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EL SEGUNDO DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA





Una frase de los anales de Islandia y unos cuantos epitafios de colonos normandos en piedras rúnicas desparramadas por esa tierra que dieron en llamar Vinlandia dan testimonio de un hecho que fue como si no hubiera sido: el inocente descubrimiento de América ocurrido alrededor de 1121.

Pero las crónicas nos hablan también de un segundo descubrimiento, más secreto aún que el primero, pero menos inútil; un descubrimiento menos sorprendente por sus consecuencias históricas que por el curioso destino de quien lo realizó.

Vizcaíno que comerciaba en Inglaterra y Francia según algunos; andaluz que contrataba en Canarias y en Madeira, según la mayoría; portugués que iba y venía de la India, según los inventores de supersticiosas asociaciones entre los hechos y los nombres, este piloto ha perdido en los años su nombre y su cara.

Su nombre es sólo su oficio y un hecho secreto; su cara, sólo una sombra ocultada por el semblante del almirante Cristóbal Colón. El 12 de Octubre de 1492 arroja una luz frontal y deslumbrante sobre el rostro de Colón, pero una extraña sombra le rodea la cabeza: el contorno sombrío del piloto anónimo.

Podemos decir, de acuerdo a unas versiones, que toda su historia se resuelve en un curioso azar, que no por serlo carece de forma. Y la forma siguiente:

Volvía su carabela a España, desde el suroeste; a la altura del cabo de San Vicente o de Rabat la sorprendió un fuerte viento del Levante, haciéndola retroceder y adentrarse en el mar desconocido; como el soplo le diera de frente, el barco no pasó por las Azores: las superó más o menos en dos grados al norte y agónicamente navegó hasta avistar la Bermuda y detenerse en ella para apertrecharse. Sin perder la ruta, pudo avista el continente desconocido. Pero el piloto tenía otros planes y se regresó por la misma ruta.  El sol, el trópico, el cansancio, trabajaron sobre la tripulación hasta enfermarla. Muchos murieron. Sólo el piloto y cuatro marineros pudieron llegar a la costa ibérica. Pero allí los gérmenes acabaron con todos. El piloto relató su viaje a un navegante genovés y  murió sin saber lo que había hallado.

Podemos decir también, de acuerdo a otras versiones, que nada fue fortuito en su empresa: que después del soplo de Levante, el hombre fue tentado por la ambición y el orgullo, y la Fortuna, celosa del piloto que de modo tan imprevisto y casual avistaba un nuevo mundo, trabajó para cegarlo. Le trajo las enfermedades, la calma chicha del océano y la flaqueza de las velas, que demoraron el arribo de su barco a la costa. (Desde el puerto los españoles lo vieron navegar solo, al garete y casi vacío: así vieron el castigo y se asustaron). Pero había dispuesto la Fortuna que fuera Cristóbal Colón –es decir, la voluntad, el esfuerzo y no el azar, quien se llevara las glorias. Quiso la Fortuna que el piloto sobreviviera para revelar al Almirante lo que había hecho y lo que había visto y la ruta que había seguido. De este modo, en el fondo estaba un combate entre la Providencia y el Azar, del cual la Providencia saldría victoriosa bajo la forma del castigo a un piloto audaz y desconocido.

Y, por fin, podemos decir que en el fondo de todo estaba la usurpación del almirante Colón. La voluntad lo devoró todo y él era esa voluntad. Todo fue planeado y soñado por él desde un comienzo: idea y representación suya, el piloto silencioso y su buque fantasma partieron hacia las Indias porque el Almirante quería matar un temor, destruir la idea del fracaso que llevaba adentro, esa idea que le hacía verse a sí mismo sacrificándose al acometer la exploración que tanto había acariciado. Cuestión de elemental conveniencia, envió al piloto para que le ilustrara la ruta a su regreso y, para mantener su secreto, borró él mismo las letras de su nombre.

Colón fue, de este modo, la Voluntad, el usurpador, el descubridor y el olvido.

 

