acechándome en la oscuridad hizo dar un giro a esta aventura que había empezado tan gratuita y sin propósito y que yo había decidido mantenerla así hasta el fin. Me consolé con la idea de que esta lucha interna no era sino una prolongación de la sufrida afuera, sólo que ahora a oscuras. Pero la penumbra me revelaba un rasgo de mi situación y de mi carácter que hacían necesarios el ataque, la fuerza, el dominio, la posesión. Caminé casi de puntillas hasta la sala. En el centro de ese ámbito oscuro resplandecía una redoma de cristal, una pecera. Dos peces dorados se deslizaban de un lado a otro del agua centelleante. Todo parecía dormir en esa casa, menos los dos habitantes de la pecera. Se buscaban, se cruzaban, se encontraban, se repelían, se atraían, se alejaban, ascendían, bajaban en picada, mientras a un lado bullía el agua del termostato. Te oí bajar los escalones, oí tus pasos suaves en ese corredor resonante y oscuro. En la mitad del corredor ya tenías tu brazo extendido para recibir el saco. Yo, en tanto, me prendía de tus labios carnosos. No sé qué adivinaste en mi mirada que pronto bajaste tu brazo y, sin más, me hiciste sentir poderoso pero infeliz. Volviste a pedirme el saco. Te lo di. Y sin hacerme pasar a ninguna parte, te lo llevaste como un trofeo entre los brazos, escaleras arriba.
Subir esas escaleras. Alcanzarte. Verte otra vez como te vi en el bus. Recuperarte. Para colmo, alguien a un lado del corredor dormía y roncaba en algún sofá. Casi fuera de mi campo visual, las escaleras estaban coronadas de una leve aureola luminosa que atacaba de costado al espejo que me reflejaba. Fue entonces, al verte de perfil sobre las escaleras y presentir tus senos minúsculos bajo tu blusa blanca, cuando empezó aquello. Casi ingrávida, sin peso, alada, subías las escaleras hacia la luz que te esperaba arriba y que de algún modo era tu propia atmósfera. Con esa luz tuya se derramaba hacia abajo el ruido taladrante de una máquina de coser. Fue entonces cuando me abalancé hacia el pie de la escalinata y te pregunté si podía seguirte. Me habían brotado garras. No sé qué habrás escuchado en mi voz, que te callaste y te quedaste mirándome, sorprendida. Creo que por primera vez hubo comunicación entre los dos: nos unió el pensamiento mortificante de que tu asentimiento o negativa tendrían incalculables consecuencias para ambos, de que era un momento crucial. Tal vez sólo entonces caíste en la cuenta de que esa máquina de coser tan escuchada sonaba ahora diferente. De pronto la advertiste, volviste tu cara hacia el cuarto de la máquina, se te escapó un chasquido de los labios, y entendí que debía seguirte. El aire me entraba a borbotones por la nariz y la boca: respiraba con gratitud. Me habías rescatado una vez más.
Esa duda tuya en pleno vuelo había sido provocada sólo por la tensión del momento, para poner fin a la tensión de ese momento, no por ningún futuro que hubieses visto y que te llevabas entre las manos, como esas inmaculadas se llevan de la tierra flores apretujadas contra su pecho. Fue en cierto modo un gesto impersonal, intemporal. Y yo te seguí, pareciéndome consolador que no me preguntases el porqué de mi ruego. En ese espacio invadido por los reflejos de la pecera luminosa y por la máquina de coser en movimiento, el corazón me dio un vuelco. Te detuviste en seco. Giraste hacia mí y, con una gracia difícil de definir, con tu sonrisa de niña en los ojos, te llevaste el índice a los labios un poco abultados y me pediste más silencio todavía. ¿Habría mayor silencio que el mío? Por contraste,  ¿habría mayor ruido que el de esa máquina de coser? Esa orden, aparentemente inventada para mí, en realidad se dirigía a ti misma. ¿Qué escuchabas en tu interior que en tal forma te pedías silencio? De algún modo, sin darte cuenta quizá, te habías convertido en mi cómplice. 
Al fondo del pequeño corredor resplandecía, de costado, la pieza iluminada y adiviné, a mano derecha, fuera de mi campo visual, la presencia de la máquina de coser y su invisible manipulador. Me pregunté si habría otra persona, alguien lisiado o paralítico que, acurrucado en uno de los vértices del cuarto, estaría pegando pacientemente el botón de mi saco. Tu índice sobre los labios fue también un alto. Te apoyaste de espaldas en la pared y allí te quedaste esperando sin atreverte a mirarme. Me habías arrancado de mi sombra a esa luz tuya. Alguna broma te hizo reír. Pregunté, en un susurro, aún conteniendo la risa, si había alguien más en la casa. Que sólo tu madre y tu tía acabando algo en la máquina antes de empezar con el botón. La vieja inquilina, durmiendo abajo. Tú y yo: nosotros: los peces. Examiné tu perfil y nada vi en él que me llamara o me rechazara. Intenté hablar, pero me había pedido silencio. Recordé esa complicidad que habías creado con tu ademán y decidí tomarla al pie de la letra: no había otra salida. Descansé apoyando mi espalda contra la pared. La máquina de coser se detuvo. Oí un carraspeo y el rozamiento de una tela sobre una mesa. No te moviste. Mi brazo izquierdo se corrió hacia el tuyo y, mientras mi mano exploraba la tuya, respirabas entrecortada. Con la diestra volteé tu rostro hacia mí y cerraste los ojos con expresión de temor. Te miré una vez más y besé tus labios calientes que fueron adquiriendo una fresca humedad y me dejaban el embriagante perfume de tu juventud. Te ahogabas, quizá, y, niña aún, corriste hacia el interior del cuarto amarillo. “¿Ya está?”, te oí preguntar y advertí tal naturalidad en tu voz que ni la más suspicaz de las tías y de las zorras se habría percatado de nada.