Quito, noviembre de 1972     

EL PRISIONERO


   A Fausto Vargas
 
Cada preso tiene una versión distinta. No es que no haya a quien creer sino que cada cual aporta lo suyo a la historia original. En Azabache hay desdén: don Manuel es todo un macho, un machazo, pura sangre fría. En el Cachago y la Ballena Varada hay escepticismo: don Manuel exagera la nota. Yo daré la mía, que sólo pretende eliminar los pormenores que han suscitado el desdén, la admiración o el escepticismo. Algún interno estará de acuerdo conmigo.
Don Manuel Morales Morocho es el más antiguo en esta casa. Ustedes podrán visitarlo en el quiosco, esa mediagua que ha instalado en el patio adyacente, justo frente al comedor, para vender sus platitos a los reclusos asqueados de la comida de cana. Ha estado aquí ya treinta años y ha cumplido dos condenas por dieciséis años cada una. La segunda le bajaron a diez por buena conducta, eso que tuvo otra por cinco años. El año entrante saldrá de aquí, para no volver, espero; para volver, supongo. Y no es que me adelante ni me las dé de adivino, hechos al canto:
Venía de una familia de matapuercos y desde pequeño ya sabía el oficio. Algo de esto lo hizo, fíjense: no se puede nomás pasarse matando chanchos desde pequeño sin volverse indiferente a los chorros de sangre. Tenía diecisiete años cuando se prendó de una chamita de apellido Sosa, ahí por el 41. El padre comerciaba granos y desde el principio se opuso a las relaciones de su hija con el runa Manuel. Loco, quería casarse con ese culo soberbio. El padre del chamo –Cuchillo Morales le mentaban- le aconsejó esperar a que tuviera la edad. Tozudo, el Manuel pidió a escondidas la mano de la jeba. El Sosa se la negó como siempre, encarándole su condición de indio matapuercos, que un moreno como él no tenía por qué meterse en un hogar de blancos y que no, que basta, que no hay nada más que decir. Así le jodieron al don Morales y le abrieron la jaula. Sin embargo esperó a los dieciocho años porque quería ser bien legal en todo, y antes de que pudiera proponerse nada, le contaron que el Sosa había entregado a su hija a otro. Mordiéndose el alma se encerró un día a chupar y a llorarles a los amigos de la ocasión. Cómo estaría de prendido de la chama. Libó hasta que los tragos lo trabajaron y, revólver enchalecado, fue a la casa del Sosa. Bailando estaban, encerrados los tres, festejando el noviazgo. (Cuando don Morales llega acá, representa el baile que vio, el ritmo que oyó hace tantos años y por una vez la frialdad con que cuenta se esfuma, el caso se vuelve vivo, impresionante, para qué les cuento: se abstrae, se ausenta, imagina una pareja de humo y baila quedito, en rara mezcla de autocomplacencia y odio). El humillado Morales llamó a la jeba. Desde el umbral, recuerda don Morales, pensó que nada grave podía pasar: podía hablarse, discutirse, insultarse, echársele la puerta en la cara y punto final. Pero ella iba a hablar, boquiabierta estaba, cuando el padre se lanza a cubrir con su cuerpo el de su hija. Que se discuta, se lo insulte, se lo golpee, se lo desarme, no habría importado. Pero que se la proteja de él, no podía ser. En ese instante le soltaron la fiera adentro. Disparó al Sosa en la sien, matándolo en el acto. Desesperó la chama, arrojó una hachuela a la frente del asesino. Este le incrustó cuatro balas sañudas en el cuerpo. Con la última eliminó al novio. Salió en brisa, se enlistó de despecho en el ejército contra el Perú. Cerca de Machala vio morir en el campo como a doscientos hombres. Vio morir, dije, porque en ese campo no disparó un solo tiro. Ni por pensamiento. A la vuelta lo prendieron. Lo condenaron a dieciséis años de reclusión mayor. Aquí hizo lo que todos: medir con pasos el patio de una pared a otra porque entonces aún no había talleres. Un domingo le enviaron una fuente de fritada para él solo. Al hospital fue a parar en ambulancia y se salvó de milagro el muy diablo. Con la carne envenenada afiló las garras: a la jeba le sobrevivían cuatro hermanos, tres machos y una hembra, dispuestos a meterle la muerte cualquier rato en el cuerpo. No es que quiera ponerme de su lado, pero don Morales hizo bien en andarse con cuidado una vez que lo soltaron. Instaló una zapatería en la Ambato, de cara al Panecillo y alternaba el juego con el cuero con el destripe de puercos. No sé cómo se las arregló para andar bien forrado como andaba. Hasta se casó con una jamona que le dio dos chamitos. Y así le andaba a la vida con los talones de los otros atrás, con pesadillas, ruidos nocturnos, maullidos de gatos que eran almas en pena y ratones que eran pasos furtivos en la oscuridad. Ya había pagado a la justicia y sin embargo vivía como pisado, miren bien. Hasta que un día le invitaron a una fiesta en el Camal. Por ahí le habían advertido que en la fiesta estarían los hermanos de la finada. Dejó al chichesito en la caleta y se fue solo, enfierrado con una 42. Ya se le habían subido las copas cuando uno de los Sosa irrumpió en medio del baile. Se anduvo ladino y con timideces todo el tiempo, esperando en vano que don Morales le buscara pleito o le diera las espaldas, cosa que nunca hizo. Si llegaban a matarlo, quería que fuese de frente y sospechó que lo harían con chuzos, no con truenos. Como nada pasaba y la fiesta se alargaba, exclamó, echándose de espaldas a un biombo y dándole el frente:  “Mátame ya, chucha, dijo, ¿por qué no me matas de una vez?” ¿Ven ustedes que le daba lo mismo matar o morir? Ya era puramente accidental que fuera él el asesino y no la víctima. Parece que oscuramente lo comprendió esa noche y siguió viviendo al acecho, los ojos abiertos, temblando, no de miedo sino de impaciencia, armado hasta los dientes. ¿Lo imaginan ustedes manejando la lezna, el martillo, la lija, el cuchillo de abrir chanchos, pensando día y noche en los tres enemigos? Yo sé que quería olvidarse, olvidar que le tenían venganza, pasar la hoja y ya, capítulo aparte, que nadie sepa más nada. Su caleta daba la espalda a la ciudad; era una guarida frente al Panecillo dispuesta en tal forma que los enemigos pudieran entrar sólo por una puerta, la frontal, por la cual ni Dios podía cogerle desprevenido. Pisado vivía, la impaciencia, y así no se vive, no; cualquier día irían a buscarlo porque el rencor no pasa. Así hay gente que no perdona. Y cuando a la vez son rencorosos y cobardes, no el miedo sino el tiempo inútil el que lo va gastando, como en esta prisión. Si estaba escrito que el muerto no sería él, dedicó sus tardes y sus noches a esperarlos, bien mancado con un chuzo ahí y bien enfierrado con un trueno, el 42 de antaño. Tenía clientela, buen artesano era. Se había habituado a la desconfianza a tal punto que jamás dio las espaldas a sus clientes ni se inclinó ante ellos. Buscaba siempre el frente. Así fue como recibió una tarde de inocentes a cuatro mujeres enmascaradas.
Había cerrado el taller. Oye golpear la puerta. Preguntan si es el taller de don Manuel Morales Morocho. Eran ellos, y le había llegado la hora. Piden zapatos, y por lo menos en dos de ellas se advierten unas tetas así de grandes. Números inverosímiles: 41, 42, no puede ser. Miren, miren, escojan nomás, les va mostrando los zapatos como el guía de los museos, retrocediendo para que miren. Las obliga a escoger algún par y mientras se lo prueban gana, pasito a paso, la puerta. La va cerrando despacio, como quien no quiere la cosa. Había luz de foco eléctrico en la tienda. De pie una de ellas levanta una pierna sobre un banco para calzarse el riel. Nada de chimba, empuñe violento de testículos, un grito, y el chuzo parte en dos el estómago del infeliz. Salta la chispa sobre los otros dos y deja con vida a la chama. Le deja todo su dinero –para que se ayude, nos ha dicho a todos- y se esfuma mientras la sangre corre tienda afuera, calle abajo. No hubo para qué lo sapearan: él mismo se entregó a las seis.
Y aquí está encanado don Manuel Morales Morocho. Diríase que está libre. Yo creo sinceramente que lo está.   

EL MUERTO

 


 
El camión bananero había partido hacia la Sierra como a las once de la mañana y lo tripulaban solamente el chofer y un copiloto que gustaba de fumar Full blanco y entretener al conductor con chistes picantes. Él, que me contó la historia entre nubes de humo, recuerda que a eso de las cinco de aquel domingo, antes de empezar el ascenso a la sierra, el camión empezó a disminuir la velocidad. En uno de esos recodos profundos de la carretera, que ya empezaba a trepar los cerros, y después de unos veinte minutos más o menos de marcha regular a treinta kilómetros por hora, se toparon, como después de un parpadeo, con un borracho desarrapado que, como un aparecido, de pie y tambaleándose a un costado de la carretera, los detuvo y les pidió le llevaran arriba. No dijo adónde quería ir. El chofer y su acompañante, luego de la duda de rigor y las mutuas miradas de consulta, instalaron al desconocido en el largo y vacío asiento trasero. Una y otra vez intentaron hablar con el hombre oscuro. En vano: no pasaron en esa conversación de intercambiar gruñidos, monosílabos, chistes picantes que el de atrás celebraba con una mueca desdentada. El hombre eludía toda identificación personal. Se mecía, gruñendo incoherencias, de un lado para otro del asiento, sin encontrar jamás respaldo. Se reían, sin embargo, de buena gana, de los feroces chistes del chofer. El tránsito de camiones y buses aumentaba notablemente en ese atardecer y la niebla caía ya, desflecada, sobre la carretera que, a medida que ascendía, se estrechaba más y más. Los del bananero hacían bromas a propósito de la borrachera del repentino huésped. Era flaco, estevado, tenía las mejillas chupadas, lo cual determinaba una notoria prominencia de los labios sobre ese mentón en punta, sombreado por una barba de cuatro o cinco días. Le faltaban unos cuantos dientes. A lo mejor el tipo llevaba mala vida. Muy pronto llegaría el frío y habría que darle un poncho, ya que sólo vestía una delgada camisa rayada con mangas cortas. Tenía la frente ancha por la calvicie, la cabellera distribuida hacia delante y, en su conjunto, la pequeña cabeza producía la impresión de un trompo: se adelgazaba progresivamente hacia el mentón y el cuello, donde la nuez de Adán resbalaba notoriamente al paso de la saliva y de los incoherentes sonidos. Pero el hombre, con sus ojos legañosos, volvíase, una vez más, sobre la carretera, en incontenible vómito. Al tomar una estrecha recta ascendente, ingresaron a una zona limpia de niebla, lo cual les permitió acelerar. De pronto, cerca de la cumbre, dobló y se les vino encima otro bananero, más veloz todavía, que les obligó a hacer una desesperada maniobra para evitar el choque. Los dos hombres oyeron tras de sí algo como un chasquido o un golpe seco: al volverse, pudieron ver, aterrados, sacudiéndose todavía, como un pez sobre la balandra, el cuerpo decapitado del hombre secreto sobre el asiento.
La inercia, la sorpresa, el miedo, la niebla que ya empezaba a poblar ese espacio, impidieron que el vehículo que se precipitaba cuesta abajo hacia la costa se detuviera para ver las acciones que se quedaron: el chofer arrinconó su camión junto al cerro; con la ayuda de su copiloto, extrajo dificultosamente del asiento trasero el cuerpo del hombre y, procurando no mancharse de sangre –que parecía correr por todas partes- y, sin ocuparse de buscar la cabeza -que se había ido rodando como un trompo tras las huellas del otro camión- y después de sondear en vano los bolsillos por algún documento personal, arrojaron, muertos de miedo, el cuerpo ensangrentado a la violenta espesura de un barranco. Lavaron como pudieron el asiento trasero y limpiaron la sangre que había salpicado a la parte externa del camión. Siguiendo las huellas de sangre de la cabeza decapitada, pudieron constatar su caída al fondo de la cañada. Aunque ya no se la veía, en parte por la niebla cada vez más densa, presumieron que allí descansaba. Pronto la lluvia vendría a lavarlo todo. Después siguieron su camino sin cruzarse palabra. El silencio, súbitamente, se había instalado en sus almas candorosas. Sólo antes de llegar a Quito soltaron la lengua para discutir un plan de acción. Decidieron, primero, callar el acontecimiento, no decírselo a nadie, ni a sus familias, al menos hasta que el hecho hubiese prescrito en sus conciencias. Segundo, buscar en los periódicos, la radio y la televisión, la noticia de un hombre desaparecido para poder decir: éste fue, éste era. Tercero, intercambiarse cualquier información sobre el asunto, y cuarto, localizar, en su próximo viaje, el lugar del accidente.
El copiloto –que me refirió la historia- ya no pudo conciliar el sueño como antes. Tenía pesadillas, incluso despierto. La imagen de la cabeza decapitada lo perseguía. La veía en todos los cuerpos, en todos los hombres, en todas partes: en los restaurantes, en los mercados, en los prostíbulos, en las calles. Todos los hombres se parecían al hombre muerto. Se afeitaba temblando y se lastimaba el cuello. Se sentía culpable, simplemente por estar vivo. El otro, no. Para éste todo había sido una incursión del azar en sus vidas, una mera casualidad, un hecho que nada tenía que ver con la responsabilidad personal. Sin embargo, tampoco podía ahuyentar la terrible imagen del decapitado, grabada ya en un espejo interior, y se planteaba, como consuelo, diversas posibilidades del incidente.
Durante tres meses estuvieron atentos a la radio, a los matutinos y vespertinos de Quito y Guayaquil hasta agotar las policiales y jamás pudieron encontrar el menor indicio del hombre cuyo destino sólo ellos conocían. Nunca, nadie, nada, ni la menor pista, ni la menor sospecha. Nadie había reclamado por un hombre desaparecido, nadie había denunciado nada a nadie. El hombre no existía para nadie ni parecía haber existido nunca, salvo para estos dos camioneros que sólo lo vieron morir.
El incidente los unió más que nunca: decidieron hacer todos sus  viajes juntos, de modo que siempre pudieron contarse, no las novedades -que no existían- sino cómo estaba sobrellevando cada quien las secuelas del sangriento acontecimiento.
Hasta que un día no muy lejano les tocó hacer el recorrido por la misma carretera, pero en sentido contrario, hacia la costa. Mientras para el chofer ese viaje parecía significar un borramiento definitivo del episodio, para el copiloto era una acentuación de sus miedos y temores, casi una repetición de esa muerte que para él era un asesinato y, como todo asesino, se sentía regresando al lugar del crimen. Cuando iniciaron el descenso hacia la costa y llegaron a la zona de curvas interminables, sintieron que ingresaban a un laberinto unilineal: todas las curvas se parecían, y por más que descendían a la mínima velocidad posible, constataron que cualquiera de esos tramos de carretera podía ser el lugar buscado. Todas las curvas y ninguna podían guardar la memoria del hombre secreto, que ya debería ser una gusanera y un gran hedor. Con frecuencia sacaban la cabeza del camión para tratar de percibirlo por el olfato, pero esa naturaleza exuberante todo lo tragaba y transformaba. Hasta que el chofer le dijo a su copiloto que metiera su cabeza antes de que pasara algo malo, y que era inútil todo intento, y que sobre todo ya para qué, que no tenía sentido. Lo muerto, muerto está.   
¿Quién era el hombre aquel, anónimo, desconocido? ¿Qué misteriosa clave se encerraba en su destino, que sólo consistió en aparecer y desaparecer atrozmente ante dos testigos evidentes que tocaron su evidente cuerpo? ¿Qué o quién lo justifica? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba?
Podemos imaginar una historia cualquiera y, dadas las consecuencias del hecho, veremos que el hombre era aun más anónimo que en este atroz episodio, acaso el más importante de su vida. Podemos imaginar otra diferente y una más y en todas ellas el hombre será igualmente insignificante bajo la luz del hecho que lo borró. Intentemos cualquier cantidad de probabilidades y podremos descubrir, al término de ellas, que la existencia de ese hombre queda anulada por ese lacónico final.
Por ejemplo:
El día era domingo, cinco de la tarde. El hombre, o bien regresaba a su casa después de haber estado bebiendo desde la víspera o desde el viernes, o bien iba donde algún compadre con quien pensaba acabar el fin de semana. Pero lo importante es que no iba solo.
Por el lamentable aspecto físico y el lugar en el que fue encontrado, cabe suponer, sin mucho temor a equivocarse, que fue arrojado del camión en que viajaba. En su borrachera debe haber armado un escándalo, lo cual debe haber provocado un arrebato de ira en los demás, y la consecuente expulsión del vehículo, que no reparó en detalles como el frío de arriba, la falta de ropa suficiente, de documentos personales, la misma borrachera, la peligrosa niebla. Por su vestuario escaso (apenas esa ligera camisa rayada de mangas cortas)  cabe también suponer que el hombre no iba tan lejos. No iba, bajo esa niebla pertinaz, preparado para resistir los fríos de la Sierra. Esto y la absoluta falta de documentos refuerzan la teoría de que el hombre fue arrojado del camión por una ciega explosión de ira. Ese escándalo, esa ira en el camión fueron los que en realidad lo mataron. A la casualidad le gustan las repeticiones, por vanidad. El bananero que más tarde hizo de guillotina consumó lo que el primero dictaminara. Anularlo, borrarlo.
Pero lo más inquietante de todo es ese silencio tenaz después de su muerte, que da lugar a una segunda interpretación del caso. Sin duda él tenía familia, pero nadie lo quería. Nadie denunció nada: en ese camión sólo iban su mujer y dos o tres cómplices que anhelaban su desaparición, no su muerte. El homicidio implica golpe, sangre, responsabilidad; la desaparición es una transferencia, una ilusión, una máscara de inocencia: atribuimos a la suerte o al destino lo que hemos hecho nosotros. Como fue abandonado en plena carretera, donde el hombre tenía muchas probabilidades de salvarse (aunque ellos podían confiar también en un accidente por la borrachera y la niebla), no hay sino que asirse a la idea de que hubo en ellos una actitud incierta, un pretender, por miedo, cometer el homicidio sólo a medias, transfiriendo buena parte de la responsabilidad al azar.
Habrá ya advertido el lector que el silencio que se sumió sobre el cadáver no modifica, sustancialmente, la primera interpretación del caso. Que existiera, de antemano, la idea de expulsarlo del camión, no difiere del hecho de que todo tuviera su origen en un momentáneo y ciego arrebato de ira. No difiere porque el azar recibió, sobre la carretera, en uno y otro caso, exactamente la misma suma. ¿Qué importaba, entonces, que las gentes quisieran más o menos, o que ese hombre quisiera o no a los demás? Que hubieran querido o no eliminarlo, importa un ardite: el azar recibió a ese hombre estevado, borracho, desarrapado, legañoso, desdentado, y lo eliminó; eso es todo. El hombre, entonces, no tenía ningún valor para nadie, salvo para el azar. Por eso todos lo entregaron a quien realmente lo quería: al azar. Que él hiciera lo que quisiera. Y así lo hizo.
Intente el lector otra posibilidad.
 