Y como si acabase de despertar, me puse a buscar, inmóvil, los límites de las cosas  que tenía delante. Esas cosas pendían en el espacio, oscuras, inmóviles, con su propia gravedad. Sólo el agua de la pecera danzaba sobre nosotros como extrañas luciérnagas. Entendí de pronto que la núbil a quien había soñado y seguía soñando ya formaba parte también de ese sistema de fuerzas y de sombras que constituían mi universo privado. Sentí, una vez despierto, la necesidad urgente de llenar de mí esa bóveda extraña. Por otra parte, de una manera oscura, invisible, pero cierta y verdadera, yo había entrado a formar parte de ese juego de sombras, como el espejo, la pecera, las escaleras, el claroscuro, la máquina de coser, las puertas del corredor, la bombilla que pendía, apagada, ante mí. Las cosas habían tejido en torno de mí una impalpable tela de araña y parecían atrapar placenteramente mi voluntad. Empecé a sospechar que la vieja del ronquido debía haber estado acompañada por alguien próximo a ella que también se habría dejado arrastrar por el sortilegio de las cosas, de la hora, del silencio. En esa casa habitaban dos familias, sin duda, y aunque debe haber sido ya la hora de la merienda, no percibí por ningún lado el olor de comida. Intuí que las otras dos piezas del piso alto estaban desocupadas, pues toda la vida de la casa parecía haberse concentrado en ese cuarto donde las voces zumbaban, ininteligibles, en torno a la máquina de coser. Toqué con mi derecha la superficie de una puerta a la que sentí ligeramente pringosa, como si los vapores y grasas del baño o la cocina se hubieran adherido ahí. Cautelosamente giré la manija de la puerta. Una débil luz de la calle se filtraba en la pieza y constaté, por el tenaz silencio, que estaba desocupada. Antes de esconderme tras la puerta, eché un último vistazo al cuarto de la máquina de coser para cerciorarme de que tú no me veías. Te imaginé allá, tardíamente ruborizada, gustando el sabor del beso, mirando el trabajo de la máquina, tratando de establecer una conversación con las dos o tres mujeres. Al imaginar el desenlace de toda esta aventura adquirí plena conciencia de que el juego no empezaba ahora. Había empezado hace ya mucho y más bien estaba por acabarse. No me equivoqué contigo: presentí tus pasos lentos, suaves, en el corredor. Me buscabas abajo, en la escalera o en el corredor. Adivinaste la puerta entreabierta casi a tus espaldas y, con una decisión que me sorprendió, avanzaste hasta el vano de la puerta y advertí el rozamiento del saco en la pared. Adiviné en la semipenumbra el brillo de tus labios carnosos, los mismos que vi, desafiándome, en el asiento del bus. Temí que tu miedo se repitiera y me delatase y te me escaparas otra vez. Con lentos movimientos, seguro de mí mismo, tomé el saco de tus manos, avancé hacia una de las camas del cuarto, la de la izquierda, y allí lo dejé. Inesperadamente, el ruido de la máquina cesó de nuevo. Nos miramos en silencio. Graciosamente ahogaste la risa que se venía, llevándote las manos a la boca. Te reías, y el aire se te escapaba por la nariz, a saltos. Cuando saliste de la pieza sin cerrarme la puerta creí que todo estaba perdido para mí, que en ese pequeño escenario sería el hazmerreír o sería humillado por las arpías que ya dejaban el cuarto de la máquina. Te oí caminar hasta ese punto del corredor en que terminan las escaleras y prender el foco del centro. Apenas sí tuve tiempo para tomar mi saco y ocultarme con él tras la puerta. Desde la rendija pude espiar el paso de las dos mujeres, la una de estatura regular y peinado permanente y una anciana casi alarmantemente pequeña. Las acompañaste hasta abajo, y lo que oí entonces hizo que el corazón me diera un vuelco. Te dejaban sola en la casa mientras se iban a cenar en casa de alguien. “Haz tu tarea”, dijo la madre. Supuse que lo sabías de antemano, Eulalia, Mélida, Malena y fue merced a ese chasquido cómplice de tus labios como te dejaste llevar por el secreto pacto entre los dos. Y las dejaste ir, sin despertar en ellas la menor sospecha. Nunca pude comprender del todo qué hacías para despistarlas… a ellas, las de afuera. Al golpe en el portón siguió un largo silencio, tenso, envolvente. Ahora estaba menos seguro que antes de lo que estaba ocurriendo. Salí de mi escondite ante el pertinaz silencio y me asomé a la baranda del corredor. La casa era más vulgar de lo que había imaginado. Ese descubrimiento amenazó con hacer perder todo misterio a la aventura. De pronto, resolví irme. Pero al bajar sentí el contacto de mis dedos con el botón pegado, y eso fue como recuperarme, purificarme, volver al principio de todo. Vi, al doblar la escalera, que me esperabas al fondo del corredor, frente al espejo, como yo te había esperado antes. Al verme, me recordaste con el índice la presencia de la vieja de abajo y te apresuraste a cerrarle la puerta. Entonces empecé a respirar con ansiedad. Te tomé la mano, Eulalia, Mélida, Malena, y silenciosamente te invité al amor escaleras arriba, aunque supe que desde entonces ya no serías la misma.