     

EL HOMBRE ESPEJO


 

Hoy he visto pasar, por la acera de una calle apartada, al hombre espejo. Caminaba, lustroso y brillante, recogido e infeliz, en medio de una faramalla del barrio que, entre curiosa y fascinada, se acercaba a preguntarle si podía amar. Pedía el hombre de vidrio no acercarse mucho a él porque podía quebrarse y ellos, cortarse. Tomaba distancia y observaba. Lo vi desde mi asiento en el bus. Estudié su conducta y esto estaba claro: el hombre de vidrio, al tomar distancia, se esfumaba, quería desaparecer; ser eso: un espejo, para que los demás se distrajeran de la pregunta que era una pedrada y sólo se cuidasen de verse reflejados. Observado de cerca, el hombre de vidrio era plano y anguloso, filudo, peligroso, una transparencia, una entelequia, que sólo se cuidaría de ser pasional, temperamental, vital. Descubrir fuego en su interior sería peligroso: esa fuerza, lanzada hacia afuera, podría también quebrarlo. Así que mejor era ladear el cuerpo y ofrecer, como respuesta, el costado en que el cristal fuera espejo, y la luz, imagen de los otros.   
 

EL CARTEL


 Para Josefina Millán

 

El sol de domingo estremecía de luz las copas de los árboles. Los pájaros celebraban el día radiante. Semidesnudos, los bebés en sus carriolas eran paseados por sus padres. Un grupo de niños alimentaba a las insaciables ardillas. El algodón de azúcar y los globos flotaban en el aire mientras los rehiletes giraban con él. Pero ahora, en la desembocadura de una calle, esa misma luz infundía un macabro esplendor al cartel amarillo, colgado del muro como un sambenito infamante:

 

Si tienes mascotas en la pensión de Griselda Guzmán Guerrero ubicada aquí, en Tejocotes # 28, retíralas de inmediato. Está denunciada por asesinar cruelmente a mascotas. Este establecimiento ha sido cerrado por no estar autorizado por la ley. Es presunta responsable con el número de averiguación FBJ/BJ-2/TI/00044//09-01

Hace 4 días volvió a matar a otra. El cuerpo se descompone en el mismo predio. Ayúdanos a difundir esta advertencia.

Atte. SOCIEDADES PROTECTORAS DE ANIMALES.

 

El día se había partido en dos. Leí el cartel varias veces con una mezcla de incredulidad y de miedo, mientras Canela rastreaba y olisqueaba el suelo a mi rededor. Yo conocía a esa mujer de unos treinta y dos años, que todas las mañanas, a las ocho, sacaba a pasear a los perros que cuidaba, apropiándose del centro del parque de juegos para que las mascotas corrieran y retozaran a gusto. Cierta mañana, uno de los animales bajo su custodia, una pastor alemán, mordió en el cuello a mi pequeña cocker, produciéndole una herida que Griselda, ante mi enérgico reclamo, se vio obligada a atender. Reconozco que al menos asumió su responsabilidad por haber dejado suelto a un animal tan agresivo. Se hizo cargo de la situación. Llevó a mi perra al veterinario y luego, durante tres días, acudió a mi casa a inyectarla, aunque lo hizo con cierta brutalidad y negligencia, a tal punto que Canela cojeó durante dos días. Griselda era una mujer ancha de hombros, de cabello negro azabache, más bien morena, con una cara redonda y unos ojos vivos que podían ser alegres pero no lo eran. Había algo hombruno en ella, un algo exacerbado por la voluntad visible de ser independiente y bastarse a sí misma. Vestía siempre pantalones de mezclilla, y sus gestos y ademanes tenían la contundencia y desparpajo de los de un muchacho. No podía imaginármela con un hombre. Pero a lo mejor lo tenía. Y ahora la proclamaban asesina a los cuatro vientos. Yo seguía traduciendo el cartel amarillo a recuerdos de Griselda, cuando me interrumpió desde la calle una voz de mujer, imperativa:

- No les crea, nada de eso es cierto-. Era una joven mujer desconocida, de cabello castaño claro, pastoreando a un labrador retriever de pelo dorado. Se aproximó con pasos cortos pero decididos, enérgicos:

- Disculpe. Es que lo vi leyendo con atención el letrero. No les crea. Nada de eso es cierto. Ella me ha cuidado mi perro dos veces y no me ha dado ningún motivo de queja. Es muy profesional y ama a los perros. Me consta. Todo esto es obra de su ex–marido. La casa era de ella y él se la quiere arrebatar para instalarse con su nueva mujer, que es un monstruo. Como Griselda se ha defendido, él ha utilizado armas sucias como ésta para quitarle derechos. No les crea, nada de eso es cierto.

- Pero hay aquí una averiguación previa y estos dos letreros de clausura. Esto es orden de un juez.

- Ya sabe cómo son los jueces aquí. La justicia se compra. No les crea, nada de eso es cierto-. Y se retiró sin examinar el impacto que sus palabras habían producido en mi ánimo.

Me quedé como al principio, casi embobado frente a esa obscena acusación pública. Seguí mi paseo bajo el sol y los árboles, desconcertado. De pronto, me topé con la pequeña señora de Tommy, ese cocker que se alebrestaba con Canela. Como ella vivía al frente de la casa maldita, le pregunté, a bocajarro:

- Me han dicho que todo eso del cartel es una mentira montada por el ex – marido de Griselda. ¿Usted qué opina?

- El cartel tiene razón, desgraciadamente. Todo es como lo dice, si no peor. Yo he visto horrores desde mi ventana. Si ellos no la hubiesen denunciado, lo habría hecho yo. Se me adelantaron. Nunca me cayó bien esa mujer. Sus perros no me dejaban dormir. Su trato con ellos era cruel. Sádico, incluso. Los mataba de hambre, cómo no iban a chillar toda la noche. Una tarde vi en el jardín a un par chillando, implorando comida, y cuando ella descubrió que, en su desesperación, se habían llevado una bolsa al patio y la habían abierto a dentelladas, se la arrebató y se puso a disputarles las croquetas para devolverlas a la bolsa, una por una. Muy feo todo eso. Arrodillada frente a las croquetas diseminadas en el suelo, las recogía y hasta se las arrebataba del hocico para devolverlas al plástico. Entre tanto manotazo y bofetada, las fauces abiertas estuvieron a punto de morderle. Dígame usted si esto no es un despropósito cruel. No tiene sentido. Otro día vi en su jardín a un perro flacucho y seguramente enfermo, mentalmente enfermo, comiéndose sus propias heces. Sé también que, para calmarlos, los drogaba. Varios días vi a los perros tendidos en el jardín, durmiendo, pero no era un descanso natural; sé cómo descansan los perros, de modo intermitente: se levantan, ya sabe, para tomar agua o cambiar de postura. Pues estaban tendidos largo rato como muertos.

- Me han dicho -insistí- que todo esto es obra del marido, quien, en plena separación, busca apoderarse de la casa.

- Pero si la casa no es de ella, nunca lo ha sido. La casa es de la familia de él. Cómo no lo voy a saber si son mis vecinos de años. Allí viven los padres y la hermana de él. Sólo sé que el marido es celoso, muy celoso.

- Entonces, en medio de los celos, ¿no habrá montado toda la historia del cartel para castigarla?

- Sería demasiado cruel, ¿no?

- Cruel, sí, pero es una posibilidad con la que hay que contar.

- Pues sí, pero el cartel lo puso la delegación en respuesta a las quejas de muchos clientes afectados -me dijo, y prosiguió su camino con Tommy-.

En una banca descansaban los dueños de Natasha, una labrador negra.

- Yo me encontré una tarde -me dijo él- al labrador de Germán a punto de atravesar la avenida Insurgentes, con grave riesgo de ser atropellado. Estaba solo y evidentemente se le había escapado a Griselda, quien lo andaba cuidando. Típico de ella: se le escapaban los perros porque nunca los sujetaba.

- Pero yo la he visto llevar al parque a una jauría entera encadenada que jalaba de ella hasta casi arrastrarla.

- Sí, pero luego los soltaba en el parque de juegos, donde los peloteaba y entonces cada uno hacía lo que quería. Más de uno se le escapaba ahí mismo.

- Es verdad, de eso me consta, porque uno de sus perros, suelto, atacó a la mía.

- Te sigo contando. Ya sabes que Germán es alto funcionario de la delegación. Su esposa desesperó por el extravío de su perro. Le hablé para decirle cómo y dónde lo había encontrado, y que no se preocuparan, que yo lo tenía conmigo. La esposa de Germán llamó a Griselda para preguntarle por su mascota y ella le mintió diciéndole que la tenía consigo. Ya puedes imaginarte lo que le dijo a Griselda. No la bajó de irresponsable y mentirosa y decidió hacer una campaña de desprestigio no recomendándola a nadie.

- ¿Crees que esa campaña haya incluido el cartel? Ya ves que viene de la delegación.

- No, en absoluto, no hay motivos para acusarla de asesina. Será irresponsable, pero mataperros, no.

- Pero igual pudo haberle echado encima la fuerza de la ley, exagerada, por supuesto.

- No. Conozco a Germán y sé que no es capaz de esa inmundicia. Ese letrero está cañón.  

- ¿De quién sospechas, entonces? ¿Quién se esconde detrás de esa Sociedad Protectora de Animales?

- Pues una sociedad protectora de animales -afirmó, sin ironía-.

- No, hombre, allí hay un enemigo mortal de Griselda Guzmán Guerrero.

- Sí, como dices, debe haber un enemigo mortal.

En aquel momento pasaron frente a nosotros los papás de Sammy, un bichón habanero simpático y gracioso.

- ¿Me esperan, por favor? -les dije- No se me vayan. Quiero hablar con ustedes.

- No te preocupes, te esperamos.

- Observa –proseguí- que el cartel no está firmado por una Sociedad Protectora de Animales definida, en singular, con identidad y responsabilidad, sino por un plural irresponsable que esconde un anonimato: ‘Sociedades protectoras de animales’. Detrás de ese plural se esconde un singular cobarde.

- Ya lo creo -dijo ella, y añadió: - Esa mujer tenía problemas muy serios. Era una provocadora. Solía llamar al edificio donde vivimos para llevarse a dos perros. A menudo se equivocaba de timbre y nos tocaba a nosotros, con una insistencia impertinente. Y, sí, estoy contigo: eso es obra de un enemigo personal: hay ahí un odio sin nombre. Nadie avienta así tanta mierda a la casa de uno-. Y, sin que pudieran o supieran insinuarme siquiera –acaso por un exceso de discreción- quién era ese enemigo personal, me despedí para entrevistar a los papás de Sammy.

- Estoy convencido- me dijo él- de que Griselda no midió sus fuerzas, se excedió en sus funciones, no pudo con el paquete. Dime quién puede cuidar quince, veinte perros sin ayuda. Se vio rebasada por su trabajo. Si cuidas más de quince, ya ni recuerdas el nombre de cada quién ni el nombre de cada dueño. Es muy fácil que todo se te vaya de las manos y que por ahí se te escapen uno o dos, con mayor razón si los traes sueltos a pelotear en el parque de juegos. Es casi imposible tenerlos a todos bien alimentados y atendidos, saludables y limpios. No es maldad ni falta de voluntad sino simplemente de fuerzas. Te aseguro que Griselda quería demostrarse a sí misma y, sobre todo, a alguien más, a un tercero, al marido, que podía con el paquete, que era capaz de hacerlo y, ya ves, no pudo.

- ¿Y sabes qué? -agregó ella, de manera enconada y sañuda- estoy segura de que fue ese Germán de la delegación el que puso el cartel. Es capaz de todo. Su mujer se puso inconsolable ante la pérdida de su perro, al cuidado de Griselda. Claro que el perro fue encontrado, pero haberlo extraviado ya era una falta contra la autoridad. Hizo campaña de desprestigio contra esta chica y como, pese a todo, seguían dándole trabajo –y, aunque no lo creas, siguen dándoselo, aunque en otra casa, la de su madre- decidió acabar de una vez con el ya menguado prestigio de esta chica. El cartel viene de la delegación, pero por deseo expreso y capricho de la esposa de ese Germán, la señora del perro.

- No lo creo –objeté- me han dicho personas que conocen a Germán, que no es capaz de esta vileza. Además, resulta innecesario; hacerlo no le reporta a él ningún beneficio, ninguna ganancia de índole alguna. Más bien podría perjudicarlo.

- Que no, hombre, fue ese funcionario de la delegación, fue él, ¿quién más?-. Me despedí amablemente con una broma y seguí mi paseo.

Alcancé frente a los juegos a la mamá de Druso.

- ¿Recuerdas -me dijo- el episodio de los venenos? ¿Te acuerdas que hace un año corrió el rumor de que alguien había dispersado en el parque restos de comida envenenada para que los perros hambrientos o golosos los devoraran? Al parecer no estaban tan dispersos, sino más bien concentrados. Se le murieron dos a Griselda por la misma causa y el mismo veneno. Curiosamente, a nadie más. ¿Sabes? Era alguien que conocía los horarios y rutas de Griselda con sus perros, y un cálculo casi matemático del efecto. Alguien, además, que sabía lo que curaba y mataba a los animales. Un veterinario, por ejemplo. Alguien, también, enfermo de odio y celos por Griselda: su marido.   

Encontré a la mamá de los chihuahua, saliendo del “Don Café” con un vaso de capuchino. Llevaba a Panqué, posado sobre su hombro como un loro, y a Muffin, atado a su muñeca.

- Es un hijo de la chingada -me dijo, con su franqueza norteña- un redomado hijo de la chingada. Yo conozco de años a Griselda y no se merece esa mierda que le ha tirado en la pared. Mira que escudarse en unas ‘Sociedades protectoras de animales’: es una vileza y una cobardía sin nombre. A ella le tengo mucha lástima. Es muy problemática, de acuerdo. Se creía dueña del parque. Soltaba a sus perros y no siempre recogía las heces porque ya no sabía si le pertenecían o no. Pero él era peor. ¿Qué puedo decirte de él? Era veterinario y tenía su consultorio lejos de aquí. Creo que no le iba bien. Cuando estaba en casa, salía al parque muy rara vez, con su cara de sociópata resentido. Una ocasión, ante mi reclamo, me respondió el desgraciado que no tenía por qué recoger nada, que para eso pagaba impuestos. Qué tipejo, ¿no? Y veterinario, hazme el favor. Un macho más allá de misógino. A ella los perros se le escapaban con facilidad, no sólo del parque sino de la casa, y a veces en la noche. Entonces alguien les abría la puerta, alguien la quería perjudicar. ¿Quién crees? Pues él, que quería separarse, deshacerse de ella. La odiaba a muerte. Él –estoy segura- les abrió la puerta al Orejas, al Espartaco, a la Negra, que, como sabes, fueron por suerte a parar de noche en la casa de sus respectivos dueños. Imagínate si los hubiera perdido. Y ahora, según el cartel, hay perros perdidos y muertos en esa casa. Yo no conozco a nadie que los haya perdido definitivamente. ¿Tú, sí?

- Tampoco –dije-. He hablado con algunos dueños y nadie me ha dicho que sus perros, ni los de nadie conocido hayan sido victimados por ella. Pero en cuanto al marido, ¿por qué no separarse, correrla de la casa y ya?

 - El odio busca caminos retorcidos. El marido aguantó, la retuvo en casa para castigarla de esta manera sórdida, implacable, cruel. Era un enfermo de celos. Como ella vivía de cuidar los perros del prójimo, sus relaciones sociales eran grandes, toda una red, como puedes suponer, y él, todo lo contrario, un hombre solitario, un resentido social, un sociópata.

- Entonces ¿se trata de envidia de un cierto éxito social de su mujer o de celos por un hombre?

- No sé de historia alguna con ningún otro hombre. Griselda no es una mujer sexy ni coqueta. Igual y se trata de envidia por sus relaciones en el trabajo, pero sepa. El caso es que tenían unas broncas tremendas, no ocasionales, sino de todos los días.

- O sea una bronquitis crónica.

- Exacto -me dijo, riéndose-.

- De todos modos –añadí- no me checa que un veterinario tuviera envidia de una cuidadora de perros, aunque ésta fuera su mujer. Y si hablas de sociópata, más lo es ella.

- Él no tenía ningún contacto social, ninguno. Ni un solo amigo. Ella, mal que bien, los ha tenido. Unos pocos fieles. Y eso, tan poquito, le provocaba celos.

- Espera –objeté- ¿Por qué el cartel no está colgado en casa de la madre de Griselda, adonde ella se mudó, y sí en la pared de la casa del marido? Ella ya no vive en Tejocotes, ya nada tiene que ver con esa casa. No tiene sentido semejante autoacusación.

- La casa de Tejocotes era el centro de trabajo de Griselda, la pensión de los animales y, como centro de trabajo, ha sido cancelado. La casa de la madre no es más que la casa de la madre, adonde la pobre se ha retirado como tantas mujeres separadas o arrojadas del hogar por el marido. Pero reconozco que aceptar ese cartel en la casa de uno es una autoacusación y una autohumillación. Con el agravante de que va a durar semanas o meses colgado ahí. Eso es muy sórdido y terrible. Entonces me doy, amigo. Me niego a entender.

Abordé a ese hombre oscuro y secreto, cuidador como Griselda, siempre aislado por sus audífonos y sus gafas oscuras. Caminaba lento y ausente, con su cohorte de cinco perros siguiéndole como los ratones tras el flautista de Hamelín.

- No hay ningún misterio en esto, mano: esa pinche vieja mató a patadas a Cocky, una terrier dejada en encargo por una señora española que se iba de vacaciones. Lo supe por ella misma: yo he cuidado a su mascota. Pero esa vez no me la dejó. Se hubiera ahorrado el incidente. Cuando ocurrió, ella sintió de golpe la vida de perros que llevaba, todo el enojo con la vida, ahora que, una vez más, su veterinario la había maltratado. Él se marchó a trabajar y ella se quedó sola en la casa con sus mascotas. Esos terrier son, como los cocker, muy nerviosos y dependientes si no los has educado. La Cocky empezó a exigirle atención y alimento, a merodear y girar en torno de ella como los gatos, hasta que Griselda tropezó con Cocky y, al pisarla, ésta aulló de dolor. Suficiente, mano, ese aullido desató todo su odio. Se ensañó con la perrita a patadas hasta matarla. Los estudios médicos lo proclaman: no fue un accidente, como dicen por ahí, ni un veneno. Constataron sus hematomas. La señora española, al recibir muerta a su Cocky, demandó a la vieja en la delegación. ¿Te das cuenta? Debió haberla dejado a mi cuidado. Y no dudo que haya otros perros victimados por ella. El cartel sólo menciona dos. ¿Te imaginas cuántos en su pinche vida de cuidadora habrán muerto por su culpa? Nada más acuérdate de la comida envenenada. Ya sabes que aquí hay impunidad por miedo a la denuncia. La española lo hizo, pero no habría pasado nada malo si me hubiera dejado a Cocky.     

Ya frente a la capilla me topé con los amos de Salomón, ese pastor alemán medio enfermo de la columna. Allí Canela hizo popó.

- Es una perra anarquista -les dije-. Siempre se caga frente a las iglesias, al módulo policial y a la casa de la dueña de mi departamento; es decir, se caga en la iglesia, la policía y la propiedad privada.

- Ella lo hace por ti, ¿verdad? -me dijo él, riéndose-.

- Tú lo has dicho.

- ¿Cómo ves -le pregunté- lo del cartel de Griselda?

- Qué historial tiene esa mujer -dijo ella, disfrutando de su propio énfasis-.

- Con nosotros fue así. Hace seis años, más o menos, paseábamos con Salomón y la vimos en el centro del parque de juegos tironeando con una cadena a un perro mestizo. Parecía estar entrenándolo. Pero sus movimientos eran tan bruscos y crueles, que creímos por un momento iba a desnucar al pobre perro. “Oye, le dijimos, así no se hace, lo vas a lastimar”. “No te metas, nos dijo, este perro es mío y hago con él lo que me plazca”. Y como de inmediato lo soltó, se vino encima de nuestro Salomón, que entonces era un cachorro. Yo me puse en medio para protegerlo con mi cuerpo. Ella se abalanzó contra mí, ofendida por mi gesto. Cómo era posible que alguien, una mujer delgada como yo, protegiera de su perro a mi perro. O, si quieres, cómo era posible que yo me protegiera de ella. Me lanzó un extremo de la cadena, sin soltarla. Lo agarré y lo jalé hacia mí con toda mi fuerza. Le di una patada en el pecho y luego un rodillazo hasta tirarla al suelo, de espaldas. La tuve a mi merced, con la cadena entre mis manos, y entonces pidió que ahí lo dejáramos todo. Al incorporarse, ya con la cadena consigo, nos amenazó con los hombres de su casa, advirtiéndonos que nos cuidáramos de su marido, de sus hermanos, que acudirían para defenderla. Al otro día levantamos un acta en la delegación. Advertida por la autoridad, tomó distancia de nosotros y nosotros de ella. No hemos vuelto a tener ningún incidente, ningún contacto. Por aquí la hemos visto, pero de lejos. Y no, no soy karateka ni nada por el estilo, es simplemente mi experiencia con los caballos. Ya sabes que nos dedicamos a su cuidado para las carreras. Montarlos y cuidarme de ellos me dio la suficiente agilidad y fuerza para protegerme de esa mujer. Yo soy delgada pero fuerte y fibrosa. Esa mujer era un migajón: gruesa, podía deshacerse en cachitos al menor contacto.

Entonces pasó a nuestro lado la señora de Toy, ese beagle juguetón y simpático.

- Fíjate -me dijo el papá de Salomón al pasar ella de largo-. Esa señora ha dejado varias veces a Toy al cuidado de Griselda. Su testimonio retrata a esa mujer de cuerpo entero. Nos dirá, como me dijo una vez, que nunca ha tenido problemas con ella por una sola razón: le ha rogado, implorado, suplicado, que cuide a su perro, que no le queda de otra. Fíjate nomás. El ruego, la súplica, era la condición del contrato, y la única manera de que todo marchara bien. Imagínate. Qué mejor que se la suplique, se la implore. Se trata del mísero poder que Griselda podía y puede adquirir y ejercer sobre la especie humana, sobre los perros y sus amos, y si uno se humilla ante ella implorando -como ante Dios o ante un ángel- el cuidado de algo que amas, sólo entonces se sentirá bien. “Cuídamelo, por favor, ¿sí? No me queda de otra”. No me queda de otra: Griselda era el recurso final.

- El recurso final –repetí- como un eco.           

     

 

 

 

EL APÁTRIDA

                                                                 
 
                                                                            A Diego Araujo Sánchez

 
And the end of all our exploring

                                                                       Will be to arrive where we started

                                                                       And know the place for the first time.

                                                           (T.S. Eliot: Four Quartets)

  
Esa noche tuvo Oswaldo Villegas una pesadilla tenaz. Veía desde su ventana un espacio de aire enrarecido y aunque el tren corría en él desde hace mucho tiempo, no daba ninguna señal de cambio. A pesar de la atmósfera estancada, percibía el avance del ferrocarril por el uniforme traqueteo de las bielas. Al hacer los rieles una curva, tomó una maleta y descendió entre los vapores del tren. Nadie lo esperaba en la estación desierta y el resto era un caserío miserable. El tren, a sus espaldas, inició la marcha. Percibió en el color de las casas un amarillo de sol. Sobre la fachada, un gran reloj marcaba las cinco y media. No intentó salir de la estación y en un banco se sentó a esperar el próximo tren. Pero tardaba tanto que empezó a envejecer. Tan viejo se miró que ya no pudo resistir y se lanzó a la línea férrea y lloró sobre el hierro y ahí esperó la muerte, que tampoco le socorrió. Se auscultó, sintió un extraño zumbido en el aire lancinante y luego palpitaciones intensas. Las confundió con el latido del próximo tren, que llegaba. Fue un gran alivio estar de nuevo en él, sabiendo, sobre todo, que era el mismo que lo había dejado hace muchos años. Traqueteaban las bielas en medio del aire enrarecido. Sobre la fachada enladrillada de la siguiente estación un reloj marcaba las cinco y media. El caserío tenía el mismo color amarillento. Cuando estaba por segunda vez sobre los rieles de la estación, sintió el sudor sobre la frente, la aceleración creciente de la tensión sanguínea, que le quemaba el cerebro.
A su lado, la mujer dormía en la penumbra. Se incorporó para mirarla y de nuevo se recostó, alegrándose de que la mujer no despertara. Sintió la gravitación de las paredes y de los escasos muebles en la semioscuridad, el peso de su propio cuerpo, la innegable  proximidad de la mujer. Quiso mirar hacia atrás, examinar los escalones que lo habían conducido hasta el punto en que se encontraba, pero le pareció ocioso. El cuarto le oprimía, la mujer dormía  a su lado, previsible. Duermo al borde de un abismo, pensó. Mañana lo miraría de nuevo con su expresión de desencanto y reproche y él no podría disimular su cansancio y su culpa. No se atrevería a pedir el desayuno: tomaría los trastos de la alacena, calentaría su agua para el café y, sin levantar los ojos para mirarla, se serviría el desayuno. ¿Le diría algo? ¿Qué cosa? ¿Cómo sin herirla demasiado? ¿En qué momento? ¿Le daría ella una ocasión? ¿Se la inventaría él mismo? Dijo: “Le pediré algo, no como un ruego sino como una orden. No lo podrá tolerar. Me soltará una andanada de reproches y lamentos. Se sentará a llorar. Entonces le diré que no podemos seguir y que debemos separarnos, digo, que me voy. Así está bien”.
Muy cautelosamente, como si quisiese no ser oída, la mujer se incorporó, se vistió, caminó por el cuarto arreglando algunas ropas. Villegas la presentía a sus espaldas, indiferente, desdibujada, cansada, a mil años luz de distancia, haciéndolo todo como si estuviese sola. Se incorporó y, al volverse, inopinadamente, la vio. Allí estaba, en efecto, como la había previsto: indiferente, desdibujada, cansada, a mil años luz de distancia. Se vistió y salió al comedor. Flotaba en toda la casa una atmósfera de vacío y de silencio incorruptible. Miró por la ventana un amarillo de sol sobre las casas. Tomó de la alacena sus trastos y preparó el café con leche. La mujer tomó los suyos y los cubiertos y sin hacer ruido se sentó a esperar a que el agua estuviera lista. “Hay que adelantarse a las subsistencias antes de que el arroz se acabe”, la oyó decir sin dirigirse a nadie, y asustado por la idea de que algo estaba confirmándose, la contempló un rato. Fue como si estuviera ante un espejo empañado que de pronto empezara a revelarle con claridad sus propios rasgos. Frunció el ceño y advirtió cuánto se le parecía. Arrastrado por su descubrimiento, siguió observándola y mirando el paulatino descorrerse del velo del espejo que le revelaba un rostro espantoso, agriado por la desilusión y el desencanto: el suyo. Le pareció advertir en ella los modales de una actriz que representaba su papel en un mínimo escenario y que lo hacía extraordinariamente bien porque estaba bien, demasiado bien imitado. Era un papel que se había aprendido por simbiosis con el modelo, casi sin querer, seguramente sin proponérselo. Recordó cómo la imagen real de la mujer que le daba las espaldas en el lecho se ajustaba perfectamente a la que previamente se había formado de ella, y que tanto la una –su cuerpo inobjetable- como la otra –esa mujer que había pretendido inventarse- estaban en su costumbre de verla todos los días, de convivir con ella. Bajó los ojos con vergüenza y siguió tomando el café con leche. “Te dije que debemos adelantarnos a las subsistencias antes de que perdamos el arroz. ¿Me darás la plata?”, dijo la mujer con aspereza. A la justificación de Villegas siguió una contrarréplica y luego una andanada de reproches y lamentos entremezclados que a Villegas no le hicieron mucha mella porque de antemano los esperaba: los había presentido en el despertar.
Su mujer había salido ya por el arroz cuando se encontró en la calle. Allí se vendían periódicos, se escuchaba la radio y se formaban corrillos. Allí se enteró de que en la frontera se estaba luchando con los peruanos. En las oficinas, en las cantinas, en las calles, no se hablaba de otra cosa. A nadie dijo nada. Se dirigió a su casa, tomó sus documentos personales y, dejando una nota escueta: “Me voy a la guerra. Volveré”, se dirigió a la estación. Tomó un tren –el primer ferrocarril hacia el sur- que venía tripulado por reclutas y voluntarios, y ahí mismo se alistó en el improvisado ejército.
Sólo al ver su cara reflejada en la ventanilla se preguntó cómo y por qué se encontraba en el tren, viajando hacia un campo de batalla que nada tenía que ver con él. Sonrió por la tontería que había hecho, pero cuando se imaginó a sí mismo en el pueblo, concluyó que otra vez habría huido. De manera que estaba allí porque no había más remedio, porque debía estar y no era posible estar en otra parte. Si algo le había usurpado a ella, la sola manera de devolvérselo era separándose, dejándola vivir por un momento su propia vida, en libertad. Era también lo que a él le hacía falta: alejarse del centro, buscar aire puro y otras gentes, purificarse un poco en la indiferencia del mundo para lanzarse de nuevo, limpio, a los brazos de su mujer. Someterla a la prueba de la libertad, darle la oportunidad de que se olvide de él por un tiempo y sea ella misma. Dibujaba proyectos, planteaba posibilidades, apuntalaba certezas, borraba, volvía a trazar las líneas, corregía. “Creo que hice bien”, se dijo, “no saber de mí la hará recordarme y exigirme, sin que tenga que sufrirme”. No pudo seguir porque las proclamas y discursos patrióticos del momento, transmitidos por radio, lo interrumpieron cerca del fin.
De sus experiencias en el frente sólo recordaría la impresión mortificante de que nadie sabía con exactitud lo que había que hacer, y una memorable escaramuza de la que salió ileso, pero en la cual íntimamente deseó que lo mataran. Esto es lo que, semanas después, refirió en Machala el sargento Escobar:
“Formábamos parte del batallón encargado de hacer línea defensiva en Arenillas, para así taponar el acceso de los otros al río Jubones. Como éramos de la retaguardia, aún podíamos recibir viandas de nuestros familiares. El 26 de julio nos enteramos por el telégrafo de que se había pactado una tregua. Como éramos parte de un refuerzo, llegamos a Arenillas cuando ya muchas alarmas se habían pasado allí. Pero las poblaciones estaban abandonadas, que parecían cementerios. Así nos pareció Arenillas cuando llegamos allá. Sufrimos la tensión de varios días de espera. Desconfiábamos del telégrafo, de la radio, y velábamos en la noche junto a las carpas del campamento. Los perros ladraban en esas noches silenciosas. Sé de muchos que ni sabían lo que esperaban. Estábamos allí ignorantes y como privados del mundo. La noche era intolerable pero en el día nos llegaban víveres de nuestras familias. Entonces empezó a intrigarme el tal Villegas. Sé que venía de lejos y estaba distante. Se fijó en una tal Alicia, una mujer de tez amarillenta pero muy sensual, de bata ceñida y a colores, de caderas de delirio, conviviente de un soldado de la región. Según me dijo más tarde, fueron el verde melancólico de esos ojos un poco hundidos y esas ojeras los que lo enloquecieron. Y oiga usted que no era para menos, porque esa hembra era una tentación, una palmera, un caramelo. Yo, mire usted, soy soldado y sé lo que uno siente ante una mujer cuando se está en el frente. Pero algo más había. Me fue difícil hablar con él. Me fue difícil hablar con él. Ella dio en ofrecer a Villegas una parte de las viandas que traía para su soldado y él, enloquecido, nunca dejó de mirarla desde su tienda, ni mientras comía, hasta el otro lado del patio, donde ella estaba. Luego se venía la noche con ladridos de perros, cantos de grillos y miedos. Así pasaron tres días. El 29 fue la cosa. Volaron aviones sobre  nosotros, muy de pronto, y el telégrafo dejó de funcionar. Así también la radio. Las líneas habían sido cortadas, nos dijo el operario y pronto fue el estallar de bombas y el incendiarse de árboles, a donde justamente corrían los nuestros en busca de escondrijo. Me acuerdo del gran ruido que hizo la campana de la iglesia al hacerse pedazos con el estallido de una bomba. Era como si todo lo que nos rodeaba y el suelo en que estábamos  y el aire y el día se hubieran quebrado de parte a parte. Yo también corrí hacia el bosque y pude ver a Villegas en el blanco del pueblo, solo, disparando su fusil contra los aviones, él de pie, inmóvil, ante la iglesia cuarteada. Pues el hombre hizo algo peor cuando, media hora después del ataque aéreo, oímos el traqueteo de la metralla y el ruido de los caballos a galope. Parecía que venían de todas partes y casi todos los nuestros corrieron a refugiarse en la iglesia. Confieso que Villegas me distrajo del resto. Perdí noción de lo que se hacía y entré en un revoltijo de ruidos, gentes en carrera, disparos, miedos y audacias. Ver a Villegas me infundió valor, de manera que le pasé la ametralladora y yo tomé el fusil y, él delante, corrimos hacia el puente, que estaba a punto de ser atravesado por los peruanos. Esto obligó a los nuestros a salir de la iglesia, y a la caballería enemiga a no cruzar el puente sino a correr a lo largo de la orilla del río. Villegas no se movió del puente ni cambió de postura. Miren ustedes que podía muy bien parapetarse y así atacar y defenderse mejor. Y miren también que no era un soldado y apenas sí sabía manejar un arma. Diría que fue el solo hecho de portar el arma como un amuleto lo que lo salvó. Sinceramente, amigos, él quería que lo mataran.”
Terminado ese incidente, no volvió a participar en lid alguna. En Zaruma, hasta donde las tropas habían retrocedido, lo encontramos de nuevo indiferente y solo, entregado al flujo azaroso de las situaciones, como si íntimamente deseara oponer al destino una resistencia pasiva. Más de una vez le dijeron héroe de la patria y más de una vez opuso al terminajo una sonrisa irónica. Ahí comprendió que el árbol del prestigio suele tener la raíz podrida, y que su heroicidad estaba basada en una culpable pero verdadera apreciación de sí mismo. Comprendió que le había sido deparada la vida para buscar al instrumento de su redención: la sensual, ojerosa y un poco vulgar Alicia.
La conoció una mañana de agitación y gentío en la plaza central de Zaruma. La nueva vida que al parecer había ganado lo volvió más sensible al asombro. No pudo menos que asombrarse de ver en el mare magnum de aquella plaza hostil, perdido entre la muchedumbre jadeante de soldados y familias de soldados, el rostro de la mujer buscada buscando al soldado que había dejado en Arenillas. Enfrentó a la mujer, que tácitamente lo aceptó, y juntos buscaron en vano al hombre que había desaparecido en el campo de batalla. Observó la actitud de Alicia en la ardua búsqueda de su hombre: de algún modo se sentía protegida, segura, pese a todo y parecía no buscarlo con convicción. Tal vez era sólo una corazonada, seguramente estaba equivocado, porque es difícil encontrar tan leal como la de aquella zona, de tradiciones familiares arraigadas. Pero abrigaba la esperanza de que algo hubiese ocurrido anteriormente entre los dos, y el hecho de que Alicia no pareciera demasiado interesada en encontrar a su hombre no sería sino la confirmación de esa sospecha.
La búsqueda fue muy tensa, al menos para Villegas, que casi límpidamente veía el trazo de su destino y se inquietaba con la idea de que el borroso soldado apareciese vivo y viniese a manchar o romper ese armonioso esquema. (Algún tiempo más tarde, Villegas se daría cuenta cabal de que al buscar al soldado desaparecido, los dos habían compartido un tenaz, casi desesperado deseo de no encontrarlo).       
Y nunca volvieron a saber del soldado. El pasado fue disolviéndose como agua en el agua, y en tanto el miedo, la soledad, el futuro, el deseo, algo parecido al amor los fue uniendo como una cuerda culpable. Villegas advirtió, sin embargo, que esa culpabilidad, ese borroso pasado, toda esa escoria, de algún modo estaban alimentando su nueva vida, sus casi idílicas relaciones con Alicia. La vida que los dos compartieron al principio parecía haber sido arrancada del abandono de esa mujer del norte que estuvo al borde de su sueño, y de la culpable alegría por la pérdida de un soldado. La lucha por conseguir que esas culpas se convirtiesen en amor duró mucho tiempo y no sabemos si lo consiguieron o no. El placer y el dolor se intensificaban en el lecho y se escapaban en gemidos de placer y angustia. La mujer que lo esperaba en el norte y el soldado que asomaba en el rictus seguirían acosándolos, después del placer mutuo.
Villegas convivió con Alicia cerca de un año. Un trabajo de comerciante, algo parecido a la felicidad, el miedo al nuevo enfrentamiento, la idea de que aún tenía tiempo, impidieron  que Villegas regresara donde su mujer. Más importa saber lo que ocurrió: cuando una mañana se despertó luego de sufrir la pesadilla del tren, vio con horror que Alicia repetía (imitaba) el gesto de cansancio que alguna vez, visible en el rostro de su mujer, hizo germinar en él la idea de abandonarla, no por ella, sino por ese gesto en el que estaba dibujado su propio rostro. Como en un espejo, como antes, la espantosa imagen lo hizo retroceder. La conocía demasiado bien para dejarla allí tolerándola; él mismo la hacía crecer como un desarrollo canceroso. Mientras Alicia estaba afuera, lloró silenciosamente sobre la almohada. Cuando ella volvió, Villegas había desaparecido.
Regresó a su pueblo, perseguido por ese gesto y una sospecha. Llegó como un extranjero, como un apátrida, a un pueblo extraño. Allí se enteró de que su mujer lo había estado buscando inútilmente a pesar de la ayuda de un desconocido que la vio en la calle y que muy pronto deseó que Villegas no apareciera. Más eficaz habría sido buscar al hombre perdido en los registros militares, pero la investigación no prosperó, en parte porque Villegas se borraba a sí mismo con nombres falsos o porque, como un delincuente, no dejaba huella por donde pasaba; y sobre todo, porque en el norte aquel desconocido que vio a la mujer de Villegas buscando al hombre perdido había hecho de ella la compañera de su vida. Para ellos y para el pueblo, acaso también para sí mismo, Villegas había muerto.
Una medianoche tomó el ferrocarril y se alejó del pueblo sin destino fijo.